sábado, 30 de octubre de 2010

CASTIGO DIVINO


Con diez años cursaba estudios primarios en el colegio mixto y público Virgen de las Nieves, en Las Gabias, un pueblo de la vega granadina. Digo mixto porque aceptaba niños, niñas y porque había dos patios para dos recreos: el masculino y el femenino. No compartíamos juegos, sólo clases. A la hora de la comida sucedía lo mismo; antílopes en su Gorongoro y gacelas en su Serengueti.

Tenía tres profesores. Uno para historia, geografía y religión: Don Serafín. Otro para matemáticas y ciencias varias: Don Rafael. Y otro para lengua española y lengua francesa: Don Francisco. Mis primeros pinitos en el país del queso oliente fueron con este último. La primera vez que tuve conocimiento de un burro y su dueño que escribía sobre los dos y por los dos, también fue gracias a él. Aunque no son conocimientos con causa literaria lo único que le debo a este profesor. No. Le debo otras causas, o los motivos que acuñaron algunos de mis miedos aún imberbes. Y más cosas, otras cosas…

Don Francisco era un profesor de la vieja escuela, de la vieja guardia y del viejo sistema político. Supongo no estaba muy conforme con la nueva situación educacional y los cambios que desestructuraron la enseñanza y la doctrina que a él había acunado. Fue el más severo de los profesores que me han tocado en suerte, o en desgracia, según se mire… y según quiera un servidor recordar. Pero esta vez es una mezcla de azares, una amalgama de sensaciones encontradas, una ambivalencia tan dura como pura la que me lleva a narrar esta historia.

Porque lo peor que le puede pasar a un maestro severo es encontrarse con un niño cabrón y con pocas ganas de estudiar. Así que día tras día sólo buscaba camaradas becerriles para juegos y otras batallas, no compañeros estudiantiles para aprender lengua extranjera, y mejorar la nuestra. Mis derroteros me convertían en carne de cañón, situándome en el punto de mira del profesorado. Todos los niños temían a Don Francisco. Yo, claro, no era una excepción. Quizás le temiese más que a ningún otro y más que a nadie. Pero no podía frenar las incursiones en los campos de juego minados de travesuras, dando rienda suelta a mi imaginación galopante y tan indócil como el hontanar del que brotaba.

Un viernes por la mañana amaneció nublado. Muy nublado en la calle y muy tormentoso en mi cabeza. Recuerdo con precisos detalles la hora del desayuno. Recuerdo a mi abuela insistiendo en que me acabara el tazón de leche y mi empeño en ennegrecerla con una sobredosis de colacao. Recuerdo estar esperando el transporte escolar y contemplar ese sol vencido por el invierno bañar la vega nazarí. Recuerdo Sierra Nevada, con sus hijos Veleta y Mulhacén, vestidos con las primeras nieves. Recuerdo, mientras escribo, o escribo mientras voy recordando, la hilera de aves posadas en el tendido eléctrico a la espera de otras compañeras para viajar a países con más calores y colores. Recuerdo ese día en especial, porque nunca he dejado de habitarlo. Muchas de mis horas presentes nacen ahí… y mueren cuando me topo con los puntos finales en las páginas que leo, cuando se baja el telón en los interludios de mi vida o cuando a ras de suelo, vuelo hacia mi pretérito a lomos de las canciones que gobiernan mis emociones.

Ese día subí al autocar aterido de frío, buscando calor en el fragor de la batalla y los juegos con el resto de mis compañeros. El “Virgen de las Nieves” distaba poco más de dos kilómetros. A las nueve menos diez ya estábamos formados en fila de a uno para ir entrando en el edificio. Pocos minutos después accedí al aula que más me enseñó, o que más me marcó durante una época, una época extensible hasta hoy. Porque de lo contrario no entiendo que lleve días pensando en la teta y el profesor. Porque la teta fue el premio que obtuve a cambio del castigo al que mi mala cabeza me condujo aquel día que amaneció hibernal, convergió en infernal y acabó en recompensa…

Jugaba en clase y fuera de clase. Como yo, eran muchos los que no seguían las explicaciones sin saber con quién nos la jugábamos en lengua española… Platero pacía plácidamente en las dehesas literarias de Juan Ramón, mientras que nosotros, más borricos que su personaje, pacíamos cual jauría indómita, poniendo a prueba la mala uva, la frágil paciencia del profesor que nos tenía ojeriza. O que me tenía… porque casi siempre recibía yo. No fue una excepción ese día. Y cuánto me alegro.

La pimienta molida descansaba en la palma de mi mano. Y la palma de mi mano, torpe como pocas, recibió mi aliento y mi fuerza. El polvo negro, ceniza cegadora… se posó sobre la vista de un compañero nublándosela. Todo el mundo mundial de la clase vio que había sido Mario. Y no hallé escapatoria ni compañeros que intercedieran por mí. Tampoco lo hubieran hecho con aquel profesor… No éramos valientes, ni valía la pena serlo… pues a cambio, las sacudidas correctoras que arreaba, cuando te sacaba al pasillo, no eran, precisamente, un premio al mal comportamiento.

En la galería; Don Francisco y yo. Yo, muerto de miedo. Él, iracundo. Yo, gimoteando, pensando lo que me esperaba. Él, susurrándome lo que me acontecería.

- Mira niñato, estoy harto de tu comportamiento- Dijo mientras me cogía del cuello, y me lanzaba contra su cara.

Enmudecí. Sabía que además de la lluvia de estrellas que tanto disfrutaba en las noches estivales, existía la lluvia de hostias como panes que repartían en época invernal.
Puedo decir que a mí las cosas me pillaron por los pelos. Vamos, al cabo de pocos años no había profesor que pudiera tocar a un niño. Y ese niño, llegado el momento, tampoco haría el servicio militar. Yo sí lo hice, siendo el mío el último reemplazo obligatorio. Seguro: la vida me ha usado de conejillo en su laboratorio de productos alquímicos. Pero eso es otra historia, o muchas… Volemos ahora, recuerdo mediante, a ese pasillo…

Temblaba como una hoja a punto de abandonar el árbol de la vida… adivinaba ese bofetón que me haría temblar la edad.

- Si vuelvo a sacarte al pasillo, te voy a dar de hostias hasta en el DNI.

Y sí, fue cierto… recibí hostias como para varios carnés de identidad. Creo que en la foto de mi primer documento oficial, la palma abierta franciscana sombreaba mi sonrisa.

Sólo hablaba él. Y sólo enmudecía yo.

- Mira, cuando termine la clase, te quedarás limpiando el aula, barriendo pasillos y recogiendo las hojas del patio. Cuando acabes, te llevaré en coche y hablaré con tus padres –añadió-

Mi condena concluyó a las siete de la tarde. La clase como una patena, el pasillo reluciente, el patio, estepario.
Cuando cumplí con mis trabajos forzados, fui hasta la sala del profesorado y se lo comuniqué… Sin levantar la vista del libro me comentó que muy bien, que ya sabía a lo que atenerme en días venideros. Que el curso era muy extenso, el invierno se preveía muy crudo y sus manos eran tan diestras como largas. Lo entendí perfectamente, más que ninguna otra de sus magistrales clases.

En su coche me senté en el asiento del acompañante, mientras él acomodaba sus armas de profesor en los asientos traseros. Entonces me anunció que iba a apagar luces, a cerrar la puerta de su despacho y que le esperase, que no tardaba más de cinco minutos. Maldijo por lo bajini, y salió dando un portazo. Al hacerlo, la guantera que había a la altura de mis rodillas se desencajó. Me quedé mirando el interior. Una teta sostenida por una mano. Una mujer desnuda mostraba sus pechos en la primera página de una de las revistas emergentes que plantaban cara a la sociedad sembrando desnudos en sus portadas y recogiendo tempestades religiosas y políticas. Eso lo supe años más tarde. Ese día, a esa hora vespertina, cuando el sol se escondía tras la sierra, amanecía en mi interior. Ojeé nervioso la portada. No le quitaba ojo a la teta desabrigada y ofertada. Esas manos, de uñas decoradas con vivos colores, esa mirada inquisidora, anclada en mí… esos pechos llamando a las puertas de mi pre adolescencia. Me sentí crecer de golpe. El peor castigo se había convertido en el premio jamás soñado. Ahí estaba esa diosa invitándome a leerla. Y la leí hasta memorizarla… Don Francisco emergió entre las sombras y se sentó a mi lado. Sin saber cómo, dejé todo en su sitio. El cofre con mi tesoro, bien enterrado.

A las siete mi padre sustituyó al profesor. Y me dio para el pelo… me dijo que no tenía remedio… que era lo peor y etecés. Le prometí, con los dedos del alma en cruz, que me portaría bien, que lo haría mejor, que, de verdad, todo iba a cambiar. Y cambió. Porque las cosas cuando se tuercen, se pueden torcer más, mucho más.

El sábado transcurrió entre una película de indios malos malísimos y vaqueros buenos buenísimos, una misa y una cena en casa de mis tíos. No recuerdo si los indios presentaron una ardua batalla o si fueron los del séptimo de caballería los que perecieron con las botas puestas mientras maldecían a Toro Sentado y al resto de la familia de roja piel. No acierto a recordar si en la misa, la carta de San Pablo estaba dirigida a esos corintios que nunca he sabido ubicar en un mapa. Tampoco sé en qué consistió la cena, ni cuantos troncos crepitaron llenando de luz calórica las últimas conversaciones del día. No recuerdo el contenido, sí el continente. Pero sin embargo, las tetas de esa mujer, la portada de esa revista, la reivindicación de mi sexo, aún me emocionan a día de hoy, en esta hora, mientras deslizo los dedos por el teclado del portátil.

El lunes siguiente subí en estado catatónico al autobús. Aturdido, pensaba en mi pecaminoso descubrimiento. Dilucidaba si confiar el secreto a alguno de mis amigos o guardarlo para mí. Pensaba cómo conseguir esa revista, cómo hacerla mía, cómo tener esos pechos turgentes en mi mesita de noche, junto a los libros de terror, de los que mi hermano disfrutaba y a mí me aterraban. Urdí un plan. Si todo salía a pedir de teta, cometería mi primer hurto. El maestro no denunciaría su desaparición, pues en esos años nadie alardeaba la tenencia de material erótico. Esto último pude pensar, o no. Quizás simplemente, una vez despierto mi perfil erótico, el delictivo esperaba turno en la sala de espera.

Y en ésas estaba cuando dos filas delante de mí, un niño lanzó una bola de papel a su niña preferida. Quería llamar la atención. Que se volviera, según me contó después, para verle la cara… Él perseguía una cara y yo pretendía unos bustos con los que complacer mi infancia rebelde. Don Francisco se volvió justo a tiempo para ver la trayectoria que seguía el meteorito del amor. Observó, impertérrito, cómo la bola de papel lanzada por un Cupido mal del ala se estrellaba contra la nuca de Nancy. Se le descompuso la cara al profesor. Y acto seguido, su voz tronó reclamando de quién era aquel proyectil papirofléxico.

Sin vacilar, levanté la mano tan alto y con tanta determinación que casi sale disparada de mi cuerpo.

- Yo, don Francisco. Y silencié.

Mi voz no albergaba duda. Así que salvé a ese niño de una tremenda reprimenda. Yo, sin embargo, aún mantenía caliente mi castigo del viernes anterior. Y ya se sabe, castigo sobre castigo, y castigo uno. Y así fue como me convertí en un héroe para el resto de la clase, durante el resto de los días de ese curso que me marcó a tetas y hostias por los siglos de los siglos.
La sucesión de los hechos fue idéntica a la anterior… Era un chulito, era un niñato, era un bala perdía, era carne de cañón, era pasto del infortunio, era lo que no era nadie, visto lo visto. Algo debí decirle que lo ablandó y no plasmó su furia sobre el lienzo de mi cara. Lloré lo que no había llorado la vez anterior. Pero no sé si lloré de verdad o de mentira, de alegría o de pena. Y una vez superado el trance, me vi recogiendo hojas como un aspirador de otoños, alineando las mesas y las sillas de todas las clases a la velocidad de la luz. Entonces, me dirigí a su despacho.

- Don Francisco, ya he terminado –defendí con un hilo de voz casi inaudible-

Ocurrió lo previsto según la hoja de ruta delictiva: Me acompañó hasta su coche y después fue a cerrar puertas y secretos. Tenía que esperarle sin hacer ruido, sin tocar nada… A modo de abracadabra, abrí la puerta y la cerré con todo el acopio de fuerzas que fui capaz de reunir. El tremendo golpe hizo que la guantera saliera despedida, descuajaringándose, soltándose de su pequeña bisagra. Contra pronóstico, esta vez la cueva no escupió mi tesoro y sí una lista irrecordable de tesoros menores. De eso me di cuenta después, mientras el profesor profería insultos y me ascendía a los altares del Olimpo de la inutilidad y lindezas semejantes. Pero en ese momento, mi mirada atravesaba la negrura y mi mano buceaba el cofre. Ni rastro de esas manos ofreciendo comida a mis primerizas emociones eróticas. No había ninguna revista. Sólo un diestrísimo ABC, portador de las hostias informativas más grandes que jamás haya conocido este país. Observé aterrado mi destrozo, tras leer en la portada del rotativo que un obispo bautizaba en Madrid al nieto de no sé qué familia real. Pensé que mi carrera de súper héroe había tocado a su fin.

Que nada valía la pena, si no se conseguía, como poco, una teta que alimentara mi deseo y una luna que clareara mis noches de incipiente despertar…


Mario Castillo Ros

domingo, 22 de agosto de 2010

AGOSTO




agosto.

(Del lat. Augustus, renombre del emperador Octaviano).

1. m. Octavo mes del año. Tiene 31 días
.


El mes de agosto ha desbancado a mi otoño contenedor de meses melancólicos como la mejor época del año. Durante los días augustos, las ciudades se quedan huérfanas, la gente corre despavorida a dejarse lamer por playas, a escalar montañas, a surcar valles y a descender ríos domados. Son treinta y un días en los que encuentras siempre un lugar donde aparcar el coche, y muchas barras vacantes donde estacionar las penas y la simiente de la saudade. Además, es durante este periodo cuando disfruto de los conciertos del maestro de la metáfora; cuando subo a lomos de su caballo de cartón, cuando pacto con él, cuando me cercioro que todas las noches son noches de boda y que todas las lunas son lunas de miel donde el quiero le gana la guerra al puedo, mientras los que matan mueren de miedo clamando que las mentiras parezcan mentiras de verdad.

Esta mañana dominical me he despertado a las ocho. Hacía rato que el día se había levantado dejando la cama sin hacer y los sueños arropados. Me esperaba en la puerta para acompañarme durante las horas siguientes. Conduciendo he llegado hasta la parte vieja. He estacionado sin darme cuenta, por pura inercia, pues mi cabeza bulle de historias. Es mientras manejo el volante cuando vivo inmerso en una especie de catarsis. Busco las fuerzas necesarias, el momento preciso para contar algo, para escribir sobre mucho. Quiero hablar con las palabras, ponernos de acuerdo y empezar a plasmar en los folios catódicos y apantallados lo que pugna por salir.

He tomado un café viendo cómo un hombre gobernada un portátil con conexión a internet. He visto a un niño acariciar un perro. Y he visto un niño, revoloteando en torno a sus padres, sin recibir ni una sola caricia. Los padres han tomado varios zumos de naranja, han departido ácidamente, han discutido en voz baja, han hablado gritando, han asustado al perro y al niño. Tras pagar la cuenta se han ido, sin paz y sin gloria, pero con un can feliz porque tenía al imberbe sobándole a base de bien. He observado a una morena con las uñas de los pies pintadas de color rosa. Una ninfa que ha tomado un bocadillo diminuto, que ha bebido un café con leche, que ha fumado y que ha hablado con su novio, con su marido, con su pareja, con lo que fuera que era la persona que amén de contemplar ese paisaje rosáceo iba a poder transitarlo al caer el sol. Me ha sonreído un par de veces, endulzando mi café y derritiendo los cubitos de las bebidas estivales de varias cafeterías a la redonda. He visto a un viejo pedir unas monedas. No he visto a nadie darle monedas a un viejo decrépito que solicitaba atención monetaria mientras ensuciaba canciones viejas. El niño lo ha mirado como se mira a un abuelo que no se quiere. El perro lo ha hociqueado como se hociquea a un intruso. Se ha ido triste, con la mendicidad a otra parte. He pensado que hay gente que no tiene dinero ni para ser pobre. He pedido un segundo café y me he concentrado en la lectura del último libro que me tiene atrapado: sesenta páginas devoradas sin desconcentrarme. Me he desconcentrado antes de adentrarme en la página sesenta y uno. Ha venido una chica tiñosa tocando la flauta. Con voz feliz se acercaba a los clientes y extendía una mano mendicante. Ha tenido más éxito que el anciano. Ha conseguido no sé cuánto. Le he dado el cambio porque hasta mi mesa ha llegado sin dejar de sonreír, de tocar, de oscilar su cuerpo ajado, mostrándome cinco dedos huesudos, resecos y negros. Si tuviera las tetas de la chica de las uñas rosas, le daría el doble más uno, y la matricularía en el conservatorio de la ciudad.

He abandonado la terraza cuando un sol invasivo e ineluctable me ha expulsado del paraíso observacional, dejando que lo advertido desde mi filantropía se hiciera un hueco en mi cabeza.

En el coche he intentado sintonizar, sin éxito, alguna emisora digna. He tenido que tirar de cedés. Nunca falla la música que se escoge para los viajes. Me ha emocionado Sabina, joder. Me han conmovido Andrés Suárez y Rafa Pons. Me he detenido en una canción de Ismael Serrano: Fragilidad. Fragilidad musical, supongo. La temperatura del coche ha descendido a veinte grados. Si hubiera algún representante de sanidad o tráfico sentado de copiloto, me insinuaría que eso es peligroso. Que lo razonable, por sano, sería subir un par de grados. No haría falta, sigo ardiendo por dentro. Ardo de fiebre emocional por culpa de los citados y sus vivencias musicadas.

He llegado, creo no saber cómo, hasta el aeropuerto. Aunque sé por qué. Me encanta sentarme en la cafetería de los aeropuertos, de las estaciones de trenes. Ahí, hasta en verano, es otoño. Templo estacional de despedidas y recibimientos. Me gusta llegar a las terminales y relajarme en la cafetería desde la que observo los que se van, los que se quedan, los que lloran de alegría, los que ríen por no llorar, los que abrazan, los que gastan sus últimos cartuchos buscando una reconciliación, los que se arrepienten y pierden un vuelo, los que no se arrepienten y pierden una vida, los que se quedan solos y los que esperan y miran el reloj para dejar de estarlo.

Cuando tenía dieciocho años me independicé. Vamos, mis padres por un lado y yo, por muchos lados. Los sitios me esperaban. Comencé a trabajar con facilidad gracias a la oferta que el verano generaba. Pero en invierno, tras engrosar la lista de desempleados, deambulaba buscando una oportunidad a la hora que todo el mundo hacía lo mismo que yo. Una masa ingente devorando cafés y estudiando los clasificados, anotando cifras en servilletas de papel. Todos compitiendo para llamar, para ofrecerse, para optar a una situación activa y abandonar las colas del instituto nacional de empleo. Hasta que me di cuenta que cuanto más temprano recolectara guarismos y letras, más posibilidades tendría de adelantarme a mis contrincantes por un puesto en algún restaurante, en algún almacén, en alguna bolsa laboral de hospitales, de correos, de algunos etcéteras administrativos. Fue así como conocí las cafeterías de las estaciones de trenes y autobuses. Así que si conseguía llamar antes que nadie, cruzaría la meta del trabajo antes que nadie, para descruzarla tras un periodo de prueba o la finalización de un contrato. Muchas madrugadas abortaba mis sueños, saltaba de la cama y llegaba hasta el edificio de RENFE. A las seis mis ojos ojeaban el periódico local; anotaba los números y esperaba a las nueve. Me acercaba a la cabina más cercana y empezaba mi romería hacia un incierto futuro profesional. Cuantiosas veces repetí la operación. Tantas, que me aficioné a mirar a las gentes que iban y venían. A contemplar los rostros dormidos en cuerpos despiertos, andantes.

En la terminal del aeropuerto Costa Brava he tomado un café. Aquí lo hacen buenísimo, creo que la razón estriba en la masiva circulación de turistas itálicos y a un italiano si no le haces bien un expreso te lía la de San Quintín, por lo menos. He consumido contemplando los lienzos frescos del comportamiento humano: He visto una pareja de jóvenes en el andén iniciático de su noviazgo. No han dejado de reír y de meterse mano hasta que por megafonía les han anunciado la puerta de embarque: la cuatro; destino Berlín. Una mujer madura en brazos de un teléfono reía y hablaba, pero reía mucho más… mientras lanzaba miradas centinelas hacia la mesa donde estaba su marido, en caso de serlo. Tenía los pezones encendidos. Seguro su amante le lanzaba obscenidades prometiéndole volver a hacerle esto, aquello y lo de más allá; lo tanto que recordaba su último encuentro en aquel lavabo. Sus pechos aguerridos la han delatado, pero sólo yo me he percatado. Creo. Después ha vuelto a su mesa y ha besado a su acompañante. La he estudiado, sí. Tenía unas tetas dignas, capaces de someter al buen amante lesbiano, que escribiría no recuerdo qué escritor. He seguido oteando el horizonte de sucesos y alegrías que embarcan y desembarcan a escasos metros de mí. He conseguido leer un par de capítulos más antes de acariciar el móvil. Antes de plantearme si mandar un mensaje o realizar una llamada. Al final, ni lo uno ni lo otro. He besado la taza, he apurado el último sorbo, me he acordado de ella, que esté donde esté, me habita… y me he dirigido a la librería. He comprado El País.

Conduciendo por vías serpenteantes del interior he escuchado seis o siete canciones. Mientras tanto, reflexionaba. Me he conjurado para lograr dar a la luz y a las sombras algún relato nuevo, antes de que acabe el día. O parir una vieja historia de esas que hace mil vidas viven de alquiler en mi cabeza.

He comido en un restaurante de carretera. Un plato de pollo y ensalada. Y café, claro. Estaba casi solo. Digo casi porque cuando llegué, unos comensales estaban pagando la cuenta y cuando abandonaba el restaurante, entraban otros a ocupar mi lugar. Desde la ventana, el sol alcanzaba con ganchos de derecha e izquierda al edificio. He viajado desde el interior al exterior. He jugado a adivinar cómo son los camareros que, aburridos, me observaban conjeturando sobre lo qué hacía un tipo como yo, solo, en un garito de carretera. Más siendo verano, más habiendo playas, más pudiendo dejar para el invierno lo que estaba haciendo hoy.

De regreso a la ciudad bajo la tutela de agosto, he ido a descansar y a leer a una cafetería asentada junto a un lago artificial donde van a consumir y a consumirse mujeres y hombres artificiales. A través de la profundidad de mi vaso de cristal, cada vez que los cubitos chocaban contra mis labios, veía a lo lejos muchachos jugando a la pelota. Cuando el esférico caía al lago, aprovechaban para meter los pies, espantar a los patos, y acercar, haciendo olas, el juguete acuático. He recuperado el punto de lectura. He leído sin distracciones durante dos horas. Dos horas en los que un camarero me ha preguntado un par de veces que si quiero algo más. Y sí, le he demandado tranquilidad a cambio de otro café. Después ha enmudecido hasta que le he pagado las consumiciones.

He descansado el libro y he naufragado en las noticias asesinas del periódico. Porque las noticias funestas no descansan ni en domingo, como tampoco los portadores de malas nuevas. El suplemento me ha permitido viajar, me ha dado la oportunidad de conocer a no sé cuántos actores que han cambiado el mundo. He vislumbrado la posibilidad de un recorrido en tren por el norte de la península. He acertado con la lectura de un par de relatos sobre la Alemania nazi y la España en guerra contra la crisis y la clase política. He vuelto a consultar el teléfono. Hoy, como el mes, está silente. Pero lo he manoseado con tanto ahínco que he acabado enviando un mensaje. Después lo he devuelto a su sitio con la vana seguridad de que no volveré a tocarlo hasta mañana.

He rescatado el coche que estaba dándose un baño de sol de injusticia. He acariciado el volante, enfriándolo con mis manos… y he rebuscado entre los cedés que se amontonan en la guantera. Otra vez Sabina. Otra vez Ismael Serrano. Justo cuando iba a arrancar he visto al viejo de la mañana. Al pobre sin dinero, siquiera, para serlo. Abriendo la puerta, he salido a su encuentro. Sabía que hoy escribiría, quizás, lo que en mi día ha acontecido… y me he acercado a él. Le he dicho que esta mañana no tenía ánimos, que lo sentía. Pero que mis musas requerían una buena obra antes de finalizar el día. Me ha mirado extrañado, me ha preguntado, tras darme las gracias por el par de euros que anidaban en su mano, si me encontraba bien. Que conocía una fuente cercana y gratuita donde el agua emanaba fresca. Le he dicho que me encontraba perfectamente. Que se guardase el dinero, para no gastarlo de golpe. Me ha mirado y ha estado a punto de preguntarme si había manera alguna de fraccionar dos putos euros. Pero se ha callado, se ha dado la vuelta, ha seguido con su nada y yo con mi casi todo.

He estacionado el Opel en el garaje guareciéndolo del sol. Al llegar a mi piso lo he ventilado abriendo puertas y ventanas, expulsando la fea soledad. He acariciado mi gato y me he dejado caer en el sofá.

Me he servido una copa de vino blanco semidulce que me regaló mi hermana ayer. Lo tenía guardado desde el día de mi cumpleaños pero no habíamos coincidido. Un día lo probé en su casa y le dije que estaba buenísimo. Y así tomó nota, y me agenció dos botellas. El blanco me ha acompañado durante mi viaje prosaico. He finiquitado la novela. Día hoy de lecturas, observaciones y cafés.

Mis relatos han quedado tumbados a la bartola en el sofá, esperando, quizás, otra oportunidad. Sentándome frente al ordenador he ejecutado un archivo Word para mancharlo con lo que ha dado de sí, y de no, este domingo.

Ahora, de fondo, Sabina me devuelve al número siete de la calle melancolía, donde un niño se divierte con su perro, donde una pareja juega a hacerse daño, y donde un viejo pide limosna por tangos y maldice cantando fandangos gangosos.


MARIO CASTILLO ROS

sábado, 10 de julio de 2010

LA T CON LA E



Hay mujeres que arrastran maletas cargadas de lluvia,
Hay mujeres que nunca reciben postales de amor,
Hay mujeres que sueñan con trenes llenos de soldados,
Hay mujeres que dicen que sí cuando dicen que no.
Hay mujeres que bailan desnudas en cárceles de oro,
Hay mujeres que buscan deseo y encuentran piedad,
Hay mujeres atadas de manos y pies al olvido,
Hay mujeres que huyen perseguidas por su soledad.
Hay mujeres veneno, mujeres imán,
Hay mujeres de fuego y helado metal,
Hay mujeres consuelo, hay mujeres consuelo,
Hay mujeres consuelo, mujeres fatal.
Hay mujeres que tocan y curan, que besan y matan,
Hay mujeres que ni cuando mienten dicen la verdad,
Hay mujeres que exploran secretas estancias del alma,
Hay mujeres que empiezan la guerra firmando la paz.
Hay mujeres envueltas en pieles sin cuerpo debajo,
Hay mujeres en cuyas caderas no se pone el sol,
Hay mujeres que van al amor como van al trabajo,
Hay mujeres capaces de hacerme perder la razón.


Joaquín Sabina


Vivía en aquella calle de mala muerte, en un piso de mala vida.

Cuando llovía, gato y persona tomábamos posiciones. El felino se subía por las paredes hasta alcanzar el cielo de la salvación y un servidor se iba al bar más cercano. Si el cielo no se desplomaba sobre nuestras cabezas por las rendijas del techo, por el desvencijado tragaluz observaba las estrellas que poblaban la nocturnidad celeste. Me tendía en el suelo, y miraba hacia arriba. Contemplaba el cosmos y me dormía enseguida antes de haber liquidado un rebaño de ovejas estelares. Desde la habitación que hacía las veces de cocina y comedor observaba las protagonistas del barrio chino. Las putas formaban parte del universo callejero. Aún brillaban, gravitando en torno a clientes que requerían sus servicios. Eran, algunas, estrellas jóvenes de futuro incierto, abocadas a alguno de los agujeros negros en los que se veían obligadas a recluirse una vez empezaba su declinar. Aprendí que las putas jóvenes, en aquella época, paseaban su muestrario de placer por las aceras, mientras que las viejas se atrincheraban en garitos infectos, portales de belén donde iban a acabarse y a consumirse. Desde mi piso en bancarrota contemplaba todo tipo de astros. Los que brillaban por la noche y los que iluminaban la oscuridad de hombres demandantes de sexo de bajo precio.

Por aquel entonces tenía veintiún años. Acababa de finalizar el servicio militar y malvivía trabajando unas veces de camarero, otras de cartero, otras en una fábrica de caramelos. Fue esto último lo más dulce que me aconteció hasta que conocí a mi supernova.

Sucedió un viernes. Llovía a cántaros, a mares, a océanos. Mi gato trepó hasta el armario de la cocina y quedó esperando una tregua; una nube generosa, caprichosa o caudilla que arrastrase al resto hacia la costa. Desde su observatorio, vio cómo cerraba la puerta y peregrinaba al bar Girona. La cafetería estaba ubicada en la parte vieja, cerca de la Catedral, cuna de pecados y abusos desde el Medievo. Cerca de mi calle y sus mujeres.
En ese bar se congregaban los mismos parroquianos cada día: gente anónima, gente del barrio que jugaba a las cartas y apostaba sus consumiciones al doble o nada. Bohemios que querían ser escritores, y escritores bohemios que llenaban libretas con apuntes que después olvidaban cuando el alcohol corría por sus venas, como la pena. Políticos que entraban en la cafetería para ofrecer una charla a nadie y convencer a Jordi, el camarero, de que hiciera reformas antes de que el Ayuntamiento tomara cartas en el asunto. Y ahí se quedaban, observando, librando batallas dialécticas sobre las mejoras que requería la zona oscura de la capital siete veces inmortal. Entraban también actores que había visto en algún serial de la cadena autonómica. Actores venidos a menos que iban a escenificar su último acto al cementerio que congregaba el mayor número de letras, silencios y avistamientos. Y putas. Las putas del barrio se refugiaban ahí con el beneplácito del dueño del local. Ellas, abrazaban las tazas con ternura y se las llevaban a los labios soplando, como si se tratase de un sexo ígneo y antojado.

Cada vez que Jordi me veía entrar, sonreía mirando el cielo. A la tercera tormenta, ya supo lo que iba a tomar por los siglos de los siglos. Yo era sólo de cafés. Bromeaba diciendo que conmigo no levantaría cabeza su negocio. De vez en cuando, algún cortado. Por aquellos días, aún asesinaba el café ahogándolo en leche. Esa tarde en que la preñez del cielo descargaba toda su furia contra la ciudad, me senté en la mesa más cercana de la barra. Un observatorio perfecto. Veía arreciar el agua sobre el asfalto, veía arreciar las palabras de los parroquianos congregados en torno al santuario escanciador de cerveza.

A las cinco de esa tarde no me concentraba en la lectura del último libro que había adquirido en la biblioteca municipal. Mi mirada deambulaba por el local. Viajaba tras los cristales, contemplaba anegarse las aceras y volvía a los rostros. Cerré la novela y la dejé junto a la taza. Me llevé el último sorbo a los labios y vi que aquella mujer me miraba. La había visto algunas veces, como a todas las demás, como a todos los demás. Mi vista no pierde detalle, ni deja detalles para un después que quizá no llegue nunca. A ella la conocí ese día, porque fue el día en que nuestras miradas se cruzaron, se estudiaron, se hablaron. Desde entonces, su imagen endulza alguno de mis momentos cafeinados, acompaña a mis personajes en su quehacer literario, impide que mis noches den a luz sueños huérfanos y me indica el camino de regreso al pasado. Era una de las prostitutas que hacía la calle, me advirtió Jordi, ese camarero serio, enjuto, de calvicie plena, y ojos pequeños que todo lo veían y al que nadie se le iba sin pagar. Que tuviera cuidado. Que tomara precauciones. Que etcétera, etcétera, nada que no me dijera mi padre en su día, ni mi mejor amigo en las noches venideras.

Así que cada vez que llovía, allí estaba yo. Y hasta allí llegaba ella, desembocando como un afluente de agua y deseo. Siempre me hablaba primero con la sonrisa, después escogía algunas palabras, las moldeaba estudiándolas en silencio y, cuando las tenía preparadas, me las dedicaba. Cada día me pregunta si era interesante lo que leía. Cada día le decía que sí. Empecé a preferir los días grises por aquella época. Además era mi color. Ni los estudios iban viento en popa, ni el trabajo me convertía en un hombre libre por mucho que envolviese caramelos, repartiera cartas o fregara los cubiertos en bares de cuyo nombre no quiero acordarme. Además, con aquella edad, el horizonte no se definía, y “futuro” era una palabra que aún mantenía a raya. Porque los días de sol en los que tomaba café en el bar Girona, la echaba de menos. Extrañaba sus preguntas sobre mis lecturas y su voz dulce dándome las gracias por presentarle a mis compañeros de viaje prosaico. Echaba de menos su cuerpo acodado en la barra, esperando que escampara para recorrer de arriba a abajo la calle, esperando a sus clientes. Ella suplicaba que dejase de llover, y yo encendía cirios y recitaba oraciones en mi interior para enojar más a los dioses, para conseguir sus truenos, sus rayos y sus aguas mayores.

A los pocos días, uno de ésos sin lluvia, primaveral, jugaba con los cubitos que mi café no había diluido. Los mordía, los lamía, los mantenía en la boca hasta notar mi firmamento estriarse y mis labios quedar insensibles. Componiendo muecas para vencer la dureza del hielo, la vi entrar. Me miró y acto seguido se sentó en mi mesa. Ese día no trabajaba porque ese día necesitaba pedirme un favor. Quería aprender a leer y a escribir. Su compañero de mala vida estaba en la cárcel. Ella, hasta ahora, pedía a los clientes de confianza que la ayudaran en la lectura de las cartas arribadas desde la prisión provincial, y con la confección telegráfica de alguna respuesta. Ella recibía “te quieros” y respondía con los “te quieros” que otros ilustraban para ella. Su correspondencia nunca excedía de cosas triviales, de anécdotas. Nunca su él encarcelado le relataba penurias, y nunca ella le hablaba de los días de lluvia que jodían su jornada laboral. Todas las cartas eran un “por aquí todo bien” y un “cuídate mucho”

Pero ella quería leer como lo había visto hacer a un sobrino suyo, cuando estuvo de vacaciones en verano. Ella quería disfrutar como lo hacía yo, cada vez que mis dedos pasaban páginas. Ella necesitaba soledad a la hora de entregarse a las palabras. A la hora de escribirle a su príncipe preso lo mucho que necesitaba que el tiempo no se detuviera.

Una tarde decidimos ir a su casa. Había sido una jornada de duro trabajo. Tres clientes. Así que podía tomarse un respiro. Empezamos las clases. Acordamos que me pagaría cuando pudiera, lo que pudiera. Acabé cobrando en cenas las horas que invertíamos en enseñarle conceptos básicos de lectura y escritura. El primer día le pregunté si se llamaba como la llamaban sus clientes. Me dijo que no. Que su nombre no era ése. Que tenía un nombre para la familia, otro para el trabajo, y para mí, el que yo escogiera. No me atreví a ofrecerme como parte integrante de su núcleo familiar. No quise ese abuso de confianza para obtener su verdadera identidad.

- Te llamaré Clara. Perfecto nombre para la compañera de un aprendiz de náufrago varado en la isla de la vida.

Tuve que explicarle la historia de Robinson Crusoe. Que tras naufragar, encontró compañía en un indígena más solo que él y al que llamó Viernes.

- Seré Clara para ti. –Añadió con la voz más dulce que supo entonar.

No sé explicar por qué nunca nos encamamos. Aún hoy, cuando la luna y la nostalgia abusan de mí, no sé explicarme por qué no sucedió. Me daba pena, sí. Pero también la deseaba. Pena y deseo muchas veces se complementan. Que le pregunten a Sabina, por ejemplo. O a Miller, o a su amante infinita, Nin… cuyas novelas por aquellos días eran mi Catecismo.

En las primeras clases reíamos y aprendíamos casi por igual. Me decía que le dibujara letras. Que la enseñara a componer. Y yo, lo hacía lo mejor que podía, aunque perdía el hilo, muchas veces. Sometía mi vista a la privación de sus encantos. Miraba a sus ojos, cuando los míos querían perderse entre su lencería negra, entre su escote, entre los labios que fabricaban besos de pospago. Se enfadaba cada vez que le decía:

- Clara, Clara, es muy fácil… la t con la e se convierte en TE.
- No me trates como a una niña. –Musitaba- Aunque bien pensado, ahora que tengo la TE, puedo preguntarte si TE quedas a cenar. –Añadía componiendo una voz adulta.
- Claro, Clara –Contestaba sonriente.

Y se metía en la cocina, con su TE sibilante aflorando en los labios.

Yo me quedaba en el sofá. Aprovechaba para, parapetado tras una cortina de letras, espiarla. La veía cocinar, batir huevos, añadir champiñones. La lencería vestía su piel. Los altos tacones negros, sus pies. El olor a cena y camaradería ataviaba las estancias diminutas que conformaban su vivienda.

A veces le pedía permiso para ir al baño. Y a veces, en sus dominios, me masturbaba pensándola. Imaginándome perdido entre sus pechos, viajándolos. Recorriendo su cuerpo, colocando mis dedos ávidos entre sus braguitas de encaje negro y su sexo. A menudo, saciaba mi apetito con el recuerdo de su voz, con la imagen congelada en mis retinas de su pijama por el que mostraban su relieve esos pezones que coronaban sus pechos turgentes.
Después cenábamos sin silencios. Hablábamos, le poníamos la posdata a alguna misiva de última hora y la emplazaba, cuando la dejara sola, a practicar con los verbos. Le dejaba deberes por hacer. Le hacía copiar, le pedía que escribiera poco a poco… que se atreviera cual intrépida exploradora, a adentrarse en el vetusto diccionario que le había regalado una de las ocasiones en que me la encontré en el bar.

Cada vez era más frecuente llegar a mi herrumbrosa Arca de Noé, echándola de menos. Acariciaba a mi gato que maullaba hambriento y me sentaba en el sofá desde el que contemplaba las estrellas titilantes. Leía algún texto nerudiano, o me asomaba a la primavera de Fante y, vencido por el cansancio, me sumía en un sueño sin sueños.

Las clases continuaron durante el invierno y primavera siguientes. Llegado el verano, su compañero, prisionero de la sociedad, recuperó la libertad. Ella quería que siguiera con ellos. Que les ayudara no sé bien con qué trámites. Pero decliné ese ofrecimiento esgrimiendo la excusa de una oferta de trabajo con un buen contrato, en Correos. Creo que temía a la persona que estaba a punto de volver a habitarla. No quería malos rollos con su proxeneta, con su pareja, con su lo que fuera. Tenía algunos prejuicios y muchos miedos.

A menudo la veía en la cafetería. Cruzábamos miradas e intercambiábamos saludos. Me decía que echaba de menos cocinar esa tortilla de champiñones mientras me demoraba en el baño. Sonreía ella y me sonrojaba yo. A veces me tomaba varios cafés hasta que conseguía verla. Frecuentaba cada vez menos el bar de Jordi. Espaciaba mucho más sus visitas. Empezó a acontecer que no siempre, bajo los diluvios universales, se guarecía en el mismo lugar donde yo la esperaba.

Comencé a trabajar de noche en la jefatura de correos de Girona. Así que por las mañanas dormía, por la tarde cafeceaba y buscaba a Clara entre los parroquianos, y por la noche, de vuelta a la central, acariciaba las cartas que depositaba algún compañero en el apartado de la prisión. Recordaba sus trazos y me pasaba la noche sin mediar palabra, escuchando música, evocándola…

Al cabo de unas semanas Jordi me comentó que mi alumna se iba a vivir a Barcelona.

Localicé apostada en una esquina, cerca de la librería del barrio, a Clara. Como único saludo me preguntó si aceptaría quedarme con algo suyo, a modo de recuerdo. No tenía palabras, no podía asimilar esa noticia. La despedida, como el enemigo, estaba a las puertas. Le dije que claro, que cualquier detalle. Ya me veía con las braguitas de encaje negro que acompañaron mis cenas, sin carne, en su hogar.

Me invitó a un café al día siguiente. Era la primera vez que se permitía algo así, en su horario laboral, y fuera de casa. Me dijo que con “él” se mudaba a un pueblo barcelonés, que le ofrecían trabajo. Y que con un poco de suerte, abandonaría la prostitución.

El silencio se instaló entre nosotros. Yo quería llorar y ella se esforzaba en sonreír. Me cogió la mano y me dijo que tenía mi regalo. Tras los “no hacía falta” “no tenías que haberte molestado”, me entregó un paquete. Rasgué impaciente el papel de regalo. Y en la portada: Robinson Crusoe, de Daniel Defoe.
Me emocioné, se emocionó. Y Jordi, desde su trinchera, me sonrió con tristeza. Me fui del bar y tardé varios días en volver.

Han pasado dieciocho años.

Esta mañana al salir de una reunión me he dedicado a disfrutar de los últimos coletazos del invierno paseando por el barrio judío. He pasado por el extinto bar Girona, convertido en un bloque de pisos. En su día, hace ya… fue pasto de la especulación inmobiliaria tantas veces denunciada en estos tiempos que corren veloces y matan despacio. Siempre me acuerdo de lo que encontré entre sus paredes. De sus gentes. De su olor. De las donantes de sexo. De los cuarentones buscando la doble pareja para arrancar la apuesta. De los viejos que jugaban al dominó haciendo tronar mi vida cada vez que golpeaban la mesa con el seis doble.

Tras comprar el periódico en el último vestigio del barrio chino que aún sigue en pie, al levantar la mirada, he visto apoyada en un banco, a una mujer vieja, consumida, despreciada por la vida. En seguida la he reconocido. Clara. Clara escudriñando el cielo persiguiendo, quizás, alguna estrella diurna.

Me he acercado, aturdido, a ella.

Y componiendo el gesto, vistiendo mi voz con nuestro nombre, he exclamado:

- ¡Clara, cuánto tiempo!

Me ha mirado hondamente. Me ha estudiado. Me ha escrutado con sus ojos muertos de vida.

- No me llamo Clara. –Ha protestado con voz atiplada.

Me ha revelado, entonces, su verdadera identidad:

- Me llamo Ángeles. ¿Quién eres tú?
- ¿No me recuerdas? Soy Mario. Nos conocimos en el bar Girona, hace muchísimos años.

Me ha recorrido con los ojos grávidos de melancolía. Y por primera vez, sus manos me han acariciado posándose en mi mejilla mientras pronunciaba quedamente:

- Mario, Mario… ¿la T con la E?


MARIO CASTILLO ROS

martes, 18 de mayo de 2010

LA MADRIGUERA


Salió de casa con la sonrisa puesta, y sin bragas.

A esa hora vespertina el deseo febril la tenía encumbrada en la cima de su montaña rusa emocional.
No debía tener prisa. Las cosas buenas requieren tiempo y preparación. Así que decidió hacer un alto en el camino y echar un ojo a la prensa del día. Pidió un cortado, sin azúcar, con muy poca leche. Consiguió el periódico. Desplegó ante sí las noticias frescas, recién sucedidas. Pero no prestaba atención. Descansó las manos entre la página de cultura y los primeros resultados deportivos del fin de semana. Se quedó quieta. Parada. Oteó por los grandes ventanales de la cafetería y contempló las aceras, las personas y sus prisas. No dejaba de pensar, de pensarlo, de verlo, de sentirlo, casi, casi sentado a su lado. Era un buen día para tener un amante. Para no echar nada de menos, ni de más. Era un día de equilibrios.

Porque otras veces, cuando sucumbía al deseo desenfrenado y se citaban los cuerpos, instantáneamente se arrepentía, le costaba llegar. O le vencía el remordimiento. O la montaña rusa no subía lo suficiente como para dar un paso de gigante. Si no estaba preparada para una ascensión vertiginosa, menos aún lo estaba para un descenso en picado al pecado de la infidelidad.
Mientras sostenía, esa mañana de lunes, la prensa entre sus manos, pensó en lo complicado que es conciliar la vida familiar con la laboral. Y por ende, lo jodido que es joder con un amante y conciliarlo todo, sin casi hacer ruido con lo anterior: Vida familiar, vida marital, vida amatoria, vida emocional. Vida.

Miró el móvil. No había ningún mensaje. Habían acordado no mensajearse, no llamarse, no saberse. Nada hasta el desembarco carnal. Y así debía ser. Pero ella, que seguía sonriendo, no sabía si de nervios, de miedo o de deseo, estuvo a punto de enviarle una nota escueta. Un “estoy yendo”. O un, “¿ya estás preparado?”. O un lo que fuera, algo que la hiciera latir como lo hacía su voz honda, su voz acariciante. O un lo que fuera, que la convenciera, que la terminara de arrastrar, que diluyese ese sentimiento de delito matrimonial. Sentimiento efímero como pocos, pero que a veces, sin que ella lo supiera, amenazaba con quedarse, con convencerla de que lo mejor era desandar el camino.
En ese momento pensó que las decisiones, por ahora, estaban tomadas. Que la despertó la excitación del momento futuro. Que en cuanto abrió los ojos, tuvo que cerrar las piernas para evitar masturbarse con su recuerdo. Que lo quería en persona, no en imágenes proyectadas contra el firmamento de su placer. Necesitaba esa persona que, sentada, lo esperaba, polla en mano, en ese lavabo público, impúdico.
Si seguía dándole vueltas a la cabeza, acabaría entrando en los servicios de la cafetería, acabaría poniéndose las bragas, acabaría borrando la sonrisa de su cara, y acabaría retomando el camino de regreso a su casa. Pensando que nunca debería haber salido de allí, y arrepintiéndose en seguida porque lo mejor, estaba ahí fuera, como la verdad.
Así que frenó en seco el tiovivo de ideas circulares. Descartó su yo angelical y siguió, de la mano, a su demonio particular.

Por la calle seguía pensando en él. Notaba el calor habitar sus muslos. Notaba los labios quemantes. De vez en cuando mojaba, con la punta de su lengua, los labios. Quería refrescarlos, y, sin embargo, los cocía a fuego lentísimo, y los mordía una vez y otra vez.

Subió al metro. Cada vez más cerca del oasis del placer. Cada vez más cerca.
Cogía el bolso, lo abría, extraía el móvil, acariciaba las teclas. Miraba la pantalla esperando que le llegase algún mensaje suyo. Enterraba el teléfono en el fondo del bolso y volvía al calor que emanaba del manantial desnudo que nacía entre sus piernas.
Entornaba los ojos a la espera de la señal auditiva y femenina que le indicara su parada. Mientras, tarareaba silente las canciones que emitía su MP3. Sus pensares invasivos y abrasivos le impedían moverse cómoda, sentarse bien y observar su mundo a través de la opacidad cristalina.

A las once de la mañana cruzaba el vestíbulo del emblemático edificio de oficinas. Su amante la esperaba en el sitio acordado: en uno de los lavabos de la planta segunda, en el primer edificio del paseo más feliz, más escaparatista de la ciudad condal. Saludó al portero. No tuvo que dar ninguna explicación. Quien no iba a alguna consulta médica, iba a tramitar algún seguro, a apuntarse a alguno de los cursos subvencionados, o a resolver cualquier asunto en las oficinas de consultorías y finanzas.

Entró en el ascensor. Su cabeza bullía. Su sexo licuado ardía. Sus labios estaban secos por primera vez desde que la despertaron los tentáculos epicúreos. Su lengua recorría su boca, requiriendo el riego necesario para el primer beso. Justo cuando estaba ante la puerta de los aseos masculinos de la planta segunda, notó que temblaba como un folio virgen en las manos de un escritor novel. Sus manos tremolaban como una hoja, mecida por el otoño, barrida por el viento. Se detuvo durante un instante impreciso. Miró en derredor. No había nadie. Persona alguna transitaba por esos pasillos. Fue tras la última consulta con su médico, buscando apresurada un lavabo donde recomponerse, cuando descubrió esa madriguera presta a ser habitada por dos cuerpos encelados. En uno de sus cafés habían acordado que sería ahí, que peregrinarían, que jugarían, que se tendrían en carne viva, algunas veces, algunos días. Sí, pensó ella, sería lo mejor… aprovecharía los días en los que la montaña rusa la elevara a los cielos de la necesidad del goce supremo: juegos prohibidos en sitios prohibidos.

Dejó a un lado los lavamanos, los secadores, los urinarios. Se situó frente a la puerta del último reservado y, tras notar que la saliva había vuelto a su boca y su corazón gemía dentro de su pecho, empujó.

Él la miró. Quiso levantarse pero fue empujado y devuelto a su atalaya desde la que contemplaba sus ojos inyectados en placer. Ella quiso coger la sartén por el mango. Por su mango. Se hincó de rodillas llevándose su miembro erecto a los labios. Lo miro, lujuriosa, lo restregó por su cara, lujuriosa. Lo sopesó con la lengua y los labios, lujuriosa. Apresó el glande con sus dientes hasta que escuchó un gruñido quedo. Siguió un viaje fálico por el firmamento de su boca. Ya no pensaba, ni pesaba. Levitaba y volaba y quería ser poseída por la lengua de su consolador que, recostado, entornaba los ojos y abría las piernas.
Se levantaron, como un resorte, al mismo tiempo. Una jugada maestra, diríase ensayada. Se quedó el uno frente a la otra. Y el uno y la otra se besaron. Él identificó el sabor de su polla en los labios de ella. Recogió su lengua, la recorrió a lo largo y a lo ancho. La besó, la mordió, la masajeó con la suya. Regaron con sus salivas la senda de los besos.

Sus ojos se encontraron. Y se observaron sin dejar de recorrerse con las manos, sin dejar de explorar sus geografías concupiscentes.

Giró el cuerpo de ella, con un juego de manos diestro… entrenado. Bajó la tapa del retrete y la subió en ese pedestal improvisado. Situó su cabeza entre sus piernas, miró al suelo, miró por todos sitios verificando la ausencia de ropa interior. Bien, el guión seguía su curso. Con su nariz recorrió su cuerpo, respiró sus piernas. Sus dedos, domadores de sexo, lo abrían y cerraban, surcando hacia su mar abierto. Y su lengua, ascendía, descendía, fijando guías para futuros ascensos y descensos. Se quedó quieto ante ella y hundió su cabeza en su coño abandonado a la fruición más animal. Hociqueó entre sus piernas, primero, bebió entre sus piernas, después. Siguió labrando con la lengua, con los labios, con la boca, con los dientes. Recogió, amasó, succionó, masajeó y golpeó su clítoris hasta notar como vibraba, se convulsionaba, como detonaba su orgasmo. Con su mano izquierda pinzó sus pezones. Con la derecha, ocupó su pene hinchado. La masturbó y se masturbó haciendo coincidir sus erupciones.

Descendió de los cielos ella, y ascendió a su cielo él. Fue él quien esta vez la besó, reportándole su sabor. Se besaron y se estudiaron en silencio. Se abrazaron y fusionaron la música de sus jadeos.
Encajaron sus ropas sobre sus cuerpos y abandonaron, prófugos, el lugar por separado.
Según su guión, habían quedado en tomar un café juntos quince minutos más tarde. Lo tomaron, y se tomaron, en besos furtivos, con disimuladas caricias por debajo de la mesa. Los cuerpos solícitos hablaban… No discutieron sobre un próximo encuentro. Nunca lo hacían. Respondían, estos, a un acto reflejo, la respuesta a la sexualidad que recobraba la libertad. Repartió su sonrisa entre sus labios y los de él. Y se despidieron. Aunque las despedidas, por muy acostumbrados que estuviesen a ellas, por muy ensayadas, siempre costaban lo suyo. Nunca sabían bien.

El mismo vagón de metro, las mismas caricias al móvil, la misma música, nuevos recuerdos para almacenar en su biblioteca emocional y pecante.
A las dos de la tarde regresó a casa, con las bragas puestas.

Al entrar en casa, su marido la recibió con la misma oquedad de siempre. Le preguntó cómo le había ido en la consulta:

- ¿Qué consulta?- espetó ella.
- Han llamado hace media hora, de la consulta del doctor Gracia.
- Ah, supongo querrán cambiar la visita de la semana que viene.
- No. Hacían referencia a la visita de esta mañana.
- ¿Sí?
- Sí. Han encontrado tu cartera en los lavabos.

Pero ella, consumida por el miedo, fue incapaz de querer averiguar más… aunque a punto estuvo de preguntarle si habían encontrado su documentación en el lavabo de hombres, o de mujeres.

Las bragas, en su sitio. La sonrisa, asesinada.

MATÍAS


El despertador proyectaba la hora en dígitos rojos contra el techo del mundo conyugal. A las siete descifró el código. Se levantó.

Salió a la luz que se filtraba por la ventana mal ajustada de la cocina. El mundo, pensaba, se colaba incómodo y renqueante por esas rendijas. Seguro llegaría el día en el que atendiera las plegarias de su mujer antes de que se convirtieran en súplicas, y repararía el ventanuco. Permitiría que la vida se filtrase de golpe, no por entregas. Que amaneciera a tiempo y no a destiempo. Que las horas llegaran juntas, y juntas iluminaran los objetos alineados en perfecto desorden sobre el poyo de la cocina. Porque muchas eran las veces en las que Ana, antes de entregarse en cuerpo y alma a Morfeo, dejaba algunos cacharros mal distribuidos, sin orden ni lógica. Se iba a dormir, despidiéndose con un lastimero –buenas noches- . Él se quedaba apurando el último café del día, viendo la tele, escuchando la radio, leyendo alguna novela, soñando con emular a sus escritores favoritos en vidas y obras, masturbándose con los sueños antes de abandonar la atalaya nocturna desde la que contemplaba las luces de la ciudad.
Así que Ana, dejando las cosas por doquier, confiaba en que algún día se levantaría y el milagro se habría ejecutado, los sueños cumplidos; que se encontraría todo recogido. Cada cosa en su sitio. Que tendría tiempo para ella sin estar pendiente de personas, animales y cosas.
Más de muchas veces obtuvo la promesa de que al día siguiente, y al siguiente del siguiente, se encontraría todo como una patena. Pero los primeros rayos de sol le iluminaban su estrellada realidad. Encontraba sus sueños en el sumidero, ahogándose. Ni con los rayos solares, ni con las nubes, ni con los claroscuros, el hada patena había hecho acto de presencia para dejarlo todo en su sitio.

Sin embargo a él le gustaba jactarse de lo mucho y bien que ayudaba en casa. Así había sido, al principio de los principios. Pero nada más y sí mucho menos. Presumía del sexo en carne viva que consumía con su mujer, de los polvos robados a las estrellas y entregados en mano y en besos a ella. Pero a la hora de la verdad, todo era un cúmulo numérico, bien definido, de despropósitos y mentiras. Ni follaba tanto ni tanto ayudaba. Y la redención no asomaba por el horizonte.
Pero un día todo cambiaría, pensaba mientras tomaba café y dejaba que los sueños sobrantes de la noche gravitaran en torno a su persona. Dejó los sueños en su sitio. En su no sitio. En la mesa de la cocina, sin orden, sin nada, ya los recogería alguien; su mujer, su hijo, el gato. A él le quedaba por delante una dura jornada de trabajo. Muchas cartas por repartir, muchas personas a las que saludar, muchos compañeros con los que compartir jactancias y cafés antes de enfrentarse a buzones y perros.

Llegó a la oficina puntual, como siempre. No regalaba un minuto. Nunca regateaba un minuto. No pedía tiempos muertos, ni se permitía recesos fuera de los horarios establecidos. Así que ahí estaba, en plan laboro, luego existo, a la hora justa y necesaria.

Empezó a clasificar el correo, a mirar las postales llegadas de lejanos lugares vacacionales. Las leía por encima, las olía, como no podía dejar de hacer desde sus principios postales en la jefatura de Correos de la ciudad. El olor de una carta del banco, de hacienda, de requerimientos judiciales, no le transmitía nada. Pero algunas veces obraba el milagro. Caía en sus manos una misiva con cuerpo, con olor; olor a futuro, unas veces, olor a fractura, otras.
A punto de acabar con la primera cubeta de objetos, entre las bromas de sus compañeros de distrito, una vez liquidados los reembolsos del día anterior, y tras haber ordeñado preceptivamente la máquina expendedora de bebidas calientes, la voz de su mejor amigo postal, sonó alegre:

- Andrés, tienes una visita esperando en recepción, supongo que será alguna queja.
- ¿Está buena?
- Joder, ¿la visita o la queja?
- La visita, hombre. Me apetece dejar todo lo que tengo entre manos. El cliente y sus quejas son lo primero.
- Pues la verdad, tiene su qué.

Así que salió a la luz del día recién estrenado. Ahí estaba esperándole. Su amigo tenía razón. Tenía su qué, y sus porqués. Casi un siglo de ambos.
Reconoció el rostro del viejo. Disfrazó su decepción:

- Hombre Matías, qué tal. Madre mía, no lo esperaba tan pronto por aquí. Aún no he decidido qué guitarra comprarle a mi hijo.

La voz vieja como la vida, sonó implorante:

- Lo sé, pero necesito su ayuda. Es referente a la carta que me entregó la semana pasada.

Se fueron al bar más cercano. Pidieron un café y un café con leche. Matías mojaba, nerviosamente, galletas que extraía de un bolsillo descosido de la chaqueta. Le contó su historia, parte de su vida, antes de pedirle que leyera las letras de Kasumi.
Andrés leyó la carta sin dejar de formular preguntas, sin dejar de contrastar pretérito y futuro, obviando un presente que estaba de paso. No dejaba de ponerse al día con cada frase. Descubría nuevos personajes, viejas vidas. No podía obviar nada. Devoraba cada letra, cada punto. Su corazón se aceleraba. Sus pulmones requerían más aire. Su piel se tensaba a cada párrafo al ver los trazos de la caligrafía, al ver a Matías a través de esos ojos velados, sin pasado. Era la carta que siempre habría querido escribir y recibir.
Volvía a congratularse por haber acertado, por haber tenido éxito en la entrega de la carta que un día llegó de Japón. De la carta dirigida a ese músico de canción ambulante, de alma arrestada, que ahora sorbía café y mojaba galletas mientras sus ojos lo escudriñaban.
Le hubiera gustado decirle que nunca había visto recompensada una entrega así. Su premio estaba escrito, sus ojos, viajeros e incansables aterrizaban sobre las letras.

El viejo Matías necesitaba su ayuda. Quería retomar el contacto. Necesitaba celeridad a la hora de enviar sus puñados de letras. No sabía lo que escribiría, aún, ni cuánto. Sólo que necesitaba hacerlo. Le pagaría con clases particulares para su hijo. Le obsequiaría con su guitarra, la que tantos acordes había regalado a su relación única.
No aceptó ningún trato. Quería ayudarlo. Lo haría con un placer infinito. Se encontrarían cada quince días, a la hora del café oficial, en ese mismo bar. La carta ensobrada, bien direccionada. Él se encargaría del franqueo. Le ayudaría a resolver algunas dudas y la depositaría en la bandeja de correo internacional.

Acabó su jornada laboral. Llegó a casa sin dejar de pensar en su nuevo cliente, en su alegría. A cada instante recordaba su voz, su entusiasmo juvenil. Le gustaba viajar a Japón de la mano de Matías. Un país, que tal como se lo presentaba, parecía tratarse de un aliado, amén de vecino.

Esa noche el hada patena apareció. Recogió todo, alineó objetos, cerró puertas y dejó preparada la cafetera para que Ana sólo tuviera que pulsar el botón y colocar la leche en el microondas. Prendió una nota en el cristal del baño advirtiéndole que tenía el desayuno en la parrilla de salida.
Esa noche no se masturbó, ni miró la tele, ni leyó nada, ni dejó que la música habitara su cabeza. Tampoco observó el mundo, como reza la canción, a través del cristal.
Recorrió el camino hasta su dormitorio. Buscó entre las sábanas el calor de Ana. Ella le murmuró algo mientras sujetaba su miembro erecto:

- Qué bien, Lázaro, has resucitado…

Follaron. Fue un colofón. O un punto y seguido, una cadencia de propósitos. Seguro, como no suele suceder en las películas cebolleras, no duraría mucho la alegría en la casa del pobre. Hay cosas que no cambian, así resucites tres veces.

Al día siguiente, antes de salir para el trabajo, besó a su hijo. La película seguía el guión acordado. Acarició a su gato cuando, ronroneante, zigzagueaba entre sus piernas. Las aceras lo devoraban, los escaparates le devolvían otra imagen. En cada alto en su caminar, en cada café preceptivo, cuando sostenía el recipiente de correo internacional, no dejaba de recrear la escena con el viejo hacedor de acordes pródigos.

Las semanas se sucedían cadenciosamente. Lentas a morir. Los objetos seguían bien alineados. Hizo las paces con el mundo: reparó la ventana permitiendo que cada día, a la misma hora, la vida iluminara la cocina.
El brazo sexuado tanteaba la oscuridad cada noche cuando sentía el cuerpo quemante de Ana pegado a sus sueños.

Las cartas salían puntuales. Y encontraba las de Kasumi con la misma consonancia, durante los últimos meses. Cada vez que adivinaba el trazo de ella, deseaba que el tiempo no se detuviera, que llegara la hora de ese café epistolar con su tan joven y tan viejo amigo Matías.

Pero las palabras acaban estrellándose contra el tiempo.
Se dilataban demasiado las alegrías del anciano. Temía que entre una carta y la siguiente, la vejez le reclamara el tiempo prestado. Temía la no continuidad del intercambio escrito de emociones encontradas. Temía que llegara el día en que cesaran las palabras y silenciara Kasumi. Temía.

Dejó de jugar con los restos del café. Se preguntaba cómo era posible que algunos vieran el futuro posado en el fondo de una taza.
Miró a Matías. Se topó con esos ojos vencidos por la edad, con su cuerpo herido de vida.

- Matías, voy a dejar de traerle el correo.

Matías balbuceó, sus labios temblaban. Se sentía avergonzado. Había abusado de la confianza de su mensajero:

- Los viejos, sabe usted, somos muy pesados. Ya se dará cuenta.
- Matías, tengo que devolverle el favor. Usted es mi hada patena.

Matías miraba incrédulo. No acertaba a descifrar lo que quería decirle… Sólo musitó una lacónica pregunta:

- Se está despidiendo, ¿verdad?
- Nos estamos despidiendo los dos. Despídase de sus sombras, de Granada por un tiempo. Prepare su maleta, lo imprescindible. En dos semanas Japón le espera.

Sus miradas se encontraron. Uno, viejo y enjuto, enmudeció. No encontraba palabras para seguir la conversación. El otro, le daba vueltas a la cabeza, a la decisión recién tomada, irrevocable.

Pero seguía confeccionando la hoja de ruta:

- No se preocupe, de las cosas burocráticas me encargo. Asegúrese el pasaporte en regla.
- Además –añadió- Hablaré con Ana, ay Dios mío, y adelantaré las vacaciones anuales.

Vio como las lágrimas bautizaban la alegría de Matías. Lloraba como un niño chico. Lloraba mientras tendía sus manos y cogía las de Andrés sin decir nada.

Andrés se despidió. Tenía que seguir trabajando. El lunes siguiente, en el sitio acordado se encontrarían para proseguir con su plan.

París, por ahora, podía seguir esperando.


MARIO CASTILLO ROS

sábado, 23 de enero de 2010

REMITE



Matías:

No sé cómo se escribe una carta. Creo no recordarlo. La última vez que vomité sobre un papel todos mis sentimientos tú estabas aquí, en cuerpo y alma. Y la mía, junto a mi corazón, te acompañaba en ese periplo. En las galas estaba contigo. En las actuaciones. En las noches de hotel a solas. Sólo mi cuerpo seguía en la ciudad que te vio nacer. En Granada te esperé y en Granada siguen morando mis sueños.

Ha pasado mucho tiempo. Y dudo que ni el tiempo ni el espacio se alineen conmigo. Tengo miedo de que se alcen en armas contra mí y no me ayuden con esta misiva. Ojalá, cuando llegues a mi beso intemporal de despedida, hayas entendido los porqués.
Después de esta carta llegarán otras. Espero que las tuyas se crucen en el camino con las mías. Quiero retomar el verbo. Quiero hablarte, contestar a tus preguntas sobre las dudas que se formulen dentro de ti una vez conozcas mi historia, mi no existencia durante todos estos años alejada de la luz, del sonido, de la vida.

Cuando nos despedimos en el aeropuerto tenía la certeza primero y la esperanza transcurrido un tiempo, de volver a tenernos. Me costó un mundo hacerme a la ciudad sin ti. Enfrentarme a las aceras, a los escaparates, a las tiendas y los rincones donde los músicos callejeros me ofrecían canciones que no sonaban como tus acordes. Me costó enfrentarme a mi noche, esa primera noche y todas las que esperaban asidas a mi futuro, negro como los besos del miedo. A día de hoy me invade el temor, cuando muere el sol, de no saber dormirme si no estás aquí.

Días después de tu partida seguí frecuentando nuestros rincones nazaríes. Buscaba tu recoveco en los sitios testigos de nuestra historia. Pasaba por delante de tu piso y me quedaba mirando las ventanas muertas. Me sentaba en el bar de enfrente y oteaba, montaba guardia como si de un momento a otro fueras a hacer acto de presencia. Te veía entrar. Te escuchaba pedir el café. Moría la tarde y con ella mis sueños volvían a sus noches.
Algún sábado por la mañana me sentaba en aquel bar de la plaza de la Romanilla. Tomaba el té a que sabían mis labios. A veces, incluso, pedía un café que tardaba años en degustar para saborear los tuyos. Se enfriaba en la taza y veía mis ojos sin brillo fondeados en la superficie. Y ahí, sentada, te escribí durante algunos meses.

No te negaré que algunos días tras echarte de menos, tras llorar tu ausencia, tras escribir tu nombre en el sobre que contenía mis besos escritos, también te odiaba. No sé si era odio. O si sería rabia. O la mezcla de todos los sinsabores que anidaban, como sueños funestos, en la ausencia de la persona amada. No podía dejar de pensar una y otra vez, que habías preferido el país a la persona. Que en tus cartas sólo relucía la palabra “Japón” en detrimento de las otras que tu corazón exponía y tu cabeza censuraba. Lo sabía o no lo sabía. Ahora sólo son conjeturas. Es el tiempo quien me dicta, por momentos esta carta. Agradezco que sea el olvido quien venga a hurtar algunas secuencias, cuando me encuentra con la guardia baja.

Aún así siempre perdonaba tu ausencia buscando tu recuerdo, robándole horas a la noche, esquivando mis pesadillas y abrazando los momentos compartidos. Me bastaba, o eso creía yo, con inventar mis sueños antes de dejarme vencer por el cansancio.

Esos tres meses que pasamos desacostumbrándonos no funcionaron. Cada día transcurrido intentaba conciliar pasado y presente. Una lucha titánica que no me eximía de la necesidad física, sensorial y onírica de quién necesita una mano amiga, un sexo amigo, un cuerpo protector.

Pero quieres saber, necesitas un porqué de esta carta y un porqué para los motivos que me llevaron a cavar en el silencio y enterrar nuestra comunicación.

Te quería, Matías.
Jamás olvidé el sabor de tu música, el sonido de tu sexo, el calor y la hondura de tus besos quemantes. Querer y necesitar se conjugaban igual cuando te buscaba al final de mis clases.

Te quería, Matías. Llegué a mi piso, en la residencia de estudiantes a las nueve de la noche. Deambulé esa tarde con mi vieja libreta y mi pluma. Quería anotaciones para la carta que acababa de gestarse en mi cabeza. Al llegar a mi habitación lo que más deseaba era encontrarme contigo al final de los puntos y seguidos. Levantar la cabeza y pensarte. Levantarme para acariciar la guitarra que me dejaste como recuerdo.

Te quería, Matías. Cuando entré en esa habitación que acabo de describir. En la misma en la que habíamos yacido juntos. En ese cuarto de sexo en carne viva tus besos aún volaban alrededor de la lámpara como luciérnagas enloquecidas de felicidad nocturna.

Te quería, Matías. Cuando la voz de mi padre se levantó como un velo negro. Se alzó como un grito mudo. Cayó como un telón, privándonos de una obra maestra. La voz de mi padre, mi padre justo, honrado, leal y fiel a sus costumbres niponas atronó junto a la ventana.

Al sexto mes abandoné Granada. Las cartas viajaron conmigo. Las palabras que nunca te mandé. Las cosas que nunca te dije se convirtieron en preñados nubarrones que azotaron mi cuerpo como tormentas de melancolía.

Y al llegar a Japón, mi país, paraíso de tus acordes, se convirtió en mi presidio.

Mi padre, hombre sin grandes recursos económicos, trabajaba en el mercado central de Tokio, templo de peregrinación para el turismo emergente. El mundo acababa de condonar la deuda ideológica permitiendo a mi país salir del aislamiento. Ese ostracismo con el que se le había castigado por su posicionamiento con Hitler. Perdonados, los mercados, los templos, las casas de los emperadores, se abrían y ofrecían.

Se encargaba de negociar directamente con los pescadores. Iba hasta sus lonjas y pujaba, ganando siempre, por el mejor género para el mejor mercado. No escatimaba esfuerzos. No tenía un horario fijo. Sí establecido, pero nunca obedecido.

Acabé mis estudios en la escuela superior de Tokio. Algunos compañeros, por aquel entonces, estaban enamorados de tu país. Unos apostaron por Francia, otros se fueron hasta las mejores universidades de Inglaterra. Mi mejor amiga se fue a la universidad de Coimbra, en Portugal. Y yo me empeñé en acompañarla aunque en casa no teníamos dinero suficiente para semejante empresa estudiantil.

Desconocía que quien trabaja en el mercado central de Tokio trabaja para los clanes mafiosos. Esos clanes que surgieron como nidos de ratas con el único objetivo de controlarlo todo: productos y personas.

Mi padre cayó en una de esas redes. Solicitó un préstamo para que su hija, su primogénita, pudiera estudiar fuera. Y esa es la beca que conociste. Solicitó dinero también para otras causas que no han sido reveladas. Antes lo intentaron por todos los medios. Pero no hubo manera. Mis padres arrojaron la toalla, quemaron las naves. Mis padres. Pero en secreto, oculto a las sombras de la vergüenza, mi padre pidió una cantidad de dinero al dueño del mercado donde realizaba sus funciones.

Pasaron los años. Mi madre murió, creo que lo sabes. Y mi padre no pudo, por razones que ahora no quiero exponer, pagar la cantidad acordada. Al principio era algo nimio, casi nada. Pero poco a poco los intereses por la demora lo engulleron.
Mi hermano intentó interceder. Habló con el director del mercado. El director del mercado no quiso atenderlo ni entender los motivos por los que mi padre, sumido en una crisis profunda, exiliado en el alcohol y los bajos fondos, no podía hacer frente a la cantidad adeudada.

Yo me convertí en la moneda que sufragaría deuda e intereses.
Un día se personaron en nuestro hogar. Dijeron que el señor Zauko quería un secuaz y una geisha. Quería a mi hermano sirviéndole el saque en el que desemboca cada comida. Quería que también fuera recaudador de sus préstamos. Quería que yo, hija de Japón que aún no había cumplido los veinticinco, le hiciera las veces de asistenta personal y Geisha para sus socios y clientes. El contrato era hasta que el dueño del futuro de mi progenitor, falleciera.
Si me negaba, moriría en el mismo momento, el mismo lugar, en manos del mismo verdugo que mi hermano y mi padre.

Nunca tuve relaciones sexuales. No me estaba permitido y celebraba esa prohibición. Mis cometidos eran única y exclusivamente prender el incienso en que aromatizaba las estancias, encender los cigarros de los caballeros de negocios, invitados de mi señor y servir de mera compañía, de adorno respirante y de sonrisa eterna. Un adorno de vestido tradicional, un adorno obligado a mentirse, un adorno que no supo huir, que aceptó para que su padre y su hermano no murieran en manos del señor Zauko.

Acepté.
Acaté.
Silencié.

Y sólo hablaba tu idioma por las noches, adentrándome en ese mundo irreal de los sueños. Entonces volvía a Granada. A las palabras tantas veces pronunciadas. Imaginaba tu rostro, escuchaba tu acento, notaba tus manos. Me estremecía al recordar tu música. Al rememorar las clases compartidas. Y cuando estaba a punto de entornar los ojos te veía en el aeropuerto. Tu espalda, tu pelo, tus pasos que te conducían hasta la escalerilla del avión.
Así cada noche, todas las noches durante todos los días que he estado cautiva.

Nunca recibí la visita de mi padre. Nunca intercambié palabras con mi hermano. Sólo algún gesto, alguna sonrisa, todos los silencios que caben en un cuerpo.
Mi progenitor también murió. No asistí a los cortejos fúnebres. No se permitieron conmigo, en todos estos años, ninguna licencia en lo que atañe a los sentimientos.

Cuando termine de escribirte iremos a recuperar lo que queda de él. A perdonarle, quizás.

Anoche me desperté asustada. La madrugada se filtraba por las rendijas de mi habitación. La luna descansaba sobre el tatami junto a mi viejo cuerpo. No escuché la respiración de las alumnas, esas niñas aprendices de geisha que descansaban en la habitación contigua. Mis ojos escrutaban la oscuridad. Mi corazón desbocado no entendía por qué mi boca silenciaba tu nombre. No podía recorrer el camino que conducía a tu recuerdo.
El silencio era silencio.

Por la mañana, antes de impartir mis conocimientos a esas criaturas virginales, el hijo de mi señor me pidió que fuera a verle.

Al entrar en su despacho lo encontré de pie, junto a la ventana. Tokio amanecía al otro lado. El frío azul se adivinaba a través de los cristales. Su voz sonó, como otras tantas veces, inquebrantable:

- Mi padre falleció anoche- anunció con voz queda, lanzando su ojos al encuentro de los míos.

Mi silencio, mi sumisión habló por mí. Sólo incliné la cabeza y esbocé un lacónico “lo siento”.
Siguió hablándome, sin apartar la mirada. Quería ver las huellas de las emociones en mi rostro:

- Dejó escritas muchas indicaciones, hace mucho tiempo. Y ahora debo cumplir sus primeros deseos póstumos.

Mi mente empezó a trabajar por mí. Me condujo, otra vez, al sol naciente. Ese del que me habían exiliado. Recordaba el olor del tránsito, el murmullo de las gentes en los parques, el arrullo de las palomas en la plaza Biba Rambla de nuestra Granada.

Su voz, otra vez, interrumpió mis divagaciones:

- Lo primero que dejó escrito era que se os concediera la plena libertad.
- Tu hermano ha sido informado. Dime qué necesitas para poder cumplir sus deseos -argumentó-

Miré su cara. Estudié su dolor. Y los sueños, las imágenes que habían huido durante mi noche anterior volvieron a manifestarse. Escuché tu voz. Observé tus manos acariciantes de cuerdas. Te vi yendo hacia la escalerilla del avión. Te vi otra vez. Te escuché otra vez. Te tenía, de nuevo, lo más cerca que se puede estar de la distancia.

Mi voz sonó implorante:

-Necesito algunos folios. Lápices. Déjeme escribir una carta –añadí-

Me permitió sentarme en la gran mesa de bambú, junto a la ventana citada por la que Tokio me llamaba.

Y tu nombre resucitó entre mis dedos:

- Matías: