martes, 18 de mayo de 2010

LA MADRIGUERA


Salió de casa con la sonrisa puesta, y sin bragas.

A esa hora vespertina el deseo febril la tenía encumbrada en la cima de su montaña rusa emocional.
No debía tener prisa. Las cosas buenas requieren tiempo y preparación. Así que decidió hacer un alto en el camino y echar un ojo a la prensa del día. Pidió un cortado, sin azúcar, con muy poca leche. Consiguió el periódico. Desplegó ante sí las noticias frescas, recién sucedidas. Pero no prestaba atención. Descansó las manos entre la página de cultura y los primeros resultados deportivos del fin de semana. Se quedó quieta. Parada. Oteó por los grandes ventanales de la cafetería y contempló las aceras, las personas y sus prisas. No dejaba de pensar, de pensarlo, de verlo, de sentirlo, casi, casi sentado a su lado. Era un buen día para tener un amante. Para no echar nada de menos, ni de más. Era un día de equilibrios.

Porque otras veces, cuando sucumbía al deseo desenfrenado y se citaban los cuerpos, instantáneamente se arrepentía, le costaba llegar. O le vencía el remordimiento. O la montaña rusa no subía lo suficiente como para dar un paso de gigante. Si no estaba preparada para una ascensión vertiginosa, menos aún lo estaba para un descenso en picado al pecado de la infidelidad.
Mientras sostenía, esa mañana de lunes, la prensa entre sus manos, pensó en lo complicado que es conciliar la vida familiar con la laboral. Y por ende, lo jodido que es joder con un amante y conciliarlo todo, sin casi hacer ruido con lo anterior: Vida familiar, vida marital, vida amatoria, vida emocional. Vida.

Miró el móvil. No había ningún mensaje. Habían acordado no mensajearse, no llamarse, no saberse. Nada hasta el desembarco carnal. Y así debía ser. Pero ella, que seguía sonriendo, no sabía si de nervios, de miedo o de deseo, estuvo a punto de enviarle una nota escueta. Un “estoy yendo”. O un, “¿ya estás preparado?”. O un lo que fuera, algo que la hiciera latir como lo hacía su voz honda, su voz acariciante. O un lo que fuera, que la convenciera, que la terminara de arrastrar, que diluyese ese sentimiento de delito matrimonial. Sentimiento efímero como pocos, pero que a veces, sin que ella lo supiera, amenazaba con quedarse, con convencerla de que lo mejor era desandar el camino.
En ese momento pensó que las decisiones, por ahora, estaban tomadas. Que la despertó la excitación del momento futuro. Que en cuanto abrió los ojos, tuvo que cerrar las piernas para evitar masturbarse con su recuerdo. Que lo quería en persona, no en imágenes proyectadas contra el firmamento de su placer. Necesitaba esa persona que, sentada, lo esperaba, polla en mano, en ese lavabo público, impúdico.
Si seguía dándole vueltas a la cabeza, acabaría entrando en los servicios de la cafetería, acabaría poniéndose las bragas, acabaría borrando la sonrisa de su cara, y acabaría retomando el camino de regreso a su casa. Pensando que nunca debería haber salido de allí, y arrepintiéndose en seguida porque lo mejor, estaba ahí fuera, como la verdad.
Así que frenó en seco el tiovivo de ideas circulares. Descartó su yo angelical y siguió, de la mano, a su demonio particular.

Por la calle seguía pensando en él. Notaba el calor habitar sus muslos. Notaba los labios quemantes. De vez en cuando mojaba, con la punta de su lengua, los labios. Quería refrescarlos, y, sin embargo, los cocía a fuego lentísimo, y los mordía una vez y otra vez.

Subió al metro. Cada vez más cerca del oasis del placer. Cada vez más cerca.
Cogía el bolso, lo abría, extraía el móvil, acariciaba las teclas. Miraba la pantalla esperando que le llegase algún mensaje suyo. Enterraba el teléfono en el fondo del bolso y volvía al calor que emanaba del manantial desnudo que nacía entre sus piernas.
Entornaba los ojos a la espera de la señal auditiva y femenina que le indicara su parada. Mientras, tarareaba silente las canciones que emitía su MP3. Sus pensares invasivos y abrasivos le impedían moverse cómoda, sentarse bien y observar su mundo a través de la opacidad cristalina.

A las once de la mañana cruzaba el vestíbulo del emblemático edificio de oficinas. Su amante la esperaba en el sitio acordado: en uno de los lavabos de la planta segunda, en el primer edificio del paseo más feliz, más escaparatista de la ciudad condal. Saludó al portero. No tuvo que dar ninguna explicación. Quien no iba a alguna consulta médica, iba a tramitar algún seguro, a apuntarse a alguno de los cursos subvencionados, o a resolver cualquier asunto en las oficinas de consultorías y finanzas.

Entró en el ascensor. Su cabeza bullía. Su sexo licuado ardía. Sus labios estaban secos por primera vez desde que la despertaron los tentáculos epicúreos. Su lengua recorría su boca, requiriendo el riego necesario para el primer beso. Justo cuando estaba ante la puerta de los aseos masculinos de la planta segunda, notó que temblaba como un folio virgen en las manos de un escritor novel. Sus manos tremolaban como una hoja, mecida por el otoño, barrida por el viento. Se detuvo durante un instante impreciso. Miró en derredor. No había nadie. Persona alguna transitaba por esos pasillos. Fue tras la última consulta con su médico, buscando apresurada un lavabo donde recomponerse, cuando descubrió esa madriguera presta a ser habitada por dos cuerpos encelados. En uno de sus cafés habían acordado que sería ahí, que peregrinarían, que jugarían, que se tendrían en carne viva, algunas veces, algunos días. Sí, pensó ella, sería lo mejor… aprovecharía los días en los que la montaña rusa la elevara a los cielos de la necesidad del goce supremo: juegos prohibidos en sitios prohibidos.

Dejó a un lado los lavamanos, los secadores, los urinarios. Se situó frente a la puerta del último reservado y, tras notar que la saliva había vuelto a su boca y su corazón gemía dentro de su pecho, empujó.

Él la miró. Quiso levantarse pero fue empujado y devuelto a su atalaya desde la que contemplaba sus ojos inyectados en placer. Ella quiso coger la sartén por el mango. Por su mango. Se hincó de rodillas llevándose su miembro erecto a los labios. Lo miro, lujuriosa, lo restregó por su cara, lujuriosa. Lo sopesó con la lengua y los labios, lujuriosa. Apresó el glande con sus dientes hasta que escuchó un gruñido quedo. Siguió un viaje fálico por el firmamento de su boca. Ya no pensaba, ni pesaba. Levitaba y volaba y quería ser poseída por la lengua de su consolador que, recostado, entornaba los ojos y abría las piernas.
Se levantaron, como un resorte, al mismo tiempo. Una jugada maestra, diríase ensayada. Se quedó el uno frente a la otra. Y el uno y la otra se besaron. Él identificó el sabor de su polla en los labios de ella. Recogió su lengua, la recorrió a lo largo y a lo ancho. La besó, la mordió, la masajeó con la suya. Regaron con sus salivas la senda de los besos.

Sus ojos se encontraron. Y se observaron sin dejar de recorrerse con las manos, sin dejar de explorar sus geografías concupiscentes.

Giró el cuerpo de ella, con un juego de manos diestro… entrenado. Bajó la tapa del retrete y la subió en ese pedestal improvisado. Situó su cabeza entre sus piernas, miró al suelo, miró por todos sitios verificando la ausencia de ropa interior. Bien, el guión seguía su curso. Con su nariz recorrió su cuerpo, respiró sus piernas. Sus dedos, domadores de sexo, lo abrían y cerraban, surcando hacia su mar abierto. Y su lengua, ascendía, descendía, fijando guías para futuros ascensos y descensos. Se quedó quieto ante ella y hundió su cabeza en su coño abandonado a la fruición más animal. Hociqueó entre sus piernas, primero, bebió entre sus piernas, después. Siguió labrando con la lengua, con los labios, con la boca, con los dientes. Recogió, amasó, succionó, masajeó y golpeó su clítoris hasta notar como vibraba, se convulsionaba, como detonaba su orgasmo. Con su mano izquierda pinzó sus pezones. Con la derecha, ocupó su pene hinchado. La masturbó y se masturbó haciendo coincidir sus erupciones.

Descendió de los cielos ella, y ascendió a su cielo él. Fue él quien esta vez la besó, reportándole su sabor. Se besaron y se estudiaron en silencio. Se abrazaron y fusionaron la música de sus jadeos.
Encajaron sus ropas sobre sus cuerpos y abandonaron, prófugos, el lugar por separado.
Según su guión, habían quedado en tomar un café juntos quince minutos más tarde. Lo tomaron, y se tomaron, en besos furtivos, con disimuladas caricias por debajo de la mesa. Los cuerpos solícitos hablaban… No discutieron sobre un próximo encuentro. Nunca lo hacían. Respondían, estos, a un acto reflejo, la respuesta a la sexualidad que recobraba la libertad. Repartió su sonrisa entre sus labios y los de él. Y se despidieron. Aunque las despedidas, por muy acostumbrados que estuviesen a ellas, por muy ensayadas, siempre costaban lo suyo. Nunca sabían bien.

El mismo vagón de metro, las mismas caricias al móvil, la misma música, nuevos recuerdos para almacenar en su biblioteca emocional y pecante.
A las dos de la tarde regresó a casa, con las bragas puestas.

Al entrar en casa, su marido la recibió con la misma oquedad de siempre. Le preguntó cómo le había ido en la consulta:

- ¿Qué consulta?- espetó ella.
- Han llamado hace media hora, de la consulta del doctor Gracia.
- Ah, supongo querrán cambiar la visita de la semana que viene.
- No. Hacían referencia a la visita de esta mañana.
- ¿Sí?
- Sí. Han encontrado tu cartera en los lavabos.

Pero ella, consumida por el miedo, fue incapaz de querer averiguar más… aunque a punto estuvo de preguntarle si habían encontrado su documentación en el lavabo de hombres, o de mujeres.

Las bragas, en su sitio. La sonrisa, asesinada.

MATÍAS


El despertador proyectaba la hora en dígitos rojos contra el techo del mundo conyugal. A las siete descifró el código. Se levantó.

Salió a la luz que se filtraba por la ventana mal ajustada de la cocina. El mundo, pensaba, se colaba incómodo y renqueante por esas rendijas. Seguro llegaría el día en el que atendiera las plegarias de su mujer antes de que se convirtieran en súplicas, y repararía el ventanuco. Permitiría que la vida se filtrase de golpe, no por entregas. Que amaneciera a tiempo y no a destiempo. Que las horas llegaran juntas, y juntas iluminaran los objetos alineados en perfecto desorden sobre el poyo de la cocina. Porque muchas eran las veces en las que Ana, antes de entregarse en cuerpo y alma a Morfeo, dejaba algunos cacharros mal distribuidos, sin orden ni lógica. Se iba a dormir, despidiéndose con un lastimero –buenas noches- . Él se quedaba apurando el último café del día, viendo la tele, escuchando la radio, leyendo alguna novela, soñando con emular a sus escritores favoritos en vidas y obras, masturbándose con los sueños antes de abandonar la atalaya nocturna desde la que contemplaba las luces de la ciudad.
Así que Ana, dejando las cosas por doquier, confiaba en que algún día se levantaría y el milagro se habría ejecutado, los sueños cumplidos; que se encontraría todo recogido. Cada cosa en su sitio. Que tendría tiempo para ella sin estar pendiente de personas, animales y cosas.
Más de muchas veces obtuvo la promesa de que al día siguiente, y al siguiente del siguiente, se encontraría todo como una patena. Pero los primeros rayos de sol le iluminaban su estrellada realidad. Encontraba sus sueños en el sumidero, ahogándose. Ni con los rayos solares, ni con las nubes, ni con los claroscuros, el hada patena había hecho acto de presencia para dejarlo todo en su sitio.

Sin embargo a él le gustaba jactarse de lo mucho y bien que ayudaba en casa. Así había sido, al principio de los principios. Pero nada más y sí mucho menos. Presumía del sexo en carne viva que consumía con su mujer, de los polvos robados a las estrellas y entregados en mano y en besos a ella. Pero a la hora de la verdad, todo era un cúmulo numérico, bien definido, de despropósitos y mentiras. Ni follaba tanto ni tanto ayudaba. Y la redención no asomaba por el horizonte.
Pero un día todo cambiaría, pensaba mientras tomaba café y dejaba que los sueños sobrantes de la noche gravitaran en torno a su persona. Dejó los sueños en su sitio. En su no sitio. En la mesa de la cocina, sin orden, sin nada, ya los recogería alguien; su mujer, su hijo, el gato. A él le quedaba por delante una dura jornada de trabajo. Muchas cartas por repartir, muchas personas a las que saludar, muchos compañeros con los que compartir jactancias y cafés antes de enfrentarse a buzones y perros.

Llegó a la oficina puntual, como siempre. No regalaba un minuto. Nunca regateaba un minuto. No pedía tiempos muertos, ni se permitía recesos fuera de los horarios establecidos. Así que ahí estaba, en plan laboro, luego existo, a la hora justa y necesaria.

Empezó a clasificar el correo, a mirar las postales llegadas de lejanos lugares vacacionales. Las leía por encima, las olía, como no podía dejar de hacer desde sus principios postales en la jefatura de Correos de la ciudad. El olor de una carta del banco, de hacienda, de requerimientos judiciales, no le transmitía nada. Pero algunas veces obraba el milagro. Caía en sus manos una misiva con cuerpo, con olor; olor a futuro, unas veces, olor a fractura, otras.
A punto de acabar con la primera cubeta de objetos, entre las bromas de sus compañeros de distrito, una vez liquidados los reembolsos del día anterior, y tras haber ordeñado preceptivamente la máquina expendedora de bebidas calientes, la voz de su mejor amigo postal, sonó alegre:

- Andrés, tienes una visita esperando en recepción, supongo que será alguna queja.
- ¿Está buena?
- Joder, ¿la visita o la queja?
- La visita, hombre. Me apetece dejar todo lo que tengo entre manos. El cliente y sus quejas son lo primero.
- Pues la verdad, tiene su qué.

Así que salió a la luz del día recién estrenado. Ahí estaba esperándole. Su amigo tenía razón. Tenía su qué, y sus porqués. Casi un siglo de ambos.
Reconoció el rostro del viejo. Disfrazó su decepción:

- Hombre Matías, qué tal. Madre mía, no lo esperaba tan pronto por aquí. Aún no he decidido qué guitarra comprarle a mi hijo.

La voz vieja como la vida, sonó implorante:

- Lo sé, pero necesito su ayuda. Es referente a la carta que me entregó la semana pasada.

Se fueron al bar más cercano. Pidieron un café y un café con leche. Matías mojaba, nerviosamente, galletas que extraía de un bolsillo descosido de la chaqueta. Le contó su historia, parte de su vida, antes de pedirle que leyera las letras de Kasumi.
Andrés leyó la carta sin dejar de formular preguntas, sin dejar de contrastar pretérito y futuro, obviando un presente que estaba de paso. No dejaba de ponerse al día con cada frase. Descubría nuevos personajes, viejas vidas. No podía obviar nada. Devoraba cada letra, cada punto. Su corazón se aceleraba. Sus pulmones requerían más aire. Su piel se tensaba a cada párrafo al ver los trazos de la caligrafía, al ver a Matías a través de esos ojos velados, sin pasado. Era la carta que siempre habría querido escribir y recibir.
Volvía a congratularse por haber acertado, por haber tenido éxito en la entrega de la carta que un día llegó de Japón. De la carta dirigida a ese músico de canción ambulante, de alma arrestada, que ahora sorbía café y mojaba galletas mientras sus ojos lo escudriñaban.
Le hubiera gustado decirle que nunca había visto recompensada una entrega así. Su premio estaba escrito, sus ojos, viajeros e incansables aterrizaban sobre las letras.

El viejo Matías necesitaba su ayuda. Quería retomar el contacto. Necesitaba celeridad a la hora de enviar sus puñados de letras. No sabía lo que escribiría, aún, ni cuánto. Sólo que necesitaba hacerlo. Le pagaría con clases particulares para su hijo. Le obsequiaría con su guitarra, la que tantos acordes había regalado a su relación única.
No aceptó ningún trato. Quería ayudarlo. Lo haría con un placer infinito. Se encontrarían cada quince días, a la hora del café oficial, en ese mismo bar. La carta ensobrada, bien direccionada. Él se encargaría del franqueo. Le ayudaría a resolver algunas dudas y la depositaría en la bandeja de correo internacional.

Acabó su jornada laboral. Llegó a casa sin dejar de pensar en su nuevo cliente, en su alegría. A cada instante recordaba su voz, su entusiasmo juvenil. Le gustaba viajar a Japón de la mano de Matías. Un país, que tal como se lo presentaba, parecía tratarse de un aliado, amén de vecino.

Esa noche el hada patena apareció. Recogió todo, alineó objetos, cerró puertas y dejó preparada la cafetera para que Ana sólo tuviera que pulsar el botón y colocar la leche en el microondas. Prendió una nota en el cristal del baño advirtiéndole que tenía el desayuno en la parrilla de salida.
Esa noche no se masturbó, ni miró la tele, ni leyó nada, ni dejó que la música habitara su cabeza. Tampoco observó el mundo, como reza la canción, a través del cristal.
Recorrió el camino hasta su dormitorio. Buscó entre las sábanas el calor de Ana. Ella le murmuró algo mientras sujetaba su miembro erecto:

- Qué bien, Lázaro, has resucitado…

Follaron. Fue un colofón. O un punto y seguido, una cadencia de propósitos. Seguro, como no suele suceder en las películas cebolleras, no duraría mucho la alegría en la casa del pobre. Hay cosas que no cambian, así resucites tres veces.

Al día siguiente, antes de salir para el trabajo, besó a su hijo. La película seguía el guión acordado. Acarició a su gato cuando, ronroneante, zigzagueaba entre sus piernas. Las aceras lo devoraban, los escaparates le devolvían otra imagen. En cada alto en su caminar, en cada café preceptivo, cuando sostenía el recipiente de correo internacional, no dejaba de recrear la escena con el viejo hacedor de acordes pródigos.

Las semanas se sucedían cadenciosamente. Lentas a morir. Los objetos seguían bien alineados. Hizo las paces con el mundo: reparó la ventana permitiendo que cada día, a la misma hora, la vida iluminara la cocina.
El brazo sexuado tanteaba la oscuridad cada noche cuando sentía el cuerpo quemante de Ana pegado a sus sueños.

Las cartas salían puntuales. Y encontraba las de Kasumi con la misma consonancia, durante los últimos meses. Cada vez que adivinaba el trazo de ella, deseaba que el tiempo no se detuviera, que llegara la hora de ese café epistolar con su tan joven y tan viejo amigo Matías.

Pero las palabras acaban estrellándose contra el tiempo.
Se dilataban demasiado las alegrías del anciano. Temía que entre una carta y la siguiente, la vejez le reclamara el tiempo prestado. Temía la no continuidad del intercambio escrito de emociones encontradas. Temía que llegara el día en que cesaran las palabras y silenciara Kasumi. Temía.

Dejó de jugar con los restos del café. Se preguntaba cómo era posible que algunos vieran el futuro posado en el fondo de una taza.
Miró a Matías. Se topó con esos ojos vencidos por la edad, con su cuerpo herido de vida.

- Matías, voy a dejar de traerle el correo.

Matías balbuceó, sus labios temblaban. Se sentía avergonzado. Había abusado de la confianza de su mensajero:

- Los viejos, sabe usted, somos muy pesados. Ya se dará cuenta.
- Matías, tengo que devolverle el favor. Usted es mi hada patena.

Matías miraba incrédulo. No acertaba a descifrar lo que quería decirle… Sólo musitó una lacónica pregunta:

- Se está despidiendo, ¿verdad?
- Nos estamos despidiendo los dos. Despídase de sus sombras, de Granada por un tiempo. Prepare su maleta, lo imprescindible. En dos semanas Japón le espera.

Sus miradas se encontraron. Uno, viejo y enjuto, enmudeció. No encontraba palabras para seguir la conversación. El otro, le daba vueltas a la cabeza, a la decisión recién tomada, irrevocable.

Pero seguía confeccionando la hoja de ruta:

- No se preocupe, de las cosas burocráticas me encargo. Asegúrese el pasaporte en regla.
- Además –añadió- Hablaré con Ana, ay Dios mío, y adelantaré las vacaciones anuales.

Vio como las lágrimas bautizaban la alegría de Matías. Lloraba como un niño chico. Lloraba mientras tendía sus manos y cogía las de Andrés sin decir nada.

Andrés se despidió. Tenía que seguir trabajando. El lunes siguiente, en el sitio acordado se encontrarían para proseguir con su plan.

París, por ahora, podía seguir esperando.


MARIO CASTILLO ROS