domingo, 28 de octubre de 2012

Y AHORA QUÉ






                   A Marta, en cumplimiento de promesas. 



Y en medio de ningún sitio de la llanura infinita
por donde no pasa el tren, allí cruzaron sus vidas.

Revólver
         
                                             ***
Alguien me dijo una vez que el tiempo lo cura todo, tanto las heridas físicas como las emocionales. Otros me advirtieron que el tiempo pone a cada uno en su sitio. Que, llegado el momento, la historia se encargaría de ubicarnos en el lugar que nos correspondiese o de ajustarnos las cuentas colocando una docena de puntos sobre las íes de nuestra conciencia.

Esta mañana, mientras paladeaba una antigua canción de “Revólver”, durante el instante que precede a la frase introductoria de este relato, el tiempo se ha detenido y ha reculado, devolviéndome al Madrid de hace muchos años, cuando la vida se vivía por entregas y el futuro era un despreocupado lugar de vacaciones. En ese momento tomaba mi preceptivo café. Mis momentos suelen estar cargados de cafeína y canciones, de letras, en cualquiera de sus manifestaciones, de sexo manifiesto y de recuerdos sin sexo. Éstos son los que me han asaltado hace un rato, mientras no hacía otra cosa que no hacer nada; sólo escuchaba y disfrutaba, degustaba y disfrutaba.

A veces me he preguntado por qué no le he confiado esta historia a nadie. Los amigos están para eso: para escucharte, para estrecharte entre sus brazos, para brindar por algún logro o lograr que atiendas lo que necesitan decirte. Pero todos esos amigos suelen enmudecer como tú antes ellos. Arrastrarán a la tumba algún misterio, y tú, pensabas, también harías lo mismo; cruzarías al otro lado del río asido a un secreto usándolo como remo.
También es cierto que en la literatura he encontrado a la mejor confidente. Y quizá la feminidad letrada a la que puedes confiar tus reservas cuasi ocultas sin miedo a comparaciones, sin temor a verte devorado por un ataque de celos, sin la sensación de pasar de amigo a enemigo en menos que canta un gallo delator.
No sabía hace años que acabaría confesándole a un folio en blanco mis idas y venidas por la vida. No tenía ni idea que soltaría lastre ante la perspectiva de una cita con el más allá y poder realizar la travesía ligero de equipaje, sin ocultaciones. Desconocía por aquel entonces que ahora, a mis cuarenta y pico, hallaría en la pantalla del portátil al confesor que necesitaba, al amigo único y cabal que escucha y recibe sin pedir nada a cambio. Así que de un tiempo a esta parte, me asilo en la letra. Las novelas proporcionan las tiritas que mi alma necesita y los somníferos que mi memoria requiere.

Y ella ha regresado del pasado:

Marta.

Conocí a Marta en una de las muchas habitaciones que internet comenzó a ofrecer hace algunos años. Yo buscaba saciar mi soledad y alternar los libros con el sexo. Quería conocer a una igual a mí, que amara tanto una caricia corpórea como el beso de las palabras. Congeniamos en seguida. Ella hablaba de música, pues era la vocalista de un grupo que ponía las notas musicales en las fiestas patronales por diferentes lugares de España. Yo le contestaba con música, pues siempre he disfrutado esos cantautores canallas que le cantan al amor y al desamor anclados en el andén de una estación abandonada, mientras un cigarro se consume en el mástil de una guitarra quejosa.
Ella buscaba un amante para hacer un trío con su novio. En cuanto dijo eso, que fue justo cuando pusimos las cartas sobre la mesa, me ofrecí voluntario, alzando, invisible, una mano veloz y altísima.
Como se trataba de una de mis iniciáticas experiencias, y una de mis primeras incursiones en ese campo, concretamente la primera, hablábamos cada noche para conocernos mejor. Cada día, casi a la misma hora, la pantalla se iluminaba anunciando su presencia. Las letras llenaban el monitor, primero, las imágenes, después. Y de ahí, para seguir con los preparativos, pasamos a conocernos por teléfono. La situación cada vez estaba más clara: ella amaba a su novio y su novio amaba el sexo compartido y recíproco. Ella lo hacía, primero, por él, y estaba convencida que conmigo a ambos lados, la cosa iría bien. Eres buen tío, me decía, y yo, claro, asentía que sí, que no era un cabrón abonador de malicias ni nada por el estilo. Los dos queremos lo mismo, la tranquilizaba alguna vez: Los tres queremos lo mismo, matizaba ella.

En cada conversación la temperatura rompía su récord ascendente del último día. Las expresiones sabían a besos y los silencios eran el preámbulo de alguna idea, de algún hechizo que saltaba de la chistera junto a los conejos orejudos y blancos. Dilatamos mucho nuestra cita. Al final nos conocíamos como si toda la vida hubiéramos formado parte del mismo círculo de amistades que nacen en los patios de los colegios.
Poco antes de mi viaje concupiscente, la telefoneaba para contarle que me habían echado del trabajo, para decirle que quería matricularme en alguna carrera o cursar algo a distancia a través de la UNED, o preparar oposiciones a algún cuerpo del estado. Instantes después sonaba el teléfono y su voz me anunciaba que en las fiestas de Navalcarnero el ayuntamiento había vuelto a contratar a su banda, que había ido a visitar el restaurante donde celebraría su boda y que a su novio le estaba costando un mundo decidirse por el traje. Finalmente colgábamos los teléfonos sin haber planeado otra entrada, trazado un nuevo plan, sumado alguna coordenada para mi estancia en la capital.

Poco antes de nuestro encuentro, me presentó a su pareja por teléfono. Él me dijo que tenía muchas ganas de pasar ese fin de semana, los tres juntos.

                                                   *

Viajé en un tren nocturno que cubría la ruta entre Barcelona y la capital. No pegué ojo en toda la noche, menos aun pude centrarme en la lectura del libro que acompañaba mi desvelo. Acabé en la cafetería contemplando la oscuridad a través de las ventanas, mientras en mi cabeza retumbaba la voz de mi amiga.

Amanecí un viernes en Madrid.
La ciudad me recibió con un frío lacerante. Me abrigué cuanto pude cuando mis pies alcanzaron la pasarela que conectaba con el exterior. Alcé el cuello de la chaqueta que acababa de cerrar en torno a mi cuerpo. Mis dedos, ateridos y torpes, tardaron en descifrar el mecanismo de los botones. Recuerdo ese breve trayecto como una maratón sin fin.
Al final de la misma me esperaban Marta y su novio. Hicimos las representaciones de rigor. Él vestía con el uniforme del trabajo, pues entraba en turno de mañana en la empresa de telecomunicaciones en la que trabajaba. Ella vestía de deseo. Un vestuario desde sus ojos y su sonrisa hasta la minifalda que ni las bajas temperaturas me impidieron contemplar. Medias negras oscurecían su piel acrecentando mi apetito mientras que sus labios sanguinos no dejaban de dibujar lo tanto que se alegraban de tenerme en su ciudad.
Fuimos hasta su apartamento situado en una antigua corrala. Desayunamos y conversamos. Y como habíamos acordado que esperaríamos a la tarde para jugar los tres la misma partida en el mismo tablero, Él se fue tranquilo.
En cuanto ancló la puerta, Marta me abrazó. Fue un abrazo extrañamente familiar. Pude olerla. Rodearla con mis brazos, rozar su mejilla con la mía, estampar dos besos con acuse de recibo bordeando sus labios. Pero el trato era el trato y ella, como yo, lo habíamos rubricado con la estúpida intención de cumplirlo.

Lo que sucedió después fue que no sucedió nada de lo que habíamos previsto. El sexo quedó varado en alguna esquina lúgubre de nuestra moralidad o amparado por un recato que nadie había invitado a la fiesta, atrapado en la red de los celos, desenfocado por un punto de mirada que no acababa de ver lo que había imaginado, o pródigo, cual hijo sin camino de regreso.

Lo que quedó tras esas primeras horas fue un trayecto en autobús, de ida y de vuelta con Marta a mi lado. Yo, oliendo su perfume de perfecta mujer fatal, pero sin fatalismo de ningún tipo, todo lo contrario. La acompañé hasta su trabajo en una tienda de moda y dediqué el resto de la mañana, hasta la hora de rencontrarnos en la misma marquesina, a descubrir el Madrid de los Austrias.

Comimos juntos dos veces, los tres, y lo hicimos juntos una vez, ella y yo, pero sin probarnos bocado. Durante esa comida, en la que Él se ausentó para cerrar el trato con el ayuntamiento y el grupo de música, alabé sus dotes culinarias, su buen hacer con la ensaladilla rusa y unas setas salteadas. Unas setas deliciosas, pero que, de haber sido venenosas, igualmente las hubiera elevado al súmmum de los altares gastronómicos mientras dedicaba mi último aliento a buscar los remos entre su escote celestial.
Después, mientras tomábamos café, me mostró una cicatriz que alguna intervención quirúrgica había tatuado en su ingle. Despierto fue lo más cerca que estuve de su entrepierna.
Por la tarde, cuando Él regresó, salimos a descubrir esos bares de Madrid, templos del vino en esa parte vieja, juez y parte de los madrileños y sus andanzas.
Hice un amago de adelantar mi viaje a Girona, al día siguiente, al comprobar que el motivo que me había llevado hasta allí se había diluido como el hielo en la bebida, pero desistí ante su insistencia. Me aseguraron que les encantaría que permaneciera con ellos, que, de alguna manera, amortizara el viaje. Así que acabamos en una tienda de artículos eróticos cerca de la plaza de Santa Ana, escogiendo un juguete erótico para Marta que nunca supe si le fue como anillo al dedo. Después tomamos algo en una cafetería de poetas, santuario etílico de las musas de Sabina, y al pasar por una de grandes ventanales, les indiqué que era ahí donde el poeta José Hierro observaba pasar la vida mientras concebía su literatura más poética y callejera.

Ellos necesitaban que el tiempo pasara, supongo. Yo ansiaba que volara. Anduvimos paseando y entrando en algunas tiendas. Marta compró lencería que nunca supe como vistió sobre su piel.
Visitamos, imagino que lo hicieron por mí, por mi pasión por la lectura, una librería decana. Les regalé una novela de Juan Manuel de Prada, un escritor que hoy en día no merece la pena, ni mucho menos la alegría, tener en cuenta, pero que me atreví a regalárselo porque hablaba de “Coños”, así tal cual, ése es su título.

Cenamos y reímos, no sé bien de qué, en un restaurante italiano situado en un centro comercial de moda.
A la hora golfa, hartos de risas y de brindis, volvimos a su apartamento. Tengo la certeza de que ellos golfearon de lo lindo, mientras que yo, huésped en su dormitorio e intruso en su noviazgo, tarde varios rebaños de ovejas vírgenes en dormirme. Me desvelé a media noche y buceé en el cajón de la ropa interior de ella. Tras descartar una escalera de color de lencería, escondí un tanga de color lila en mi maleta aspirante a baúl de recuerdos eróticos.

Al día siguiente, almorzando, Él intentó excusar su falta deseo diciendo que lo sentía, que no estaba preparado, que quizá algún día. Asentí con la cabeza a cuanto dijo y poco añadí, o nada, mejor dicho.
Al rato quisieron mostrarme la ciudad desde su coche. Madrid corría a mi lado mientras en el equipo de audio sonaba la música y en mi cabeza trinaban los pájaros. Fuimos hasta el restaurante donde celebrarían meses más tarde su casamiento, pues tenían que terminar de concretar algo con el dueño del local. Después Él tuvo que trabajar y nos quedamos solos los dos, otra vez. Recuerdo que le pregunté a Marta si nos estaba poniendo a prueba. Pasamos la tarde conversando, contándonos lo bien y lo mal que había salido todo. Que eso nos pasaba por planear hasta los mínimos detalles, que las cosas hay que dejarlas llegar, que fluyan. Concluimos que improvisar es fundamental en el erotismo. Claro que, visto ahora, todo parece mucho más fácil aunque yo me pregunte, ¿qué hice sino improvisar esos días en Madrid?

Durante todas esas horas en las que mi mente ardía y mi sexo se preguntaba qué coño nos había sucedido, también tuve tiempo de escuchar música con Marta. La banda sonora escogida, amén de algunas de Gary Moore, fue una canción del grupo “Revólver” que aún hoy me pone los pelos de punta “Lisa y Fran”. No sé si la piel se me eriza por el recuerdo que reporta o por la historia qué me cuenta.  
Le escribí una carta, más bien una nota escueta entre canciones y sorbos.  Una misiva que no debía leer hasta mi partida, al día siguiente. Creo que se lo pedí así, al más puro estilo romántico, como si el romanticismo hubiese sido el culpable de llenar de tetas tornadizas el balcón de Bécquer… Pero se moría de ganas de leerme, y yo moría de ganas de salir de allí. Me levanté y serví otro café mientras ella devoraba, una a una, cada línea escrita. Al terminar la lectura y respirar hondo, como quien quiere apresar un soplo de aire que rescate sus pulmones, me abrazó llorando. Me sentía tan triste como confuso, tan excitado como desesperado por escapar de ella, de aquello. Desde ese momento busqué una salida de emergencia para mi deseo encabritado. Y esa misma noche, de nuevo en su cama, extraje el tanga color lila que tenía guardado. Mis ovejas pacían tranquilas, insomnes. Sólo acerté a alcanzar el sueño al lograr conciliar mi deseo usando mi amor propio y diestro. Me dormí con el tanga en una mano y un puñado de sueños rotos, en la otra.

A las cinco de la madrugada me acompañaban a la estación de Atocha. Madrid amanecía despacio. Desde el asiento de atrás, con la alegre Lisa y la poca fe de Fran sonando en la radio, escrutaba el paisaje y cerraba los ojos imaginando qué le diría a Marta, cuáles serían mis últimas palabras para ella. Pensé decirle que sí, que algún día le dedicaría algún poema que nunca he escrito, o algún relato rescatado de la ciénaga del olvido. Mentirle y decirle que había sido un fin de semana increíble, que una nueva gama de felicidad se había instalado en mí, que había salido todo mejor de lo previsto, pese a los imprevisto, pese a las improvisaciones que alteraron el guion. Miré la velocidad a la que conducía Él calculando el tiempo que faltaba para llegar. Disponía de un tiempo muerto de veinte minutos para desanudar el nudo en mi garganta si quería enfrentarme de manera digna a una despedida.  
Apoyado en la ventanilla miraba en su nuca como la luz mortecina de las farolas lamía su piel. A esa hora, más que al amanecer, me dirigía al ocaso. Por mi cabeza se sucedían todas las imágenes de lo que habíamos planeado y de lo que nada había sucedido.
De vez en cuando ella giraba la cabeza y me miraba modulando con los labios un beso de despedida, quizá, un último beso antes de entregarme a mi cotidianidad.  Esbocé una sonrisa y me apoyé en el cristal, junto al ocre amanecer que se derramaba sobre la ciudad.

Me devolvió a la realidad la voz de Él. Me dijo que se quedaba en doble fila, pues los taxistas tenían copadas las plazas de aparcamiento, que me acompañaba Marta. Le dije, estrechándole la mano y agradeciéndole lo que habían hecho por mí, que no era necesario.
Marta insistió en acompañarme hasta el andén.
Cuando entraba en el vestíbulo, por megafonía anunciaban mi tren. Lo vi al fondo, de color blanco sobre las vías.
Me giré hacia Marta. Le di las gracias con voz queda. Me abrazó y creo que me susurró que lo sentía…

Los dos besos de rigor marcaron nuestra despedida. Bordeé mis labios con los suyos, asomándome al abismo. Subí al vagón, desde arriba volví a buscarla y me encontré con su mirada líquida. Nos miramos un infinito hasta que advirtieron de la inminente partida. Poco antes del cierre automático de la puerta, me preguntó:

-          ¿Y ahora qué?

Y Marta nunca escuchó la respuesta que no le di. El nudo había ahogado las palabras.




miércoles, 10 de octubre de 2012

ALONSO



Amo tanto a las personas como a los animales. John Fante

Hoy es un día triste. Alonso, mi gato amigo, compañero de piso, nunca mascota, protagonista incansable de mis relatos, de todos mis momentos junto a una novela y un café, motivo de alegría y camarada de soledades huérfanas, ha muerto. Llevaba días apagándose, días de clínica en clínica, de prueba en prueba. Ayer, durante mi estancia en Barcelona, me comunicaron que Alonso volvía a la vida, que tras haber agotado hace meses el cupo de siete, le habían prorrogado el número de comodines. Pero esta mañana ha dicho “hasta aquí he llegado…” Y se ha ido sin hacer ruido, igual que vivió, silente, cauteloso, hogareñamente felino.

Ya se me hace raro volver a escribir sin que él ande por aquí con esos ronroneos que despertaban ternura e invocaban mis caricias. Escucho como mis dedos rozan las teclas, como mi mente bucea en los recuerdos, como el dolor empaña mi punto de mirada, como noto su presencia aún, sin tenerlo ya. Miro la luz más mortecina que nunca que desprende el flexo, pienso qué puedo escribir, qué le gustaría, qué palabras serán  las más indicadas para ayudarle, para acompañarle por esa travesía hacia nuevos tejados bañados de sol, hacia nuevas cornisas de ventanas que darán a mis sueños. 

Alonso...

Se me hará extraño volver a escuchar mis músicas sin tenerte cerca, dormitando en la otra punta del sofá, sostenido por sueños felinos en los que persigues juegos. 

Se me hará extraño llevarme la taza roja de café a los labios sin notar tu mirada clavada en la mía, abonado al “yo también quiero algo que llevarme a la boca”

Se me hará extraño abrir un libro, pasar las páginas sin notar tu cuerpo níveo y pesado encima, muy encima, ocultando esa nariz siempre fría bajo mi cuello.

Se me hará extraño salir a la terraza a ver pasar los trenes y mirarle el culo a las estrellas sin que andes tras de mí, enroscado entre mis piernas, temeroso de las alturas.

Se me hará extraño adentrarme en la noche y no ser testigo de tus correrías nocturnas por las habitaciones.

Se me hará extraño no llamarte, no encontrarte, no tenerte…

Se me hará extraño empezar un relato y tener que resucitarte al tercer verbo, para que sigas siendo protagonista de mis días escritos.

Así que no es de extrañar que te deje descansar aquí, junto a nuestros relatos, los que tanto me ayudaste a construir.

Aquí, entre mis letras, de las que formas parte, es donde debes estar, Alonso. Descansa.

La vida está llena de ausencias…

sábado, 7 de julio de 2012

EL BUZÓN


                                          

Dedico este relato a Jordi Lloveras, una de las personas que menos me lee, pero que más me escucha. Por ser el primero en conocer la historia, este cuento es suyo.

                                               *

El abuelo se sienta a la mesa, cerca de la chimenea, donde el invierno crepita. Observa el fuego y sigue el curso de las llamas. A través de la ventana contempla cómo la nieve blanquea el patio donde un árbol daba penumbra y frutos en verano. Aquella oruga se cebó con él y su buena sombra no volvió a mitigar la canícula. El viejo Juan ya no recogerá los albaricoques, ni se le verá fumando un cigarro apoyado en el tronco mientras amenaza al cielo con sentarlo en el banquillo de los acusados si no arrecian las lluvias, si no amainan los vientos, si el sol no se bate en retirada. 
La abuela le sirve un café con leche. Son las ocho de la mañana. A esa hora, cada día, cuando las brasas devoran la leña, tras comprobar el estado de los cultivos del huerto, tras estudiar el color del amanecer y despachar a los gatos con suaves puntapiés, se dispone a desayunar escuchando las noticias de Radio Nacional.

El nieto se sienta a la mesa, buscando la compañía y el calor de las palabras de su abuelo. Le sorprende no descubrirlo descifrando esos crucigramas a los que se aficionó cuando dejó de prestar sus servicios como alguacil en el ayuntamiento local. Cuando se jubiló, convirtió las faenas en el campo y la búsqueda de significados en sus mayores aficiones.
Esta vez dibuja círculos con la cucharilla haciendo que el líquido bordee la taza y amenace con desbordarse. Tarda en mojar el primer trozo de pan. Tarda, incluso, un mundo en saludar a quien mira la escena. No aparta la mirada de la ventana, no deja de viajar al silencio, y parece que la lumbre, esta vez, queme las palabras y aniquile la oratoria de la que otros días se abastecen sus labios. Siempre dicharachero, siempre vivo, siempre presto a la broma y a comentar con amargo humor las noticias asesinas del último telediario, o a reírse con los desaciertos del hombre del tiempo. Pero hoy no; el mutismo se ha hecho fuerte en su boca. Tal vez ha sido víctima de ese gato que se come la lengua de los niños cuando éstos se niegan a hablar. El nieto dilucida sin preguntarle qué sucede cuando, por lo general, él siempre interroga y el nieto, evasivo, al amparo de la prisa, se limita a responder con los monosílabos más indicados para cada caso. Sí, el trabajo bien. No, parece que no va a llover hoy. Quizá venga después, quizá sí, quizá no… 
Pero hoy desea hablarle, hacerle partícipe de su ascenso en la empresa, que tiene novedades que contarle, que podrán resguardarse del frío con unos vinos y celebrarlo después.  Aunque por lo que parece, hoy no hay un lugar para la buena nueva. 
Mientras bebe la taza de café le intriga el silencio que se ha asentado en la sala como un poso de negrura. A punto de preguntarle si le ocurre algo, él deja de dibujar círculos con la cuchara y sin apartar la mirada de la ventana, comienza a hablar:

-          Han quitado el buzón de Correos de la plaza.
-          ¿Qué?
-          Sí, el buzón de toda la vida. Ayer, cuando me dirigía a misa con tu abuela, lo encontramos a faltar.
-          Pero si eso no puede ser, es un servicio universal, incluso lo creía inmortal –exclama mientras acomoda la taza en sus labios.
-          Ni universal, ni inmortal. Nada es para toda la vida. Mira el albaricoque, mira ahora la plazoleta huérfana; todo tiene un final.
-          Abuelo…
-          En la ventana del ayuntamiento han dejado una nota informando que, por remodelación del servicio, se suprime la recogida en nuestro pueblo.    

Con afán de tranquilizarlo, intenta hacerle ver que es normal. Le pregunta, incluso, cuánto tiempo hace que no deposita una carta. Que todo deja de prestar un servicio. Mueve la cabeza con pesadez negando. Lacónicamente  contesta que sí, que puede ser cierto lo de los ciclos. Pero que ha sido como un miembro más de la familia durante mucho tiempo. Que ha acortado las distancias con la familia de Cataluña cada Navidad, cada cumpleaños. Que la abuela, algunas veces, muchas algunas veces, escribía besos en un papel para sus nietos cuando las manos no conocían el castigo de la vejez.

Tú no lo sabes –le dice- pero ese buzón llevaba ahí desde que fui a la guerra. Ha cambiado tres veces de color, pero su figura ha soportado estoica todas las inclemencias de la naturaleza, todas las gamberradas de los niños. Ha unido y ayudado aliviando las separaciones.
Tu abuela, cuando éramos novios, depositaba ahí las cartas que me enviaba. A veces esperaba al cartero y se las entregaba en mano. Yo le decía que no pasaba nada, que el buzón era de confianza, que no esperara de pie a que llegara un empleado del servicio de correos. Pero ella, tozuda, hacía caso omiso de mis consejos. Con lluvia, con frío, con un sol de justicia, se apostaba junto al artilugio y esperaba hasta ver aparecer la bicicleta con las alforjas contenedoras de misivas. Después, durante mis permisos, nos reíamos con sus ocurrencias los primeros momentos y llorábamos mi partida los instantes últimos, mientras me hacía prometerle que no cesaría la correspondencia. Mientras haya carta, estaremos vivos, aseguraba.

No lo recuerdas, pero ese buzón permitió a tu tío participar en aquel concurso donde el tiempo era oro y la respuesta fugaz, un premio. Durante dos años y medio, cada semana le confió  sus esperanzas. ¿Recuerdas todas esas cartas que escribías a los reyes magos? Todas acababan ahí. En alguna ocasión, el servicio de correos envió un paje a retirar esos sobres con las peticiones de todos los niños del pueblo. No te imaginas cómo se me aceleraba el corazón cuando veía tus ojos humedecerse, cuando te abrazabas a mis piernas y preguntabas si los reyes entenderían tu letra. Contestaba yo, y aseveraba el emisario real, que sí, que sus majestades de Oriente entendían todas las letras porque hablaban el idioma de los niños.

Han mutilado la plaza. No creo que me sintiera tan apesadumbrado si hubieran suprimido otros servicios, o quitado alguna fuente que está de más cuando ya no baja el agua de la sierra como lo hacía antaño. Pero por ese buzón de correos pasó toda la letra, cada una de las intenciones escritas, cada alegría y cada llanto, cada llamada a la esperanza, cada canto en las posdatas que escribíamos al futuro.
Me siento viejo, sí. Quizá tan viejo como esa boca que ha dejado de alimentarse con los sobres que depositábamos. Últimamente pasaba más hambre, lo sé, lo sé, no digas nada, pero hombre de Dios, quiero seguir topándome con su figura cuando vaya a misa a sanar mi alma, o de camino al dispensario a curar las llagas con las que el tiempo labriego ha minado mi cuerpo. Ahora, cuando observe el círculo que antes ocupaba esa figura amarilla, notaré cómo mis manos tantean sus labios de metal, como el manco que sigue notando la presencia del miembro amputado. Resultará doloroso. Y, créeme, mis dedos notarán su existencia, mi mirada descifrará el horario grabado en la placa de metal y sabré cuándo será la próxima recogida. Ojalá que el destino se guarde un as en la manga y vuelva a necesitar un santuario en el que depositarlo. 

Abuelo abatido y nieto contagiado vuelven al silencio y a las noticias que escupen las ondas. Cuando están a punto de levantarse y retomar sus actividades, Juan le dice que durante la madrugada se despertó con el corazón encogido, que soñó con el buzón, abandonado en algún vertedero, devorado por la naturaleza. En la oscuridad de la noche se preguntó si habría algún sitio destinado a los objetos que dejan de ser útiles y a los árboles que dejan de latir la tierra.

                                            ***

A las once de la mañana, un joven saluda al vigilante de seguridad que atiende a los clientes en la oficina principal de correos de Granada. Tras hablar con varios empleados, tras realizar varias gestiones, tras subir un par de pisos y tras llamar a varias puertas, consigue dar con el encargado de presupuestos, almacenes y material de la empresa. La secretaria le indica que puede pasar. 
El jefe está parapetado tras una mesa repleta de documentos, infinidad de papeles que dibujan un tapiz indescifrable, el teléfono apoyado entre la cabeza y el hombro derecho, vociferando que ciertos recortes son necesarios para sanear no sé qué cuentas.
Le indica con la mano que tiene libre que tome asiento. Golpea la carpeta con un lápiz amarillo y negro coronado por una goma de color rosa. Realiza aspavientos, separa el aparato de su oído y le informa que enseguida estará con él. Y enseguida es una porción de tiempo perenne…
Al cabo de un rato ya están hablando de lo que quiere uno, y de lo que puede ofrecer el otro. El nieto pregunta por qué ha dejado de ser útil el buzón de su pueblo. Que su abuelo lo echa de menos, que era como un miembro  más de la familia, un artilugio con alma escrita, como diría pocas horas antes, mientras tomaban juntos el desayuno. Le dice que el abuelo ha perdido en poco tiempo la frondosidad del árbol que regía el patio y el buzón que recogía las palabras de los vecinos.
Sí, dice el jefe del servicio postal. Pero últimamente teníamos que desplazar a nuestro personal para que se tirara semanas sin traer nada del pueblo de ustedes. Así que hemos concentrado en el pueblo vecino la recogida eliminando ese servicio.
Durante un rato hablan de los pros y contras de las nuevas tecnologías. Tecnologías incapaces de corregir las faltas de ortografía con las que está escrito el destino. Uno apuesta por la universalidad y modernización del correo, el otro defiende el romanticismo epistolar.
Tras una extensa charla, el jefe de Correos adivina lo que va a suceder, conocedor de la situación, y anticipándose le extiende la mano.

-          Tome este documento.
-          ¿Sí? –pregunta con un hilo de voz.
-          Diles que necesitas retirar el buzón de recogida registrado con este número de serie. Inventa para qué lo necesitas si te preguntan.
-          No sé… no sé cómo agradecérselo –alcanza a pronunciar.
-          No hay nada que agradecer. La gente como tu abuelo es tan universal como el servicio que defendemos. Si le das una mano de pintura quedará como nuevo y lucirá donde lo quieras colocar –añade.-

El nieto sale del despacho asido al salvoconducto.

Son las cinco de la tarde cuando escucha a la abuela preguntarle adónde se dirige con semejante armatoste. Al patio, dice que va. Busca el círculo que dejó el árbol talado. Lo examina, lo mide, lo estudia a conciencia y acaba encajando el buzón en el sitio que en su día ocupó el frutal. Contempla satisfecho el resultado. Sabe que le tocará pintarlo pero que, por lo menos, no tendrá que podarlo, ni regarlo, ni cuidarlo, ni recoger sus frutos melosos llenos de bichos alados que zumban su oído mientras el abuelo, desde abajo, le dice por qué rama encaramarse para conseguir los mejores albaricoques.
Se retira un poco situándose junto a la abuela que no da crédito a lo que está sucediendo. Pero sí, ella también sabe que Juan volverá a sonreír.

Va a buscarlo al huerto, donde lo encuentra limpiando surcos y protegiendo la tierra. Llama su atención. Y el viejo responde dejando los aparejos apoyados contra la pared. Recibe indicaciones. Debe volver adentro. Es el nieto el primero que llega y al notar la presencia del anciano detrás, se aparta. Juan se acerca al tronco de metal amarillo. Acaricia la boca, pasa la palma de la mano por la etiqueta que indica los días y la hora de recogida, con las uñas escarba algunos desconchones tirando al suelo la pintura. Lo repasa de arriba abajo.  

Los gatos vuelven a enroscarse en las piernas del viejo. Él los aparta, otra vez risueño, los empuja lanzándolos contra la abuela que le regaña el juego. Detiene su mirada en el nieto que es testigo de su recién recuperada alegría. Para él ha guardado su última caricia. Pasa la mano por la mejilla, primero, y le besa después.

El nieto consigue recomponerse para exclamar:

-          Éste es el cielo de los objetos que dejan de ser útiles, el paraíso de los árboles vencidos.  

Tras unos instantes, Juan se aclara la voz:

-          Anda, vamos adentro. Quiero contarte alguna cosa sobre ese viejo buzón mientras tomamos unos vinos para celebrar ese ascenso en tu trabajo.  

Aviva el fuego mientras, afuera, una lluvia tímida lame el oxidado metal que otrora fue amarillo como el oro de las letras.







sábado, 7 de abril de 2012

SENO




Cierto; el placer es, a veces, un recuerdo. Uno de esos recuerdos que te reportan a la salida del colegio junto a aquella niña de cabellos dorados por la que todos tus compañeros de clase y clases aledañas bebían los aires y surcaban los cielos. Uno de esos recuerdos que te invitan a observarte en ese momento en el que estudiabas la lección de humanidades, mientras parapetabas las revistas pobladas con cuerpos hambrientos de cuerpos debajo del libro contenedor de la historia y su universalidad. Figuras que se reencarnaban en tu amor propio cuando se emitía, al amparo del calor catódico, un anuncio en el que una mujer, pecho en mano, anunciaba un desodorante. Es el placer uno de esos recuerdos regresivos a noches infinitas y princesas encantadas con el deleite supremo, un pretérito de esquinas desde las que contemplabas la vida y sus mujeres pasar delante de ti.

El goce que teje el tapiz de nuestras fantasías está hecho de material volátil, fácil de capturar a veces, como escribió alguien. Es esa mujer sentada al piano que desnudaba la música con la que te acariciaba. Es aquella prostituta a la que enseñaste a leer cuando vivías en la parte más vieja de la ciudad, que cocinaba para ti mientras te masturbabas en su baño con la puerta entornada y el deseo abierto de par en par. Es la camarera que selló con besos cafeinados las heridas de tus primeras soledades. Es esa enfermera que con su voz curativa te conectó a la vida, que preñó de estrellas tus sueños más fugaces. Es esa profesora que hoy ha vuelto del pasado, que ha pronunciado tu nombre, que ha prendido estas letras como antaño incendió tu deseo.

Hasta que cursé segundo de bachillerato no me reconcilié con las matemáticas. Lo mío con los números era una historia imposible con orden de alejamiento recíproca. No me interesaba nada que tuviera que ver con el estudio de fórmulas, de algoritmos, de  primos, de pares e impares, de naturales y enteros, de fracciones, raíces cuadradas, de cuadrados y de no sé cuántas cosas más. Pero durante ese año en el instituto, la cosa cambió. Una profesora me invitó a conocer que la palabra seno se escribía y no se enumeraba, que era tangible para la voz, que su fuerza radicaba en un dibujo angulado, o algo así.
Se llamaba Marta. Y cada vez que Marta se armaba con la tiza situándose delante de los niños, la clase se convertía en un campo de batalla hormonal. Yo, sin embargo, me olvidé de salir por las tangentes, de bordear los márgenes, de visitar los pasillos cada vez que me expulsaban, porque, a partir de Marta, mi redención fue un hecho. Sustituí mis paseos tangenciales por la visita a ese seno matemático acudiendo a ella cada vez que tenía una duda. Al principio era de vez en cuando, de vez en cuando se convirtió en bastante a menudo y bastante a menudo acabó desembocando en cada vez que se personaba ante sus alumnos.
En clase, ella explicaba y yo admiraba su figura. Después, en casa, me aplicaba el cuento y buscaba remedios para entender todo lo más posible. Fue así como las notas en los exámenes corroboraron mi mejoría. Mis padres, acostumbrados a mi danza de la muerte con las cifras, no daban crédito. Pero yo, insisto, sólo tenía ojos para ese seno, y para el resto del séquito numéricamente cartográfico que Marta enunciaba a diario.

Era una profesora de unos treinta y tantos años. Morena, de gran melena, ojos oscuros y mirada transparente, de figura esbelta, ataviada con ropas más modernas que las que solía vestir el grueso del profesorado. Labios siempre pintados dibujando gestos y muecas amables cada vez que requería un voluntario para salir a la pizarra. En esos casos, un servidor siempre levantaba la mano como el miedica que enarbola la bandera nívea de la rendición ante un batallón de asalto. Casi nunca salía bien parado del entarimado, pero harto satisfecho. Al no tener la ayuda de mi hermano cerca, como sucedía en casa con los deberes, ella acudía al rescate del voluntarioso alumno. Me arrebataba la tiza con dulzura, permitiendo que mis dedos entraran en contacto con los suyos, corregía mis desarreglos mientras el polvo blanco se posaba en sus yemas y las glándulas salivares inundaban mi firmamento bucal, convirtiendo el mal trago en un buen brindis.

Mientras estaba sobre la tarima, enfrentado a fórmulas trigonométricas, ella se dirigía a los demás y yo la observaba de soslayo. Señalaba con las manos, guiaba su dedo por la pizarra, se recogía el cabello negro colocándolo detrás de su oído. Y me miraba con insistencia preguntándose qué narices hacía día sí y día también enfrentado a ese vía crucis matemático. Sus senos dibujaban arcos que delimitaban su figura y apuntalaban mi deseo, su vestido volaba mecido por  el viento de la imaginación cada vez que daba un paso adelante, cada vez que se giraba para cerciorarse que seguía ahí, anclado en esa estación terminal. Momentos después me pedía que volviera a mi sitio. Y mi sitio estaba lejísimos, en el ocaso del mundo. Mis pasos eran lentos como la duda y el regreso a mi pupitre constituía el final de la peregrinación al paraíso del pecado. La canícula tardaba una vida en abandonar mis mejillas. Muchas veces me quedaba con un trozo de tiza que ella hubiera acariciado. Aún debo tener alguno por ahí guardado en la alacena de los recuerdos intemporales.  

Así que aquel año firmé una tregua con las matemáticas gracias a la trigonometría que amamanté en el seno de aquella clase. Fue el único en el que las matemáticas se quedaron en junio y no tuve que recuperar los números perdidos en el mes de septiembre. Para el curso siguiente me matriculé en letras puras ante el temor de que Marta no me tocara en suerte y los números reclamaran venganza.

Creo estar en condiciones de aseverar que fue a partir de entonces cuando los senos fueron mi fuente de placer más recurrente. No quería una mirada bonita, no, ansiaba un pecho voluptuoso. No sostenía durante mucho tiempo la vista a esas mujeres, no, buceaba los escotes que poblaban mi mundo onírico de fantasía, graduación y calor. Cuando corría tras una mujer porque se había olvidado algo en la tienda en la que trabajaba, no me entretenía observando su culo por mejor coreografía corpórea que tuviera; necesitaba enfrentarme a sus pechos, notar esa oronda proximidad. Aseverar, en definitiva, que las matemáticas son tan exactas como inequívocas mis preferencias eróticas, visuales y fantasiosas.   

De todo lo de antes, hoy hace muchos años. Ahora tengo cuarenta. Hace pocas horas, antes de tomar este café y de sentir los ronroneos de Alonso detrás de mí, en su lecho gatuno, me encontraba enarbolando banderas y lanzando proclamas a todo pulmón cuando alguien, acercándose a mí, ha exclamado:

-          Mario

Marta es una entrañable jubilada que teme por su pensión y por el devenir. Asustada por el rumbo que está tomando la situación, ha decidido volcarse en estas jornadas reivindicativas convocadas por la gran masa social y sindical.

-          Mario

Sólo he necesitado sentir mi nombre para volver al aula de segundo de BUP.
El brillo de su mirada líquida, su sonrisa dadivosa, sus ropas modernas, su vejez actual, ese hilo de voz cadencioso, sus manos sujetando una bandera con las siglas demandantes de justicia, me han restado un puñado de años.
La he abrazado como quien abraza una solución. He sucumbido al rubor mientras le contaba mis andanzas sindicales y mis idas y venidas por el universo postal. Me ha informado que abandonó a tiempo la docencia, que se manifiesta más por los que vienen detrás. Hemos caminado juntos unas cuantas calles y hemos desandado el recuerdo, visitando el ayer, para acabar citándonos en el muro de la virtualidad que ahora está tan de moda.
Que si estoy casado, que si tengo hijos, que está casada, que tiene nietos. Que pasea a su perra todas las tardes mientras se familiariza con un teléfono de última generación, que tengo un gato que ilustra y pasea por mis relatos. Tras reír un buen rato, nos hemos citado en internet, que es el particular patio de todas las casas donde el futuro arrecia. Poco después ella se ha excusado diciendo que tenía que ir a recoger a su nieto -ya sabes, deberes de abuelas- me ha anunciado. Antes de irse me ha sorprendido con algo a lo que le llevo dando vueltas toda la tarde; ha necesitado saber por qué tanto interés en salir a la pizarra cuando no acertaba ni una -aunque te advierto, antes de conocer tu respuesta, que avalaba tu osadía- He confesado que buscaba su proximidad y me ha correspondido con dos besos susurrándome al oído que aprobó mi fuerza de voluntad, sobretodo. Y se ha alejado recordándome que haga los deberes y la busque en Facebook. -Además, si se te da bien la informática, podrás devolverme las clases- ha matizado.

La manifestación ha proseguido su curso por las arterias del centro urbano. Me he incorporado al grupo de amigos y compañeros. He explicado quién fue Marta en mi adolescencia. Han asentido mientras definía cómo era y cómo fueron sus clases, mis paseos voluntarios a la pizarra, mi alzamiento salvaje de mano para que nadie se me adelantara y algunas de las vicisitudes de aquel año.

Después, durante mucho rato he deambulado como por inercia, como el cordero rezagado que sigue la estela del rebaño.
He pensando en Marta cuando fantasear con ella colmaba mis primeros apetitos sexuales, cuando su dulzura inundaba el aula y los números transmitían más sensibilidad que sentido. He vuelto a ese seno y coseno de los primeros días de clase, a la tangente que abandoné, a los pasillos que dejé de visitar, a las tardes en mi habitación intentando descifrar fórmulas y haciendo los deberes con la ayuda de  mi hermano, a sus vestidos modernos y a aquellos pechos, pasto de mis fantasías.
  
De mis cavilaciones me ha sacado el bullicio originado en una tienda de ropa que no quería secundar la huelga general sin atender, siquiera, las indicaciones de los piquetes informativos. Se ha formado tal trifulca que he tenido que mirar en el interior del comercio por si alguno de mis compañeros necesitaba ayuda y lanzarme a mediar entre unos y otros.
Finalmente, he abandonado mi atalaya reflexiva adentrándome en territorio hostil, distrito de la moda y sus tendencias. Los trabajadores defendían su derecho a permanecer en su puesto de trabajo, los sindicalistas ofrecían diálogo e indicaban lo que se nos venía encima si el gobierno ejecuta sus amenazas. Que sería el acabose para todo el mundo; el que está trabajando, el que quiere trabajar y los que estudian para un futuro incierto. Que sí, que lo entendían, pero solicitaban nuestra comprensión pues estaban cambiando los escaparates, preparando la nueva temporada, vistiendo maniquíes y desvistiéndolos para los meses estivales.

Aun así, mi memoria recurrente volvía una tras otra vez a mi antigua maestra. Una mezcla de excitación más pretérita que presente se manifestaba provocando que el recuerdo fluyera perlando mi frente de sudor. Mientras mis compañeros intentaban convencer a los trabajadores de que depusieran su actitud, yo seguía con la palabra “seno” rebotando en mi interior. Seno convergió en todas las ramificaciones fantasiosas y definitorias que he conocido: teta, pecho, busto...
Tanta vorágine pensativa, quizá que llevaba sin dormir muchas horas planeando esta jornada reivindicativa, la emoción de haberme encontrado con Marta, o saber que la vida sigue contando con nosotros pese a nuestros gobernantes, ha hecho que no dijera nada a favor de mi colega. No me he enfrentado a esos vigilantes que ladraban, a esos jefes que intimidaban, a esas dependientas que no sabían, que no contestaban. Me he apoyado en una de esas figuras esbeltas siempre, de mujeres y hombres, esos muñecos modélicos. Modelos que en ese momento estaban semidesnudos esperando a enfundarse el verano. He sido un mero observador ciego, mudo y sordo hasta que la voz estridente del dueño me ha rescatado del ensimismamiento:

- ¡Vale, vale! Tenéis razón, por una vez tenéis razón: cerramos el comercio. Pero dile al sindicalista ése que le suelte la teta a la maniquí –Ha sentenciado-


sábado, 11 de febrero de 2012

YO ESTOY VIVO Y VOSOTROS ESTÁIS MUERTOS


A Consol, por su amistad.
Este relato es tuyo.


Deslizo la mirada por la página penúltima del libro de Carrère que estoy leyendo. Escruto esas letras donantes de tristeza, de amargura, de aflicción o de cualquiera de los antónimos de lo que debería ser el feliz desenlace de las historias de este novelista francés leído a diestro y siniestro. Siniestro.
Estoy deseando terminarlo porque, entre otras razones, es uno de esos libros que incitan a escribir. Que los lees y acabas envidiando esa capacidad para narrar. Necesitas intentar crear algo similar, o algo para contrarrestar, o algo para comparar, o algo a modo indicativo para que tus amigos, los que te lean por estos lares de la virtualidad, acaben arribando a la estación terminal de este literato galo.

Acelero la mirada por esa página penúltima del libro. Me queda poco recorrido para llegar al punto y final.
Pero también es cierto que me urge ya, a estas alturas, hablar sobre este francés letrado, sobre este escritor de culto, sobre los ritos literarios que ha abrazado para convertirse en el biógrafo de la muerte. Porque los hay de políticos, de deportistas famosos, de famosos televisivos, de actores encumbrados al séptimo cielo, y de otras personalidades difuntas que se fueron sin tener tiempo de manifestar su última voluntad y cuya voz, una vez fallecidos, alguien de su entorno resucitó a través de verbos ajenos.

He leído dos novelas de Carrère, las suficientes, creo, para cerciorarme de lo que me queda por aprender y sorprenderme.
En mi primera incursión en su universo literario me di de bruces con unos personajes a los que el mar engulló. Sucumbieron bajo una ola gigantesca en las costas de Tailandia ante los atónitos ojos de sus familiares que contemplaban la escena desde una loma. El padre de uno de los ahogados le pidió que escribiera sobre ese suceso y, claro, este hombre que acaricia el teclado como quien afila una guadaña, tardó unos años en ponerse verbos a la obra. Pero se puso. Y lo hizo el día en que su cuñada, enferma terminal de cáncer, le pidió que contara a su familia, primero, y al mundo, después, sus últimos meses de confinamiento en la jaula en la que se había convertido su no existencia eterna. Murió ella y empezó a escribir él. Y cuando lo hizo se acordó de aquella petición formulada por el padre de una de las víctimas del tsunami. Así que hiló una historia con la otra y acabó paseando de la cintura con la más oscura de todas las damas.
La segunda novela que he leído es la que he abandonado para tomar un café mientras miro por la ventana y dejo que estas letras se posen en mi cabeza amenazando con descender hasta la pantalla del portátil.

Y si en su primer libro me hablaba de esos seres que habían perdido su apuesta con la vida, en “El adversario” no hace otra cosa que darle más vueltas de tuerca a la tortura emocional del lector. Es una obra muy al estilo de la sangre fría de Capote. Narra la vida doble, la de verdad y la de engaño, de un personaje que existe y que cumple condena por haber asesinado en el año 1993 a parte de su familia. Con el miedo en el cuerpo a ser descubierto, viéndose acorralado por las personas a las que había estafado y engañado durante los últimos veinte años, no se le ocurre otra cosa que matar a su mujer, a sus hijos, a sus padres y al perro de sus padres. Intenta también suicidarse pero es rescatado por los bomberos. En el sumario queda claro que no lo intenta a fondo, que tarda mucho, que casi espera a que lleguen los equipos de rescate antes de atiborrarse a pastillas. Queda corroborado que en el arte de matar es docto y en el arte de morir, un cobarde.
Después, el juicio. Tras éste, una condena a cadena perpetua revisable. Dentro de un par de años, para el dos mil quince, la libertad. Saldrá a la calle con sesenta y un años, alguna carrera universitaria, protagonista funesto de algunas películas francesas, de una española protagonizada por Coronado, antihéroe literario, destilando cristianismo y dando ejemplo de lo que curan y resarcen las cárceles. Y todo, gracias a este prosista convertido en biógrafo de la muerte en cualquiera de sus manifestaciones.

He empezado a escribir este texto a las siete de la mañana. Era cierto, entonces, que me quedaban dos páginas para enterrar “El adversario” en la estantería de los leídos. También es cierto que he mirado por la ventana, con un café en la mano, mientras de reojo contemplaba la novela bocabajo, abierta por el punto de lectura, esperándome. Y también es cierto que se acerca el día del taller de literatura y que aún no tengo nada escrito. Me he puesto a pensar, como suelo hacerlo cada vez que intento hilvanar mi pasado con mi presente para componer algo legible. Sucede que, muchas veces, una novela, una canción, una noticia, abren la puerta de mi conciencia y sólo la abandonan convertida en relato. Y mi sexto sentido para con las letras lleva días avisándome de esta cocción que mis dedos teclean en estos momentos.

He llegado a mi despacho, en el centro de Girona, a las ocho de la mañana.
A las diez bajamos al bar de siempre a cafecear con los compañeros. A pasear mi punto de vista por el resto del local. Contemplo a las personas como queriendo hacer un casting a las musas. Observo la calle y sus transeúntes con el mismo propósito. Me detengo en las caras y me entretengo en los escotes. Me enternecen los ancianos que caminan cogidos de la mano y me enervan esas personas que visten a sus perros para combatir este frío azul con el que nos obsequia el invierno. Pobres animales en manos de ridículas personas.
Leyendo el periódico cargado de noticias asesinas, de crisis financieras, de equipos que ganan, de la banca que gana y suma, pienso que ya no dispongo de ningún libro para amenizar los cafés de la sobremesa. Determino pasar por la librería después de las tres de la tarde. Porque cuando no tengo ninguno aguardando en la sala de espera, noto que algo me falta y me aborda un sentimiento de intranquilidad. Supongo es el mono que sufren los yonquis de la literatura.

Pero a las dos y media mi teléfono móvil ha emitido un sonido de alerta: mensaje de una compañera de trabajo y también amiga. Me ha dicho que viene a Girona, que le gustaría comer conmigo, agradecerme que haya estado ahí, apoyándola en su lucha contra el cáncer de pecho que ha padecido. Totalmente recuperada, quiere brindar por su gesta y mis gestos. Así que acepto. Bien. Las noticias buenas, por fin, que, aunque son cada vez más escasas, también acaban llegando…

A las tres, en el restaurante que ella ha escogido, la observo. Sentada enfrente, sosteniendo la copa de vino tinto, sonriéndome como si hubiera regresado victoriosa de una travesía a pie por el desierto del Sahara, me comenta algo así como que por fin ha conseguido expulsar los demonios de su cuerpo. Ese infierno que la habitaba se ha apagado. Es curioso porque muchas veces utilizo en mis escritos esa expresión: algo que me habita: el temor, la duda, la esperanza también, los pájaros que me anidan a modo de metáfora para no repetirme con lo de habitar, y así un extenso etcétera de cuerpos extraños, de emociones conocidas que acaban haciendo de mi cuerpo su morada.
La quimioterapia ha exorcizado el tumor. Lo ha reducido a un recuerdo. Un mal recuerdo que con el paso del tiempo se extinguirá convirtiéndolo en un mal sueño, unas veces, y la pesadilla de un nuevo brote que la hará despertar jadeando en mitad de la noche, otras.

Mientras departimos, su mano izquierda se aferra a la servilleta. Cada dos o tres bocados, sus dedos la sueltan e inician un camino mil veces recorrido: como un acto reflejo actúan sobre su pecho queriendo verificar la cura. Al saberlo ahí, en su sitio, recuperándose, vuelven al plato y su rostro es otra vez el de una persona y no el de una sombra obedeciendo a su instinto. Me he dado cuenta que lo hace de manera mecánica. No es consciente en ese momento que sus manos buscan su pecho, que tira de la camisa como si le molestase el tacto que oprime a su piel resucitada. Opto por no hacerle muchas preguntas respecto a lo que ha sufrido aunque no hace falta pues, es ella, necesitando auto convencerse, la que me obliga a hablarle de su padecimiento pretérito. Es ella la que se asusta cuando ve que no miro nada, que no viajo a otras mesas, que no descanso mi mirada sobre las demás personas que llenan el local haciendo comentarios sobre éste o aquél o las de más allá. Es ella la que me dice que todo está bien, que vuelva a ser yo, que disfrute del tapiz de colores y sabores en los platos, del paisaje humano de la sala, de este hoy con honores de futuro.

Repasamos todo lo que concierne a nuestro trabajo. Correos está mal. La situación financiera está mal. La crisis asedia a la clase trabajadora y la clase trabajadora, cada vez más hostigada, amenaza con levantarse contra la política antisocial de los que nos gobiernan con más pena y sin gloria alguna, y un etcétera que se extiende hasta los postres. Después regresamos a su enfermedad vencida. Dice que se siente como un preso que recobra la libertad:

- Un preso confinado injustamente por un delito no cometido- Añado

Conversamos sobre lecturas y escrituras. De lo mucho que leo y de lo casi nada que escribo.
Así que cuando quiere saber qué estoy leyendo ahora le repondo que nada. Que he terminado una lectura por la mañana y que al acabar de comer entraré en la librería más cercana para adquirir una novela.
Mientras la cucharilla dibuja círculos diluyendo el azúcar en su cortado, sin apartar la vista de la servilleta, me pregunta si he leído algo más de aquel chiflado francés que escribía sobre asuntos escabrosos. Carrère, he puntualizado yo. Sí, ése, el que viste, calza y, además escribe de miedo sobre la muerte, aclara ella.
Le contesto que el libro que he finiquitado hace unas horas es el segundo libro que he leído de él. Al decirle el título de las dos obras, ha vuelto a iluminar su rostro una sonrisa plena:

- No hace falta que vayas a ningún sitio –dice sonriente y guiñándome.

- ¿No? ¿No me pedirás que escriba algo, verdad?

- No, no pienso pedirte que escribas nada. Ya eres grande para saber lo que te conviene…

Extrae de su bolso un pequeño paquete. Asevera, antes de dejar que lo descubra, que gracias a mí ha conocido al tipo ese francés cuyo nombre no recuerda. Ella, durante las sesiones de quimioterapia no hacía otra cosa que enfrentarse a la verdad de su enfermedad a través de los ojos y la letra de Emmanuel C. Que nada es eterno, lo sabe, pero que entregarse a la lectura de libros que no hacen distinciones entre la vida y la muerte es sentirse como el náufrago que avista la costa tras una travesía de la que estaba seguro, no saldría con vida. Que es más natural un fallecimiento que un alumbramiento.

Vuelvo a creer que la he entendido, y lo creo mientras tecleo este día y mi cabeza sigue en esa mesa a punto de descubrir el regalo.

- Ten, esto ya sabes que es para ti. Si no te gusta, o prefieres otro, o lo tienes, aquí tengo el comprobante de compra –puntualiza-

Mis manos han reptado por la cubierta de la novela. He abierto, como suelo hacer por inercia desde que era niño, el libro por la mitad y lo he olido. Los libros nuevos siempre huelen a vida, vaticinaba mi abuelo.

Y me centro en el título del libro para cerrar esta crónica:

Yo estoy vivo y vosotros estáis muertos, de Emmanuel Carrère.