domingo, 19 de junio de 2016

PRIMAVERA

                                                                       

La primavera aterriza sin hacer ruido. Cada vez que lo hace y cada vez que lo hace sin hacer ruido, me da por pensar en todo lo que consigue alterar, alumbrar y tumbar con su arribada. Las novelas se llenan de amores entre páginas, de historias interminables y dulces, de litigios donde la razón y el corazón batallan en juicios acalorados. Sesiones en las que unos dedos entrelazados, unas mentes confusas y unos cuerpos perennes, comparten banquillo, causas, culpa y castigo, inocencia y libertad.

Cierto; las editoriales exprimen lo mejor de esta estación cálida y efervescente. Los libros queman entre las manos y las manos sudan entre episodios. La arrogancia del descuido permite excepciones confirmantes de no sé qué reglas estacionales consiguiendo que florezcan autores que nada tienen que ver con esta estación y que nada quieren saber de ella. Publican con afán intemporal. Un ardor intemporal, cuidadoso, riguroso, diferente y templado.

Cierto; también en primavera las canciones bullen de corazones recompuestos y recuperados. Corazones que, días atrás, restaban ateridos y en bancarrota, ahora laten acompasados, felices, encelados, avezados y acerados. Todo muy recargado y florido, rimbombante, multiplicado y milagroso como una primavera enferma de felicidad.

Cierto; los cielos se llenan de cupidos que van como locos afinando la puntería. De sus logros depende su continuidad en semejante empleo flechado y celestial. Los ángeles, labriegos de la pasión prójima, con sus dianas esquivarán ERES o ERTES que les ahoguen y desahucien del paraíso amatorio. Ellos vuelan que vuelan, apuntan que apuntan, baten que baten, atraviesan que atraviesan esos órganos que bombean baladas de amores correspondidos. Laboran a destajo para que amadores a destajo no pierdan la estela de su vía láctea particular, como el cuidadoso patio anegado con la lluvia de abril y con las aguas de mayo.

Cierto; los parques se colman de árboles que florecen. Naturaleza urbana que cobija bajo sus sombras a esa otra naturaleza humana que emana lujuria. Jóvenes cada vez más jóvenes y adultos cada vez menos adultos, rivalizan en el prólogo de las relaciones bulliciosas y carnales. Besos, besos y más besos a la par que toqueteos y escarceos, aunque la balanza se incline irrefrenablemente hacia lo segundo. Los besos trasvasan potencia a las manos que sostienen otras manos entre las suyas. Extremidades que recorren el atlas de geografía concupiscente que la primavera inocula entre pechos y espaldas. Más arriba, sobre ramas, los pájaros pían un amor libre. Copulan que da gusto y en un santiamén. El follaje cobijará su nido de amor, la trashumancia de un futuro alado que eclosionará en jornadas venideras.

Cierto; las terrazas de los cafés empiezan a llenarse de personas que huyen del interior de lumínico artificio para disfrutar bajo un celeste inmaculado. Desde aquí les veo disfrutar de su recién adquirida primavera. Devotos del calor, del cigarro y del café. Yo continúo aquí dentro. Solo y acompañado por mis camareras atentas y diestras Baristas que “procesionan” de la barra a ese exterior donde las parejas consumen dulces, beben y se fusionan en un abrazo en el que caben dos primaveras recién llegadas.

Recupero el libro de Bukowski. Un autor que no necesitaba el dogma primaveral para vomitar relatos incandescentes. Su celo atemporal no atendía ni a la constancia, ni a las constelaciones ni a las estaciones. Que nunca supo si empezó a beber en primavera, cuando su mujer le dejó, o si su mujer le dejó en primavera cuando empezó a beber. Después se pasó media vida bebiendo, escribiendo y acariciando gatos. El resto del tiempo lo gastó peleando, apostando, leyendo y amando (Amar: en primavera dícese de la condición folladora del humano sobre la tierra) habitando subterfugios, acodado en barras, con los ojos entornados y la conciencia mediada dictándole etílicas primaveras a mi literatura.



viernes, 1 de enero de 2016

CUENTO DE NAVIDAD




Son las doce de la noche. En este hospital público las enfermeras, auxiliares y demás personal nocturno recorren los pasillos a esa hora punta en la que la esperanza y el dolor se baten en duelo. Entran y salen, acuden y socorren, atienden y curan, actúan y mitigan, ofrecen soluciones y recogen quedos agradecimientos. Son garantes de la salud que posan sus manos sobre otras mendicantes de atención primaria. Dulcifican el sueño y apaciguan la espera allanando el camino que conduce a un despertar sin desequilibrios, al destierro definitivo de la dolencia. A un amanecer sin quebrantos.

Son las doce y veintiún minutos de la noche. Me encuentro en esta sala de espera de un hospital público y recortado, menguado por obra y desgracia de la burocracia política que insiste en echar a perder este país. Contemplo cómo unas enfermeras responden a una señal sonora y luminosa en un panel de mando. Otras contestan al sollozo ascendente de un neonato. Reinician el recorrido empujando un carrito coronado por un portátil de marca HP, aunque el protagonismo se lo lleva uno de esos bolis de cuatro colores de los de toda la vida. Podría buscar en internet (aquí aún no han recortado en tecnología y gracias a la gratuidad del wifi, pacientes y familiares pueden estar conectados y en línea) el nombre técnico del carrito. Pero lo defino así, como el de las medicinas paliativas, el de los elementos que toman la tensión, el de los termómetros que miden calenturas, el de los apósitos que curan a tiempo despropósitos y contratiempos. Ellas hablan entre sí tejiendo una complicidad de la que soy testigo ocular y auditivo. Una empuja o tira, según la ubicación de la habitación. La otra, siguiendo instrucciones, inserta una aguja en alguna solución de suero o analgésico. Una es enfermera, la más joven lo será pronto si quiere o seguirá siendo lo que es, que también es vocacional y que ayuda a curar las posibilidades y sus infectos. Es la auxiliar, o enfermera en prácticas, la que consigue cauterizar el llanto nocturno de ese niño que ahora resta silencioso, sujeto a un sueño que nunca recordará o asido a un pezón alimentador que siempre soñará.

Estoy a punto de volver a hacer uso de la red wifi para verificar si cauterizar un llanto está bien o es demasiado duro. Pero asumo que los llantos son heridas de un alma desquiciada, de un corazón roto o de un cuerpo maltrecho. Y decido dejar cauterizado ese llanto.

Son las doce y media de la noche. Las enfermeras concluyen la ronda. Regresan sonrientes a la garita nodriza, a esa zona acristalada que es suya y de nadie más. Ahora son cuatro compañeras. Como se respira silencio y se disfruta de una tregua frágil, deciden asaltar el piso superior de una caja de galletas que algún o alguna paciente, agradecidos y curados, han dejado a modo de gratificación. Dos pisos dulces como tributo al trabajo y al cariño irradiado. Una ofrenda a las portadoras del carro que surca las dependencias del hospital deteniéndose ante una herida, una inconformidad, un llanto quebrado o un suplicio suspensivo.

Son las doce y cuarenta minutos de esta noche ambulatoria. Desde la sala de espera escucho a una enfermera recomendar a su interlocutora la galleta con forma de corazón. Que está buenísima, dice. Que eso es que tú has cenado poco, responde la otra. Vale que apenas he cenado, pero pruébalas, anda. Y eso último lo suelta mientras rescata de un bolso oscuro una novela. Añade más información a la escena: manifiesta que lo dulce es tan tentador como los cuentos encantados de Dickens. Entonces se sienta en la silla, frente a un plasma que recoge sus informes o algo por el estilo. Al poco rato toma un sorbo de algo caliente en un vaso de plástico. En ese momento me observa observarla. Y viene hacia mí y pregunta, desde el quicio de la puerta, si quiero una galleta. Que están buenísimas. Sobre todo las de forma de corazón. Le digo que no, que muchas gracias, que estamos a punto de entrar en el dos mil dieciséis y necesito alimentar más a mis propósitos que a mí. Sonríe. Y tal como ha venido se va con su uniforme verde moteado de migas, a proseguir con sus relatos compilados en un volumen mediano y elegante de tapa dura. Instantes después se zambulle en la lectura.

Cruza los dedos y entorna los ojos. Suplica una madrugada tranquila. Que el dolor descanse, que los traumas se disipen, que las pesadillas se tornen dulces sueños. Eso que no lo dice ella, lo añado yo porque es lo que imagino que andará deseando: un remanso de paz.

Es la una y diez minutos de la madrugada. Disfruto de un café de máquina que, por cierto, sabe bien pese a los recortes que sufre esta sanidad terminal. Claro que cuando se trata de ganar dinero escanciando bebidas, no existen recortes, rebajas ni caldos a precio de saldo.

Ya no se oyen ruidos en las galerías que colindan con esta sala y desembocan en la estancia exclusiva del personal clínico. Ahí han dejado de comer galletas con forma de corazón. Ahora, una enfermera y otra en prácticas (en su atuendo lleva bordada una identificación de la facultad de enfermería de la universidad de Girona) hablan por lo bajini, comprueban monitores, subrayan con un boli multicolor alguna cosa, anotan cualquier medida tomada o reseñan algún recordatorio a tener en cuenta para transmitir al siguiente turno.

La lectora sigue acompañando a los fantasmas y al viejo avaro y atormentado personaje de Dickens. Intuyo que se aproxima, por la expresión de su cara, al final de la historia.

Es la una y cuarenta minutos de la madrugada. Un médico irrumpe en el escenario. Comunica que la cosa está muy tranquila por urgencias y que viene a desearles unas felices fiestas. La enfermera y la enfermera en prácticas lo agasajan. Le ofrecen la caja de galletas. Protesta porque ya no quedan corazones en el primer piso, que son las más buenas. Se ofrece a ir hasta la máquina a por café a cambio de inaugurar el segundo nivel. Todos quieren. Observo mi vaso vacío y decido que iré tras él.

Es la una y cincuenta minutos de la madrugada cuando determino llevar hasta este folio cuadriforme lo que he observado en las dos últimas horas. Aunque también me apetece leer la novela que aguarda su momento entre los míos. Porque la escritura me cura y la lectura me salva. Son las dos figuras, profesionales y sanitarias, que empujan el carrito con mis aparejos, con mis soluciones, con las tiritas que se adosan a este corazón mío sin forma de galleta.

Son las dos de la madrugada del 25 de diciembre en este hospitalario cuento de Navidad. Y Jesús acaba de nacer, sin asistencia clínica, incluso sin la intervención divina ni milagrosa de mutua alguna.

“Pastorcillos, venid a adorar al niño que ha nacido ya, que ha nacido ya, susurran mis enfermeras”. "Políticos, abstenerse ¡por el amor de Dios"!, enfatiza el médico mientras rebusca otra galleta con forma de corazón...