domingo, 17 de diciembre de 2017

A FALTA DE TÍTULO; 10 KILÓMETROS





Hoy llego tarde a la escritura. Tengo poco rato para cumplir con mi rutina retórica y dominical. En tan escaso tiempo es difícil inventar. En mi caso, lo de crear de la nada siempre es complicado. Así que, si me pongo a escribir desde el vacío creativo, y con el presente empujando, y con gente esperando al otro lado de la pantalla, el asunto me compromete, se complica la cosa, y la empresa hace aguas.

Acudo tarde porque me he levantado pronto. He saltado de la cama para salir a correr por esos campos de Dios. He recorrido diez kilómetros en una hora y pico. El pico es mediano, pero un pico, al fin y al cabo. Después he regresado al agua de la ducha, al café de la cafetera mía, a recoger los bártulos para la cosa de la redacción y llegar hasta este bar. El de siempre. O casi siempre. Al entrar he dejado las cosas en su sitio, que es mi sitio cuando nadie lo ocupa, junto a la ventana desde la que se contempla la vida ataviada de domingo. Me he acercado a la barra, más por saludar al personal que por dictar mi demanda. Mónica sabe lo que tomo, faltaría más. Mi líquido elemento siempre ocupa la mitad de una taza, inyecta cafeína en mis intenciones y despierta el alfabeto loco, vivido, excitado, triste, musical y literato que llevo dentro.

Mientras daba zancadas hace unas horas pensaba sobre lo que podría escribir llegado este ahora. Como tengo la foto de una niña echando una carta por la ranura de un buzón de Correos, he dicho que podría inventarle un texto, así, al más puro estilo epistolar, un cuento, una petición al futuro, una arenga optimista para su hermana que prepara el asalto a la vida desde el vientre de su madre. Se llama Iria la niña que deposita la carta en el buzón. Se llamará Rita, la que espera, cómoda y sin prisas, en el interior de una barriga prominente.

Después de entrar en Can Tornés y saludar a las baristas profesionales, he hecho lo propio con una pareja con la que siempre coincido. Ellos, percatados, me han anotado que arribo más tarde de lo habitual. Les he contado lo que os he contado al principio de este alegato. Justo cuando regresaba a mi mesa, una voz desde otra mesa me ha interpelado por mi nombre. Que me ve igual, ha observado. Y yo he contestado con un “te veo idéntica, también”. Después de ponernos al día sobre nuestra vida y situaciones varias y actuales me ha preguntado por mi amigo Fonso. Le he dicho que está bien. Que anda por Luxemburgo, de vacaciones. Como cada vez que nos hemos encontrado, hemos quedado en volver a vernos. A ser posible, los tres. Para retomar las risas y las charlas que mantuvimos durante ese COU nada académico y del todo hostelero. Porque nunca nos acostumbramos a estudiar de noche. Preparar el asalto a la universidad con nocturnidad y alevosía no podía dar ningún buen fruto. Así que nos pasamos el curso yendo, entrando y saliendo del bar que había debajo del instituto Jaume Vicens Vives. Los tres fuimos inseparables durante ese año y fieles a la barra del bar regentado por un hombre mayor, de los de pajarita en cuello, que había servido a un rey veraniego de la Costa Brava, que le gustaba el televisivo y emergente Pedro Reyes, que se dirigía a Alfonso y a mí por nuestros nombres y a Pilar como “la rubia”. En esa cafetería invertimos tiempo y esfuerzo en resucitar horas muertas hasta hacernos íntimos. De esos amigos que después nunca vuelven a coincidir pero que un encuentro propiciado por el azar o la casualidad, un saber algo el uno de los otros, y viceversa, hace que reculemos a ese COU, a la cantina del profesional de la hostelería con pajarita negra, y retomemos la infinitud abrasiva de la camaradería para darle la razón a ese músico que rezó aquello de que la amistad, mientras dura, es eterna.

Pero la foto de la hija de Andrés depositando una carta en un buzón merece un relato auténtico y exclusivo. No la usaré en este texto de guardia. Recurriré a ella un domingo cercano, y usaré todas mis fuerzas y toda mi palabrería para tejerle un cuento que permita a Iria alcanzar la gloria de la comunión entre destino y remite. Sí.

Y Pili y Alfonso y Mario aunarán esfuerzos para volver a encontrarse, para repasar presentes y revivir pretéritos anclados en la memoria. Así que minutos antes de sentarme a escribir hemos quedado en que hablaré con Alfonso cuando regrese de los Bajos Países. Que cuadraremos agendas y que formalizaremos una cita de las de verdad, como antaño, ese antaño con sabor a barra de bar doctrinal y académico de la vida misma.


Iria, la niña del buzón de Correos se eleva de puntillas, con una mano levanta la rendija y con la otra introduce una carta manuscrita. Va vestida con una camisa amarilla, a conjunto con el artilugio postal. Y sonríe, a juego con su vida inocente y con la oportunidad ganada a golpe de letras.


jueves, 1 de junio de 2017

RETIRO



Desde que tengo uso de razón, y desde que invierto parte de ese uso en escribir un día a la semana, he pensado que alguna vez lo haré en algún sitio alejado, desierto, rodeado de nieve, frente a una chimenea, habiendo hecho acopio de café para mil prólogos, de comida para mil capítulos, de música para mil epílogos, y de leña para mil lumbres. Conociéndome como me desconozco, reconozco que también me llevaría a ese retiro níveo y helado algunas lecturas y un lápiz de memoria con algún que otro vídeo guarro por si me entrara la morriña, para sacudirme la saudade cuando no reciba en jornadas varias los vídeos con el que mi elenco de amigos resucita las horas muertas de mi móvil de postrera generación.
Pero nunca me he decidido del todo. Y es que nunca del todo me decido a algo. En cuanto a la escritura, soy un inconstante. Y en cuanto a excusarme en la retórica para exiliarme a la naturaleza y disfrutar del cadencioso y suave caer de los copos, soy un inconsciente y un inconstante. Yo no soy Jack Nickolson en El Resplandor, ese escritor famoso que se refugia en un hotel invernal. Una instalación que debe cuidar con su familia hasta la llegada de los turistas empujados por el buen tiempo a esos inhóspitos parajes. Una residencia desierta y fantasmal. Más fantasmal y menos desierta cuando van sucediéndose los minutos de metraje. Vamos, que el hombre en vez de escribir, enloquece. Y en vez de arrimar el hombro, ayudar a su mujer y atender los divertimentos de su hijo, se dedica a aterrorizarlos persiguiéndolos hacha en mano, loco perdido.
Así que heme aquí, en la sección de viajes y ciencias de la naturaleza y diccionarios meteorológicos buscando un índice que sacie la voracidad de esta vanidad viajera y sobrevenida. Hoy es uno de esos días en los que he renovado los votos. Que necesito decir lo de la nieve una vez más, como si el sacro convencimiento me permitiera acometer con garantías mi decisión de acabar entre cumbres borrascosas emborronando folios apantallados y cuadriformes, escribiendo una y mil veces que no por mucho madrugar amanece más temprano...
En la Casa del Llibre, en el Paseo de Gracia Barcelonés, hago tiempo cuando tengo que coger un tren que me devuelva a mi ciudad. Entro por una entrada y salgo por la otra tras haber repasado los últimos éxitos editoriales y tras anotar qué ejemplares me compraré en un futuro próximo, o para hacerme con un ejemplar que colme mi presente. Es una de las librerías con más catálogo y mejor distribuido. Aquí también he tomado café alguna vez mientras asistía a la presentación de las historias de algún escritor que tiene lo que hay que tener, que hace lo que tiene que hacer y que escribe lo que sus lectores necesitan que escriba. Hoy no encuentro un manual sobre escapadas con encanto para escritores desencantados que dan el canto diciendo que quiere irse al quinto pino nevado, ascender unos riscos y ponerse verbos a la obra bajo una ventisca de soledad y silencio. Hay guías de viajes a rincones embrujados, a pueblos alejados que invitan al retiro y a la meditación, también muestrarios de circuitos a pie, en bicicleta, y cientos de encuadernaciones sobre los diversificados tramos del Camino de Santiago que algún día recorreré (y una eme)
Esta librería está llena de pasillos, de intersecciones, de cruces de caminos que conducen a la definitiva literatura en cualquiera de sus manifestaciones. Uno de estos atajos lleva directamente a una sección donde hay libros sumergidos en estanterías sobre geografía, demografía y estadística, sobre economía renacida, sobre técnicas de ventas para acometer los éxitos sin perder la cabeza. Próximos a estos últimos, bien alineados, tranquilos, felices, calmos y expectantes están los de autoayuda. Son sus lomos menos consultados y sobados. Supongo que las personas recurrirán a ellos cuando se vean abocados al desconsuelo, la desazón y la intranquilidad en sus días de claroscuros. Pues yo que soy una excepción en toda regla, siempre recorro cada rincón de esta casa novelada ojeando un volumen, acariciando otros, rebuscando y no encontrando entre los estantes, buscando y reencontrándome con viejos conocidos ya adquiridos y gozados que vuelvo a rozar como aquellas pieles proyectadas entre las paredes de un cine de verano.
Hoy he llegado a unos de los rincones menos transitados de la tienda, al final de un corredor desde el que se divisa la Calle Valencia. Y ahí, entre volúmenes de economía, ciencias desconocidas para mí, ciencias ocultas y otras materias menos demandadas, una pareja se besaba sin prisa, se tocaba sin remisión y se abrazaba hasta encajar como dos piezas de un Tetris literario. Él asomaba la cabeza a través del hombro de ella. Emergía su periscopio, miraba en derredor, aseguraba el perímetro y volvía a sumergirse en los besos que ella le profesaba de buena fe. Yo, parapetado tras un atlas de geografía humana he observado los escarceos de la pareja anónima. Con celo y envidia. Más con lo segundo. Ella tenía apoyada una mano en una pared para que no se le viniese encima la estantería, y la otra sujetaba la cabeza de su él, para que no se le dislocara en la loca búsqueda del placer. El señor X tenía las suyas ocultas bajo la falda de la señora Y. A falta de pudor, buenas son las consecuencias. Sus bocas chocaban como constelaciones guarras y la fricción de los cuerpos expelía jadeos y susurros y palabras derretidoras. Él comenzó a masajear su culo con una mano y ocupó la otra en apresar una teta y sopesarla inquietamente. Abrumado he optado por abandonar mi incursión ocular.
Les he dejado entregados, convencido de que no buscan un libro que resarza su frágil situación de pareja, de enfrentado dúo marital, o par de amantes en bancarrota. Seguro que se aman y que descubrieron ese destino persiguiendo alguna novela o tras la estela de algún autor. Y ese recoveco ha acabado convertido en un oasis tibio, en un punto seguido y de encuentro, en un lecho vertical, en expositor de amor incendiario y en un punto y seguido de encuentros furtivos...
Justo cuando me doy la vuelta, la portada de un folleto de excursiones me pregunta si ya tengo planes para esta primavera. Dentro, entre sus hojas, las abejas liban de flor en flor y la naturaleza fecunda ofrece sus mejores rutas para la estación floreciente.
A tomar por culo la nieve, otro año más.

domingo, 5 de marzo de 2017

CUENTO DE NAVIDAD



Manolita vive en una residencia. Antes de este punto y seguido he estado a punto de escribir que Manolita reside en una residencia. Pero residir en una residencia parece que sea un efecto óptico, letrado y emocional. Porque más bien parece que hable de una mujer de edad indeterminada que disfruta de sus vacaciones en algún lugar determinado. No es así. Manolita llegó a la residencia “Colonia Güell” para quedarse. Para convivir y para revivir, para suspirar, esperar, respirar libertad y conocer a gente que, como ella, arribó con la maleta cargada de tiempo y mudas para unas cuantas estaciones.

Yo sé que algún día dedicaré un excelso relato a ella, a su vida pasada en Asturias, a sus años mozos entre panes y penas, a sus alegrías pretéritas y a los motivos que la trajeron a esta tierra. Para lograrlo tendré que hablar con su hija Eva, hacerle mil preguntas y tomar mil notas. Pero como eso será después, un después sujeto a los caprichos del tiempo y de mi constante inconstancia. Ahora sintetizaré un cuento de Navidad.

Manolita es feliz. Sonríe como sonríen de verdad las personas que tienen un motivo para hacerlo. Está bien atendida y se siente querida. En ocasiones, se muestra alegre y rompe su hermetismo dejando aflorar sus sentimiento, unas veces, su gratitud, otras. Sé que es feliz porque me manda mensajes de voz con la ayuda de Eva, que le sujeta el teléfono frente a la boca y le pide que me diga algo. Y ese “hola Mario, cómo estás, yo estoy bien, aquí me cuidan y hago cosas. Y te deseo feliz Navidad. Y tengo ganas de verte” es la felicitación de que ansiaba. Manolita me emociona, me alegra y me motiva. También me entristece porque querría poder verla y tratarla más, y que fuera ella la que me contara cosas. Pero su pasado está sujeto a la edad y a los tentáculos cavernosos de la no vuelta atrás. Cuando estamos juntos, habla poco, escucha mucho, y escruta cada movimiento que mis labios ejercen para pronunciar motivos, anunciar hechos, exclamar quejas o tirar de anecdotario fecundo. 

Manolita es dichosa en la residencia. Tiene dos gatos.  Los abraza y acaricia. Cuando los sujeta en el regazo ellos están en paz y ella exhala sosiego mientras mira a la cámara y, con toda seguridad, piensa que a Mario le gustará la foto gatuna.

Días antes de Navidad, el personal que trabaja en la residencia celebra, como cada año, su fiesta. Trabajadores y trabajadoras que cenan en algún restaurante de Sant Boi o de Barcelona o, incluso, en la modernista Colonia Güell. Pero este año ha sido diferente. Los que atienden durante su jornada laboral a los ancianos, decidieron quedarse allí y cenar con ellos. Guardaron sus uniformes en algún armario, se pusieron guapos, montaron mesas de fiesta, y se sentaron dispersos entre los residentes que también vestían galas, sonrisas, lágrimas venturosas y gratitud apaciguada. Todo esto lo sé porque me lo ha radiado Eva. Y también lo he visto en
alguna foto. Y Eva me cuenta lo que me cuenta, me escribe lo que me escribe, me envía las fotos que veo y me regala la voz de Manolita que me dice que está bien, que la cuidan, que le gustan los “gatinos” y que también es Navidad allí, con su gente compañera, con su compañera familia.

El cuento de Navidad se vive en la residencia. Y lo protagonizan los trabajadores que se han quedado allí, con sus mayores y con Manolita, cenando en buena compañía, llenando de regalos sus horas, obsequiándoles atención y cariño, cantando villancicos, rememorando historias de afuera, del ayer que se fue, de este ahora dulce, entregado y recíproco que apuntala un presente recién nacido.