jueves, 15 de octubre de 2009

LA CAJA DE COSTURA


Mi abuela tenía una caja negra con motivos chinos en la que guardaba los hilos y las agujas y demás enseres relacionados con la costura.

Me fascinaba verla enhebrar, hilar, tejer, desmadejar con la soltura de una artesana de los filamentos textiles.

Los viernes por la tarde me sentaba a su lado y mis ojos se posaban en sus manos. Y en sus ojos. Me miraba mirarla y preguntaba si no tenía nada mejor qué hacer. No. Nunca tenía nada mejor que hacer cuando sus manos hacían desaparecer cual maga, descosidos y rotos. Y sus dientes partían el hilo, dejando el botón sujeto a la pernera, a la manga, al sitio, siempre, más adecuado.

Siempre me pregunté de dónde habría salido esa caja. Si antes de contener hilos contenía galletas, si después de las galletas y de los hilos, guardaría algún secreto que las manos viejas y los dedos diestros pondrían a buen recaudo.

Mi abuela escenificaba todo un ritual. Y yo, con mis ojos vivaces, emocionado y expectante la acompañaba en su peregrinaje por las rutas de la seda doméstica. Sigiloso. A veces parapetado tras una puerta. O detrás de una muralla ficticia. O escondido sin miedo a ser descubierto en alguna trinchera sucia y mojada como las que separaban a los enemigos en esas guerras interminables que mis oídos habían vivido.
Se quitaba el delantal que la había acompañado todo el día. Desde su estreno sirviéndole el primer café a Juan, mientras cocinaba, mientras lavaba, mientras era seguida por una manada de gatos ronroneantes que querían su ración de comida, mientras tendía la ropa al sol. Se acercaba al armario que había al lado del primer televisor en color que mis ojos disfrutaron, esa caja inteligente cargada de globos que ascendían por los cielos de uno en uno. Abría la puerta, encorvaba su cuerpo enjuto y cuando se giraba, como por arte de magia, allí estaba la arqueta. La acariciaba mientras su mano libre buscaba los pantalones, las camisas, las ropas descosidas, los botones díscolos que siempre se caían solos y que un servidor intentaba en vano denunciar que nunca eran consecuencia de mis juegos asalvajados.
Y por fin se sentaba en el sillón rojo, debajo de la ventana, y mientras la tarde moría, ella remendaba, sacaba del coma textil, resucitaba algunas prendas que habían fallecido en las contiendas infantiles.

Salía de mi escondite y me sentaba cerca de ella. Y entonces me instaba a irme al patio. O a jugar con mis hermanos, o a ver qué andaría haciendo mi abuelo en su huerto. Pero no. Me quedaba allí, velando ese rato de intimidad. Escudriñando su arte. Escuchándola cantar alguna copla de la época, oyéndola rezar a veces y pedir por su familia, siempre.

Mi abuelo sufrió una angina de pecho. Lo ingresaron y durante dos semanas mi abuela vivía en la habitación blanca y azul, fría, inhóspita del hospital provincial de Granada. Aproveché su ausencia para coger la caja metálica con motivos del lejano oriente. Cada día hacía el mismo ritual que había visto escenificar a ella. Alimentaba a los felinos domésticos, paseaba por la casa, me acercaba al armario junto a la tele en color que en esos momentos emitía una carta de ajuste que conducía a la programación infantil. Y con ese baúl en mis manos, me sentaba en el sofá y miraba su color. Acariciaba su color. Miraba esas figuras que resaltaban sobre el fondo oscuro. Esas féminas de vivos colores y ojos rasgados bajo una sombrilla. Esos agricultores arando el campo. Ese sol oriental sostenido por un cúmulo de nubes blancas. Y la niebla derramándose por esos bosques de eucaliptus que escondían, seguro, al gran oso panda.

Viéndome solo. Sabiendo que nadie me miraba, conociendo los escondites de la casa como si los hubiera creado yo, abrí la caja, vacié los hilos, las agujas y demás aparejos y la escondí detrás de la chimenea. En casa de mis abuelos había dos chimeneas. Una en el comedor, de adorno y otra en la gran cocina, que se encendía en invierno y permanecía activa hasta los templados primeros días de la primavera.

Escondí la caja en la primera. En la del comedor. En la que servía de adorno y la que nunca había visto vestida de lumbre.

Mi abuelo tardó más de lo previsto en recuperarse. Y mi abuela nunca recuperó el hábito de la costura. No echó de menos su caja. Y al no verla actuar como lo hacía antes de que enfermara el viejo de la casa, no la seguí. Perdí el interés. Y es que el interés, en la conciencia de un infante, es frágil como los árboles caducos en manos del otoño.
De vez en cuando miraba mi tesoro escondido. Si hubiera notado algo, si ella me hubiera preguntado, seguro habría confesado ipso facto. Pero no. No preguntó. No siguió tejiendo, ni hilando, ni enhebrando como lo hacía tiempo atrás.
Después, más por miedo que por otra cosa, por verme sorprendido mirando mi cofre, acariciándolo, temiendo un castigo severo por haber cometido semejante hurto, dejé de frecuentar la chimenea. El escondite refugió mi olvido.

Fui creciendo y fui olvidándome de la caja. O eso creía yo. Pero muchas veces, cuando he visto a una vieja cruzar la calle, me he acordado de mi abuela y su caja de hilos. Otras veces, cuando he visto una caja de costura que no tiene nada que ver con la que descubrí en mi infancia, me he acordado de mi abuela cruzando las calles de su vejez. De mi abuela tejiendo y remendando. De mi abuela, sirviendo el café de las cinco a mi abuelo. De mi abuela, sentándose pesada por los años en el sofá bajo la ventana que daba al patio. De mi abuela, acariciándome con sus palabras y preguntándome con la mirada.

Pasaron los años, como anuncian las canciones, y la Unión Soviética se desintegró. Se volatilizó el socialismo. Cayó la Europa comunista. Erró la nueva política que sustituyó a los antiguos rojos dueños de martillos y de hoces. Países que dejaron de ser países. Pueblos que consiguieron soberanía propia. Hermanos que se mataron y pueblos que se hermanaron en un abrir y cerrar de ojos. Un mapa nuevo para un continente cada vez más anciano, casi decrépito.

A mi familia le pasó más o menos lo mismo. Se desintegró. Poco a poco los padres dejaron de hablarse con algunos hijos. Algunos hijos con algunos de sus tíos. Algunos tíos con los cuñados y así sucesivamente. Al final, el fin. Cada vez que volvía a la ciudad por vacaciones, visitaba varios clanes.

Hace poco visité uno de esos clanes. El de mi tío Daniel.
Hacia él me dirigía cuando me paré delante de la que había sido la casa de mis abuelos durante tantos años. Me quedé mirándola. Hogar, un viejo hogar. El sol la bañaba y resbalaba por sus muros blancos y desconchados. Las plantas crecían salvajes en el tejado. Las tejas, rotas la mayoría, escupían un polvo rojo sobre los manzanos podridos que rodeaban el patio exterior.

Rodeé la casa. Acaricié las verjas oxidadas de las ventanas devastadas por los años. Pisé las hojas que formaban un tapiz mortuorio. Miré la huerta devorada por la naturaleza. El suelo yermo se hundía bajo mis pies. Andaba con miedo, como si temiera romper las ensoñaciones sobre mi pasado.

Al poco rato la voz de mi tío me sacó de mis cavilaciones:

- Mario, tengo las llaves de la casa. ¿Quieres entrar?
- La verdad, me gustaría. Más por recordar viejos tiempos.
- Pues venga, vamos a ver si esta vieja llave se acuerda de abrir. Eso sí,te aseguro que no sé cómo estará. Tenemos que reformarla pues no hemos tocado nada desde que murieron…
- No importa. Sólo quiero echar un vistazo. Saborear el recuerdo.

Al poco nos encontrábamos en el centro del viejo comedor. Cuando paseaba mi niñez por esa casa, pensaba que ya era vieja. Que no le quedaba mucho tiempo de vida. Que seguro, mi abuelo, contrataba a algún albañil del pueblo y se ponían a quitarle años…

Pero todo seguía igual: Los viejos sofás cubiertos por una sábana. Las sillas encima de las mesas. Las estanterías repletas de polvo y de libros. Los utensilios en la cocina, bien alineados, mal conservados. Las camas cubiertas por colchas viejas y raídas. Los cuadros religiosos, los rosarios contadores de oraciones, la biblia en la mesita sagrada de mi abuelo. Recorrimos el viejo caserón. Pisamos el patio interior. Mi memoria recuperó algunos maullidos. Miré en derredor, visité los rincones donde mi pasado se escondía como un niño chico.

Estábamos a punto de abandonar el sitio para siempre.
Al pasar por delante de la chimenea que nunca hizo honor a su nombre, me paré. Mis ojos se fijaron en el hueco que quedaba detrás. El mismo que servía de escondite para mis tesoros.

Metí la mano, ante la extrañeza de mi tío. Tanteé y acaricié con la punta de los dedos algo metálico. No recordaba que fuera tan estrecho. Claro que los niños se meten por cualquier rincón.

Me giré hacia donde estaba el hermano pequeño de mi madre. Le mostré la caja y le dije que la había escondido ahí hacía mucho tiempo.

La desempolvé.

- ¿Qué contiene la caja? –me preguntó-
- El esqueleto de mis sueños, supongo.

Salimos otra vez al sol.

A los pocos días volví a Girona.

Y ahora siempre que mis dedos acarician historias, extraigo la caja de costura del recién estrenado escondite. Y la abro para mirar en su interior y contemplar el paisaje y los pasajes de mi infancia. Después, una vez saciada mi alma, la devuelvo a su sitio y me siento delante del ordenador.
Y dibujo sobre un lienzo de palabras mis historias en un intento desesperado por resucitar mis sueños difuntos.