sábado, 10 de diciembre de 2011

12 CANCIONES



A la hora de siempre y en el bar de siempre, acabo de tomar un café. Lo he liquidado en poco más de cinco minutos, yo, que soy lento a morir cada vez que tengo una taza entre las manos, una panorámica feminidad delante o una dilatada novela aguardando su momento entre mis momentos. Y yo, lento como el castigo cuando les organizo viajes a mis emociones por los cafetales de la fantasía, cuando tras un sorbo viene otro más intenso, he dejado la taza vacía en la mesa que hay justo al lado de un gran ventanal, he saludado y, tras comentar algo con ese camarero que sonríe con la palma de la mano receptiva, he pagado a euro con veinte mi lingote cafeinado.
Cuando cruzaba el umbral, en la radio sonaba una canción sentimental en grado sumo para corazones que pasean su latencia por pasarelas románticas y esponjosas, para personas que juegan al gato y al ratón trayendo por la calle de la amargura a un Cupido entrado en siglos.
Al salir, un rayito de sol ha travestido mi otoño. Un indignado me ha ofrecido un panfleto para que me sume a su lucha contra la actual situación; que los pobres, pobres son y quieren dejar de serlo, y que los ricos, ricos son y también quieren evitar que sigan siéndolo. He pensado, justo en ese momento, que tendría que haber un Cupido para las razones amatorias y otro para las económicas. Que unas veces nos ensartara el cuerpo con sus flechas doradas y otras, con una tarjeta regalo para pagar el alquiler, la hipoteca, o las facturas que se acumulan, como el polvo, en las estanterías de la necesidad.

Llevo días queriendo escribirte una carta. Sí, como aquellas que nos enviábamos y que delataban los albores de nuestra historia. Una rendija por la que espiar nuestro pretérito. Me gustaría que mis letras te devolvieran al principio, al prólogo, a ese comienzo que no terminó hasta que nos convertimos en el resultado de una guerra dialécticamente nuclear. Tu recuerdo poliniza mis horas cuando leo un poema, cuando en la tele programan aquella película que vimos en la semioscuridad de un cine de barrio, o cuando la portada de un libro me reporta a ese tiempo incontestable que guarda nuestro pasado como Salomón su oro. Y hoy, que hace una eternidad de la muerte de Jack London a sus cuarenta años, he vuelto a pensarte y a preguntarme qué andarás haciendo. Hoy, como recitó primero el poeta y musicalizó después el cantautor, es siempre todavía. Hoy me he puesto verbos a la obra para que sean ellos los que te busquen en la alacena de la memoria.

Andrés Suárez suena en el despacho. Son doce canciones que merecen doce relatos. Quizá debería ser capaz de escribir un texto con el título: 12 canciones o doce porqués. Porque cuanto más lo escucho, más me propongo olvidar, cuanto más pienso en conjugar olvidos, más echo de menos mis años que no conocían la preocupación. Cuanto más me echo de menos, más necesito vivir y dejar de preguntarle a las estaciones qué ropa cubrirá tu cuerpo. Y así sucesivamente hasta este punto y aparte con formato musical y número duodécimo.
A ti que usas las canciones como tiritas para el alma, me gustaría hablarte del último trabajo de este labriego de la música, de este gigante de pasos lentos, pero seguros, de este amigo curtido en mil bandas sonoras del día a día.

CUANDO VUELVA LA MAREA nos revela el cruento frente bélico en el que los “quieros” y los “puedos” libran mil batallas, el arduo trabajo de una cabeza que quiere olvidar, el quejido de un corazón abonado al abandono, la precariedad de un contrato hasta que una muerte cabrona separe a algunos, el dolor mitigado por ese robo de horas al calendario, por ese andar espacios para encontrar tiempos en los que compartir con y departir de.

CUANDO VUELVA LA MAREA nos habla de amores correspondidos y de amores negados tres veces, del placer de recibir, del auténtico goce supremo de dar sin esperar nada a cambio, del amor por las letras, de las letras donantes de placer, de compromisos varados en cuerpos contra la pared, de sexos unidos por el gemido de los sueños, de los silencios que tiznan las relaciones, de la nostalgia por aquel tiempo pasado que fue mejor, de la saudade que se enquista en cada poro de la piel que nos habita, de los abrazos que combaten soledades, de la reciprocidad del llanto mientras se asevera que no, que no volveremos a sucedernos, de los gatos en las cornisas que lloran un atardecer, de las bebidas caribeñas con nombre de ron que emborrachan las canciones y contagian los sentimientos, de las cometas que surcan cielos que preñan de azul los mares, de las mareas sorpresivas que nunca sabes qué te van a traer.

CUANDO VUELVA LA MAREA está decorado de faldas rotas, de baños en tugurios de mala muerte habitados por sexos en carne viva, de desnudos que valen más que mil palabras, de la mujer más bella que viste de flamenco los bailes bajo una lluvia de café, de futuros que quieren presentarse, de árboles que tiñen de ocre el paseo, de abriles de ida y de vuelta, de cumpleaños anegados de añoranzas, de treinta y seis razones para no olvidar las muescas en la memoria y las cicatrices en el corazón, de pasos apurados que huyen de la noche y buscan oscuridad, de piedras que entorpecen la huída y de charcos en los que naufraga la tristeza, de esas historias que cuentan verdades aunque viajen despacio.

CUANDO VUELVA LA MAREA mira culos que hacen olvidar, que esquivan la voz y quitan el sentido, observa la vida y sus daños colaterales desde la ventana de un hotel también dulce, reivindica la palabra para que medie entre la distancia y la posibilidad, susurra sonrisas a un desliz mientras una suerte de risa danza y observa a esa rubia teñida de miedos que dice "sí".

CUANDO VUELVA LA MAREA tiene la voz de un maestro, la palabra de un poeta, la música orquestada en un interludio que no conoce fin, la intención de un condenado a vivir, el etílico final de una noche que lame el quemante principio del amanecer.

CUANDO VUELVA LA MAREA eres tú, y fuimos nosotros.

Estas doce razones nos permiten viajar en el carrusel de los sentimientos encontrados. Cada canción es un universo donde nace y muere la vida, donde corazón y cabeza le echan un pulso al deseo para acabar firmando una tregua, fumando una pipa y buscando la paz en el océano furioso de una cama en un cuatro estrellas compostelano.

Mientras me dejo mecer por el piano infinito en cada canción, mis pies se mojan con tu saliva, la marea me devuelve a la orilla de tu voz y mi cabeza se pregunta dónde coño pretendo ir.
Ahora tomaré otro café. Brindaré por tu ausencia huérfana en cada canción. Escucharé los latidos de Andrés y le pediré a ese Cupido viejo y cansado que borre tus huellas, eclipse tu luz, exilie tu recuerdo, silencie tu eco y me indique, en definitiva, un atajo a la calle del olvido.

A modo de posdata me gustaría pedirte que no le apagues Alejandría a tus sueños.

***

He abandonado el despacho hace un momento. Así que ni misiva a nadie, ni canción enmarcada por un poema desesperado, ni remembranza incisiva, ni sendas del perdedor por las que transitar las veces necesarias hasta encontrar un Cupido caracterizado de minotauro encelado. He dirigido mis pasos hasta la parte vieja de la ciudad inmortal que enamora al visitante sin la mediación de un ángel del amor turístico. Mis zapatos negros, de cordones gastados, han jugado a rematar las hojas sobrevivientes a su suicidio otoñal mientras las piedras silentes del barrio judío atestiguaban mis andares recogiendo el cadencioso sonido de mis pisadas.
Las piedras han dado paso a una acera comercial que no guarda luto por la situación económica actual. Un escaparate ha llamado mi atención: José, su virgen, el niño de sabe Dios quién, un buey, un burro, un Ángel aún no caído colgado de un árbol nevado, un grupo de pastores apresurándose a adorar al niño que, al parecer, vencedor por KO al tiempo y a la lógica, ha nacido ya, ha nacido ya. Me he quedado petrificado al contemplar la sonrisa del niño yacente y la amplitud mamaria de la escaparatista. Mi paseo por este día en el que me debatía entre escribir una carta, comentar las canciones del último disco de Andrés o ponerme a escribir de una vez por todas y de una vez, de verdad de la buena, ha dado a su fin en este escaparate contenedor de un Portal de Belén cíclicamente prematuro.

Sentado en esta cafetería de amplios ventanales que dan al Onyar, una que no es la de siempre, ni en la que trabaja mi camarero de siempre, contemplo el recorrido de la vida y sus mujeres vestidas de domingo aunque sea lunes. Sentado aquí, digo, escribo lo que ha dado de sí y de no, de las verdades y las mentiras de este hoy, uno más en una vida ambivalente que muda las hojas cuando llega junio, y se viste de colores cuando el otoño le pasa por encima.

Me entristece que la navidad cada vez llegue antes. Debería ser indiferente, pero me molesta sobremanera que ese niño vea la luz de las rebajas antes que ninguna otra. Para el veinticinco de diciembre ya no será un recién nacido. Andará dándole que te pego al buey y al mulo, tirándole de las barbas a José hasta convertirlo en bendito o pidiéndole Nocilla para merendar a su madre, renovada virgen. Y cuando hagan su entrada en escena los tres de oriente con el oro, el incienso y la mirra, les espetará que vaya mierda de regalos, que donde él ha nacido hay cosas mucho más chulas (véase catálogo de ofertas)

Mi cabeza, caprichosamente recurrente, se desliza hasta el escaparate. Me veo reflejado y preguntándome cuándo dejé de creer en estas fiestas que arriban cuando el verano da sus últimos coletazos. Cada vez los tiempos vuelan más según nuestras necesidades, o las necesidades del dinero no corriente ni moliente. No debe ser muy saludable mezclar en una terraza esos polvorones con sangrías o café con hielo. Porque si continuamos así, el salvador de los hombres acabará compartiendo martirio con San Valentín. Aunque tiempo al tiempo, que como al Corte Inglés le dé por darle matarile antes de Semana Santa para adelantar las rebajas, no habrá milagro que lo salve.

Lo último que he pensado, antes de sentarme en esta mesa, ha sido que ya podría haber nacido yo en un pesebre así. Y emular a Rómulo y Remo mientras soy amamantado por esa loba capaz de resucitar mi espíritu navideño antes que cualquiera de mis fantasmas pasados, presentes y futuros.

Acabo de llegar a casa. Mi gato me mira con indiferencia porque aún no tiene hambre. Conecto la radio y dejo que el amigo Suárez le ponga voz y sonido a este día cargado de cuentos, de recuerdos, de vistas, de pasos, de letras sin destinatario, de cupidos, de alumbramientos…

El teléfono ha sonado a las once de la noche.

- ¿Qué te he pillado haciendo? Ha preguntado su voz al otro lado.
- Nada, ahora quería leer algo, o ver algo en la tele, o escuchar algo. Algo.
- Mmmmm, ¿Ya has escrito la carta romántica para el programa de la SER?
- Claro, hace un rato la he terminado
- Qué bien, pensaba que no lo harías
- También yo lo pensaba
- ¿Le has escrito a Andrés diciéndole lo que te ha parecido su disco?
- Claro, hace un rato se lo he mandado
- Vaya, estás desconocido, escribiendo cosas románticas y observaciones musicales
- Lo estoy, no me reconozco, voy a por un café mientras espero que regrese mi yo, creo que alguna musa lo está poseyendo.
- Jajajaja. Me entra la risa, pero que sepas que me gusta que hayas escrito algo en lo que las protagonistas no sean tetas, ni cafés ni gatos. ¿Ves cómo todo cambia? –Ha añadido con un deje de duda.
- Ya, pero yo no pensaba en cambiar. Pensaba en escribir, o hacerlo más, lo de escribir, digo. Eso ya sería de por sí y para mí, una novedad.
- Pero sigues siendo tú, teta arriba, teta abajo, sólo que Andrés y ese concurso necesitan otro punto de mirada tuyo.
- Cierto, debería estar contento por haber hecho lo correcto.
- Bueno, voy a preparar la cena y las clases de mañana
- Bien, hablamos luego, o después de luego.
- ¿Qué vas a hacer ahora?
- Esperar que vuelva la marea.


sábado, 24 de septiembre de 2011

ESTÁ PASANDO



Dedico este relato a OPin, un buen amigo, aunque él no lo sepa, un mejor socio, aunque no le corresponda como merece, un buen y apreciativo lector, buen escritor; domador de verbos, representante de sujetos y excelente comunicador, motivo por el que yo sigo aquí, entre otras razones y otros sabores.

***

Todo lo que se leerá a continuación es real; tan real como la vida, como las emociones y sus llantos y sus risas, tan real como la crudeza y sus daños colaterales, tan triste como el llanto de un niño, tan vivo como la muerte, tan verdadero como la mentira y tan amargo como las canciones que bombean corazones abonados al abandono.
Así que cualquier parecido con la ficción es mera coincidencia.

***

Los presidentes europeos se reúnen en París, Madrid, Lisboa, Berlín, Roma, Barcelona, Londres. Los presidentes mundiales se reúnen en las ciudades de antes, además de Washington, Nueva York, Tel Aviv, Sao Paolo, Buenos Aires, Moscú, Tokio y algunos etecés de mundo primerísimo. Mi pregunta es: por qué coño no se reúnen en cualquiera de las urbes de Costa de Marfil, Somalia, en alguno de los campamentos del Frente Polisario, en Sudán del norte, en el nuevo e igual de pobre Sudán del sur o en la devastada Puerto Príncipe. La respuesta, asevero, es porque se la sudan estas situaciones. No pueden ir a Somalia puesto que tendrían que repartir su opípara comida con los más pobres del lugar y de los lugares conocidos.

La hipocresía política que amamanta y ensucia la sociedad, sube más que el precio de la vida, allá donde exista vida. El mundo se muere de hambre y los políticos se mueren de risa repartiéndose el pastel libio. Se frotan las manos para exorcizar el frío de la culpa mientras se comen un país y cuentan veinte hasta asediar con sus fichas nuevos objetivos. Acojonante.

Y en esa subida de telón se ve a un puntilloso presidente francés y su séquito, a un presidente español y su resucitada Trinidad, a una canciller alemana, amarga como el culo de un pepino y sus colaboradores y a un presidente italiano escoltado por una docena y media de secuaces de la dolce vita. Digo yo que si han de reunirse los mandatarios, que lo hagan solitos, sin miedo a nada. Que no tiren de cortejo festivalero. Porque si les preguntas, puede que te contesten que donde come uno, comen dos, y donde lo hacen dos, comen tres. Esto, por ejemplo, no saben aplicarlo a Somalia. Si allí lo hicieran extensivo, más de uno tendría algo que llevarse a la boca. Pero Somalia, como otros países, ha sido excluido del atlas de la bondad humana.

Mientras tanto, los telediarios continúan emitiendo en directo desde Madrid, cuando el papa de los persignaos llega besando suelos y recogiendo llaves. Y emiten en directo desde el estadio donde se descerebra una final deportiva. Y se desplazan a la puerta del sol a radiar desde la entrada del nuevo año. Y hacen su agosto emitiendo miedo mediático desde ese pueblo asolado por la ira de algún Dios impío. Y apostan sus medios técnicos y humanos en una basílica para retransmitir en riguroso directo una irreal boda real.

Y los noticiarios se olvidan pronto de Haití, de Somalia, de los Sudanes de antes, de los polisarios y sus frentes, de los que, ebrios de pena, mueren de hambre y sed.

En fin, antes, cuando comía frente a la tele y las moscas de un cuerpo abierto en canal amenazaban con colarse en mi dieta cambiaba de programa. Ahora lo hago cuando un Rajoy enardece; cuando un Zapatero languidece ahogándose en su propia mentira; cuando una Aguirre no ofrece esperanzas a los que educan, vengándose de los que la reprendieron por no llevar hechos los deberes; cuando una ministra de defensa, otrora pacifista, estrecha manos y declara guerras de intenciones; cuando un Chávez no da un chavo por sus ciudadanos; cuando un comunista olvida que los pueblos necesitan realidades sociales y no utopías; cuando los verdes sólo defienden el color de los euros que tapizan valles; cuando los nacionalistas se dan de hostias por representar a su partido en Madrid alojándose en hoteles de plazas Españas de cinco estrellas y desayuno con diamantes de por vida; cuando un Gallardón guiña a los de centro izquierda con el ojo tuerto; cuando, en definitiva, unos anuncian recortes y otros subidas que alejen de nosotros la posibilidad de alcanzar un nivel de vida digno.

La sanidad está en fase terminal, la enseñanza declina y deviene en añoranza porque cualquier tiempo enseñado fue mejor. Los profesores se alzan en armas de colores y gritos conjugados contra aquellos que quieren aniquilar la docencia empuñando la indecencia lectiva. Los comedores sociales se colman de bocas que suplican un bocado. Los ricos amenazan con manifestarse si les suben los impuestos y los pobres y sus sueños duermen en camas separadas.

Mientras todo lo anterior acontece, los políticos estrenan campaña tendiéndonos la mano para cercenarnos los dedos cuando guarezcamos nuestros cinco lobitos entre sus promesas de bajo coste y huera intencionalidad.

Voy a cenar, ahora que el telediario ha anunciado lluvias que nunca arreciarán. Otros, los del tiempo…

A la una y media de la madrugada no puedo dormir. No quedan ovejas suficientes en el rebaño. Me levanto con la intención de conectar el ordenador y hablar de algo a alguien o combatir mi soledad insomne con algún “ciberalma” gemela al otro lado del muro que la tecnología ha levantado y que escalamos una vez sí y otras también para darnos a desconocer. Pero hoy no hay nadie en ningún sitio.

En cada poro de mi piel estallan las bombas informativas del telediario de la franja nocturna. Los fotogramas de la serie que he visto después pasean por mi memoria y las canciones que he disfrutado mientras le daba esquinazo a Morfeo, vuelven a sincronizarse conformando una banda sonora desolada. Últimamente creo que todo a mi alrededor se apaga, que la crisis mundial ha inoculado su veneno en mi cuerpo, que me está venciendo el temor a no ser nada de lo que un día me propuse ser.

Me he preparado un café y he sentado a Alonso junto a mí. He encendido la tele con el propósito de quedarme dormido junto al gato y frente a las noticias asesinas o las chicas ligeras de ropa que desfilan por mi pasarela catódica. Pero ni noticias asesinas, ni chicas reclamantes de mi excitación, ni teletiendas, ni anuncios con músicas pegadizas, ni series mil veces repetidas. No. En la pantalla se anunciaba en letras azules: “Anvil, el sueño de una banda de rock”. He pensado que qué bien, que no me iría nada mal un documental para señalarle el camino a mi cansancio irreverente.

Pero mis ojos se han abierto como platos, mi alma se ha contraído un poco más, si cabe, con esa historia. Una crónica de superación, de perseverancia, de buscar y hacer; de buscar hacer lo que uno realmente quiere en la vida. De no dar el brazo a torcer ni la partida por perdida. La historia, que es real como la que estoy escribiendo, nos presenta a un grupo de rock canadiense que por los caprichos de un destino cabrón acaba no haciendo nada. No triunfan, no venden discos, no hacen giras multitudinarias, no encuentran discográfica, no se escuchan en el hilo musical de los supermercados mientras hacen la compra a duras penas con lo que se sacan trabajando de repartidores, unos, de profesores, otros, de nada, los demás. Pero no ceden. No venden sus sueños, no queman sus naves. Viven recordando la gira que les hizo famosos en Japón durante unos meses. Recuerdan que entonces los germánicos Scorpions empezaron su cuenta atrás hacia la gloria, y el roquero Bon Jovi se hizo infinito en el escenario y saltó hacia el número uno en las listas de venta de discos. Todos ganaron cantando, tocando y musicalizando sus historias. Todos sembraron y recogieron. Todos, excepto ellos: los Anvil, cuya música quedó en barbecho durante décadas. Nadie se explica qué pasó, en qué momento desparecieron del radar del éxito efímero, ni cuándo la ventura decidió soltarles la mano y ponerles la zancadilla.

Han sido casi dos horas de cine. De cine emotivo, sensitivo. De cine, en todos los sentidos.

He vuelto a emocionarme cuando preparaba un café y evocaba la epopeya musical que acababa de ver, esa hazaña del quiero sobre el puedo.

Con la taza en la mano he ido hasta el ordenador. Necesitaba una historia. Porque cuando llevo días sin escribir, el cuerpo me pide letras, la sangre se me transforma en tinta y mi cabeza gira en torno a lo que deseo contar. Es entonces cuando en los semáforos en rojo se me aparecen los recuerdos que piden ser plasmados en este lienzo fluctuante. Y es al compaginar la conducción con la audición de mis músicas, cuando tengo la certeza de que los pájaros que me anidan pueden alzar el vuelo.

Así que me he sentado delante del portátil sin saber qué capítulo iba a continuar. Y no fluía nada. Y el folio catódico, cuadriforme y apantallado seguía virgen.

He acabado releyendo un correo-e de una amiga que se está construyendo una casa, pero no una casa cualquiera, no; la casa de sus sueños. Está cimentando su futuro ladrillo a ladrillo. Simultanea el trabajo en una clínica con la colocación de piedra sobre piedra. Se ha dado cuenta de que las piedras, una vez dejas de tropezar con ellas, son útiles si quieres sacarle partido a tus deseos. Y una casa, embajada para tus ilusiones, puede ser el mejor de los futuros presentes.

He buceado por mi biblioteca musical mientras buscaba información y contrastaba lo que había visto hacía poco rato en la tele con lo que me ofrecía la red. Y todo concordaba. Los Anvil no sólo existieron sino que existen. Que actualmente son más el resultado de la exhibición de ese documental en las salas de todo el mundo que la concesión a sus deseos formulados cada vez que soplaban las velas de un pastel de aniversario. El cine, al parecer, les ha dado una segunda oportunidad.

He acabado poniendo a buen recaudo toda la información obtenida por si un día decido escribir sobre ellos. He abierto una página erótica y otra, y otra. Y tras erotizar mis horas nocturnas y vestirme de caricias, he preparado otro café, sintiendo que más cansado no puedo estar. Que las noticias funestas del último telediario, que la carga emocional de los viejos roqueros que nunca mueren, que rendirme sin lograr derramar una sola letra ante la invitación de un folio, que asomarme, taza en mano, a mi madrugada y masturbarla porque lo de contar ovejas no funciona, provocará que duerma con un angelito con sexo, o harto de él.

Las seis y media de la mañana.

Me siento en el sofá desde el que contemplo las vías del tren. Un convoy cargado de mercancías se acerca a la estación de Girona. Otro, cargado de cuerpos adormecidos, silentes, nace de ella. Se dirige a la ciudad Condal con los primeros pasajeros; estudiantes universitarios, hombres de negocios, y desempleados que se echan a la calle buscando dejar de estarlo.

El cielo preña de una claridad incendiaria el horizonte y el amanecer motea las fachadas.

Desde mi rincón escucho la señal horaria de las siete. La vida contemplativa engulle mis horas y el insomnio se la tiene jurada a mi reloj biológico. Algo así debe ser.

Vuelvo a la tele apurando los últimos sorbos y prometiéndome que intentaré descansar en breve. En el avance informativo hablan de los presidentes europeos que se reúnen en París. Que los últimos bastiones gadafistas están al caer, que lo que ayer era bueno para algunos hoy es malo para todos, que el pan sube, que el hambre se dispara, que la suerte de la vida está echada, que el destino está escrito con faltas de ortografía, que el futuro se frota las manos cuando ve lo que se le viene encima…

Casi las ocho de la mañana cuando desconecto todo. Nada he escrito hoy. Deposito la taza en el fregadero, dilucido si fregarla, pero acabo respondiendo al refrán “si lo puedes hacer mañana, para qué ocuparte hoy”. Acaricio mi gato que ronronea mi tacto, atranco puertas y ventanas para barrer el paso a un sol voraz.

Me tumbo sobre la cama con el sabor del café en el cielo de mi boca, con el olor a sexo autónomo en mi diestra, con la canción “metal on metal” sonando en mi interior y, tras cambiar ovejas por ladrillos, empiezo a contarlos y apilarlos, a ver si así ayudo a construir esa casa allende los sueños.

Y amanece, que no es poco, justo cuando mis ojos se cierran y resucitan este texto.



sábado, 23 de julio de 2011

LA SIESTA


Las tardes de verano eran tardes de siesta.

Dormir después de comer, durante la canícula, era una manera de combatir la agresividad solar que se cernía sobre la vega granadina en las primeras horas de la tarde. Desde mediodía, el sol se desplomaba sobre cualquiera que anduviera en los campos, o en las aceras, o esperara el autobús en las marquesinas de las líneas urbanas. Un astro rey inmisericorde que mataba poco a poco, rayo a rayo, a cualquier súbdito que se atreviera a desafiar su toque de queda.
Las calles quedaban desiertas, las gentes se resguardaban de la furibunda naturaleza tal cual lo hacían de las tormentas que descendían de la sierra descerrajando misiles pluviales sobre la ciudad Nazarí. En ambos casos los pueblos se mostraban abandonados y fantasmales.

Cada domingo, mis hermanos y yo nos desplazábamos al pueblo vecino. Mi abuela paterna nos recibía con los brazos abiertos, la boca llena de besos y la mesa puesta y dispuesta para que sus nietos se encontraran como Pedro por su mansión de fantasía y color. Además, ahí, a la hora de la siesta teníamos vía libre para cumplir con ese ritual o dedicarnos a otros menesteres. Por lo general, cuando estábamos bajo la supervisión de mis padres, no había manera de escaquearse. Era obligado sestear, llegado el momento, cuando el sol lo dictaba. Así que entre las cuatro y las seis, y a veces hasta más tarde, teníamos que tumbarnos en la cama y dormir, o leer, o estudiar, o hablar por lo bajini entre nosotros para no perturbar el descanso de los durmientes.

En casa de mis yayos era diferente. Después de almorzar consentían que viéramos la tele o que jugásemos, incluso me permitía el lujo de explorar la casa, mil veces explorada, en busca de no sé qué secretos, escondrijos nuevos, y pequeños tesoros de bohardilla. Todo con tal de no tenderme en la cama y lidiar con un Morfeo iracundo por trabajar en horario intempestivo.
Y ahí estábamos los tres hermanos. Mi hermano mayor con sus lecturas, simultaneando a esos ases patrios del acero más cortante; el capitán Trueno y El Jabato, mi hermana menor con sus divertimentos y juegos que mis abuelos tenían para ella, y yo, claro, viendo la tele o no haciendo otra cosa que no hacer nada. Me movía de un sitio para otro sin rumbo fijo. Me gustaba mirar la calle inhóspita bañada de sol, admirar los pájaros que surcaban los cielos sin miedo a quemarse mientras esperaba la hora para ver por la tele las aventuras y desventuras, los vuelos y aterrizajes forzosos de “El gran héroe americano”. O proyecto de héroe que necesitaba brincar mientras contaba hasta tres para alzar el vuelo, manteniéndose con más pena que gloria en los radares de la cordura. Era una de las primeras series a las que teníamos acceso. Así que las sobremesas dominicales de aquel verano eran sinónimo de libertad para hacer y deshacer, para ir y venir, para buscar y encontrar y para acudir a la cita con ese personaje, torpe heredero de “supermanes” y demás combatientes alados del mal.

Pero un domingo, al poco de cumplir once años, descubrí los pormenores y, sobretodo, los “pornomayores” de no acatar esa marcada doctrina una vez más.
Llegamos a casa de mis abuelos paternos a la hora de comer. Mi abuela nos agasajó con una paella en la que no se avistaba verdura por ningún sitio, refresco, pan blanco y de postre, helado de vainilla y chocolate cortado en un cuadradito y protegido por dos galletas de canela. Como de costumbre, todo estaba saliendo a pedir de boca. Y así seguiría durante las siguientes horas.
Ese día sufrí mi primera contraprogramación en la tele. No había gran héroe americano, ni otra serie en la que fijar mi atención o adecuar mi banco de imaginaciones. Así que mi hermano se ocupó de sus héroes novelados, mi hermana desapareció bajo un alud de juguetes y yo quise pasear las aceras cual héroe tocado del ala y sin miedo a que mi capa quedara a merced de ese sol que pegaba con una mala leche exacerbada.

Los vecinos de mis condescendientes ancianos eran de etnia gitana. Juan, el cabeza de familia, trabajaba en la construcción, la madre laboraba en las tareas del campo junto a otros lugareños, y las hijas se dejaban llevar por la desidia estival. Pasaban los días deambulando de un sitio a otro, cuidando la casa, alimentando unas cuantas gallinas y vigilando el palomar.
En aquella época, las casas permanecían abiertas, las puertas no se ajustaban a sus quicios hasta que la noche mitigaba el infierno veraniego.
Ese día en el que mi gran héroe decidió tomarse el día libre, pasé por delante de la casa del gitano. La cancela, abierta. La curiosidad mató al gato, sí. Y según mi hoja de ruta exploratoria y el refranero popular, tendría que haber acabado conmigo. Pero no fue así. Mi curiosidad me llevó a conocer otros parajes recónditos a los que, a día de hoy, sigo peregrinando cuando entorno los ojos.

La primogénita, Belén, estaba tumbada en el sofá. No la distinguía desde la entrada. Pero supe que ella a mí sí cuando mentó mi nombre conminándome a acercarme. Obedecí yendo hasta donde estaba tendida. Me asió por las muñecas y me preguntó cómo era que no estaba echándome una siesta. No supe qué contestar porque mi lengua estrellaba los vocablos contra mis dientes ahogándolos en una ciénaga salival. Estaba inmóvil, cegado por un nuevo y singular calor. Belén mostraba su cuerpo rendido al descanso sobre un sofá cama en una habitación casi a oscuras. Sólo una camisola abierta en canal por la que despuntaban sus pechos la vestía. La cabeza, en primera instancia, me dolió, alineándose con mi boca que seguía sin encontrar palabras ni formulismo cualquiera que me ayudase a salir del paso.
Tenía mis once años apuntando hacia esos pezones de color del café helado que tomaba mi madre. Estaba petrificado, como si me encontrase frente a mi kriptonita particular.
Ella me miraba observarla. Al cabo de un rato ya teníamos las manos entrelazadas, ocupándose las suyas de que la recorriera con la mirada. Me guió por su cuerpo. Cien gestos y ni una palabra en poco más de quince minutos. No tuve miedo al notar mi excitación. Ahí estábamos; un héroe a punto de colgar los hábitos, y ese cuerpo de veinte años gritándome que no sólo de pan y héroes vivía el hombre. La niña mujer me exhortó a entrar en contacto con su cuerpo. Y tímidamente posé mi nariz sobre sus pechos, y tímidamente posé mis manos sobre su vientre, y tímidamente abrí la boca para respirar y las aletas nasales temblaron cuando el olor de su piel erizó la mía y erotizó mi conciencia.

Salvo el saludo inicial y ese querer saber por qué no estaba durmiendo la siesta, no existió conversación alguna. Hablaba su cuerpo y respondía el mío. Sus dedos jugaban con mi pelo, masajeaban mi cabeza y sentía la presión de sus uñas arañando mis pensamientos, rescatándolos, apaciguando mi travesía.
Durante un cuarto de hora me limité a seguir sus indicaciones. Pon la mano aquí, me decía. Ponla allí. Colócala entre aquí y aquí. Ven, posa tus labios aquí. Mira, huele aquí. Y así me ayudaba a explorar sus recovecos. Sin saber cómo me descubrí sembrando de besos ese cuerpo mientras el mío desanclaba su infancia.
Ella se retorcía, culebreaba, otorgándome honores de protagonista en su simulado juego. Se movía con gestos rápidos y miradas que destellaban en la oscuridad del habitáculo. Suspiraba fuerte mientras escondía los dedos entre sus piernas. Ante tanto gemido, ante esa figura que se doblaba como una hoja, temí que le estuviera pasando algo. Alcé mis manos, rindiéndome al enemigo, queriendo abandonar ese campo minado de deseo mientras ella exclamaba que no, que no, -deja las manos ahí, que se diviertan-. Y las manos se divertían conduciendo mi estremecimiento y mi boca se hacía agua cada vez que se posaba sobre su abrevadero.

-Vete- me dijo. Dejó de temblar justo cuando mi sexo empezaba a experimentar una especie de descarga eléctrica. Me advirtió que ese juego era sólo nuestro. Que fuese a verla cada vez que quisiera. Y quise muchas tardes dejarme caer por su casa, primero, y por su cuerpo después. Ese tesoro corpóreo que respiraba la oscuridad de la habitación, a la hora de la siesta, al ausentarse sus padres. Esa fragancia que invocaba mi anhelo cuando éste se manifestaba en contra de la siesta.

Los demás domingos de ese verano seguí frecuentándola y memorizando su anatomía. Era obediente como no lo era con nadie. Si me decía ven, lo dejaba todo, fuera lo que fuera todo, incluidos héroes americanos, juegos variopintos y demás delicias infantiles. Me postraba ante ella, junto a ese sofá, oasis del pecado. A su señal, comenzaba el recreo; las exploraciones, el tacto en la piel y la piel desnuda lamiendo el silencio, besando las voces quedas que se escapaban entre los labios apretados. Aprendimos a disfrutarnos a lo largo y ancho de ese estío.

Después, durante el invierno, la entrada a su casa y por ende a su desnudez, permaneció cerrada a cal y canto. Su padre seguía trabajando en “la obra”, su hermana aprendía a crecer y su madre las vigilaba de cerca convirtiéndose en la centinela de mi castillo cañí.
Como le sucede a todo niño, me venció la impaciencia. Me aburrí aguardando una ranura por la que colarme y volver a embriagarme con su olor a vainilla. Me cansó la demora y darme de bruces contra las puertas cerradas. Mis juegos se disiparon como por arte de magia negra.

Han pasado cinco mil años, como reza la canción de Pedro Guerra. A menudo me viene a la cabeza Belén y sus maniobras orquestales en la semioscuridad de aquella casa.
Entonces evoco mi sexualidad naciente a esas horas en las que las personas descansaban, el sol quemaba y mi gran héroe americano surcaba los cielos a ras de suelo. Intento recordar cómo regresaba donde mi abuela, qué pretexto utilizaba para explicar mi ausencia, cómo era recibido, qué me decían. Es esto lo que me conmueve. Mi memoria ha dejado escapar algunos datos. O no los necesita porque sabe que no son necesarios para que pueda narrar aquel hecho. Sé lo que sucedía antes, a lo que me enfrentaba durante, pero no lo que acontecía cuando finalizaba el camino de regreso.

Me consuelo pensando que quizá es sólo una historia más que mi mente ha gestado. Que nada de aquello sucedió. Que es mi cuerpo el que necesita esos calambres adolescentes cada vez que dormito.

Hasta el día de hoy no había vuelto a dormir la siesta. Acabo de regresar a la realidad. Lo último que recuerdo es la voz del hombre del tiempo anunciando lluvias que nunca arreciarán.
Al despertar he notado el peso de la memoria golpeando mi sien. Mi frente se ha perlado de sudor cada vez que mis ojos y mis labios deletreaban el nombre de mi gitana. Su recuerdo ha sobrevolado la estancia dejando un reguero de letras para que las saboree, las ordene, las rememore y las dibuje sobre este lienzo catódico.

Me siento en el borde de este desvencijado sofá. Acaricio a mi gato que se despereza y ronronea y opta por seguir durmiendo.
El café se ha quedado frío, qué curioso, no he probado ni un sorbo. También esto es novedoso. Estudio la taza, la muevo en círculos como hacen algunos santeros que quieren decirte lo que te deparará el futuro a través de los posos. Pero a mi futuro no le gusta el café y sus dotes adivinatorias.

Pongo un cedé en el equipo de música. Dejo que Pedro Guerra y Serrano hagan trinar los pájaros que anidan en mi cabeza.
De la cocina vuelvo con una copa de oporto en una mano y una historia con sabor a vainilla en la otra.

Y mis dedos descienden, acarician el teclado con la misma suavidad e idéntica soltura con la que reptaban su impudicia, ascendían sus dunas y se zambullían en ese acuífero que ahora provoca que mis glándulas salivares estallen su sabor en mi boca.

Y Belén se hace letra…

sábado, 4 de junio de 2011

CORAZONADA


“y en cuanto acabó de zurcir las heridas de
las noches mal dormidas llegué yo
y le llené de flores el jergón para los dos,
sin espinas de colores, que se rieguen
cuando llore y cuando no, las sulfatamos
con nuestro sudor,
y me confesó, cuando quieras arrancamos que
en las líneas de la mano lo leyó,
que se acabó el que la quemara el sol,
pero se asustó, ¡cómo te retumba el pecho!,
tranqui, solo es mi maltrecho corazón,
que se encabrita cuando oye tu voz”


CORAZÓN DE MIMBRE. MAREA


***


-Pálpito, decía mi abuelo.

He abierto los ojos a las nueve menos cuarto. Ayer tardé en conciliar el sueño, las ovejas, hartas, huyeron despavoridas a pastar en otras mentes.
Alargando el brazo he sintonizado una nueva emisora. Quería escuchar a la gente, quería noticias frescas. Pero al final la gente se enzarza en guerras dialécticas y las noticias pasan de la frescura de la vida a la tibiez de la muerte. Guerras de todo tipo dibujan su campo de batalla en el desayuno de las ondas.
La habitación vuelve a quedar en silencio. Adivino el sol que lucha por colarse buscando una rendija para amanecer a este lado. Me desperezo aún en la cama, junto los pies acariciándome las piernas con los dedos. Doy por acabadas estas maniobras orquestales en la oscuridad cuando me estiro emitiendo un quedo bostezo.
Sentada sobre el borde, busco entre los claroscuros el rincón donde anoche esparcí mi ropa interior. Salto de la cama con el móvil en la mano. Desde hace tiempo es un apéndice más. Es ahora cuando recuerdo que he soñado. Es ahora cuando sabiendo que he soñado, ignoro el contenido. Vislumbro personajes que no consigo etiquetar, no logro adivinar qué calles son por las que transita mi subconsciente y sus devaneos nocturnos. Sólo sé que cuando me he incorporado mis pies no temblaban, no me faltaba el aire y una sonrisa se abría paso en mi rostro.

Preparo un café que saboreo mirando por la ventana. La calle está desierta. Nadie se acerca a mi portal. Me acuerdo, otra vez, de mi apéndice electrónico. Miro la pantalla: ningún mensaje, ninguna llamada. La felicidad, a veces, dista sólo un par de tonos; un aviso con ese mensaje que tanto anhelas descifrar. Esa comunicación privada que se crea entre tú y quien tú quieres.

Mientras la taza viaja a mis labios, rememoro el sueño. En él mi abuelo me dice que cada vez que sentimos que algo bueno está a punto de sucedernos, se trata de un pálpito. Pero es la voz de mi abuela la que lo contradice jovial, diciendo que eso no es así. Que no se llama pálpito. Que la verdadera expresión de futuros alegres es otra palabra que no consigo descodificar, quedando atrapada entre las sombras de mi somnolencia.
Eso ha sido lo que ha hecho que deguste con más intensidad este café. Ha sido el saber que quizás algo bueno está a punto de sucederme. Que la alegría volverá en forma de llamada, que la llamada se producirá de un momento a otro, que algo puede cambiar.
Beso el borde y el café amargo alcanza mi boca inundándola de placer. Es un beso en toda regla. Como esos besos pretéritos que quieres que regresen, que quieres volver a sentir, necesitando que se posen como mariposas sobre tu sexo, sobre tu cuerpo, sobre tus labios.

Me noto cansada. Cansada y tediosa.
En la ducha tengo que sentarme en el taburete colocado ahí para hacer más distraídos estos momentos y darle esquinazo a la soledad. Mientras el agua resbala por mi desnudez escucho de fondo la radio y, tras la ventana, una vecina llama al orden a los gatos callejeros que anidan las cornisas. Las voces se confunden con el ruido relajante de mi baño. Cierro los ojos y separo los labios. El agua se cuela en mi boca, la aguanto y la termino escupiendo cuando noto que me falta el aire. Acaricio mi cuerpo, las manos recorren cada rincón y las yemas se distraen trazando caprichos en la piel.
Cuando regreso a la cocina ya tengo otra vez el móvil en la mano. No hay descanso para la espera. Es mi nexo con la realidad, con la necesidad, con lo imposible. Porque mientras avanza la mañana empiezo a estar convencida que no va a sonar. Que no emitirá señal alguna que dé la razón a mis sueños, al pálpito definitorio de mi abuelo. Y todo quedará como está. Todo menguará y la felicidad alimentará mi pasado, resistiéndose a mi futuro. Miro por la ventana, otra vez. El sol lame las aceras y los escaparates se llenan de anónimas sombras y de parejas de amantes donantes de placer.

Necesito cobijarme en la lectura del último libro de Marías. Me enamoro fácil y eso, en mí, es un problema. No hay corazón que aguante tantos amores. Compagino la lectura con la audición del nuevo trabajo de ese viejo cantautor que una vez le canta a sus musas y otras le escribe letras de neón a su Magdalena.
De vez en cuando consulto la pantalla del teléfono. Temo no haberme percatado del aviso. Quizás mi hilaridad aguarde en la bandeja de entrada.

En días como hoy me visita todo mi pasado. Ha empezado por mis abuelos, dejando que pueblen mis fantasías oníricas. Y ahora acabo de descubrirme pensando en él, preguntándome qué andará haciendo ahora, y con quién andará haciéndoselo. Entre pasado y futuro se cuelan ilusiones y realidades. Es como cuando estás al borde de la muerte, que toda tu vida cruza ante tu mirada en un minuto. Debe ser lo que le acontece al suicida, que una vez aprieta el gatillo sólo le queda tiempo para morir, si es certero. Pero si la torpeza que lo lleva a esa situación insiste en acompañarlo al más allá, le dejará tiempo para que se arrepienta, para que esos pensares se posen como alas en las retinas por las que la muerte le guiñará un ojo.

Tornan a mi cabeza esos mensajes furtivos y esas conversaciones que hacían de la noche nuestro refugio. El teléfono ardía y los oídos sudaban. El sexo hervía y la voz empapaba el deseo. Acabábamos a las tantas, febriles, y al día siguiente buscábamos otra vez la conexión, el punto de partida, el kilómetro cero para nuestra ventura. Resuena en mi interior “corazón de mimbre” del grupo que tanto le gustaba. Insistía enfáticamente en que me dejara seducir por la voz ajada del cantante. Me cercioro que mientras tarareo esa canción necesito exhumarla y la busco con ansia entre mi biblioteca musical. He perdido la cuenta de las veces que me la envió en MP3 hasta que consiguió mi capitulación ante su corazón mimbrado.
Nos reíamos cuando escuchábamos esas noticias que advertían del uso abusivo de los celulares. Podían provocar cáncer, o daños cerebrales, o cosas por el estilo. Y tras las risas, los besos, y tras los besos, el amor nos hacía y nosotros lo convertíamos en sexo, y tras el sexo, la conversación infinita, y tras ese infinito hablado, el silencio, y tras el silencio, la aciaga despedida, y tras la despedida, la vuelta al hogar dulce hogar donde otro mundo, otra vida, otros protagonistas nos esperaban ofreciéndonos cotidianidad.
Pero el teléfono enmudeció. Mi cuerpo dejó de responder a sus caricias y sólo se manifestaba, cada vez menos, cuando su recuerdo se enquistaba en mi cabeza. Entonces, el placer, aunque distante, volvía a consumirme.

Sentada frente al portátil, mientras me dejo acariciar por la inconfundible voz de Kutxi Romero, pienso en mi carrera, truncada en mil carrerillas por la falta de posibilidades. Al final, esas oposiciones me salvaron, y conseguí una plaza en la diputación provincial donde lo conocí. Me doy cuenta, mientras vivo este día, que mi memoria recurrente se ha aprendido su nombre. Y lo evoca, jugando conmigo, trayéndolo, postrándolo ante mí. No puedo evitarlo: estas ganas de nada menos de él, que cantaría el de amante de las musas, me hieren.

Termina la canción. La he escuchado tres, cuatro, varias veces. Necesito estirar las piernas. Y las estiro lo justo para recuperar el teléfono que se había quedado rezagado junto a los enamoramientos de Marías. Miro la pantalla, la miro mucho, como si la insistencia de mi mirada consiguiera que se iluminara anunciante. Pero el teléfono, como la vida del suicida, parece que ha expirado. Que ese pálpito sólo ha sido una falsa alarma. Un tsunami que nunca alcanzó la costa.

A la hora de comer enciendo la tele. Supongo que no tengo bastante y necesito la camaradería de un telediario sembrado de noticias funestas: De hundimientos de bolsas, de explosión de burbujas, de salarios congelados, de niños quemados por el sol y abandonados por la vida, de terremotos en zonas pobres donde ningún dios tiene segunda residencia, de asesinatos a sangre fría, de revueltas contra el sistema, de sistemas de represión contra esos indios que se niegan a abandonar sus selvas para que las autopistas a ningún cielo las atraviesen, de un accidente múltiple en el que han perdido la vida no sé cuántos que venían de celebrar un ascenso a primera división y de las protestas de esos trabajadores abocados a vagar como alma en pena buscando una oportunidad que ilumine el crepúsculo de su vida laboral. Hoy, ni a la hora del tiempo hay buenas nuevas. Un frente se cuela por el norte peninsular amenazando esta primavera que aún no ha tenido tiempo de curar el invierno.

A las cinco preparo un descafeinado y vuelvo a sintonizar una emisora. Por la ventana de las ondas, un locutor de moda que abandonó la jungla urbana de su Venezuela represiva para instalarse en los programas nocturnos donde contertulios jugaban a ver quién insultaba con más elegancia, habla de corazones llenos de alegría. Dice que el suyo, de tanto amor, de tanta dicha, está a punto de reventar. Que amenaza con romper su pecho y surcar campos de claveles bombeando placer. Repite una y otra vez que está agradecido a España, que lo recibió con los brazos abiertos y los armarios clausurados.
Menudo imbécil, qué sabrá de corazones, qué de felicidades. Cierro los ojos y lo insulto mentalmente, los aprieto hasta el dolor y asesino su buenaventura.

Me falta el aire y termino consultando el móvil. No, no suena, no está por la labor. Compruebo la batería, toco las teclas, hago una llamada a mi mejor amiga para comprobar que aún funciona. Me pregunta si va todo bien, si necesito hablar, quizás. No, sólo quería saludarte, escucharte un momento. Un hola y un adiós a modo de SOS. Se me pasa por la cabeza llamarlo a él, a ver qué tal está. A despedirme, quizás, a escucharlo una última vez. Pero me freno. Le prometí no importunarlo nunca más cuando se bajó de nuestra historia y los viernes se vistieron de luto.

En la cocina preparo un vaso de agua en el que diluyo un ibuprofeno. Desearía mezclarlo con agua de lluvia. Acercar el vaso a una nube preñada de invierno y combinar medicina y naturaleza en estado puro. Claro que con mi suerte, acabaría partida por un rayo. La cabeza amenaza ahora con estallarme, y no de felicidad precisamente. Apago la radio y el apartamento queda silente.
Dirijo mis pasos hacia la terraza y atisbo la plaza de aparcamiento vacía. Miro las plantas y huelo la huella que la vida ha depositado en los tiestos. La tarde declina y el sol empieza a lamer edificios en su peregrinar hacia el ocaso. Pienso en la suerte del astro rey. Se pasa el día lamiendo. Lame cualquier manifestación de vida en la tierra desde que sale hasta que se pone.

Me gustaría llamar a mi madre, a mi hermana o a alguna de mis amigas. Hablar largo y tendido. Pero supongo que la esperanza sigue siendo lo último en perderse. Y quiero, sobre todas las cosas y a cambio de todos mis sueños restantes, esa llamada redentora.
Descanso mi cuerpo en el sofá, junto a la “literaturiedad” enamoradiza de Marías. Dejo que sus letras me acompañen hasta la hora de cenar algo presuntamente sano.
Me siento en la mesa. Dispongo el cubierto, una copa con agua mineral, un plato con una sopa de verduras y el teléfono cerca, próximo a mi corazón, a mi alma, a mis ojos acristalados.

A las nueve, mientras desvisto un kiwi, el móvil emite un sonido: llamada entrante. No es él.
La voz de mi mejor amiga, disfrazada de jovialidad, irrumpe:

- ¿Qué? ¿alguna novedad?
- No, ninguna. Todo sigue igual. Este teléfono no está concebido para las noticias buenas, ni para los acercamientos.
Tras una brevísima conversación, finiquito la llamada.

Vuelvo a mi rutina, a mi espera cotidiana. Necesito llorar y no lo consigo. Las lágrimas se declaran insumisas y no descienden, como en anteriores ocasiones, por el eslalon de mi tristeza. Tras apagar las luces de la casa, casi a tientas, pongo un cedé en el equipo de música. La voz de Mariza acapara mi atención e invoca mi descanso.

Abro los ojos de par en par. Mi punto de mirada se abre paso a través de la espesa negrura. No sé qué hora es ni cuánto tiempo habré permanecido mecida por los latidos de Morfeo.
Pero el teléfono suena con la insistencia de las prisas, irreverente. No cesa hasta que lo alcanzo. Mientras, mi corazón desbocado amenaza con huir sin esperar segundas oportunidades.
Es él.
Es él.
Es él y su voz suena dulce como la miel, tranquila como la de un domador de canciones.

- Si te llamo a estas horas sólo puede ser para darte buenas noticias. En una hora pasará una ambulancia a recogerte. Tenemos un corazón para ti. ¿No te morías de ganas de tener una cita con la vida?

Tras colgar el teléfono, la voz de mi abuela emerge de entre los sueños para corregir a mi abuelo:

- Corazonada, se llama corazonada.

sábado, 30 de abril de 2011

DIOS MEDIANTE


Subió al autobús de la línea 5 que conecta norte y sur de la ciudad.

Acababa de levantarse hacía poco rato y aún andaba medio aturdida. Se dirigía a su misión. Misión humana, misión religiosa, misión a la que se encomendó cuando llegó de Perú y decidió que Dios era su él, y que él era su casa, y que su casa sería su vida.
Su indumentaria no dejaba lugar a dudas; era una futura hermana del Sagrado Corazón del buen Pastor.

De niña fue una niña normalísima. Quería crecer y acercarse a los demás. Buscó el calor en el fragor de la batalla cuerpo a cuerpo. Tonteó con niñas y niños y mordió, amparada por la inocencia, la manzana del pecado en los labios de un primo lejano suyo. En aquella época jugó con muñecas, con muñecos, con peluches de todo tipo y con toda clase de juguetes que la mantenían en el cauce natural por el que discurre la infancia.
También cumplía, una vez por semana, en misa, junto a sus mayores y en la catequesis con sus compañeras de vestidos poco primorosos aunque decorosos. Después de su primera comunión, asistía a las reuniones vecinales para hablar de las procesiones y actos futuros en honor a la patrona.
Poco a poco fue creciendo al lado del párroco y de las hermanas que asistían en la eucaristía. Las ayudaba en esos quehaceres en la casa del Señor: Regaba las plantas, reordenaba las flores depositadas junto a los santos y limpiaba la sacristía después de cada oficio.
Sucedía que cada vez que pasaba por debajo del que murió para salvar a los hombres en la tierra, se quedaba mirando el torso desnudo y el costado abierto por una lanza inmisericorde. Se zambullía en los ojos abatidos aunque plenos de luz. Se preguntaba si él habría llorado al presenciar el mundo que, sin piedad, le condenaba. Ese mundo para el que reclamaba el perdón de su padre porque no sabían lo que hacían. ¿Habría llorado al saber de ésos, escondidos por las esquinas, abrazados al mal y jurando una, dos y hasta mil veces que no sabían quién era ése que se hacía llamar Cristo? Mientras conjeturaba, no apartaba la vista de sus pechos dorados de sol, de lo infinito de su mirada, de las espinas incrustadas a modo de corona macabra, de su pelo enmarañado, de sus pies clavados al madero, de la tersura de su piel, de su boca entreabierta mostrando una dentadura nívea, de sus muñecas inmovilizadas por tomizas, de sus manos estiradas abarcando el aire, la vida y las fuerzas como si supiera que iba a necesitarlo todo si quería regresar al tercer día de entre los muertos.
Al cabo de un rato una voz la sacaba de sus tribulaciones. Alguna Hermana la mandaba a casa pues se hacía tarde. Y ella, con un hilo de voz casi inaudible, se despedía del hijo de Dios hasta otro día.

Tras los estudios secundarios, ingresó en la universidad pontificia para cursar teología. Allí le llenaron la cabeza de pájaros litúrgicos, de ángeles del bien, de las bondades de la religión cristiana y de lo poco bondadoso de algunos dogmas que se cernían sobre la tierra cubriéndola de pecados.
Tenía la certeza de encontrarse más cerca del Altísimo y más alejada de su familia terrenal.

Algunas madrugadas se despertaba empapada en sudor. Soñaba que Jesús, su crucificado, se liberaba del castigo al que lo tenía sometido la eternidad y se sentaba, desnudo, delante de ella. Asía sus manos entre las suyas, las apretaba, la escrutaba y dejaba caer una lágrima anegando la orilla de su conciencia. No podía apartar la mirada de sus ojos, de su costado herido y sangrante. Se deshacía de esas manos y recorría su cuerpo embadurnándose con la sangre que emanaba de la herida. A veces despertaba sobresaltada, jadeante y febril, angustiada por ese sueño, esa pesadilla, o ese pecado. A veces era a menudo, a menudo era cada vez con más frecuencia y la frecuencia acabó siendo diaria.
Tenía el convencimiento de que aquellas fantasías formaban parte del proceso, de ese ritual de acercamiento, de la materialización física y emocional del credo.
Se lo comentó al profesor de Ética Cristiana y éste le dijo que lo mejor, ahora que estaba en segundo curso, era que hablara con una amiga suya, hermana superiora de las Clarisas en el distrito de Miraflores.
Así lo hizo. Le confesó sus sueños, le ambientó sus dudas, le descifró con palabras lo que sentía ante la imagen tallada en madera de nogal cada vez que en la iglesia de su barrio se topaba con su mirada.
La Hermana le sugirió que ingresara en la orden de las hermanas del Buen Pastor, que tendría incluso la oportunidad de viajar, pues en algunos países como España, Italia y Grecia necesitaban novicias. Que así dispondría de tiempo para pensar, para recapacitar, para saber si el camino que se abría ante ella convergería en una vida entregada a los demás. Y si no fuera así, seguro que llegaría esa señal, ese detonante que la devolviera al anonimato.

No necesitó hablarlo con nadie más. Preparó el ingreso en esa hermandad al comprender que su destino, cual penitencia, estaba lejos de su iglesia, más aún de los suyos. Su familia no discutió con ella sobre estos temas porque era entrar en una lucha dialéctica en la que jamás conseguirían disuadirla. Su testarudez no conocía límites ni orden.
A las pocas semanas se despedía de sus allegados en el aeropuerto internacional Jorge Chávez
Los lagrimales se desbordaron en unos y en otros. Su madre hipaba y lanzaba proclamas para que el de más arriba velara por su seguridad. Su hermana pequeña entornaba los ojos y se preguntaba qué haría tan lejos de casa. Su padre, un hombre curtido en mil batallas labriegas, la abrazaba haciéndole crujir hasta el alma.

Al llegar al aeropuerto de El Prat, en Barcelona, un cortejo de la congregación la esperaba.
En el tren que la trasladaba hasta Girona recordó que también en el vuelo entre los dos países había soñado con Él, esta vez sin despertar aturdida y con el corazón a punto de estallar. Mientras la cosían a preguntas, regresaba a su sueño sin dejar de mirar por la ventana. Se acordaba de su gente allá; de su padre arando el campo, de su madre invitando a su hermana a portarse como la que acababa de irse. Adivinaba esos rezos maternales a los pies de la cama, como una figura viviente tallada en fe. Mientras la cosían a preguntas no dejaba de vivir su sueño, de sentir la mirada profunda, de notar el calor de las manos santas que cubrían las suyas. Esta vez el dolor no asomó por ningún lado. Y no tuvo, por primera vez, miedo a dormirse. Todo lo achacó al cansancio para restar importancia a un asunto cada vez más notable.

La alojaron en una residencia de estudiantes que el obispado había provisto para las novicias de la congregación del Buen Pastor. Disponía de una celda para ella. Una habitación austera en la segunda planta; una cama, una silla junto a una mesa para poder estudiar, una estantería con el nuevo, el viejo Testamento, una biblia y un diccionario de catalán-castellano y viceversa. Y un Cristo crucificado mitigaba su soledad.

Su cometido era sencillo. Cada día, tras levantarse, orar, desayunar y ayudar en algunas tareas, tenía que ir a la otra punta de la ciudad y proseguir con su preparación para ser en un futuro cercano una monja, dedicándose a los débiles, a los pobres, a los ancianos, a los afligidos, entregándose en cuerpo, alma y corazón a Dios. Y en sueños a su hijo, se atrevía su subconsciente a vaticinar.
El geriátrico era su lugar de trabajo y aprendizaje. Allí se encontraba con ellos, sus viejitos. Los atendía, los cuidaba, los escuchaba, les leía en voz alta, de manera pausada para poder contestar las preguntas sobre éste o aquél personaje. Cada dos horas, y después de las comidas, una Madre supervisaba su trabajo y la mandaba a la capilla para encomendarse a Dios. Con Dios iba, postrándose ante él. Y ante él cerraba los ojos. Y a los ojos le venían las imágenes del crucifijo que se quedó en su primera iglesia. Se sentía turbada la mayor parte del tiempo que estaba en esa situación. No encontraba el camino de la oración y, cuando lo hallaba, no lo seguía, conduciendo sus pensamientos hasta su habitación. Allí quería ir, a rezar, a encontrarse a solas con Él, a intentar expiar sus pecados esculpidos sobre elucubraciones que escapaban, cada vez con más frecuencia, a los sueños.

Las semanas transcurrieron veloces. Cada sábado, después de los oficios, telefoneaba a su madre para escucharla llorar, a su hermana para escucharla alegre ante una nueva aventura con un chico de su clase y a su padre rogándole que mediara con el Señor para que preñara las nubes y abasteciera los acuíferos. De lo contrario, el campo y los animales serían pasto de la sequía y acabarían muriendo.

A diario observaba a los parroquianos que, junto a ella, cruzaban la ciudad en transporte público. Delante se sentaba día tras día un hombre de unos cuarenta años. Un señor, pensaba, al que le faltaba pelo y le sobraban kilos, pero que tenía una mirada tan honda como bondadosa. Frente a él, una joven con un vestido de moda, con una sonrisa de moda, con unos pantalones a la última moda, con un escote por el que un crucifijo plateado se balanceaba sobre el abismo de unos pechos amenazando con destrozar cualquier ley de relativa gravedad.
El cuarentón no apartaba la vista de la chica que se sentaba enfrente. La joven no levantaba la mirada de la revista que tenía en su regazo. Y ella no dejaba de estudiar esos puntos de mirada hasta que terminaba apoyando la cabeza en el cristal y se dedicaba a contemplar el paisaje unas veces, o a contar las gotas de lluvia que se deslizaban en una carrera loca, llena de obstáculos invisibles, otras.

Los días se sucedían intranquilos. Los sueños que la visitaban de madrugada insistían en acompañarla el resto de la jornada. Peregrinaba a su lugar de aprendizaje y lo hacía sentada en ese autocar que cruzaba las calles devorando tiempo y espacio. A veces la música, otras veces la ausencia de la chica del escote de oro y la del señor cuarentón y sus incursiones, la sumían en un estado soporífero. Entornaba los ojos mientras la ciudad se diluía entre bostezos. Al cabo de un rato se despertaba sobresaltada. El corazón, indómito, la golpeaba y sus pulmones necesitaban bocanadas de aire para restablecer el pulso. Se miraba las manos, se atusaba el pelo, se recomponía el hábito arrugado, y volvía a mirarse los dedos. No había rastro de sangre, estigmas de su pecado.

Con el transcurso de los meses, se dedicaba cada vez más en cuerpo, cada vez menos en alma, a las personas viejas, donantes de abrazos y reclamantes de atención. Dormía menos para evitar expediciones por la senda onírica del pecado. Estudiaba y leía en la cama. Pero a veces el cansancio la vencía y Morfeo la encontraba con los libros desparramados por el suelo.

Un día se levantó como de costumbre, oró con las hermanas, las ayudó en su cotidianidad y se dirigió hasta la parada del autobús. Al subir se cercioró de la ausencia de sus compañeros de ruta: La joven, al parecer, no tenía cita con ese amigo que la esperaba efusivo en una de las últimas paradas. El cuarentón, ese día, decidió no bucear el escote hipnótico que amenazaba con paralizarlo.
Apoyó la cabeza en la ventanilla.
Recorrió con la mirada los asientos desiertos. Curioso; era la primera vez que no subía nadie. Solos, chófer y ella. Por el hilo musical alguien cantaba que últimamente andaba algo perdido.

La voz del conductor la puso en alerta:

- Perdone Hermana, ¿hoy no va donde los ancianos?

Se incorporó de golpe. Se cubrió la frente, perlada de sudor, y sus manos recogieron el rocío de la culpa. Acababa de pasarse su parada. Lo que más le dolió, fue darse cuenta que no estaba dormida. Sólo viajaba con Él. Sólo pensaba en Él mientras su cuerpo se contraía, se dilataba el deseo, se minimizaba la angustia.
Ella, con la dulzura atiplada de su acento, mintió diciendo que tenía que hacer un recado y después volvería andando al hogar de la tercera edad.

Al acabar la jornada, regresó andando a la residencia. Penitente, quizás, pensante, también. Esa noche tras cenar con las hermanas se retiró a su aposento sin más dilación.
Recogió sus pocos enseres y los colocó junto a la puerta. Se tiró encima de la cama y mirando el crucifijo exclamó:

- Tenemos que hablar. Necesito que me digas algo. No sé, una palabra, una indicación, algo que baste para sanarme de una vez o condenarme del todo. Háblame- Imploró.

Durmió de un tirón. No se despertó sudando ni buscando la protección de la luz. Por la mañana, el sol rociaba de calor su cuerpo. Fue una noche sin sueños.
Aún sobre el lecho, recordó sus juegos de niña, sus idas y venidas a su primera parroquia en compañía de sus amigas. Regresó a su clase, a sus primeros profesores, sobrevoló la huerta de su padre donde las tomateras pedían agua y los girasoles perseguían al sol. Contempló a su hermana, cazadora de sueños, consagrada a la diversión terrenal. Tornó a las indicaciones maternas para conseguir el punto de dulzura de los horneados. Habitó su calle, pobló de personas, de sensaciones que creía extinguidas, su ahora. No había lugar a dudas, su sitio estaba lejos de donde se encontraba.

Desayunó por imperativo. No tenía apetito.
Habló con la Madre superiora y con su supervisora. Les confesó que no podía seguir esa senda. Que no era digna de esa casa, tampoco de Dios.
La emplazaron a meditar, a concienciarse de lo que estaba a punto de hacer. El cielo, decían, algunas veces no sabe de esperas. No habló, sólo asentía, sólo lloraba, sólo quería no sentirse culpable de sus sueños, sus deseos o sus pensares.
Le dieron permiso para despedirse de los ancianos a los que atendía desde su llegada.
Mientras, prepararían los trámites para facilitar el retorno a su vida anterior.
Subió a su habitación, que era la veintidós, y encontró la maleta. Y sobre ella, la ropa de calle que creía olvidada y que dudaba cómo le quedaría.
Antes de abandonar la estancia, descolgó el crucifijo, pasó las manos por los costados de Jesús, recorrió cada pliegue de la figura y lo guardó en uno de los bolsillos exteriores de la bolsa de viaje.


Subió al autobús de la línea 5 que conecta norte y sur de la ciudad.

Su indumentaria no dejaba lugar a dudas; era una pasajera más. Vestida de anonimato se sentó al lado de la chica encajada a la última moda y frente al cuarentón al que notó más delgado.
Se encontraron las tres miradas en un punto intermedio. Una mirada interrogaba, la otra exploraba, y la suya reflejaba un alma, por vez primera, feliz y libre.
Cada uno volvió a sus asuntos. La dama de moda, a sus modas, el cuarentón a sus plegarias concupiscibles y ella confinando su dolor y cruzando las manos, sonrió a ese hombre que amén de mirarla de manera condescendiente, la interrogó:

- No habrá boda, ¿verdad?






MARIO CASTILLO ROS

sábado, 12 de marzo de 2011

VÍA LÁCTEA


Lo mío con el erotismo viene de lejos. Arranca desde el más allá de mis fantasías de niño. Niño que creció a golpe de sorpresas que le dio la vida, a golpe de placeres que recibió de la misma o a correctivos que ésta le arreó a manos de sus mayores cuando proyectaba su mirada hacia escotes infinitos o se quedaba prendado de cualquier manifestación de gastronomía mamaria. Todo tiene un comienzo, lo sabemos. Y el mío, que no podía ser de otra forma, empezó a forjarse en cuanto cesó mi alimentación materna. El destete coincidió con el destape emocional y “sexitivo” por todo lo que tuviera que ver con el pecho femenino. Claro que todo es relativo, que la conjetura está ahí, sembrando de dudas el nacimiento, el efecto y la causa que me han llevado, de la mano, hasta el oasis donde busto y gusto se miran de reojo definiéndose y conjugándose.

Fue en el Virgen de las Nieves, mi colegio, donde aconteció mi primer encuentro fotográfico con la máxima expresión de feminidad. Expresión en el más orondo sentido de la palabra. Fue al descubrir la revista de aquel profesor cuando me di cuenta de la verdadera redondez del mundo. Pero no destapé nada más. No conseguí que volviera a castigarme, no me quedé nunca más solo en su despacho y se acabó el fisgonear entre sus cajones mientras él preparaba las clases del día siguiente. En esa misma época fue cuando me explicaron en clase de historia antiquísima lo de un tal Rómulo y su gemelo enzarzados en un banquete, mamando de una loba. También me maravillé ante la imagen. Qué grandeza, qué delicadeza, qué candidez, qué obra más bonita la de la naturaleza cuya sabiduría no conoce límites.

Un viernes por la tarde, a los doce años, se produjo un cambio radical que dejaría atrás mi infancia. Empezaron a sonar trompetas, a ulular y girar los vientos, a alinearse los planetas, a completarse el relleno lunar, a balar de placer las ovejas que aguardaban la oscuridad dispuestas para ser contadas y recontadas antes de sumergirme en ese océano onírico y remar a brazo partido con Morfeo.
Buscando excusas que justifiquen mis pautas de comportamiento, siempre esgrimo la razón de mi preferencia por los gatos. Estos animales son curiosos, merodeadores, exploradores de lo ajeno, como yo. A mí también me es aplicable aquello de que la curiosidad mató al minino. Y si no, tiempo al tiempo.

Pero volvamos a ese viernes, ese día de autos y tetas, ese día en el que crecí de golpe bajo la atenta mirada de Afrodita.

A las cinco y media llegué de la escuela. Merendé, curioseé algún cuento de terror que mi hermano disponía para alimentar mis miedos. Vi la tele con aquellos dos únicos canales que la mayoría ya ni recuerda… Aburrido empecé a registrar los cajones del armario del comedor. Al abrir el que estaba justo debajo del mueble bar, me di de bruces con aquella revista gruesa, de tapas verdes en las que no se veía nada de nada… y nada hacía presagiar los paisajes apocalípticos que estaba a punto de transitar. Se trataba de una publicación diferente a los botines obtenidos en incursiones anteriores. Lo habitual era encontrarme un hola, un diez minutos, un pronto, un hogar y punto, o un catálogo de puntos para conseguir una sartén en algún supermercado. Las había visto de todos los colores que pueda aglutinar el óleo informativo de las publicaciones del corazón.
Sostuve la revista entre mis manos. Manos pasivas aún. Dedos que guiaban mi mirada por la portada sin adivinar lo que se escondía entre sus páginas. Ahí estaba yo, en cuclillas, junto a la tele que emitía un serial sobre un bandolero que cuando cogía la faca se cegaba. De vez en cuando, mientras manoseaba la portada queriendo despejar incógnitas, miraba como se iba sembrando de cadáveres la segunda cadena. Todo eso acabó en cuanto me sumergí entre esas páginas. No sé cómo sucedió, pero se abrió justo por la mitad, como un melón maduro y frío en manos de unos comensales en pleno mes de agosto. En seguida noté que algo se agitaba en mi interior. No comprendía bien qué estaba viendo, tampoco lo que me sucedía. Los temblores se posaron en mis mejillas, los colores se tornaron calores, mis dedos se movían nerviosos buscando una esquina por la que pasar página. Observaba unos cuerpos encima de otros. Unos pechos desafiando la ley de la gravedad, una gravedad, la mía, que escogía el sentido contrario a cualquier física conocida. Observaba unas ubres por las que rivalizaban una legión de rómulos y remos entrados en años. Observaba atónito esas vergas que jugaban a ser lanzas en ristre apuntando hacia una ristra de pezones beligerantes. Observaba gente lanzándose a los brazos entornados de otras personas que los recibían con los ojos cerrados a cal y canto y las piernas abiertas de par en par. Observaba unas bocas naciendo de otras bocas, bocas sembrando besos en otras. Observaba unas manos recorriendo un atlas copado de montes venusianos explotados por otras lenguas que se habían adentrado cual exploradores en las minas del rey Salomón del placer.

Hacía rato que no atendía las aventuras de Curro Jiménez ni el Algarrobo ni sus luchas por esos montes de dios, contra esos franceses del demonio. Sólo tenía ojitos para esa galería repleta de cuerpos que representaban un Guernica concupiscente, un tapiz de la creación libertino, el mundo en sus primeros días cuando Adán y Eva comían sin pecado y vestían desnudos.
Continuaba agachado, trémulo como una hoja mecida por el viento. Una hoja a punto de caerse; ocre, encendida, quemada por los caprichos de la naturaleza.
Cesé mi actividad contemplativa al escuchar la voz de mi abuela, sus requerimientos para atender un recado.

Devolví el botín a su escondite. Atravesé el patio que dividía las dos casas, la de mis padres y la de mis abuelos. Mientras, los gatos en las cornisas, se despedían del sol. No podía dejar de pensar en lo que acababa de ver. Eso no podía ser bueno. O eso, simplemente, no podía ser. Notaba cómo me ardía la cara, cómo me castañeaban los dientes por el frío del pecado. Las cuerdas vocales tenían secuestrada mi voz.

Mi abuela me pidió que fuera donde Enrique a por dos litros de leche.

Cogí dos lecheras y me dirigí hasta la vaquería del pueblo. Durante el recorrido seguía dándole vueltas a lo que acababa de acontecerme. Me sentía raro, extraño por lo que había visto. Supongo que un descubrimiento así sólo sucede una vez en la vida. Y esa extrañeza, esa sensación, era dolorosa. Me creía en pecado mortal. Que algo malo me sucedería. Hice el firme propósito de no reincidir, de no mirar más tetas en ningún sitio, de no aventurarme en la playa, en los meses estivales, a la caza ocular de la turgencia femenina. Lo prometí en voz alta para que el arrepentimiento que me sacudía, me concediera una tregua… Pensé que el próximo sábado de misa, le confesaría al cura todos mis pecados, sin dejar ni uno en el tintero, sin obviar detalles, sin ocultación alguna. Quería que todas las aguas volvieran a sus cauces. Claro que todo eso lo pensé de camino a la vaquería, y empecé a desecharlo tímidamente durante la vuelta a casa. La fragilidad del alma no conoce límites, la debilidad del cuerpo, tampoco.
Al llegar a la granja, Enrique, su hermano y su padre ordeñaban las vacas. Acariciaban esas tetas enormes ante mis ojos y, como premio a tanto masaje, obtenían la leche que poco después y tras hervirla, mi madre me daría para merendar, para desayunar, para ayudarme, en definitiva, en mi crecimiento… ese crecimiento que más hubiera valido desarrollar con menos leches…

Regresaba a casa una versión diferente, conocedora del pecado y del cuento de la lechera.

Mientras caminaba, mi memoria recurrente hacía y deshacía la senda del pensamiento. Me enfrentaba, otra vez, a ese campo de batalla carnal poblado de sexos entrelazados que había contemplado hacía poco rato, a esas mamas bovinas que padre e hijos ordeñaban con maestría para el buen alimentar de los muchachos del pueblo.
El camino hasta mi hogar estaba poblado de chopos de hojas plateadas que silbaban cuando el aire ya gélido de la sierra agitaba sus copas. El trayecto estaba sembrado de piedras que otrora habían descansado en el lecho de un mar sin nombre. Mis ojos se fijaban en las ramas de los árboles que montaban guardia y se erguían a mi paso. Mis pies perseguían esas piedras y azorado por el arrepentimiento, no hacía otra cosa más que intentar darles fuerte y lanzarlas contra el olvido. Pero el olvido es rencoroso, un príncipe destronado del tiempo y el espacio. No conseguía desterrar esas imágenes de mi mente.
Mi cabeza amenazaba con entrar en erupción. El sentimiento de culpa amagaba con levar anclas y mis ojos se centraban en el follaje arbóreo mientras la punta de mis deportivas para penitentes ávidos, golpeaban todo guijarro que se interponía entre mi delito emocional y mi sexualidad emergente.

Me prometía una y otra vez que no volvería a hurgar en cajón alguno. Que cejaría en mis exploraciones. Que me pondría a ver la tele, como cualquier niño, y que le daría fuerte a los estudios en detrimento del descubrimiento anatómico. Pero no dejaba de recular, de ver esas imágenes, de estremecerme cada vez que mi pensamiento se posaba sobre esos contorsionistas del amor. En mi interior se alternaba remordimiento y culpa con deseo de reincidencia. Ansiaba llegar casa para esconderme en mi sofá, bajo las palabras sedantes de mi abuela. Necesitaba arrullarme junto a mi abuelo y ser testigo de su conversación meteorológica con la luna. Anhelaba cenar, acostarme, olvidar.

No me di cuenta: las cántaras fueron bailando los pasos, columpiadas por el viento de mis cavilaciones, y la leche había ido dejando un reguero, como una vía láctea por la que se alejaba mi niñez.

Llegué a casa desvanecido, pasto de la angustia. Mi abuela, asustada, exclamó:

- Hijo, ¡qué te pasa! estás coloradísimo.

No podía articular palabra. Sólo gimoteaba al comprobar la poca leche que quedaba. Una mezcolanza de sentimientos de culpa y vergüenza, unas ilustraciones que se habían enquistado en mi cabeza, una sexualidad que empezaba a dolerme y a interrogarme, unos hechos que no habían hecho nada más que empezar, martilleaban mi alma.

- Abuela, la leche se ha derramado. Apenas queda nada –balbuceé-
- Debe ser por lo mal que estás. Tienes fiebre. –dijo mientras descansaba su mano en mi frente
- Te libras de volver donde Enrique. –Anda, ve a ver a tu madre y métete en la cama, añadió.

Me satisfizo la idea de no volver. No hubiera soportado más tetas ese día.

Al día siguiente no fui a la escuela. Mi madre dijo algo así como que prevenir es curar. Tampoco desayuné un vaso de leche. Al terminar de rebañar el desayuno, me senté en el sofá junto a la gata enferma de tiempo.
En ese momento mi mirada se fijó en el mueble que tenía enfrente. Mi cuerpo se erizó como el de un felino encelado. Fui hasta el cajón y cogí la revista de tapas anodinas y verdes, esa publicación culpable de mi primer gran pecado y mi primera gran ratificación.

Han pasado veintisiete años. Mientras evoco esta historia, la revista está justo debajo de la taza de café que humea, como mis recuerdos.

Ahora, cuando descanso tras una lectura, cuando hago un receso en mis paseos por la intrincada jungla del lenguaje, permito que mis dedos acaricien la revista. Y siempre sucede: se abre justo por la mitad, como un melón maduro y helado en plena canícula estival.




MARIO CASTILLO ROS

sábado, 22 de enero de 2011

2:14 Am


Abro lo ojos.
El reloj de la mesita de noche marca las dos y catorce minutos.
Me levanto para ir al lavabo. Mi vejiga no falla. Con el tiempo, fisiología y anatomía se han puesto de acuerdo. Incluso a las horas intempestivas, van de la mano. Si tengo que ir al baño, abro los ojos de par en par, alargo el brazo para levantar el despertador, pues lo dejo bocabajo para que su luz no entorpezca mi descanso. Miro la hora, y salto de la cama buscando las zapatillas.
Pero no están en su sitio. Sonrío. Sonrío porque soy un desastre. Porque olvido, incluso, cuántas ovejas conseguí contar antes de caer bajo el yugo soporífero. Nunca recuerdo qué he soñado. Nunca recuerdo si he soñado, cuando alguien me pregunta.
Estarán en el lavabo. Las dejaría anoche tras cepillarme los dientes. O estarán debajo de la mesa de mi despacho. Las abandonaría ahí tras alguna de mis incursiones en la red. O en el comedor, o en la cocina, o en algún sitio que mi gato, seguro, se encargará de descubrir.

Salgo de la habitación. El silencio es ensordecedor. Una quietud que amenaza mi noche y sus frutos. No me topo con Alonso. Hasta hoy, al mínimo ruido, abandonaba su nido felino y se acercaba rompiendo con sus ronroneos quedos el sosiego de estos setenta metros cuadrados que mi alquiler costea.

Ni zapatillas ni gato, pienso. Extrañado, pero priorizando, voy hacia el lavabo. La puerta está abierta, como todo en mi noche, como casi todo en mi vida. Las puertas, en mi caso, se inventaron sólo para abrirse. Ana sostiene que nunca sé cerrar, que se me olvidó algún día. O que el paisaje que dibujan armarios ofrecidos, puertas fuera de sus quicios y cajones mostrando su contenido, me satisface sobremanera. Por donde paso, dejo aperturas.

No levanto la tapa del retrete. Ya está izada. Es una bandera que me dirige en mi noche. Un faro que orienta mi meada. Mientras dirijo el chorro contra la blancura nívea del inodoro, escucho un maullido en alguna parte del piso. Y otra vez silencio. Ha sucedido muy rápido. Mi pis se ha cortado, me he manchado el pijama de rayas que me regaló alguien creyéndose un amigo invisible y que pensó que nunca descubriría que era él y sus intenciones de convertirme en un preso esclavizado de Morfeo. Lo he puesto todo perdido, pero son los latidos de mi corazón los que amenazan con estallar mi pecho, los que están a punto de romperse en mil pedazos y tintar con mi miedo todo este aseo.

Aterido de esa frigidez que el terror ha derramado por mi cuerpo, entro en la cocina. Ni rastro de mi mascota. Lo llamo y no responde. Le grito que si quiere comer algo. Agito la lata que contiene su compuesto de comida para llamar su atención y atraerlo, cual aprendiz de Paulov. Por lo general es escuchar ese sonido y volar. Pero no acude.
Otro maullido aterrador y una sucesión de golpes en el salón hacen que dirija mis pasos hasta allí. Cuando arribo, silencio. No se oye un ruido. Vuelvo a pronunciar su nombre. Coloco mi cuerpo a ras de suelo, en cuclillas. El frío muerde mis pies desnudos. Me acuerdo de las zapatillas que aún no he encontrado y que ya empiezo a echar de menos. Miro en derredor. Nada. La tele, silente, está detrás de mí. Oteo la oscuridad, intentando toparme con los ojos familiares, con la brillantez púrpura y felina. Apoyo la espalda contra las treinta y dos pulgadas catódicas.
Ahora sí. Nuestras miradas colisionan. El pelo erizado y su figura arqueada indican que algo no encaja. Lo llamo, dulce, con toda la dulzura que el pavor me permite. Dicen que lo peor que puede suceder cuando te encuentras ante un animal acorralado, es que huela tus estertores de puro terror. Justo cuando levanta su cuerpo de gato entrado en quilos, veo mis zapatillas que protege como si fuese la descendencia hierática de algún ser mitológico.

Mi compañero de piso se acerca renqueante, dibujando sigilosas coreografías sobre el suelo. Al llegar a mi lado, agacha la cabeza y topa su hocico frío contra mi rodilla. Recorro su lomo, me entrega su cuerpo y emite unos ronroneos en respuesta a mis caricias. Miro su cara y la apreso entre mis manos. Le digo que me ha asustado. Qué te pasa, le pregunto. Por qué esos bufidos. Me vas a matar de miedo. Olvidas que me asusta hasta la felicidad.
Se zafa de mí y vuela a su refugio. Me temo otro ataque, pienso que quizás se esté volviendo loco. No sólo los humanos perdemos la cabeza, asevero. Pero no, torna de su escondite con las zapatillas en la boca. Descargo una lluvia de arrumacos y le doy las gracias pues mis pies acusan el cansancio gélido de la búsqueda.

Regreso a mi habitación. Inicio mis pautas de conducta para reconducir el sueño: inclino el despertador para que su luz no entorpezca mi travesía hacia el amanecer. Programo diez minutos de música para que amanse la fiera asustada que me habita y que necesita una sobredosis de descanso.

Abro los ojos.
El reloj de la mesita de noche marca las dos y catorce minutos.
De un tiempo a esta parte, la apremiante necesidad de achicar las aguas sobrantes de mi cuerpo interrumpe mi descanso. Debe ser la edad, me diagnosticó el médico cuando le comenté mis nocturnas peregrinaciones.
Las zapatillas no están donde deberían estar. Porque estoy seguro que las dejé al pie de la cama, delante del espejo del armario. No importa, estarán junto al wáter, o en la cocina esperándome para el primer café, o debajo de la mesa del despacho; en el sitio menos pensado. Mi despiste se permite inciertas licencias. Aunque es cierto, lo poco que ordeno, sin casi esfuerzo, son estas viejas pantuflas. Guardan un orden y velan mis sueños a los pies de la gran luna que cobija el reflejo de mi dormitorio.
Llego hasta el baño. Apunto al centro del volcán acuoso y mis pies empiezan a alimentarse de una frialdad que amenaza con paralizarme. Levanto el pie derecho, mientras el chorro pierde vigor y acierto. Acaricio la planta del pie contra la pernera de la otra pierna. Tengo los dedos entumecidos. Termino de mear y toco el suelo comprobando que está caliente. La calefacción funciona. El gres desprende calor. Pero mis pies desvestidos siguen temblando; se encogen. Muevo los tobillos girándolos hacia un lado, hacia otro. Crujen.
Enfilo el camino al dormitorio justo en el momento en que los lastimeros bufidos de Alonso me reclaman desde su escondite. Quedo paralizado. Poco a poco, mi cuerpo empieza a obedecer y dejar de lado el pavor que me embarga. Me agacho delante del plasma televisivo. Apoyo la espalda contra la pantalla proyectando mi campo de visión hasta debajo del sofá. Nuestras miradas coinciden en un punto intermedio y responde a mi llamada estirándose y bostezando, mostrando una fila de dientes pequeños, de afilada blancura. Viene hacia mí. Sus ronroneos cadenciosos me indican que todo va bien, justo por el sendero de la tranquilidad necesaria para que el miedo no termine devorándome las entrañas.

Lo dejo en su sitio, para que duerma, para que le maúlle a la luna; que haga lo que quiera con su noche. Yo sólo quiero llegar en mi sano juicio hasta el despertar. Y si sigue maullando así, no lo conseguiré. De pequeño, los gatos en celo que patrullaban los tejados me asustaban cuando bufaban y emitían esos quejidos de honda excitación.
Cuando estoy a punto de meterme en la cama, deshago el camino. Vuelvo a mi agazapada posición delante de la tele. Él se muestra contento, levanta la cabeza y un suave y nimio gemido escapa de su boca. Me acerco hasta su refugio. Acaricio su cabeza, rozo su nariz rosada y fría. Consiguen mis manos garatusas levantar su pesadez y atraerlo. Las zapatillas emergen debajo de su cuerpo. Sí, el objeto no identificado avistado hacía unos minutos eran ellas.

Las cojo y las llevo conmigo, tras dedicarle una serie incontinente de carantoñas. Le indico con un hilo de voz musical que no son un juguete, que no se arranque por maullidos locos, que se tranquilice, que duerma, que no pasa nada, que el amanecer está a la vuelta de la esquina soñada.

De nuevo en mi cama. Sintonizo una emisora sin música. Quiero gente hablando. Sus voces, sus cacareos de tertulia a deshoras acompañándome en mi travesía... Restriego pie contra pie buscando calor. El frío ha escalado el muro de mi noche y se ha instalado en cada poro. Mis ojos pierden el contacto con el cansancio. No se apagan. La batalla se inclina del lado de la madrugada.
Doy vueltas en mi lecho sin encontrar una postura dormitiva, le envío mensajes de auxilio al pastor del rebaño. Necesito ovejas somníferas que amortigüen mi duermevela.

Descanso la cabeza sobre mi brazo derecho. Respiro hondo, porque no puedo hacer otra cosa para invocar el ansiado reposo. En ese instante, la puerta del cuarto se abre empujada por las patas delanteras de Alonso. Su cuerpo encrespado, su blancura de peluche se desliza por el suelo. El reloj de mi cordura herida de muerte marca las dos y catorce minutos. El animal se sitúa delante del espejo al que lanza maullidos y bufidos encolerizados. Me invade un miedo críptico. No hablo. No muevo un músculo. Mi respiración agitada me hace convulsionar. Me revuelvo incómodo bajo el edredón. La algidez remonta mi cuerpo. Mis manos pinzan el nórdico y me cubro hasta la barbilla, como durante aquellos episodios de terror que padecí en mi infancia, cuando me asustaban las portadas de los cómics de terror que mi hermano guardaba en el cajón de la mesita a modo de catecismos diabólicos.

Alonso gira la cabeza y descubre mi helamiento. No puedo decirle nada porque, que se sepa, una estatua no puede hablar, y el terror sólo conoce un idioma. De un salto trepa junto a mí. Muestra sumisión. Me acaricia golpeando su lomo contra mi rostro, restregando su cabeza contra mi cabeza. Su lengua áspera recorre mis dedos. Consigue arrancarme una caricia. Una caricia que interpreto como sinónimo de que todo vuelve a su sitio. Me planteo dejarlo ahí, a mi lado… justo en el momento en el que una sombra cruza entre nosotros posándose en el espejo. Sólo es una sombra, quiero decir, o quiero pensar, o quiero creer. Un haz de luz que huye de la calle.
El felino salta y se sitúa frente a la lámina acristalada. Mis zapatillas alineadas, esperando unos pies, están justo debajo, pegadas, reflejadas vagamente. Mi vista combate cuerpo a cuerpo, destello a destello, contra los bufidos coléricos y los zarpazos con los que Alonso reta al cristal.

Elevo la vista hasta toparme con unos ojos oscuros que refulgen de terror en medio de mi viaje demente. Una mirada que lanza un grito hondo provocando la huída de mi gato con las zapatillas en la boca. La manta levita encima de mi cuerpo mientras el miedo se ancla en cada rincón de mi piel. La cama ya no es un buen cobijo. Ni bueno ni seguro. Vuelvo a clavar la mirada en esos ojos tiznados de demencia. Mi voz no fluye, porque estoy ahogado, sin aire que rescate la vida secuestrada en mis pulmones. Mis brazos, que aún buscan infructuosamente la manta para cobijarme del frío y del terror, tropiezan con el despertador que gime, invocando mi despertar. El reloj cae al suelo, como cada día a la misma hora cuando toca levantarse.

Fin de la pesadilla.

Abro los ojos y en pocos segundos desplazo mi cuerpo cansado hasta el baño. Dejo correr el agua caliente mientras preparo los enseres para afeitarme tras una reponedora ducha. Ana dice que es una soberana tontería ducharse primero y afeitarme después. Pero el orden ilógico de las cosas no va conmigo. Vivo en un ordenado desorden. Ahora, con los objetos del afeitado, con el agua arreciando caliente sobre el piso de la ducha, voy hasta la cocina y prendo la cafetera. Todo sigue la hoja de ruta diaria…
Alonso maúlla desde algún sitio. Lo llamo y acude buscando su desayuno. Lo acaricio, le pregunto si él no ha tenido ninguna pesadilla y sin hacerme el más mínimo caso, bien por la independencia gatuna, empieza a dar buena cuenta de su primera comida del día.

Vuelvo al baño. La ducha elimina los últimos restos de la pesadilla que acabo de padecer. Me jode no recordar agradables sueños, no guardar el eco de alguna aventura que haya disfrutado mi inconsciente durante las horas nocturnas.

Mis dedos me recorren, se clavan en mi pelo que anuncia vejez.

El agua hirviente llena de vaho, convirtiendo en una sauna los escasos cuatro metros cuadrados. La toalla acaba con los vestigios acuosos en mi piel. Ahora, de pie frente al lavamanos, empiezo a esparcir la espuma de barbear por mi cara aunque ya no se refleja en el espejo, cubierto como está por una pátina blanca de vapores.
Cuando dirijo mis manos para eliminar la película vaporosa, mi cuerpo sale despedido hacia atrás, tropezando con la pared que separa los espacios dentro del aseo.
Unos dedos han pincelado el cristal, transformándolo en un improvisado óleo horario:
2:14 Am.

Alonso, a mis pies, maúlla colérico hacia la oscuridad pétrea de mi habitación.


MARIO CASTILLO ROS