sábado, 12 de marzo de 2011

VÍA LÁCTEA


Lo mío con el erotismo viene de lejos. Arranca desde el más allá de mis fantasías de niño. Niño que creció a golpe de sorpresas que le dio la vida, a golpe de placeres que recibió de la misma o a correctivos que ésta le arreó a manos de sus mayores cuando proyectaba su mirada hacia escotes infinitos o se quedaba prendado de cualquier manifestación de gastronomía mamaria. Todo tiene un comienzo, lo sabemos. Y el mío, que no podía ser de otra forma, empezó a forjarse en cuanto cesó mi alimentación materna. El destete coincidió con el destape emocional y “sexitivo” por todo lo que tuviera que ver con el pecho femenino. Claro que todo es relativo, que la conjetura está ahí, sembrando de dudas el nacimiento, el efecto y la causa que me han llevado, de la mano, hasta el oasis donde busto y gusto se miran de reojo definiéndose y conjugándose.

Fue en el Virgen de las Nieves, mi colegio, donde aconteció mi primer encuentro fotográfico con la máxima expresión de feminidad. Expresión en el más orondo sentido de la palabra. Fue al descubrir la revista de aquel profesor cuando me di cuenta de la verdadera redondez del mundo. Pero no destapé nada más. No conseguí que volviera a castigarme, no me quedé nunca más solo en su despacho y se acabó el fisgonear entre sus cajones mientras él preparaba las clases del día siguiente. En esa misma época fue cuando me explicaron en clase de historia antiquísima lo de un tal Rómulo y su gemelo enzarzados en un banquete, mamando de una loba. También me maravillé ante la imagen. Qué grandeza, qué delicadeza, qué candidez, qué obra más bonita la de la naturaleza cuya sabiduría no conoce límites.

Un viernes por la tarde, a los doce años, se produjo un cambio radical que dejaría atrás mi infancia. Empezaron a sonar trompetas, a ulular y girar los vientos, a alinearse los planetas, a completarse el relleno lunar, a balar de placer las ovejas que aguardaban la oscuridad dispuestas para ser contadas y recontadas antes de sumergirme en ese océano onírico y remar a brazo partido con Morfeo.
Buscando excusas que justifiquen mis pautas de comportamiento, siempre esgrimo la razón de mi preferencia por los gatos. Estos animales son curiosos, merodeadores, exploradores de lo ajeno, como yo. A mí también me es aplicable aquello de que la curiosidad mató al minino. Y si no, tiempo al tiempo.

Pero volvamos a ese viernes, ese día de autos y tetas, ese día en el que crecí de golpe bajo la atenta mirada de Afrodita.

A las cinco y media llegué de la escuela. Merendé, curioseé algún cuento de terror que mi hermano disponía para alimentar mis miedos. Vi la tele con aquellos dos únicos canales que la mayoría ya ni recuerda… Aburrido empecé a registrar los cajones del armario del comedor. Al abrir el que estaba justo debajo del mueble bar, me di de bruces con aquella revista gruesa, de tapas verdes en las que no se veía nada de nada… y nada hacía presagiar los paisajes apocalípticos que estaba a punto de transitar. Se trataba de una publicación diferente a los botines obtenidos en incursiones anteriores. Lo habitual era encontrarme un hola, un diez minutos, un pronto, un hogar y punto, o un catálogo de puntos para conseguir una sartén en algún supermercado. Las había visto de todos los colores que pueda aglutinar el óleo informativo de las publicaciones del corazón.
Sostuve la revista entre mis manos. Manos pasivas aún. Dedos que guiaban mi mirada por la portada sin adivinar lo que se escondía entre sus páginas. Ahí estaba yo, en cuclillas, junto a la tele que emitía un serial sobre un bandolero que cuando cogía la faca se cegaba. De vez en cuando, mientras manoseaba la portada queriendo despejar incógnitas, miraba como se iba sembrando de cadáveres la segunda cadena. Todo eso acabó en cuanto me sumergí entre esas páginas. No sé cómo sucedió, pero se abrió justo por la mitad, como un melón maduro y frío en manos de unos comensales en pleno mes de agosto. En seguida noté que algo se agitaba en mi interior. No comprendía bien qué estaba viendo, tampoco lo que me sucedía. Los temblores se posaron en mis mejillas, los colores se tornaron calores, mis dedos se movían nerviosos buscando una esquina por la que pasar página. Observaba unos cuerpos encima de otros. Unos pechos desafiando la ley de la gravedad, una gravedad, la mía, que escogía el sentido contrario a cualquier física conocida. Observaba unas ubres por las que rivalizaban una legión de rómulos y remos entrados en años. Observaba atónito esas vergas que jugaban a ser lanzas en ristre apuntando hacia una ristra de pezones beligerantes. Observaba gente lanzándose a los brazos entornados de otras personas que los recibían con los ojos cerrados a cal y canto y las piernas abiertas de par en par. Observaba unas bocas naciendo de otras bocas, bocas sembrando besos en otras. Observaba unas manos recorriendo un atlas copado de montes venusianos explotados por otras lenguas que se habían adentrado cual exploradores en las minas del rey Salomón del placer.

Hacía rato que no atendía las aventuras de Curro Jiménez ni el Algarrobo ni sus luchas por esos montes de dios, contra esos franceses del demonio. Sólo tenía ojitos para esa galería repleta de cuerpos que representaban un Guernica concupiscente, un tapiz de la creación libertino, el mundo en sus primeros días cuando Adán y Eva comían sin pecado y vestían desnudos.
Continuaba agachado, trémulo como una hoja mecida por el viento. Una hoja a punto de caerse; ocre, encendida, quemada por los caprichos de la naturaleza.
Cesé mi actividad contemplativa al escuchar la voz de mi abuela, sus requerimientos para atender un recado.

Devolví el botín a su escondite. Atravesé el patio que dividía las dos casas, la de mis padres y la de mis abuelos. Mientras, los gatos en las cornisas, se despedían del sol. No podía dejar de pensar en lo que acababa de ver. Eso no podía ser bueno. O eso, simplemente, no podía ser. Notaba cómo me ardía la cara, cómo me castañeaban los dientes por el frío del pecado. Las cuerdas vocales tenían secuestrada mi voz.

Mi abuela me pidió que fuera donde Enrique a por dos litros de leche.

Cogí dos lecheras y me dirigí hasta la vaquería del pueblo. Durante el recorrido seguía dándole vueltas a lo que acababa de acontecerme. Me sentía raro, extraño por lo que había visto. Supongo que un descubrimiento así sólo sucede una vez en la vida. Y esa extrañeza, esa sensación, era dolorosa. Me creía en pecado mortal. Que algo malo me sucedería. Hice el firme propósito de no reincidir, de no mirar más tetas en ningún sitio, de no aventurarme en la playa, en los meses estivales, a la caza ocular de la turgencia femenina. Lo prometí en voz alta para que el arrepentimiento que me sacudía, me concediera una tregua… Pensé que el próximo sábado de misa, le confesaría al cura todos mis pecados, sin dejar ni uno en el tintero, sin obviar detalles, sin ocultación alguna. Quería que todas las aguas volvieran a sus cauces. Claro que todo eso lo pensé de camino a la vaquería, y empecé a desecharlo tímidamente durante la vuelta a casa. La fragilidad del alma no conoce límites, la debilidad del cuerpo, tampoco.
Al llegar a la granja, Enrique, su hermano y su padre ordeñaban las vacas. Acariciaban esas tetas enormes ante mis ojos y, como premio a tanto masaje, obtenían la leche que poco después y tras hervirla, mi madre me daría para merendar, para desayunar, para ayudarme, en definitiva, en mi crecimiento… ese crecimiento que más hubiera valido desarrollar con menos leches…

Regresaba a casa una versión diferente, conocedora del pecado y del cuento de la lechera.

Mientras caminaba, mi memoria recurrente hacía y deshacía la senda del pensamiento. Me enfrentaba, otra vez, a ese campo de batalla carnal poblado de sexos entrelazados que había contemplado hacía poco rato, a esas mamas bovinas que padre e hijos ordeñaban con maestría para el buen alimentar de los muchachos del pueblo.
El camino hasta mi hogar estaba poblado de chopos de hojas plateadas que silbaban cuando el aire ya gélido de la sierra agitaba sus copas. El trayecto estaba sembrado de piedras que otrora habían descansado en el lecho de un mar sin nombre. Mis ojos se fijaban en las ramas de los árboles que montaban guardia y se erguían a mi paso. Mis pies perseguían esas piedras y azorado por el arrepentimiento, no hacía otra cosa más que intentar darles fuerte y lanzarlas contra el olvido. Pero el olvido es rencoroso, un príncipe destronado del tiempo y el espacio. No conseguía desterrar esas imágenes de mi mente.
Mi cabeza amenazaba con entrar en erupción. El sentimiento de culpa amagaba con levar anclas y mis ojos se centraban en el follaje arbóreo mientras la punta de mis deportivas para penitentes ávidos, golpeaban todo guijarro que se interponía entre mi delito emocional y mi sexualidad emergente.

Me prometía una y otra vez que no volvería a hurgar en cajón alguno. Que cejaría en mis exploraciones. Que me pondría a ver la tele, como cualquier niño, y que le daría fuerte a los estudios en detrimento del descubrimiento anatómico. Pero no dejaba de recular, de ver esas imágenes, de estremecerme cada vez que mi pensamiento se posaba sobre esos contorsionistas del amor. En mi interior se alternaba remordimiento y culpa con deseo de reincidencia. Ansiaba llegar casa para esconderme en mi sofá, bajo las palabras sedantes de mi abuela. Necesitaba arrullarme junto a mi abuelo y ser testigo de su conversación meteorológica con la luna. Anhelaba cenar, acostarme, olvidar.

No me di cuenta: las cántaras fueron bailando los pasos, columpiadas por el viento de mis cavilaciones, y la leche había ido dejando un reguero, como una vía láctea por la que se alejaba mi niñez.

Llegué a casa desvanecido, pasto de la angustia. Mi abuela, asustada, exclamó:

- Hijo, ¡qué te pasa! estás coloradísimo.

No podía articular palabra. Sólo gimoteaba al comprobar la poca leche que quedaba. Una mezcolanza de sentimientos de culpa y vergüenza, unas ilustraciones que se habían enquistado en mi cabeza, una sexualidad que empezaba a dolerme y a interrogarme, unos hechos que no habían hecho nada más que empezar, martilleaban mi alma.

- Abuela, la leche se ha derramado. Apenas queda nada –balbuceé-
- Debe ser por lo mal que estás. Tienes fiebre. –dijo mientras descansaba su mano en mi frente
- Te libras de volver donde Enrique. –Anda, ve a ver a tu madre y métete en la cama, añadió.

Me satisfizo la idea de no volver. No hubiera soportado más tetas ese día.

Al día siguiente no fui a la escuela. Mi madre dijo algo así como que prevenir es curar. Tampoco desayuné un vaso de leche. Al terminar de rebañar el desayuno, me senté en el sofá junto a la gata enferma de tiempo.
En ese momento mi mirada se fijó en el mueble que tenía enfrente. Mi cuerpo se erizó como el de un felino encelado. Fui hasta el cajón y cogí la revista de tapas anodinas y verdes, esa publicación culpable de mi primer gran pecado y mi primera gran ratificación.

Han pasado veintisiete años. Mientras evoco esta historia, la revista está justo debajo de la taza de café que humea, como mis recuerdos.

Ahora, cuando descanso tras una lectura, cuando hago un receso en mis paseos por la intrincada jungla del lenguaje, permito que mis dedos acaricien la revista. Y siempre sucede: se abre justo por la mitad, como un melón maduro y helado en plena canícula estival.




MARIO CASTILLO ROS