viernes, 15 de mayo de 2009

SUEÑOS



De pequeño tuve sueños. Fueron mis sueños prematuros.

Dejé tan rápido de ser infante que mis sueños no me alcanzaron. De vez en cuando miraba, volvía la cabeza hacia atrás y no los veía.
Al mismo tiempo que yo crecía, ellos se quedaban estancados. O, lo peor, decrecían. Se desinflaban. Se ahogaban en la ciénaga del olvido.
A día de hoy sigo solo. Hay gente a mí alrededor. Gravito en la órbita de las mujeres que me acompañan y comparto sus sueños. Me hacen partícipe de su pretérito y me convierten en el eje de su futuro. Pero mis sueños no están conmigo. Ni con ellas. Ni con mis compañeros de trabajo. Ni con la gente que veo en el parque cada vez que salgo a pasear con mi perro.
Me siento desterrado de ese mundo fantasioso que conformaba el tapiz onírico de mis noches.
Aunque ahora, en la madurez de mi cotidianidad, siento que he sido yo quien los ha traicionado dejándolos olvidados en el juego del escondite.

Y mis sueños aún no han crecido. No conocen los pormenores ni los por mayores de la edad adulta, no se cuecen a fuego lento mientras los realizas, ni se doctoran, ni enferman, ni trabajan, ni dan ni ofrecen una ventana desde la que otear el paisaje enfermo de vida. Mis quimeras siguen siendo vírgenes, primigenias.

Esta mañana he salido temprano, como de costumbre. Soy un hombre de costumbres, Unas buenas, otras menos buenas, otras dañinas, otras sin importancia, otras importantes en grado sumo. He caminado por el parque que rodea mi lugar de trabajo. He visto el otoño rezar en los árboles. He escuchado el viento y he notado moverse el suelo cuando un tren de cercanías ha cruzado la ciudad sin detenerse.
Paseo por este parque que está cerca de la estación de trenes. Desde pequeño me gusta mirar las vetustas locomotoras. Observar los grandes trenes de pasajeros que unen una ciudad con otra, unos países con otros.
De mayor sigo con la mirada esos colosales monstruos de redondos pies. Los veo pasar desde mi balcón. Lo veo cargados de historias o vacíos de sueños. Como yo: con mis historias y sin mis sueños.
A veces he subido a un convoy moderno sin un rumbo fijo. Me he bajado en otra ciudad y al cabo de unas horas y de unos cafés, he vuelto a subir en otro que me ha devuelto a mi realidad.

En el parque por donde paseaba hace ya algunas frases, he conocido a un hombre vencido por el tiempo. Un viejo serio y de mirada honda. Un viejo enjuto con una gorra de marinero calada hasta las cejas. Estaba sentado en un banco, junto al lago de nenúfares que empiezan a cerrarse y a abandonarse. El viejo daba de comer a las palomas y con el pie daba pequeñas patadas al aire para que no se amontonasen. Para que respetasen el turno sin atropellarse. Me he sentado a su lado esquivando su pierna atormentada y loca.

La verdad es que no sé por qué he invadido uno de sus flancos. No sé si necesitaba observarlo, acompañarlo, preguntarle, compartir ese momento con él. Saber si tiene nietos o hijos. Pero hemos guardado silencio. Hemos mirado las palomas torcaces que picoteaban de manera magistral el pan manido y mojado que mi viejo les daba a modo de desayuno.

Y ahí, en el banco, me he acordado de mi padre. A él me he acercado…

Antes de cumplir los siete años cohabitaba este mundo con el de las fantasías. Anhelaba ser adulto por todos los medios. Cerraba los ojos por la noche con la esperanza de que al despertar estuviera a la altura de mi progenitor. Supongo que al no ver realizado ninguno de mis deseos, desterré mis proyectos al mar muerto de los sueños.
Mi padre tenía tres trabajos. Así que tampoco tendría tiempo de fantasear durante sus travesías nocturnas. Seguro. Ninguna de esas tres fuentes de ingresos era contabilizar sueños e inventariarlos. No.
Por la mañana trabajaba en una planta eléctrica. Por la tarde hacía trabajos de carpintería y por la noche nos cuidaba. Que seguro, era el más complicado y el menos remunerado. El tiempo le ha dado la razón y yo, claro, puedo escribirlo. Y dibujar en futuros lienzos versados que conmigo hizo más horas extras que en todos las faenas en las que cumplió.

Por la mañana lo veía partir. Al mediodía lo veía llegar. Pero por la noche, no. Me iba a dormir pronto. Quería despertar antes que nadie y ver que mi padre había regresado la noche anterior y que estaba yéndose, otra vez. Me hacía feliz verlo. En mi fuero interno tenía miedo de que no regresara algún día. A esa edad los sueños traicionados se tornaban pesadillas cuando dormía y miedos cuando despertaba.

Los días de tormenta me atormentaban. La electricidad fallaba, se cortaba con asiduidad con los primeros truenos que bajaban de la Sierra. Entonces me sentaba en el patio, miraba fijamente las nubes y les pedía que cesaran, que se fueran a engullir otros paisajes. Entonces creía que si la luz faltaba, también mi padre conduciría a oscuras en su intento de volver a casa a la hora de cenar. No me atrevía a decírselo a nadie. Con nadie compartía mis miedos, ni mis nadas. Pero una vez mi hermano me vio tristísimo. Y se lo dije. Le dije que papá aún no había llegado y que tenía miedo que la tormenta hubiera estropeado las luces del coche. Me dijo que eso era imposible. Que los coches tienen otros sistemas más modernos y que no pasaría nada. Añadió, para acentuar más mí recién adquirido consuelo, lo que proclamaban los expertos: que cuando rugía el cielo lo mejor era estar dentro de un auto. A partir de ese día proclamé a los cuatro vientos, a los siete mares, y al universo entero ese descubrimiento. A partir de ese día, cada vez que caía una gota, intentaba convertir el coche diminuto de mi padre en mi arca de Noé particular.
Y, cierto, no pasó nada. Mi padre volvió sano y salvo. Y chorreando. Y con olor a vino y tabaco, que me encantaba en esa época.
Época en la que sólo intentaba correr para alcanzar una madurez permisiva. Quería fumar y beber como los adultos. Nada de café como mi madre y las vecinas. No. Ni de tés. Ni infusiones de yerbas raras que se cosechaban en la vega del último reducto nazarí. Yo quería vino o cerveza y tabaco. Y ser mayor, también. Imitaba a mi padre y al padre de mi padre, y al otro padre viejo. Y los domingos, cuando mi madre repartía aceitunas como algo extra, me las guardaba y las comía acompañándolas de coca cola, o algún refresco oscuro que me recordara el vermú de la edad adulta. Y así, cogiendo un periódico de los que guardaba mi madre para ponerlos de alfombra y no pisar sobre mojado, cuando limpiaba la casa, leía las noticias de días y meses anteriores, a destiempo, claro. Y sin enterarme de nada, más claro aún.

Gracias al descubrimiento de que las tormentas no actuaban sobre los faros de los coches, empecé a mirarlas con los ojos de mi abuelo.
El hombre las entendía. Sabía de dónde venían y, sobretodo, cuándo lo harían. Y así, cuando tronaba, cuando el cielo gritaba y vomitaba agua y fuego, yo mantenía mi compostura. No me iba a dormir con la esperanza de encontrarme a mi padre al despertar. Sabía que la tormenta no lo detendría camino de su tercera ocupación.

Ahí es cuando mis sueños empezaron a desvanecerse. O a largarse en busca de corazones más puros y almas más cristalinas. Ellos me visitaban cuando estaba a punto de despertar y no les dispensaba el tiempo ni la noche mínimamente imprescindible. Ya estaba buscando a mi abuelo que hablaba con el tiempo, que acariciaba las cosechas bautizadas de rocío y las primeras escarchas, preludio del invierno acechante, que apartaba dulcemente los gatos asalvajados con el pie cuando iba a ponerles su desayuno. Y tras sentirme observado, me aventaba veloz del lugar. Y me centraba en mi padre. Miraba su café. Miraba cómo leía la prensa que después leería yo, imitándolo. Miraba como sintonizaba una emisora de noticias en la vieja radio que le habían regalado por Navidad en la empresa.

Y me miraba cómo lo escudriñaba. Unas veces me preguntaba qué hacía tan temprano despierto, otras me preparaba el desayuno, otras me contaba cosas sobre sus dos trabajos, pues no me consideraba otro motivo laboral, aún. Con el paso de los años se arrepintió de no haber negociado un convenio conmigo.

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En el parque, sentado junto al viejo sin mar, mientras lo miraba hacer, me han invadido los recuerdos. He vuelto a mi niñez asustadiza y quebrada. He visto a mi padre. He revivido su olor. He vuelto a acompañar a mi abuelo. Estaba mi hermano, claro, abrazado a sus cómics de héroes sin carne ni hueso. He escuchado el maullar lacónico, salvaje, excitado, de los gatos. He sentido su ronroneo cadencioso mientras esperaban su comida. He vuelto a disfrutar, en definitiva del vino de mi niñez, del cáliz de mi infancia.

El ruido de un tren me ha despertado. Con los huesos entumecidos y los sueños vivos, latentes, acariciantes. He mirado a mí alrededor. Sin rastro de las palomas, ni del anciano. Me he quedado dormido en ese banco, y he soñado, por fin. Mis sueños han abandonado su destierro para perdonarme. Y me han devuelto a otro tiempo del que necesito escribir porque tengo miedo de olvidar. De no saber encontrar la senda onírica que alumbra mi pasado.