domingo, 28 de julio de 2013

ESCRÍBEME LO QUE VIVES...



CAFÉ

Me preparo una taza de café varias veces al día. No hay un motivo para hacerlo, pero tampoco existe prescripción médica que me invite a evitar la cafeína en cualquiera de sus manifestaciones. Tomar café me relaja, pese a todo.

Sumergirme en una lectura sujeto a una taza me permite elevar a los altares del goce supremo mi momento literario. Puede que la historia no merezca la pena, pero el café hará de antídoto: descansaré la novela sin gloria sobre mis rodillas y me limitaré a sorber y a contemplar el paso procesional de mis pensares. Si estoy en un bar, buscaré entretenimiento en actos ajenos, en las caras que observo, en las conversaciones que escucho, en los escotes que desfilan por la pasarela de mi erotismo o en el exterior que avisto desde ese observatorio en el que se han convertido mi mesa y la silla que ocupo.

Tomar café mientras escucho música, tomarlo mientras trabajo, mientras escribo, mientras veo la tele, mientras hablo por teléfono, mientras charlo contigo, con ella o con él, mientras miento de verdad y mientras le encuentro una excusa a mi inconstancia para escribir escudándome en la coletilla que temo convertir en universal que reza que no puedo hacerlo más (escribir) porque soy un yonqui de las letras, mientras me confieso en retórica soledad, mientras miro por la ventana y cuento los trenes que atraviesan la ciudad cargados de pasajeros o de mercancías, mientras sueño con declarar todos los amores y desertar de todas las guerras, mientras le pido un préstamo sin interés a la felicidad, mientras consigo una orden de alejamiento a mi mala suerte, mientras repaso los lugares acordados, mientras admito que muchas distancias no conducen a ninguna parte si no es a tu lado, unas veces, o para buscarte, otras, mientras inmortalizo instantes con mi punto de mirada, mientras le hago un traje de letras a mis domingos, mientras parto a recuperar mi otra mitad oculta entre las piedras del camino, mientras me atrinchero en esta cafetería y apuro el último sorbo para pedirle a la camarera otro café.



LAS BICICLETAS SON PARA ESTE VERANO

Cada vez que veo una bicicleta apoyada sobre las ilusiones de un niño, pedaleo hasta mi infancia. Me acuerdo de la bici nueva que nunca tuve. Ser el mediano de tres hermanos te convierte en heredero universal y único de todo aquello que a tu hermano mayor le queda pequeño e inservible. Así que la bicicleta suya acabó siendo mía. Claro que llegó en un lamentable estado. Bien, quizá aquella BH llegara a mí en condiciones óptimas, lo lamentoso fue que no nos habíamos estrenado juntos, que no abandonó el escaparate para venirse conmigo y alcanzar, de paseo, las primeras metas volantes. Que al no ser nueva, al no estrenarla yo, la alegría era efímera, como el pan de los pobres. Sólo los primeros momentos, cuando el manillar templado y la palanca de los frenos enfriaba la palma de mi mano, disfrutaba realmente de la adquisición. Después, al ver que la B se había encogido, que a la H se le descascarillaba la pintura y que necesitaba más el pie para frenar que la palanca que tenía al alcance de mis dedos, me daba de bruces contra el sino de mi realidad: para qué una bici nueva si la de tu hermano está impecable, decía mi madre. Para qué una bici nueva, como dice tu madre, si la de tu hermano está como si nueva, remataba mi padre.

El verano acababa de aterrizar en la Vega granadina. Ese día reestrenaba las dos ruedas y, como dije un poco más arriba, los primeros momentos fueron de satisfacción, de nervios, de ganas infinitas por deslizarme cuesta abajo notando el viento de la ilusión en mi cara, con los ojos entornados por la emoción y la aceleración y con las manos sujetas al manillar, desplegando mecánicamente los dedos y rozando, para saber que seguía ahí, la palanca de frenada. Pero no avancé mucho; al poco de iniciar el descenso, la bicicleta se partió por la mitad como un melón maduro. Hizo ruido el hierro contra el suelo, hicieron ruido mis huesos contra el asfalto. Me levanté asustado, con una porción de bici en cada mano, mirando en derredor sin mover la cabeza, preguntándome quién vendría a auxiliarme, preguntándome quién habría sido testigo de mi ridícula puesta en escena.

Al final todo quedó en un susto. No hubo huesos rotos y poca gente contempló mi velocidad de crucero a bordo de un artilugio no apto para niños abonados al préstamo.

A los pocos días heredé un balón que explotó en mis manos, meses más tarde, un futbolín con un portero en fuera de juego, una máquina de escribir mellada, una radio que emitía en silencio y un tocadiscos con la canción de este verano...


DE RATONES Y ABUELA

Mi abuela amaba los gatos. Los tenía en casa a pares, como un ejército aliado listo para la lucha contra lo que más odiaba en la vida: ver pasar por delante de la chimenea un ratón. Un animalito de campo. Un roedor de ésos que ni muerden, ni se meriendan a las viejas que les temen, ni atemorizan a gigantes elefantinos. Ratoncitos grises, diminutos siempre. Animales inofensivos que los artistas callejeros dibujan con carboncillo, fauna roedora que escritores como Sam Savage retratan y dotan de protagonismo en su obra literaria. Ratones sonrientes, siempre prestos a no hacer otra cosa que pasear, visitar las infancias desdentadas y comer de todo menos queso. 

Así que la familia de ese ratón se paseaba de día y de noche, al amanecer y cuando declinaba el día por delante de la chimenea que gobernaba la gran cocina. Daba igual el número de gente congregada al calor del hogar, el ratón uno, el ratón dos, y así sucesivamente… una familia entera, siempre en orden marcial. Se acercaban buscando el calor de la leña y los trocitos de madera que eran indultados por las llamas. Nunca supe qué hacían con esas ramitas, nunca. Porque si hubiera sido una paloma, o un pájaro, o cualquier ave, sí… pero un ratón no hace un nido como si se tratara de un pajarillo, decía también mi abuela. El calor aletarga. Más el provocado por la madera que arde. El mismo que nos sumía en un duermevela infinito. Los sueños, incluso, nos visitaban prolongando nuestra estancia. Era entonces, y así entonces lo creía, cuando el ratón y su familia que empezaron morando este relato, se paseaban impunes por delante de nuestras narices en general y por las de mi abuela, en ofensa particular. Nuestros cuerpos no reaccionaban. Y mi abuela no acertaba a atizarle con las tenazas cuando abría los ojos y se encontraba a Pérez robándole la tranquilidad coronaria. Conocían nuestras pautas y distracciones, y se aprovechaban.

Desde aquel entonces también amo los gatos, aunque vivo sin chimenea, y mis dientes caídos dejaron de ser un reclamo para visitadores impasibles...






PRIMER CAFÉ

Cuando tenía catorce años escuché cómo un profesor aconsejaba a mi madre. Hacía referencia a mí, a mi entonces presente quebradizo y a mi frágil futuro en el mundo de los estudios. Le pedía que no me matriculase para cursar bachillerato. Que Mario no era una apuesta universitaria, o algo así. Que lo mejor, visto lo visto y suspendido lo suspendido, era cursar algún módulo, o probar alguna cosa que no pasara por matricularme en el instituto.

Me hice el despistado, que dicho y escrito sea de paso, no me costó nada, y les hice ver que no me había enterado de su conversación.

Al salir del colegio y dejar atrás a ese profesor y sus intenciones, fuimos a tomar algo a un bar próximo: café e ibuprofeno para mi madre y su cabeza y un refresco para su hijo aspirante a díscolo e iletrado. Le insistí con el tema “cafeinado” y mi suficiente edad para enfrentarme a una taza. Que deseaba hacer lo que ella; leer sin parar y tomar cafés a casi todas horas. Pero mantenía el semblante serio, la mirada preocupada y parecía no prestarme atención. Ahora me pregunto si no intentaba interpretar mi porvenir en el abisal fondo de la taza.

Diluyó un terrón de azúcar pinzándolo con los dedos sin depositarlo hasta notar como el color pasaba del níveo al marrón. Al poco rato alzó la vista para preguntarme qué quería hacer con mi vida, los estudios y ese futuro que esperaba indicaciones para las maniobras de aproximación. Le contesté que quería lo mismo que ella: matricularme en el instituto. Haría acopio de fuerzas para llegar hasta el final y salir bien parado. Que durante mis horas de estudios me limitaría a estudiar. Que dejaría de mirar por la ventana y cazar aves con la vista, de entretenerme con los vuelos acrobáticos de una mosca, con el sonido de la lluvia sobre las tejas, con la sigilosa peregrinación de los gatos a los contenedores, con la danza de los árboles mecidos por los vientos de la distracción, con el arrullo de las palomas en celo y esos cortejos amatorios, con el sonido del mundo y la visión de la naturaleza, en definitiva.

Mi madre se me quedó mirando. No daba crédito a lo que acababa de salir por mi boca. Boca cuyos labios no se habían refrescado aún. Le prometí, mientras la voz de aquel profesor seguía resonando en mi interior, que lo decía de veras, que lo haría por ella. Tengo la imagen de aquel momento enquistada en mi memoria; mi madre llevándose la taza al cielo del placer y dibujando negaciones con la cabeza. No. No lo haría por ella, ni por nadie, que sería capaz de intentarlo sólo por mí, quiso dejar claro. 

Mientras me concienciaba sobre lo que acababa de prometer y empezaba a despedirme de moscas y sus vuelos, de palomas en celo, de árboles acariciados por los vientos, de gatos paseadores de cornisas y del sonido de la lluvia sobre el tejado, escuché cómo mi madre se dirigía al camarero:

-Póngale un café al niño, por favor.






ORGULLO

Decidieron amarse con orgullo. Para lograrlo tuvieron que emigrar lejos de sus orígenes. Primero fueron turistas, después, visitadores habituales de sitios acordados y, por último, decidieron afincar su confianza amatoria en la otra punta de su mundo.

El domingo por la mañana, entre piedras, rincones decorados de cara al veraneante, cafés y paseos, los descubrí y me descubrieron. El más alto me pidió si podía hacerles una foto tranquila. Les hice varias y les robé una. El más alto me preguntó si conocía algún bar que sirviera buen café. Le contesté que sí, que les mostraría dónde.

Abandonaron su descanso de caricias y descendimos por la cuesta de los alemanes. Sólo hablaba uno así que intuí que solo él conocía mi idioma, y ese uno, delante del bar, me insistió para que aceptase acompañarlos.

Entramos en la cafetería del buen café y ocupamos una mesa al fondo del local, junto al ventanuco mal ajustado desde el que contemplamos la ciudad y su mediodía, las aves bajo los efectos de la primavera, y sus escarceos, los turistas accidentales armados con cámaras de fotos de generación “ultísima” y los peregrinos de caminos y bendiciones. El único que tenía voz dijo, sin dejar de mirar el exterior, que amaba aquellos lugares en los que el amor no fuera perseguido. Llevándome la taza a los labios, justo antes de posarla en dirección al cielo de mi boca, susurré que yo amaba los lugares en los que perseguir el amor no constituyera delito ni pena.

El otro, que aún no se había manifestado, miró al de la voz cantante, al portavoz de su relación y le pidió traducción.

Al conocer la respuesta, sin dejar de sonreír, observándome, comentó algo. 

El que desde el principio llevaba la voz cantante, me tradujo que jugábamos, entonces, el mismo partido.-Por supuesto, aseveré, pero en equipos diferentes.

Los tres, en ese momento, comenzamos a reír en el mismo idioma.






DE PERSONAS Y GATOS

Trabaja en la cafetería de un centro de formación sindical. 
A escondidas de sus jefes, ofrece alimento y amparo a una gata primeriza que amamanta a sus dos crías.

Por la mañana, cuando el sol estival aún no castiga la ciudad de Madrid, visita a su protegida. Le deja una bandeja con algo de jamón, también alimento para gatas lactantes, y le cambia la cuna a sus dos pequeños. Si no están enganchados a la madre, los sostiene entre las manos y arrima a su cara, besa sus narices templadas, pasa los dedos por la comisura de la boca y limpia restos de leche, les susurra cariños y mimos y los devuelve con ella que contempla la escena sin cambiar de postura.

Tras su jornada laboral vuelve a la carga, ilusionada y generosa. Visita la camada y tras alimentarlos y acomodarlos para afrontar la noche, se despide repartiendo besos a las crías y sosteniendo la cara de la madre entre sus manos pidiéndole que cuide de los pequeños, que no se aleje mucho, que mañana volverá como cada día...Mientras dice lo que dice, no deja de balancear su cuerpo, de bailar los gestos, de dibujar en cada movimiento los ápices aumentativos de la generosidad.

En un momento dado me topo con su mirada. Me descubre apuntándole con la cámara del móvil. Dándome la espalda, otra vez, coloca los brazos en jarra y vuelve a mirar a sus criaturas. Es entonces, hablándoles a ellos, cuando me cuenta su historia.

Al terminar me alcanza una cría. Mira qué ojos tan azules, qué pelaje más profundo para lo peque que es, me indica. Le anoto que la madre no se inmuta, que parece no molestarle que sostenga a su cría. Acariciarlo, tranquilo, mamá felina confía en mí, aclara. Instantes después, mientras arrullo al diminuto felino contra mi pecho, me encuentro con su mirada líquida. Me intereso por el motivo de su preocupación. 

En quince días comienzo mis vacaciones. Un año esperándolas y ahora no cuento las horas que faltan para irme al pueblo. Temo por ellos. No sé quién se ocupará de los pequeños. Si al menos estuvieran destetados y camparan a sus anchas por este patio infinito, la cosa sería diferente, susurra. 

Guardamos silencio durante unos instantes. Silencio que rompe el hilo de su voz: hablaré con mi jefe. Este año visitaré el pueblo en otoño. Lo recuerdo bonito, sembrado de hojas, quizás las chimeneas de las casas escupan humo y ese entrañable olor a hogar me devuelva a mi infancia. Está convencida de que para esas fechas, los gatitos serán gatos que correrán lo suficiente como para alcanzar la suerte de la supervivencia.

Le digo que me emociona su decisión.

Claro, estos pequeñajos se lo merecen, gimotea mientras enjuga las lágrimas con la manga.

¿Sabes? soy tan madrileña como gata, apostilla.

Sonríe ella. 
Escribo yo.


sábado, 1 de junio de 2013

HISTORIAS DE FOTOS


CARRER DELS PETONS

CALLE DE LOS BESOS

Lawrence Durrell declaró que una ciudad se convierte en un mundo cuando se ama a uno de sus habitantes. Lo descubriste en una de sus novelas. Después, mi obediencia siguió tus pasos, y leí a Clea, y visité la ciudad de Alejandría, y probé vinos y licores de aquellas cosechas imposibles a la orilla del mar. Viajé a la tierra de Justine y Durrell, reí con sus gentes y lloré con las ausencias anunciadas. Y todo lo hice porque no quería darte por perdida. Quise convertir cualquier pueblo en Barcelona, cualquier calle en uno de los callejones góticos de la ciudad condal, cualquier puerto en las dársenas y amarres de la ciudad que hicimos nuestra, cualquier bar en el escondite para marineros en tierra, de la Barceloneta, al que acudíamos a emborracharnos de caricias bajo la mesa, cualquier templo en la iglesia del mar, o en claustro de la iglesia de Santa Ana, testigo de nuestros besos prohibidos unas veces, furtivos, todas las veces. Un día me trajiste a este rincón. Calle que besa a sus visitadores, que invita a juntar los labios, a entrelazar las manos y a compartir ruta por la intrincada jungla del erotismo. Hace tiempo, mucho tiempo después de que Cupido mirara cabizbajo al suelo y arrancara sus flechas de nuestros cuerpos, después de la herida, tras la cicatriz, quise encontrar la calle para que no pasara a engrosar mi olvido. Anduve y desanduve la calle Comercio, tomé cafés cortos e intensos en la cafetería del “museo del chocolate”, paseé por el mercado   municipal del Born, escudriñando las personas que hacían cola en los puestos, deteniéndome en las miradas, entré en la biblioteca para surcar el universo literario y descansar la búsqueda. Cuando ya me daba por vencido, una anciana dejó de alimentar a las palomas y me preguntó si podía ayudarme. Supongo que leyó en mi rostro la angustia de mi búsqueda infructuosa. Bueno, le contesté; necesito encontrar una calle...

-Quizá se la ha tragado la especulación urbanística porque llevo un buen rato dando vueltas. Puede que lo haga en círculos, como el náufrago o el niño que se pierde en la feria.

Ella miraba y se preguntaba, convencido estoy, de dónde había salido un tío tan agobiado y tan solo... Me contestó que me acompañaría a ese lugar. Que de joven iba mucho con sus novios, primero, con su marido, después. Que tras pasear por los soportales, acababan tomando un chocolate caliente en el centro cívico o en el museo del cacao, o leyendo alguna novela de amor en la biblioteca municipal.

-Todo ha cambiado desde entonces, excepto el nombre, el olor a humedad, las dimensiones, los visitantes casuales, los buscadores de tesoros en bocas ajenas y la nostalgia que nos convierte en exploradores del pasado. Anda, vamos a concluir tu búsqueda, concluyó.

Les dijo a las palomas algo así como que tenía que acompañar a otro extraviado, que volvería después. Al anunciarme que habíamos llegado se me quedó mirando fijamente y dijo:

-Anda, dale dos besos a esta vieja. 

Extraje de mi bolsa la novela que me había acompañado en mi travesía.

-Tome, le dije, espero que le guste esta obra, se la regalo.

Se ajustó las gafas, compuso una sonrisa, y leyó pausadamente: J U S T I N E 





CANON

Siempre suenan tristes las canciones a ras de suelo. Representan la banda sonora de las aceras, el réquiem de los sueños, la balada azul del futuro. Cada vez que desciendo por esa calle, arrimo el oído y persigo las melodías que rivalizan con el ruido de los coches y los transeúntes que hablan gritando y maldicen en silencio.

Ocupa el mismo sitio cada día, así se desplome el cielo, así castigue un sol inmisericorde. Siempre toca el violín, siempre el chelo, siempre la guitarra, siempre un teclado mellado de nostalgia, siempre unas cuerdas con las que ata el tiempo a su cintura y ancla algún sueño tornadizo para evitar su huida.

Me detengo unos metros antes para no molestarlo con mi presencia. Observo los movimientos de la gente, cuento los viajes a los bolsillos y las posibilidades económicas que ese día le reportará su concierto callejero. La niña llega con su abuelo. Éste le dice algo y ese algo se traduce en unas monedas que la joven derrama en el estuche del violín, o del instrumento que toque ese día. Otras veces llega el viejo solo, y charlan entre un tema y otro. No se dicen mucho y, sin embargo, por la expresión del artista mundano, se diría que ha conseguido un hito importante pisando el escenario de la consagración. Se despiden pronto. El uno saluda con la mano y el otro le responde con la sonrisa mientras sostiene el instrumento entre su hombro y mañana.

Después entro en escena, con mi euro en la mano derecha, oculta en el bolsillo de la chaqueta o en el del pantalón. Me acerco con paso quedo, mientras sus dedos desgranan el Canon de Pachelbel. Cuando desciende la última nota, cierro los ojos y dejo caer la moneda. Él me señala con el arco, al más puro estilo cupido musical. Me atraviesa con su sonrisa triste, con sus ojos de agua, con su lacónico saludo en un idioma que aún no he sabido descifrar.

Esta mañana el músico no estaba en su sitio. Dos semáforos antes de llegar he notado la falta de música, el sonido del silencio. Nadie ocupaba su lugar. Parecía una vacante del destino, un sitio aislado, un trozo de acera en cuarentena.

Cuando creía que todo estaba perdido, que la crisis se había cobrado otra víctima, he visto a mi músico tomando café con esa niña y con su abuelo. Sonreían a través del cristal. He entrado en la cafetería y, tras saludarlo y expresarle todo mi apoyo, le he dejado el preceptivo euro en su mesa. El hombre mayor, al verme, ha insistido en que les acompañara y desayunara con ellos. He preguntado el motivo de la celebración y la niña ha exclamado emocionada que hoy, Milko, que así se llama mi trobador 2.0, estrena un violín nuevo. Se lo han regalado porque hoy se celebra el día internacional de la música.

He abandonado la cafetería con la certeza de que la generosidad es la canción de cuna de los sueños declarados y adultos.




INGLÉS PARA PERVERTIDOS

Cada vez que el año toca a su fin, y el otro llama a la puerta, nos da por hacer promesas que sólo se acumulan en las estanterías de nuestra conciencia, haciéndoles la competencia al polvo, ocultándose entre vergüenzas y distracciones. Nunca un día uno de enero me he puesto a dieta, cuando días antes juraba y prometía y aseveraba y asentía, y daba por hecho que, en cuanto amaneciera en año nuevo, junto a los saltos de esquí alpino, también volaría mi exceso de equipaje. También buscaría una academia en la que aprender inglés, combatiría mi miedo al dentista y, con toda seguridad, escribiría el relato definitivo tras asistir al concierto definitivo de Sabina en buena compañía. Pero el primer día del año es un día frágil, precedido por una noche esbelta y recargada al uso. Es un día en el que no caben promesas, lleno de horas distraídas y momentos en los que uno, realmente, no sabe quién es, ni dónde está, ni qué busca, ni qué necesita para seguir tirando adelante. Te embarga una sensación de hartazgo, eso sí, pero no sabes bien a qué se debe esa indigestión de dudas. Y las dudas, si caben, y siempre caben, son porque sabes perfectamente que lo que ayer era una promesa firme, hoy afirmas que se la ha llevado el viento del olvido a alguna parte. Que bien pensado aún queda por delante el día de reyes y te concedes una prórroga. Que tras el seis de enero arremeterás contra el sobrepeso corpóreo, el miedo odontológico y la ignorancia idiomática, consiguiendo cumplir todas esas promesas que un día, hace mil años prometiste alcanzar.

Pero los tres Magos me trajeron este libro, “Inglés para pervertidos”, cuando yo, precisamente, es una de las cosas que no he prometido, algún final de año, dejar de ser… Lo siguiente será: dieta para pervertidos y cómo perder el miedo al dentista pervertido, o algo así…

Bien, allá vamos, ábrete sésamo: CHAPTER ONE…





PARÍS

Estuve en París. Siempre reías cuando sentenciabas que acogería nuestro destino final, que siempre nos quedaría esa torre que apuntala el cielo y recoge la luz infinita. Y tomaríamos café a la orilla del Sena observando las hordas ordenadas de turistas japoneses fusilando con flashes "nuestra" Notre Dame. Recorrí las mismas aceras, entré en los mismos bistrots, “cafeceé” en las terrazas de Montmartre, visité las mismas librerías, compré y releí en noches de hotel interminables a esos autores que un día me presentaste: Carrère, el biógrafo de la muerte y Houellebeq, el cronista elemental. A veces creía verte en otros rostros, como sucede en esas películas de presupuesto bajo, lágrima fácil y final perdiguero. Cansado de andar en círculos viciosos, de buscar sin encontrar, de mirar la oscuridad, volvía a mi habitación y me dormía abrazado a tu recuerdo. Me despertaba pronto, como esas personas huérfanas de sueños y escribía notas que acababan en la papelera, justo debajo del escritorio.

Abandonaba el hotel con la firme promesa de no volver a la capital francesa cuando en recepción me dieron un sobre con todas las notas que Gisèle, la asistenta de mi habitación, había rescatado de la basura. Adjuntaba un breve escrito en el que solicitaba un indulto para mis letras.

En el aeropuerto compré las últimas novelas de Houellebeq y Carrère y una postal en la que escribí: Gisèle, gracias por la luz. Firmado: mis palabras.

Busqué el buzón más cercano y deposité la postal. Mi avión despegaría en una hora, el tiempo suficiente para un café y una nota que decoraría la foto de esa torre que, aún hoy, me hace llorar como un niño chico.


sábado, 9 de marzo de 2013

EPÍLOGO




Cada vez que acudía a un sepelio, cada vez con más frecuencia, se decía que él querría ser enterrado en un día gris, ventoso y lleno de agua.

Acababa de enterrar a su amigo.  

A las cuatro de la tarde, un sol de principios de abril preñaba de sombras las lápidas entre espacios muertos. Repasó, uno a uno, esos rostros dolientes que se protegían del sol ocultando la pena tras unas exageradas gafas oscuras. Era una de las razones por las que deseaba un día oscuro y húmedo, uno de esos días en los que el sol no pudiera ser una excusa ni la tristeza una belleza comprometida.

Ahora que sabía que él descansaba en paz, abandonó el cementerio con paso quedo. No recordaba si eran amigos desde que, tres años antes de fallecer, entró en su vieja librería, con una nota y decenas de títulos que necesitaba encontrar primero, leer después y estudiar más tarde, o desde que, a los pocos días, coincidieron en el bar Gran Vía tomando café. Se reconocieron de inmediato y acabaron conversando sobre novelas, autores y la universalidad de las letras. Su único cliente convergió en su único amigo. Ya casi nadie hacía sonar el timbre de la tienda; algún turista despistado, quizá, necesitado de una guía de la ciudad de Granada, o algún japonés solícito  que inmortalizaba con una cámara de fotos, más grande que él, la placa de comercio centenario que decoraba la fachada, o aquellos amantes que se guarecían de la lluvia llenando de besos y envidia aquel almacén de historias.

Había recorrido pocos metros cuando alguien se ofreció a llevarle en coche hasta su casa. Declinó la oferta porque no le gustaba andarse con desconocidos, por mucho que estos fueran familiares del difunto y conocieran su relación y sus reciprocidades literarias. Necesitaba andar. Quizá quería echarlo de menos en soledad; entrar en alguna cafetería camino de su hogar y el de sus libros para meditar sobre lo que le estaba sucediendo. Quería imaginar cómo hubiera sido la última conversación entre los dos de saber que, en pocas horas, uno sucumbiría a la vida.
Maldecía su suerte mientras cuestionaba por qué no tenía clientes, por qué los volúmenes viejos habían dejado de interesar, por qué le hizo caso al director de su banco cuando le sugirió que pidiera un crédito y ampliase la librería. El crédito llegó, el espacio aumentó, pero las ventas se contagiaron de la situación que vivía el país y menguaron. La literatura pasó a engrosar la lista de cosas prescindibles de las familias y acabó devorada por el olvido de la necesidad.

Acodado en la barra del bar, pidió una copa de anís dulce. Se acordó de su abuelo el día que le cedió el negocio. Le había escogido entre sus nietos porque amaba las letras como nadie, disfrutaba con la lectura y, además, le prometió que algún día su nombre estaría en alguna de esas estanterías. Aseguraba que sería el autor de la novela definitiva, como la canción que lo es, como la película que se enquista en nuestra memoria y se niega a abandonarla. Pero su pasión por la lectura y la dedicación a la librería se conjuraron para evitar que tomara las riendas de la escritura.
A veces intentaba convencer a su amigo afirmando que culpa la tenían las musas, que eran tan caprichosas como putas. Y su amigo le contradecía indicándole que nunca le había visto acariciar una máquina de escribir, ni siquiera tomar notas con las que ilustrar un cuento. El escritor se forja trabajando la literatura, bramaba cada vez que escuchaba la misma perorata.

A las siete de la tarde la librería estaba a oscuras. Se despojó del abrigo mientras daba las luces del fondo. Bandini, su gato, abandonó su descanso para recibirlo. El persa, como le gustaba llamarle, golpeó con su hocico la barbilla y llenó la estancia de ronroneos y ecos. Acarició su lomo y comprobó la holgura del collar anti parásitos al que tanto le había costado acostumbrarlo antes de posar sus labios en el pelaje felino. El gato saltó a sus pies y lo vio desaparecer entre los volúmenes pendientes de clasificar.
Se sentó en la vieja mecedora que aún guardaba la esencia de la postrera visita de su amigo, pocas horas antes de que su corazón infartado dijera hasta aquí hemos llegado.
Y con ese adiós partió también la esperanza de luchar juntos, de esperar a los agentes del juzgado ataviados con verbos arrojadizos, con el sagrado arte de la palabra como única herramienta para lograr un aplazamiento. Los dos pensaban que un negocio histórico, premiado por el ayuntamiento cuando las instituciones premiaban a los emprendedores, distinguían al comercio decano y no apremiaban a nuevos y viejos comerciantes a cubrir unas tasas, pagar impuestos y  cumplir con unos deberes cada vez más desorbitados, no podía desaparecer así, de la noche a la mañana.  
A su amigo fue al único que mostró las cartas enviadas por la entidad bancaria y los requerimientos del juzgado. Cuando se las enseñó ya hacía mucho tiempo que había dejado de pagar el préstamo con el que modernizó el negocio de la compra y venta de libros. Solía acabar sentado en la mesa de su despacho, tomando café y escuchando la radio mientras contemplaba ese ingente montón de dardos escritos que asediaban su existencia. Acababa apilándolas, sujetas con una goma y devolviéndolas a su escondite a la espera de un milagro.
Empezaron a urdir algunas tramas. Pensaron solicitar una licencia de venta en los puestos callejeros, junto a la catedral. Estudiaron pedir consejo al nieto de su compañero de aventuras literarias para anunciarse en una página de internet, algo tan de moda. Vislumbraron la posibilidad, incluso, de acudir al ayuntamiento y donar un fondo de libros si, a cambio, le tramitaba una moratoria con la entidad financiera.
No habían pasado muchas horas cuando acordaron perseverar unidos. El primer paso sería personarse en las dependencias municipales para acometer una nueva embestida. Acabaron brindando por esa estrenada vía. Y ese brindis fue el último. Y esa conversación, la última. 

A partir de ese instante tendría que sobrevivir solo. Enfrentarse a la justicia y sus injustos desequilibrios sin más ayuda que su instinto de supervivencia. Se dispuso a cenar algo ligero antes de sentarse a escuchar a esa locutora que atendía los problemas ajenos sin poder remediarlo, porque era su trabajo, y sin poner remedio porque, en definitiva, no era su causa. Muchas noches, desde que inició la travesía por esa pasarela que conectaba con el infierno, se acurrucaba en la cama y cerraba los ojos. Entonces el alivio llegaba con los desahuciados, con los que buceaban cada noche en contenedores buscando desesperadamente algo que llevarse a la boca, con las parejas que rompían y se mudaban a planetas diferentes. Llegaba un momento en el que escuchar a tantos desgraciados abonados al infortunio, le tranquilizaba porque pensaba que no era el único, que no estaba solo. Las voces iban apagándose y alcanzaba el sueño fantaseando con la idea de que, quizá, el mundo siempre nos reserva alguna salida de emergencia.  

Una tarde, entre anises y cafés, le confesó a su amigo que en una ocasión llamó al programa de radio. En cuanto distinguió el tono suave y generoso de la presentadora, el miedo y la vergüenza le secuestraron la voz. Colgó. Se quedó con el teléfono apoyado contra su regazo y se durmió, esperando una llamada de sus sueños a cobro revertido.

Escuchó maullar a Bandini en algún rincón, cerca de la puerta que conectaba la librería con su hogar. Fue hasta él y le sirvió una lata de atún en una bandeja de plata que rezaba “carpe diem”. Pensó que, al menos para él, tenía comida ahora y que, de no tenerla, seguro que se buscaría la vida dando caza a algún ratón. Roedores que moraban entre los libros y que, algunas noches, cuando cesaba la radio, escuchaba cómo roían los volúmenes más inalcanzables.

Antes de volver a su mecedora fue a cerrar el negocio. Se le había pasado por completo la hora. Aunque en esos momentos, si se encontrase a alguien merodeando entre las filas de obras, sería un milagro. Mientras daba la vuelta a la placa que indicaba que el establecimiento permanecía cerrado, sintió un golpe en el corazón. Debajo de la puerta, asomaba medio sobre. Lo cogió con manos temblorosas, asustado recorrió los bordes y comprobó que no se habían molestado en sellar el cierre. Era el último aviso del juzgado. En menos de quince horas se procedería al desahucio.

Nervioso, regresó a la cocina. Preparó café. Con los codos hincados en el poyo, esperaba que la cafetera escupiera el vapor blanco entre chirridos de “habemus café”. Siempre le hacía gracia esa apreciación. No modernizó su máquina de café para no perder ese encanto que provocaba su sonrisa primero y su placer acto seguido. Bandini dibujaba círculos bajo sus piernas. Mientras se llevaba la taza a los labios comenzó a pensar qué hacer al día siguiente. Abandonó la taza en el fregadero, no conseguía tragar más. La angustia le oprimía la garganta. Volvió a la librería, a buscar consuelo entre los volúmenes escogidos de novela histórica. No se percató de que lloraba hasta que las lágrimas empañaron las hazañas de César en las Galias. Llanto y silencio en su lugar de trabajo, en su lugar, en su único lugar en el mundo.
Hubiera vendido su alma al mismísimo diablo por tener junto a él a su compañero de tertulias literarias. Lo extrañaba hasta el dolor. Un dolor que se mezclaba con la sensación de aislamiento. Un abandono que lo desterraba poco a poco de las emociones, del placer de tener un libro entre las manos. No podía sostener abierto un ejemplar sin sentirse un traidor. Había sido incapaz de construir un arca en el que salvar un ejemplar de cada autor, un arca que le ayudara a sortear ese calvario. Y ahí empezó todo, para acabarse. Le era imposible detener el reguero de lágrimas.
Fue hasta la estantería que acogía sus novelas más preciadas, aquéllas que no estaban a la venta. Retiró, las que escondían las cartas que llegaron del banco una vez, del juzgado el resto de las veces. Sintonizó el programa de la mujer que escuchaba a la gente hablar por hablar.
Depositó las misivas encima del escritorio de su despacho. Estudió, una a una, todas las que desde hacía meses le exigían que se pusiera al día con los pagos. Las leía como si se tratara de la obra póstuma de un escritor de novela negra.

Buscó a su gato. Lo sentó en sus piernas y cerró los ojos. El ronroneo del felino y el cansancio acumulado le permitieron echar una cabezada.

Lo despertó su corazón desbocado. Intentaba recordar la pesadilla que había sufrido. Últimamente los sueños funestos eran sus compañeros de correrías nocturnas. Procuró acompasar su respiración. El sudor empapaba su frente cuando se incorporó sujetándose la cara con las manos. En la derecha sostenía el aviso de desahucio. Comprobó la hora en el reloj de pared. Faltaba poco para llegar el desenlace final. Se preguntó por qué no había gastado más cartuchos,  o por qué no pidió munición a sus vecinos, como había visto hacer en la tele, o había escuchado en aquel programa. Desconocía cómo había llegado a esa situación, cómo había podido la vida tenderle semejante trampa, cómo saldría adelante.

Adelante.

El futuro es de los vivos, se dijo mientras ordenaba por colores los lápices de su lapicero. El porvenir es para los que tienen una oportunidad o creen en él, le escuchó decir a aquel escritor valenciano durante una conferencia en la universidad de Granada. Pero esos tiempos eran el pasado, su presente olía a silencio y el futuro le había dado la espalda.

A las ocho de la mañana sintonizó una emisora de noticias. Así desayunaba; poniéndose al día de lo que pasaba en el mundo.
Preparó una taza de café. Lo tomó lento. Disfrutó cada sorbo como si fuera la primera cena del condenado a vivir de prestado.
El locutor anunció que una familia en Córdoba había sido arrancada de su casa. Que ni la situación de la misma, con un hijo enfermo, había conseguido detener la condena.   

Adelante, se dijo…

Levantó la cabeza y detuvo su mirada en la lámpara. Fue un flechazo a primera vista. Permaneció un mundo mirando hacia arriba, ensimismado. Se preguntó si la lámpara aguantaría el peso. Pero ya no era él, ya no era su casa, ya no eran sus libros, ya no su vida. Dejó a Bandini en el suelo con suavidad y alcanzó el cable que sujetaba la lámpara. Era una instalación vieja, pero robusta; resistiría. Notó cómo se sonrojaba, cómo se le erizaba el vello, cómo temblaba su pierna derecha, cómo la saliva abandonaba su boca, cómo le dolía el corazón en la sien.

Se quitó el cinturón. Pasó los dedos por los agujeros como si recitara un rosario pagano. Colocó la mecedora justo debajo de la lámpara para poder estudiarla mejor. Bandini se instaló en sus rodillas. Dejó caer la carta de su mano derecha. Qué curioso, pensó, no la he soltado en toda la noche. Besó a su gato mientras lo apretaba contra su pecho.

El cinturón junto a su cuello le daba una apariencia sadomasoquista. Metía los dedos entre su piel y el cuero, y tiraba, tensaba provocando la falta de aire. Se preguntaba si sería capaz de salir airoso de aquella situación, si contaría con los arrestos suficientes para hacer algo único con su vida.

A las diez, la comitiva judicial llamaba insistentemente a la puerta. Tocaban con los nudillos y fundían el timbre.
Afuera, las voces le invitaban a abrir o se verían obligados a usar la fuerza.

En la radio, el meteorólogo anunciaba vientos moderados, lluvias persistentes y una bajada considerable de las temperaturas para los próximos días.        

                                                                                                                

martes, 15 de enero de 2013

A PIE DE FOTO...



Me pediste que te regalase un sueño escrito. Querías un relato que contase nuestra verdad cargada de encuentros y coartadas. Ansiabas que hablase de la ciudad que nos acogía como a hijos pródigos cada vez que el alma demandaba otra alma gemela, cuando llegar a ella era hollar la cima impúdica del amor, cada vez que dejarla atrás constituía el kilómetro cero del condenado al destierro.

Necesitabas recrear, cuando leyeras nuestro cuento, ese caminar clandestino, el uno asido al otro, ese reflejarnos en los escaparates ocultándonos de los demás transeúntes. En un futuro sin nosotros querías volver a saborear ese tiempo sin relojes, cuando olvidábamos la hora de comer, si no era para comernos, la hora de beber, si no era para saciar nuestra sed en el acuífero mismo de nuestras bocas.

En esa ciudad éramos nosotros. Nuestro presente estaba ahí. Y yo no fui capaz de describirlo mientras duró. Al enfrentarme al folio en blanco, mi mente nívea empezaba a derretirse con el eco de tu voz. Sólo me alcanzaba la retórica para dedicarte frases o escribirlas en las servilletas de los bares que eran testigos de nuestros cafés y de nuestros juegos malabares bajo la mesa. Después se me olvidaba narrar, no encontraba un sujeto útil, tampoco acertaba en la conjugación de verbo alguno. Miraba hacia atrás y mis palabras, también mi voz, mi deseo, mis ganas, quedaban ahí, en el andén, contigo, y junto a tus manos que dibujaban adioses en el aire… El sujeto restaba mudo, el escritor, sin oficio. 

La última tarde conocimos a un pintor de ciudades. Mientras ultimabas alguna compra con la que sorprenderme, conversé con ese artista callejero. 

Le encargué un cuadro. –El más bonito del lugar, le sugerí. No existe el cuadro más bonito de ningún lugar, me advirtió. Pero dibujaré uno. Encontrarás en el lienzo las andanzas de los amantes por las aceras del olvido. Cuando lo contemples, darás con los bares, los recovecos, los nidos de caricias, las iglesias, las estaciones de metro nocturnas, el tren que parte, y que divide en dos… el mercado, los hoteles y sus noches cargadas de juegos, de sexo, de reciprocidades. Cada vez que lo observes sabrás que no fue un sueño, pero que nada extraordinario dura para siempre, excepto la nostalgia. 

Clavó su mirada líquida en mí. Y me aclaró: no tengas miedo, no soy adivino. Simplemente, hace muchos años, tuve una amante. El odio, el miedo, la pasión y el querer de los amantes furtivos se leen en los rostros. Sé lo que se goza, sé lo que se sufre, sé lo que se miente, sé lo que se vive, sé lo que se muere. Ahora dibujo escenas con la vana esperanza de que sea ella la que me encargue alguna. Porque mientras fuimos nosotros, fui incapaz de plasmar en una tela nuestra historia cuantas veces me lo imploró.

Me aclaré la voz. Y supe, en ese instante supe, que jamás encontraría las palabras justas para describir la coreografía de las manos que guiaban mi placer, primero, y dibujaban despedidas en el aire desde el andén de la estación, después.


Como cada mañana, entras en el bar de siempre, ocupas la mesa de siempre, te atiende el camarero de siempre y te ofrece, como siempre, un periódico del día. Le pides lo mismo, a ese joven enjuto, de rostro pálido, abatido por la noche y sus Afectos secundarios. 

Por la radio el cantautor recita que las bombas que anteayer arreciaban sobre Vietnam, ayer lo hacían sobre Bagdad y hoy interpretan su danza de la muerte sobre los escenarios de medio mundo mientras el otro medio cierra los ojos y juega al no veo, no veo.
 
En tu mano sostienes la prensa cargada con noticias asesinas, con el dantesco protagonismo de una crisis que ahoga a familias, con titulares de banqueros y políticos que juegan al Monopoly, pero a la inversa, robándoles el techo, jugándose a la ruleta rusa el futuro de, cada vez, más gentes, arrojándolas a un exilio forzoso, un lugar en ninguna parte donde personas y sueños sufrirán una estúpida orden de alejamiento. Extensas colas de cuerpos famélicos que demandan alimentos a la caridad humana. No le haces caso al deporte, que se mantiene al margen de tanta delincuencia política e hipocresía social, que vive de espaldas al mundo y sus realidades. Tampoco a la cartelera de cine porque, aseguras, no volverás a una sala hasta que el viento retorne lo que se llevó. No te interesa la parrilla televisiva porque tu única tele emite en negro y en silencio y proyecta su contenido sobre las novelas que te aguardan en casa.

El mundo está podrido, susurras cuando el camarero se te acerca y te dice, con un hilo de voz que ha sido un placer atenderte durante el último año. Que eres una persona buena, aunque huraña al fin sin cabo, pero que a él, desde que te sirvió el café primero, y la prensa después, aquella primera mañana, siempre le has parecido un personaje entrañable. Le observas con detenimiento y le preguntas por qué se despide: -Porque me despiden, aclara. El mundo gira, cada vez más despacio, cada vez más cansado. –Suerte, muchacho, mucha suerte, le dices mientras las lágrimas anegan tus ojos y tu mano temblorosa sostiene su despedida…



El otoño en tus manos... 

Las mejores novelas, el título de las canciones más sonadas… el recorrido de las películas por las aceras de la nostalgia, el sabor del clima cuando declinan los días con prisa, el color de la naturaleza que se renueva para no consumirse, para no aburrirnos, el sabor de las primeras lluvias sobre la piel, el gusto del café corto cuando la taza asciende al cielo de mis labios, el viaje a las librerías nuevas y de segunda mano, la peregrinación a tu sexo, el tapiz familiar que dibujan en el cielo las aves que huyen del frío. Entonces, toda la prestancia de la estación ocre, del mismo otoño que conoció aquel patriarca es, sencillamente, mi próxima estación. 

Abraza el otoño, te pedí...



Encuentra una flor que, sin deshojarla, te convenza de que estás en el corazón adecuado -me susurraste al oído. 

Crucé senderos, atravesé campos, me interné en bosques sin caperucitas de cuento ni cuentos de lobos, caminé todos los atajos, encontré las aceras que conducían al amanecer de la primavera en tu piel. Adoré el sol que doraba tus besos y calentaba caricias, jugué en tu liga, me anudé a tu liga y, poco a poco, dejé de pensar en flores que no necesitarían sufrir amputación alguna para corroborar o borrar un sentimiento.

Entonces, justo entonces, me mostraste la flor más bella que había visto jamás. Te pedí perdón por no haberla encontrado yo. Por haber olvidado la pasión de su búsqueda entre mis momentos. Me ofreciste la absolución: -Escribe, maldito, escribe y dibuja flores con las letras, derrama pasiones de sangre sobre aquellos tiestos y sobre nuestras raíces, mantén el pulso y la respiración y cuenta qué haces, dónde vas, qué buscas y qué no encuentras...



La noche preñó de oscuridad y silencio la ciudad. Esa ciudad que es un mundo cada vez que amas a uno de sus habitantes. Así lo dejó escrito Durrell en su Alejandría, bajo su cielo literario, bajo el firmamento libertino de Justine, su Justine, la Justine de nadie.
La ciudad oscura nos permitió contemplarla desde lo más alto de la colina. Dentro del coche, tus manos buscaban las mías y, juntas, tejían un tapiz de sombras lujuriosas. Mientras tus besos llegaban a buen puerto, te decía qué luz era aquélla, qué barrio era aquél, qué camino habíamos cogido o qué atajo habíamos tomado para aparcar nuestros cuerpos y quedar a merced del deseo y sus órdenes.
Las ropas quedaron esparcidas en el asiento de atrás. Arropando nuestra piel, con las caricias que habían recobrado la memoria febril. Las bocas chocaban como constelaciones y nuestras cabezas gravitaban recuperando los besos que el tiempo había olvidado en los cuellos.

Besos. Sexo. Estrellas. Noche. Artificio.

Cuánto tiempo ha pasado, me preguntaste. Nada, apenas una hora y media, te dije. Aún nos queda tiempo por delante… Tranquila, nuestro hijo nos mandará un mensaje cuando termine la película para que vayamos a recogerlo.
Ha pasado un infinito, me anunciaste. Ha pasado un mundo y medio, me aclaraste. Ha pasado la eternidad entera desde la última vez que nuestro aliento fabricó el vaho suficiente como para escribir la palabra deseo en el cristal de un coche. A ese tiempo me refería, apostilló.
Varios abrazos después, algunas caricias más tarde, el móvil emitió un sonido: la película había terminado…