sábado, 30 de abril de 2011

DIOS MEDIANTE


Subió al autobús de la línea 5 que conecta norte y sur de la ciudad.

Acababa de levantarse hacía poco rato y aún andaba medio aturdida. Se dirigía a su misión. Misión humana, misión religiosa, misión a la que se encomendó cuando llegó de Perú y decidió que Dios era su él, y que él era su casa, y que su casa sería su vida.
Su indumentaria no dejaba lugar a dudas; era una futura hermana del Sagrado Corazón del buen Pastor.

De niña fue una niña normalísima. Quería crecer y acercarse a los demás. Buscó el calor en el fragor de la batalla cuerpo a cuerpo. Tonteó con niñas y niños y mordió, amparada por la inocencia, la manzana del pecado en los labios de un primo lejano suyo. En aquella época jugó con muñecas, con muñecos, con peluches de todo tipo y con toda clase de juguetes que la mantenían en el cauce natural por el que discurre la infancia.
También cumplía, una vez por semana, en misa, junto a sus mayores y en la catequesis con sus compañeras de vestidos poco primorosos aunque decorosos. Después de su primera comunión, asistía a las reuniones vecinales para hablar de las procesiones y actos futuros en honor a la patrona.
Poco a poco fue creciendo al lado del párroco y de las hermanas que asistían en la eucaristía. Las ayudaba en esos quehaceres en la casa del Señor: Regaba las plantas, reordenaba las flores depositadas junto a los santos y limpiaba la sacristía después de cada oficio.
Sucedía que cada vez que pasaba por debajo del que murió para salvar a los hombres en la tierra, se quedaba mirando el torso desnudo y el costado abierto por una lanza inmisericorde. Se zambullía en los ojos abatidos aunque plenos de luz. Se preguntaba si él habría llorado al presenciar el mundo que, sin piedad, le condenaba. Ese mundo para el que reclamaba el perdón de su padre porque no sabían lo que hacían. ¿Habría llorado al saber de ésos, escondidos por las esquinas, abrazados al mal y jurando una, dos y hasta mil veces que no sabían quién era ése que se hacía llamar Cristo? Mientras conjeturaba, no apartaba la vista de sus pechos dorados de sol, de lo infinito de su mirada, de las espinas incrustadas a modo de corona macabra, de su pelo enmarañado, de sus pies clavados al madero, de la tersura de su piel, de su boca entreabierta mostrando una dentadura nívea, de sus muñecas inmovilizadas por tomizas, de sus manos estiradas abarcando el aire, la vida y las fuerzas como si supiera que iba a necesitarlo todo si quería regresar al tercer día de entre los muertos.
Al cabo de un rato una voz la sacaba de sus tribulaciones. Alguna Hermana la mandaba a casa pues se hacía tarde. Y ella, con un hilo de voz casi inaudible, se despedía del hijo de Dios hasta otro día.

Tras los estudios secundarios, ingresó en la universidad pontificia para cursar teología. Allí le llenaron la cabeza de pájaros litúrgicos, de ángeles del bien, de las bondades de la religión cristiana y de lo poco bondadoso de algunos dogmas que se cernían sobre la tierra cubriéndola de pecados.
Tenía la certeza de encontrarse más cerca del Altísimo y más alejada de su familia terrenal.

Algunas madrugadas se despertaba empapada en sudor. Soñaba que Jesús, su crucificado, se liberaba del castigo al que lo tenía sometido la eternidad y se sentaba, desnudo, delante de ella. Asía sus manos entre las suyas, las apretaba, la escrutaba y dejaba caer una lágrima anegando la orilla de su conciencia. No podía apartar la mirada de sus ojos, de su costado herido y sangrante. Se deshacía de esas manos y recorría su cuerpo embadurnándose con la sangre que emanaba de la herida. A veces despertaba sobresaltada, jadeante y febril, angustiada por ese sueño, esa pesadilla, o ese pecado. A veces era a menudo, a menudo era cada vez con más frecuencia y la frecuencia acabó siendo diaria.
Tenía el convencimiento de que aquellas fantasías formaban parte del proceso, de ese ritual de acercamiento, de la materialización física y emocional del credo.
Se lo comentó al profesor de Ética Cristiana y éste le dijo que lo mejor, ahora que estaba en segundo curso, era que hablara con una amiga suya, hermana superiora de las Clarisas en el distrito de Miraflores.
Así lo hizo. Le confesó sus sueños, le ambientó sus dudas, le descifró con palabras lo que sentía ante la imagen tallada en madera de nogal cada vez que en la iglesia de su barrio se topaba con su mirada.
La Hermana le sugirió que ingresara en la orden de las hermanas del Buen Pastor, que tendría incluso la oportunidad de viajar, pues en algunos países como España, Italia y Grecia necesitaban novicias. Que así dispondría de tiempo para pensar, para recapacitar, para saber si el camino que se abría ante ella convergería en una vida entregada a los demás. Y si no fuera así, seguro que llegaría esa señal, ese detonante que la devolviera al anonimato.

No necesitó hablarlo con nadie más. Preparó el ingreso en esa hermandad al comprender que su destino, cual penitencia, estaba lejos de su iglesia, más aún de los suyos. Su familia no discutió con ella sobre estos temas porque era entrar en una lucha dialéctica en la que jamás conseguirían disuadirla. Su testarudez no conocía límites ni orden.
A las pocas semanas se despedía de sus allegados en el aeropuerto internacional Jorge Chávez
Los lagrimales se desbordaron en unos y en otros. Su madre hipaba y lanzaba proclamas para que el de más arriba velara por su seguridad. Su hermana pequeña entornaba los ojos y se preguntaba qué haría tan lejos de casa. Su padre, un hombre curtido en mil batallas labriegas, la abrazaba haciéndole crujir hasta el alma.

Al llegar al aeropuerto de El Prat, en Barcelona, un cortejo de la congregación la esperaba.
En el tren que la trasladaba hasta Girona recordó que también en el vuelo entre los dos países había soñado con Él, esta vez sin despertar aturdida y con el corazón a punto de estallar. Mientras la cosían a preguntas, regresaba a su sueño sin dejar de mirar por la ventana. Se acordaba de su gente allá; de su padre arando el campo, de su madre invitando a su hermana a portarse como la que acababa de irse. Adivinaba esos rezos maternales a los pies de la cama, como una figura viviente tallada en fe. Mientras la cosían a preguntas no dejaba de vivir su sueño, de sentir la mirada profunda, de notar el calor de las manos santas que cubrían las suyas. Esta vez el dolor no asomó por ningún lado. Y no tuvo, por primera vez, miedo a dormirse. Todo lo achacó al cansancio para restar importancia a un asunto cada vez más notable.

La alojaron en una residencia de estudiantes que el obispado había provisto para las novicias de la congregación del Buen Pastor. Disponía de una celda para ella. Una habitación austera en la segunda planta; una cama, una silla junto a una mesa para poder estudiar, una estantería con el nuevo, el viejo Testamento, una biblia y un diccionario de catalán-castellano y viceversa. Y un Cristo crucificado mitigaba su soledad.

Su cometido era sencillo. Cada día, tras levantarse, orar, desayunar y ayudar en algunas tareas, tenía que ir a la otra punta de la ciudad y proseguir con su preparación para ser en un futuro cercano una monja, dedicándose a los débiles, a los pobres, a los ancianos, a los afligidos, entregándose en cuerpo, alma y corazón a Dios. Y en sueños a su hijo, se atrevía su subconsciente a vaticinar.
El geriátrico era su lugar de trabajo y aprendizaje. Allí se encontraba con ellos, sus viejitos. Los atendía, los cuidaba, los escuchaba, les leía en voz alta, de manera pausada para poder contestar las preguntas sobre éste o aquél personaje. Cada dos horas, y después de las comidas, una Madre supervisaba su trabajo y la mandaba a la capilla para encomendarse a Dios. Con Dios iba, postrándose ante él. Y ante él cerraba los ojos. Y a los ojos le venían las imágenes del crucifijo que se quedó en su primera iglesia. Se sentía turbada la mayor parte del tiempo que estaba en esa situación. No encontraba el camino de la oración y, cuando lo hallaba, no lo seguía, conduciendo sus pensamientos hasta su habitación. Allí quería ir, a rezar, a encontrarse a solas con Él, a intentar expiar sus pecados esculpidos sobre elucubraciones que escapaban, cada vez con más frecuencia, a los sueños.

Las semanas transcurrieron veloces. Cada sábado, después de los oficios, telefoneaba a su madre para escucharla llorar, a su hermana para escucharla alegre ante una nueva aventura con un chico de su clase y a su padre rogándole que mediara con el Señor para que preñara las nubes y abasteciera los acuíferos. De lo contrario, el campo y los animales serían pasto de la sequía y acabarían muriendo.

A diario observaba a los parroquianos que, junto a ella, cruzaban la ciudad en transporte público. Delante se sentaba día tras día un hombre de unos cuarenta años. Un señor, pensaba, al que le faltaba pelo y le sobraban kilos, pero que tenía una mirada tan honda como bondadosa. Frente a él, una joven con un vestido de moda, con una sonrisa de moda, con unos pantalones a la última moda, con un escote por el que un crucifijo plateado se balanceaba sobre el abismo de unos pechos amenazando con destrozar cualquier ley de relativa gravedad.
El cuarentón no apartaba la vista de la chica que se sentaba enfrente. La joven no levantaba la mirada de la revista que tenía en su regazo. Y ella no dejaba de estudiar esos puntos de mirada hasta que terminaba apoyando la cabeza en el cristal y se dedicaba a contemplar el paisaje unas veces, o a contar las gotas de lluvia que se deslizaban en una carrera loca, llena de obstáculos invisibles, otras.

Los días se sucedían intranquilos. Los sueños que la visitaban de madrugada insistían en acompañarla el resto de la jornada. Peregrinaba a su lugar de aprendizaje y lo hacía sentada en ese autocar que cruzaba las calles devorando tiempo y espacio. A veces la música, otras veces la ausencia de la chica del escote de oro y la del señor cuarentón y sus incursiones, la sumían en un estado soporífero. Entornaba los ojos mientras la ciudad se diluía entre bostezos. Al cabo de un rato se despertaba sobresaltada. El corazón, indómito, la golpeaba y sus pulmones necesitaban bocanadas de aire para restablecer el pulso. Se miraba las manos, se atusaba el pelo, se recomponía el hábito arrugado, y volvía a mirarse los dedos. No había rastro de sangre, estigmas de su pecado.

Con el transcurso de los meses, se dedicaba cada vez más en cuerpo, cada vez menos en alma, a las personas viejas, donantes de abrazos y reclamantes de atención. Dormía menos para evitar expediciones por la senda onírica del pecado. Estudiaba y leía en la cama. Pero a veces el cansancio la vencía y Morfeo la encontraba con los libros desparramados por el suelo.

Un día se levantó como de costumbre, oró con las hermanas, las ayudó en su cotidianidad y se dirigió hasta la parada del autobús. Al subir se cercioró de la ausencia de sus compañeros de ruta: La joven, al parecer, no tenía cita con ese amigo que la esperaba efusivo en una de las últimas paradas. El cuarentón, ese día, decidió no bucear el escote hipnótico que amenazaba con paralizarlo.
Apoyó la cabeza en la ventanilla.
Recorrió con la mirada los asientos desiertos. Curioso; era la primera vez que no subía nadie. Solos, chófer y ella. Por el hilo musical alguien cantaba que últimamente andaba algo perdido.

La voz del conductor la puso en alerta:

- Perdone Hermana, ¿hoy no va donde los ancianos?

Se incorporó de golpe. Se cubrió la frente, perlada de sudor, y sus manos recogieron el rocío de la culpa. Acababa de pasarse su parada. Lo que más le dolió, fue darse cuenta que no estaba dormida. Sólo viajaba con Él. Sólo pensaba en Él mientras su cuerpo se contraía, se dilataba el deseo, se minimizaba la angustia.
Ella, con la dulzura atiplada de su acento, mintió diciendo que tenía que hacer un recado y después volvería andando al hogar de la tercera edad.

Al acabar la jornada, regresó andando a la residencia. Penitente, quizás, pensante, también. Esa noche tras cenar con las hermanas se retiró a su aposento sin más dilación.
Recogió sus pocos enseres y los colocó junto a la puerta. Se tiró encima de la cama y mirando el crucifijo exclamó:

- Tenemos que hablar. Necesito que me digas algo. No sé, una palabra, una indicación, algo que baste para sanarme de una vez o condenarme del todo. Háblame- Imploró.

Durmió de un tirón. No se despertó sudando ni buscando la protección de la luz. Por la mañana, el sol rociaba de calor su cuerpo. Fue una noche sin sueños.
Aún sobre el lecho, recordó sus juegos de niña, sus idas y venidas a su primera parroquia en compañía de sus amigas. Regresó a su clase, a sus primeros profesores, sobrevoló la huerta de su padre donde las tomateras pedían agua y los girasoles perseguían al sol. Contempló a su hermana, cazadora de sueños, consagrada a la diversión terrenal. Tornó a las indicaciones maternas para conseguir el punto de dulzura de los horneados. Habitó su calle, pobló de personas, de sensaciones que creía extinguidas, su ahora. No había lugar a dudas, su sitio estaba lejos de donde se encontraba.

Desayunó por imperativo. No tenía apetito.
Habló con la Madre superiora y con su supervisora. Les confesó que no podía seguir esa senda. Que no era digna de esa casa, tampoco de Dios.
La emplazaron a meditar, a concienciarse de lo que estaba a punto de hacer. El cielo, decían, algunas veces no sabe de esperas. No habló, sólo asentía, sólo lloraba, sólo quería no sentirse culpable de sus sueños, sus deseos o sus pensares.
Le dieron permiso para despedirse de los ancianos a los que atendía desde su llegada.
Mientras, prepararían los trámites para facilitar el retorno a su vida anterior.
Subió a su habitación, que era la veintidós, y encontró la maleta. Y sobre ella, la ropa de calle que creía olvidada y que dudaba cómo le quedaría.
Antes de abandonar la estancia, descolgó el crucifijo, pasó las manos por los costados de Jesús, recorrió cada pliegue de la figura y lo guardó en uno de los bolsillos exteriores de la bolsa de viaje.


Subió al autobús de la línea 5 que conecta norte y sur de la ciudad.

Su indumentaria no dejaba lugar a dudas; era una pasajera más. Vestida de anonimato se sentó al lado de la chica encajada a la última moda y frente al cuarentón al que notó más delgado.
Se encontraron las tres miradas en un punto intermedio. Una mirada interrogaba, la otra exploraba, y la suya reflejaba un alma, por vez primera, feliz y libre.
Cada uno volvió a sus asuntos. La dama de moda, a sus modas, el cuarentón a sus plegarias concupiscibles y ella confinando su dolor y cruzando las manos, sonrió a ese hombre que amén de mirarla de manera condescendiente, la interrogó:

- No habrá boda, ¿verdad?






MARIO CASTILLO ROS