sábado, 10 de julio de 2010

LA T CON LA E



Hay mujeres que arrastran maletas cargadas de lluvia,
Hay mujeres que nunca reciben postales de amor,
Hay mujeres que sueñan con trenes llenos de soldados,
Hay mujeres que dicen que sí cuando dicen que no.
Hay mujeres que bailan desnudas en cárceles de oro,
Hay mujeres que buscan deseo y encuentran piedad,
Hay mujeres atadas de manos y pies al olvido,
Hay mujeres que huyen perseguidas por su soledad.
Hay mujeres veneno, mujeres imán,
Hay mujeres de fuego y helado metal,
Hay mujeres consuelo, hay mujeres consuelo,
Hay mujeres consuelo, mujeres fatal.
Hay mujeres que tocan y curan, que besan y matan,
Hay mujeres que ni cuando mienten dicen la verdad,
Hay mujeres que exploran secretas estancias del alma,
Hay mujeres que empiezan la guerra firmando la paz.
Hay mujeres envueltas en pieles sin cuerpo debajo,
Hay mujeres en cuyas caderas no se pone el sol,
Hay mujeres que van al amor como van al trabajo,
Hay mujeres capaces de hacerme perder la razón.


Joaquín Sabina


Vivía en aquella calle de mala muerte, en un piso de mala vida.

Cuando llovía, gato y persona tomábamos posiciones. El felino se subía por las paredes hasta alcanzar el cielo de la salvación y un servidor se iba al bar más cercano. Si el cielo no se desplomaba sobre nuestras cabezas por las rendijas del techo, por el desvencijado tragaluz observaba las estrellas que poblaban la nocturnidad celeste. Me tendía en el suelo, y miraba hacia arriba. Contemplaba el cosmos y me dormía enseguida antes de haber liquidado un rebaño de ovejas estelares. Desde la habitación que hacía las veces de cocina y comedor observaba las protagonistas del barrio chino. Las putas formaban parte del universo callejero. Aún brillaban, gravitando en torno a clientes que requerían sus servicios. Eran, algunas, estrellas jóvenes de futuro incierto, abocadas a alguno de los agujeros negros en los que se veían obligadas a recluirse una vez empezaba su declinar. Aprendí que las putas jóvenes, en aquella época, paseaban su muestrario de placer por las aceras, mientras que las viejas se atrincheraban en garitos infectos, portales de belén donde iban a acabarse y a consumirse. Desde mi piso en bancarrota contemplaba todo tipo de astros. Los que brillaban por la noche y los que iluminaban la oscuridad de hombres demandantes de sexo de bajo precio.

Por aquel entonces tenía veintiún años. Acababa de finalizar el servicio militar y malvivía trabajando unas veces de camarero, otras de cartero, otras en una fábrica de caramelos. Fue esto último lo más dulce que me aconteció hasta que conocí a mi supernova.

Sucedió un viernes. Llovía a cántaros, a mares, a océanos. Mi gato trepó hasta el armario de la cocina y quedó esperando una tregua; una nube generosa, caprichosa o caudilla que arrastrase al resto hacia la costa. Desde su observatorio, vio cómo cerraba la puerta y peregrinaba al bar Girona. La cafetería estaba ubicada en la parte vieja, cerca de la Catedral, cuna de pecados y abusos desde el Medievo. Cerca de mi calle y sus mujeres.
En ese bar se congregaban los mismos parroquianos cada día: gente anónima, gente del barrio que jugaba a las cartas y apostaba sus consumiciones al doble o nada. Bohemios que querían ser escritores, y escritores bohemios que llenaban libretas con apuntes que después olvidaban cuando el alcohol corría por sus venas, como la pena. Políticos que entraban en la cafetería para ofrecer una charla a nadie y convencer a Jordi, el camarero, de que hiciera reformas antes de que el Ayuntamiento tomara cartas en el asunto. Y ahí se quedaban, observando, librando batallas dialécticas sobre las mejoras que requería la zona oscura de la capital siete veces inmortal. Entraban también actores que había visto en algún serial de la cadena autonómica. Actores venidos a menos que iban a escenificar su último acto al cementerio que congregaba el mayor número de letras, silencios y avistamientos. Y putas. Las putas del barrio se refugiaban ahí con el beneplácito del dueño del local. Ellas, abrazaban las tazas con ternura y se las llevaban a los labios soplando, como si se tratase de un sexo ígneo y antojado.

Cada vez que Jordi me veía entrar, sonreía mirando el cielo. A la tercera tormenta, ya supo lo que iba a tomar por los siglos de los siglos. Yo era sólo de cafés. Bromeaba diciendo que conmigo no levantaría cabeza su negocio. De vez en cuando, algún cortado. Por aquellos días, aún asesinaba el café ahogándolo en leche. Esa tarde en que la preñez del cielo descargaba toda su furia contra la ciudad, me senté en la mesa más cercana de la barra. Un observatorio perfecto. Veía arreciar el agua sobre el asfalto, veía arreciar las palabras de los parroquianos congregados en torno al santuario escanciador de cerveza.

A las cinco de esa tarde no me concentraba en la lectura del último libro que había adquirido en la biblioteca municipal. Mi mirada deambulaba por el local. Viajaba tras los cristales, contemplaba anegarse las aceras y volvía a los rostros. Cerré la novela y la dejé junto a la taza. Me llevé el último sorbo a los labios y vi que aquella mujer me miraba. La había visto algunas veces, como a todas las demás, como a todos los demás. Mi vista no pierde detalle, ni deja detalles para un después que quizá no llegue nunca. A ella la conocí ese día, porque fue el día en que nuestras miradas se cruzaron, se estudiaron, se hablaron. Desde entonces, su imagen endulza alguno de mis momentos cafeinados, acompaña a mis personajes en su quehacer literario, impide que mis noches den a luz sueños huérfanos y me indica el camino de regreso al pasado. Era una de las prostitutas que hacía la calle, me advirtió Jordi, ese camarero serio, enjuto, de calvicie plena, y ojos pequeños que todo lo veían y al que nadie se le iba sin pagar. Que tuviera cuidado. Que tomara precauciones. Que etcétera, etcétera, nada que no me dijera mi padre en su día, ni mi mejor amigo en las noches venideras.

Así que cada vez que llovía, allí estaba yo. Y hasta allí llegaba ella, desembocando como un afluente de agua y deseo. Siempre me hablaba primero con la sonrisa, después escogía algunas palabras, las moldeaba estudiándolas en silencio y, cuando las tenía preparadas, me las dedicaba. Cada día me pregunta si era interesante lo que leía. Cada día le decía que sí. Empecé a preferir los días grises por aquella época. Además era mi color. Ni los estudios iban viento en popa, ni el trabajo me convertía en un hombre libre por mucho que envolviese caramelos, repartiera cartas o fregara los cubiertos en bares de cuyo nombre no quiero acordarme. Además, con aquella edad, el horizonte no se definía, y “futuro” era una palabra que aún mantenía a raya. Porque los días de sol en los que tomaba café en el bar Girona, la echaba de menos. Extrañaba sus preguntas sobre mis lecturas y su voz dulce dándome las gracias por presentarle a mis compañeros de viaje prosaico. Echaba de menos su cuerpo acodado en la barra, esperando que escampara para recorrer de arriba a abajo la calle, esperando a sus clientes. Ella suplicaba que dejase de llover, y yo encendía cirios y recitaba oraciones en mi interior para enojar más a los dioses, para conseguir sus truenos, sus rayos y sus aguas mayores.

A los pocos días, uno de ésos sin lluvia, primaveral, jugaba con los cubitos que mi café no había diluido. Los mordía, los lamía, los mantenía en la boca hasta notar mi firmamento estriarse y mis labios quedar insensibles. Componiendo muecas para vencer la dureza del hielo, la vi entrar. Me miró y acto seguido se sentó en mi mesa. Ese día no trabajaba porque ese día necesitaba pedirme un favor. Quería aprender a leer y a escribir. Su compañero de mala vida estaba en la cárcel. Ella, hasta ahora, pedía a los clientes de confianza que la ayudaran en la lectura de las cartas arribadas desde la prisión provincial, y con la confección telegráfica de alguna respuesta. Ella recibía “te quieros” y respondía con los “te quieros” que otros ilustraban para ella. Su correspondencia nunca excedía de cosas triviales, de anécdotas. Nunca su él encarcelado le relataba penurias, y nunca ella le hablaba de los días de lluvia que jodían su jornada laboral. Todas las cartas eran un “por aquí todo bien” y un “cuídate mucho”

Pero ella quería leer como lo había visto hacer a un sobrino suyo, cuando estuvo de vacaciones en verano. Ella quería disfrutar como lo hacía yo, cada vez que mis dedos pasaban páginas. Ella necesitaba soledad a la hora de entregarse a las palabras. A la hora de escribirle a su príncipe preso lo mucho que necesitaba que el tiempo no se detuviera.

Una tarde decidimos ir a su casa. Había sido una jornada de duro trabajo. Tres clientes. Así que podía tomarse un respiro. Empezamos las clases. Acordamos que me pagaría cuando pudiera, lo que pudiera. Acabé cobrando en cenas las horas que invertíamos en enseñarle conceptos básicos de lectura y escritura. El primer día le pregunté si se llamaba como la llamaban sus clientes. Me dijo que no. Que su nombre no era ése. Que tenía un nombre para la familia, otro para el trabajo, y para mí, el que yo escogiera. No me atreví a ofrecerme como parte integrante de su núcleo familiar. No quise ese abuso de confianza para obtener su verdadera identidad.

- Te llamaré Clara. Perfecto nombre para la compañera de un aprendiz de náufrago varado en la isla de la vida.

Tuve que explicarle la historia de Robinson Crusoe. Que tras naufragar, encontró compañía en un indígena más solo que él y al que llamó Viernes.

- Seré Clara para ti. –Añadió con la voz más dulce que supo entonar.

No sé explicar por qué nunca nos encamamos. Aún hoy, cuando la luna y la nostalgia abusan de mí, no sé explicarme por qué no sucedió. Me daba pena, sí. Pero también la deseaba. Pena y deseo muchas veces se complementan. Que le pregunten a Sabina, por ejemplo. O a Miller, o a su amante infinita, Nin… cuyas novelas por aquellos días eran mi Catecismo.

En las primeras clases reíamos y aprendíamos casi por igual. Me decía que le dibujara letras. Que la enseñara a componer. Y yo, lo hacía lo mejor que podía, aunque perdía el hilo, muchas veces. Sometía mi vista a la privación de sus encantos. Miraba a sus ojos, cuando los míos querían perderse entre su lencería negra, entre su escote, entre los labios que fabricaban besos de pospago. Se enfadaba cada vez que le decía:

- Clara, Clara, es muy fácil… la t con la e se convierte en TE.
- No me trates como a una niña. –Musitaba- Aunque bien pensado, ahora que tengo la TE, puedo preguntarte si TE quedas a cenar. –Añadía componiendo una voz adulta.
- Claro, Clara –Contestaba sonriente.

Y se metía en la cocina, con su TE sibilante aflorando en los labios.

Yo me quedaba en el sofá. Aprovechaba para, parapetado tras una cortina de letras, espiarla. La veía cocinar, batir huevos, añadir champiñones. La lencería vestía su piel. Los altos tacones negros, sus pies. El olor a cena y camaradería ataviaba las estancias diminutas que conformaban su vivienda.

A veces le pedía permiso para ir al baño. Y a veces, en sus dominios, me masturbaba pensándola. Imaginándome perdido entre sus pechos, viajándolos. Recorriendo su cuerpo, colocando mis dedos ávidos entre sus braguitas de encaje negro y su sexo. A menudo, saciaba mi apetito con el recuerdo de su voz, con la imagen congelada en mis retinas de su pijama por el que mostraban su relieve esos pezones que coronaban sus pechos turgentes.
Después cenábamos sin silencios. Hablábamos, le poníamos la posdata a alguna misiva de última hora y la emplazaba, cuando la dejara sola, a practicar con los verbos. Le dejaba deberes por hacer. Le hacía copiar, le pedía que escribiera poco a poco… que se atreviera cual intrépida exploradora, a adentrarse en el vetusto diccionario que le había regalado una de las ocasiones en que me la encontré en el bar.

Cada vez era más frecuente llegar a mi herrumbrosa Arca de Noé, echándola de menos. Acariciaba a mi gato que maullaba hambriento y me sentaba en el sofá desde el que contemplaba las estrellas titilantes. Leía algún texto nerudiano, o me asomaba a la primavera de Fante y, vencido por el cansancio, me sumía en un sueño sin sueños.

Las clases continuaron durante el invierno y primavera siguientes. Llegado el verano, su compañero, prisionero de la sociedad, recuperó la libertad. Ella quería que siguiera con ellos. Que les ayudara no sé bien con qué trámites. Pero decliné ese ofrecimiento esgrimiendo la excusa de una oferta de trabajo con un buen contrato, en Correos. Creo que temía a la persona que estaba a punto de volver a habitarla. No quería malos rollos con su proxeneta, con su pareja, con su lo que fuera. Tenía algunos prejuicios y muchos miedos.

A menudo la veía en la cafetería. Cruzábamos miradas e intercambiábamos saludos. Me decía que echaba de menos cocinar esa tortilla de champiñones mientras me demoraba en el baño. Sonreía ella y me sonrojaba yo. A veces me tomaba varios cafés hasta que conseguía verla. Frecuentaba cada vez menos el bar de Jordi. Espaciaba mucho más sus visitas. Empezó a acontecer que no siempre, bajo los diluvios universales, se guarecía en el mismo lugar donde yo la esperaba.

Comencé a trabajar de noche en la jefatura de correos de Girona. Así que por las mañanas dormía, por la tarde cafeceaba y buscaba a Clara entre los parroquianos, y por la noche, de vuelta a la central, acariciaba las cartas que depositaba algún compañero en el apartado de la prisión. Recordaba sus trazos y me pasaba la noche sin mediar palabra, escuchando música, evocándola…

Al cabo de unas semanas Jordi me comentó que mi alumna se iba a vivir a Barcelona.

Localicé apostada en una esquina, cerca de la librería del barrio, a Clara. Como único saludo me preguntó si aceptaría quedarme con algo suyo, a modo de recuerdo. No tenía palabras, no podía asimilar esa noticia. La despedida, como el enemigo, estaba a las puertas. Le dije que claro, que cualquier detalle. Ya me veía con las braguitas de encaje negro que acompañaron mis cenas, sin carne, en su hogar.

Me invitó a un café al día siguiente. Era la primera vez que se permitía algo así, en su horario laboral, y fuera de casa. Me dijo que con “él” se mudaba a un pueblo barcelonés, que le ofrecían trabajo. Y que con un poco de suerte, abandonaría la prostitución.

El silencio se instaló entre nosotros. Yo quería llorar y ella se esforzaba en sonreír. Me cogió la mano y me dijo que tenía mi regalo. Tras los “no hacía falta” “no tenías que haberte molestado”, me entregó un paquete. Rasgué impaciente el papel de regalo. Y en la portada: Robinson Crusoe, de Daniel Defoe.
Me emocioné, se emocionó. Y Jordi, desde su trinchera, me sonrió con tristeza. Me fui del bar y tardé varios días en volver.

Han pasado dieciocho años.

Esta mañana al salir de una reunión me he dedicado a disfrutar de los últimos coletazos del invierno paseando por el barrio judío. He pasado por el extinto bar Girona, convertido en un bloque de pisos. En su día, hace ya… fue pasto de la especulación inmobiliaria tantas veces denunciada en estos tiempos que corren veloces y matan despacio. Siempre me acuerdo de lo que encontré entre sus paredes. De sus gentes. De su olor. De las donantes de sexo. De los cuarentones buscando la doble pareja para arrancar la apuesta. De los viejos que jugaban al dominó haciendo tronar mi vida cada vez que golpeaban la mesa con el seis doble.

Tras comprar el periódico en el último vestigio del barrio chino que aún sigue en pie, al levantar la mirada, he visto apoyada en un banco, a una mujer vieja, consumida, despreciada por la vida. En seguida la he reconocido. Clara. Clara escudriñando el cielo persiguiendo, quizás, alguna estrella diurna.

Me he acercado, aturdido, a ella.

Y componiendo el gesto, vistiendo mi voz con nuestro nombre, he exclamado:

- ¡Clara, cuánto tiempo!

Me ha mirado hondamente. Me ha estudiado. Me ha escrutado con sus ojos muertos de vida.

- No me llamo Clara. –Ha protestado con voz atiplada.

Me ha revelado, entonces, su verdadera identidad:

- Me llamo Ángeles. ¿Quién eres tú?
- ¿No me recuerdas? Soy Mario. Nos conocimos en el bar Girona, hace muchísimos años.

Me ha recorrido con los ojos grávidos de melancolía. Y por primera vez, sus manos me han acariciado posándose en mi mejilla mientras pronunciaba quedamente:

- Mario, Mario… ¿la T con la E?


MARIO CASTILLO ROS