domingo, 28 de octubre de 2012

Y AHORA QUÉ






                   A Marta, en cumplimiento de promesas. 



Y en medio de ningún sitio de la llanura infinita
por donde no pasa el tren, allí cruzaron sus vidas.

Revólver
         
                                             ***
Alguien me dijo una vez que el tiempo lo cura todo, tanto las heridas físicas como las emocionales. Otros me advirtieron que el tiempo pone a cada uno en su sitio. Que, llegado el momento, la historia se encargaría de ubicarnos en el lugar que nos correspondiese o de ajustarnos las cuentas colocando una docena de puntos sobre las íes de nuestra conciencia.

Esta mañana, mientras paladeaba una antigua canción de “Revólver”, durante el instante que precede a la frase introductoria de este relato, el tiempo se ha detenido y ha reculado, devolviéndome al Madrid de hace muchos años, cuando la vida se vivía por entregas y el futuro era un despreocupado lugar de vacaciones. En ese momento tomaba mi preceptivo café. Mis momentos suelen estar cargados de cafeína y canciones, de letras, en cualquiera de sus manifestaciones, de sexo manifiesto y de recuerdos sin sexo. Éstos son los que me han asaltado hace un rato, mientras no hacía otra cosa que no hacer nada; sólo escuchaba y disfrutaba, degustaba y disfrutaba.

A veces me he preguntado por qué no le he confiado esta historia a nadie. Los amigos están para eso: para escucharte, para estrecharte entre sus brazos, para brindar por algún logro o lograr que atiendas lo que necesitan decirte. Pero todos esos amigos suelen enmudecer como tú antes ellos. Arrastrarán a la tumba algún misterio, y tú, pensabas, también harías lo mismo; cruzarías al otro lado del río asido a un secreto usándolo como remo.
También es cierto que en la literatura he encontrado a la mejor confidente. Y quizá la feminidad letrada a la que puedes confiar tus reservas cuasi ocultas sin miedo a comparaciones, sin temor a verte devorado por un ataque de celos, sin la sensación de pasar de amigo a enemigo en menos que canta un gallo delator.
No sabía hace años que acabaría confesándole a un folio en blanco mis idas y venidas por la vida. No tenía ni idea que soltaría lastre ante la perspectiva de una cita con el más allá y poder realizar la travesía ligero de equipaje, sin ocultaciones. Desconocía por aquel entonces que ahora, a mis cuarenta y pico, hallaría en la pantalla del portátil al confesor que necesitaba, al amigo único y cabal que escucha y recibe sin pedir nada a cambio. Así que de un tiempo a esta parte, me asilo en la letra. Las novelas proporcionan las tiritas que mi alma necesita y los somníferos que mi memoria requiere.

Y ella ha regresado del pasado:

Marta.

Conocí a Marta en una de las muchas habitaciones que internet comenzó a ofrecer hace algunos años. Yo buscaba saciar mi soledad y alternar los libros con el sexo. Quería conocer a una igual a mí, que amara tanto una caricia corpórea como el beso de las palabras. Congeniamos en seguida. Ella hablaba de música, pues era la vocalista de un grupo que ponía las notas musicales en las fiestas patronales por diferentes lugares de España. Yo le contestaba con música, pues siempre he disfrutado esos cantautores canallas que le cantan al amor y al desamor anclados en el andén de una estación abandonada, mientras un cigarro se consume en el mástil de una guitarra quejosa.
Ella buscaba un amante para hacer un trío con su novio. En cuanto dijo eso, que fue justo cuando pusimos las cartas sobre la mesa, me ofrecí voluntario, alzando, invisible, una mano veloz y altísima.
Como se trataba de una de mis iniciáticas experiencias, y una de mis primeras incursiones en ese campo, concretamente la primera, hablábamos cada noche para conocernos mejor. Cada día, casi a la misma hora, la pantalla se iluminaba anunciando su presencia. Las letras llenaban el monitor, primero, las imágenes, después. Y de ahí, para seguir con los preparativos, pasamos a conocernos por teléfono. La situación cada vez estaba más clara: ella amaba a su novio y su novio amaba el sexo compartido y recíproco. Ella lo hacía, primero, por él, y estaba convencida que conmigo a ambos lados, la cosa iría bien. Eres buen tío, me decía, y yo, claro, asentía que sí, que no era un cabrón abonador de malicias ni nada por el estilo. Los dos queremos lo mismo, la tranquilizaba alguna vez: Los tres queremos lo mismo, matizaba ella.

En cada conversación la temperatura rompía su récord ascendente del último día. Las expresiones sabían a besos y los silencios eran el preámbulo de alguna idea, de algún hechizo que saltaba de la chistera junto a los conejos orejudos y blancos. Dilatamos mucho nuestra cita. Al final nos conocíamos como si toda la vida hubiéramos formado parte del mismo círculo de amistades que nacen en los patios de los colegios.
Poco antes de mi viaje concupiscente, la telefoneaba para contarle que me habían echado del trabajo, para decirle que quería matricularme en alguna carrera o cursar algo a distancia a través de la UNED, o preparar oposiciones a algún cuerpo del estado. Instantes después sonaba el teléfono y su voz me anunciaba que en las fiestas de Navalcarnero el ayuntamiento había vuelto a contratar a su banda, que había ido a visitar el restaurante donde celebraría su boda y que a su novio le estaba costando un mundo decidirse por el traje. Finalmente colgábamos los teléfonos sin haber planeado otra entrada, trazado un nuevo plan, sumado alguna coordenada para mi estancia en la capital.

Poco antes de nuestro encuentro, me presentó a su pareja por teléfono. Él me dijo que tenía muchas ganas de pasar ese fin de semana, los tres juntos.

                                                   *

Viajé en un tren nocturno que cubría la ruta entre Barcelona y la capital. No pegué ojo en toda la noche, menos aun pude centrarme en la lectura del libro que acompañaba mi desvelo. Acabé en la cafetería contemplando la oscuridad a través de las ventanas, mientras en mi cabeza retumbaba la voz de mi amiga.

Amanecí un viernes en Madrid.
La ciudad me recibió con un frío lacerante. Me abrigué cuanto pude cuando mis pies alcanzaron la pasarela que conectaba con el exterior. Alcé el cuello de la chaqueta que acababa de cerrar en torno a mi cuerpo. Mis dedos, ateridos y torpes, tardaron en descifrar el mecanismo de los botones. Recuerdo ese breve trayecto como una maratón sin fin.
Al final de la misma me esperaban Marta y su novio. Hicimos las representaciones de rigor. Él vestía con el uniforme del trabajo, pues entraba en turno de mañana en la empresa de telecomunicaciones en la que trabajaba. Ella vestía de deseo. Un vestuario desde sus ojos y su sonrisa hasta la minifalda que ni las bajas temperaturas me impidieron contemplar. Medias negras oscurecían su piel acrecentando mi apetito mientras que sus labios sanguinos no dejaban de dibujar lo tanto que se alegraban de tenerme en su ciudad.
Fuimos hasta su apartamento situado en una antigua corrala. Desayunamos y conversamos. Y como habíamos acordado que esperaríamos a la tarde para jugar los tres la misma partida en el mismo tablero, Él se fue tranquilo.
En cuanto ancló la puerta, Marta me abrazó. Fue un abrazo extrañamente familiar. Pude olerla. Rodearla con mis brazos, rozar su mejilla con la mía, estampar dos besos con acuse de recibo bordeando sus labios. Pero el trato era el trato y ella, como yo, lo habíamos rubricado con la estúpida intención de cumplirlo.

Lo que sucedió después fue que no sucedió nada de lo que habíamos previsto. El sexo quedó varado en alguna esquina lúgubre de nuestra moralidad o amparado por un recato que nadie había invitado a la fiesta, atrapado en la red de los celos, desenfocado por un punto de mirada que no acababa de ver lo que había imaginado, o pródigo, cual hijo sin camino de regreso.

Lo que quedó tras esas primeras horas fue un trayecto en autobús, de ida y de vuelta con Marta a mi lado. Yo, oliendo su perfume de perfecta mujer fatal, pero sin fatalismo de ningún tipo, todo lo contrario. La acompañé hasta su trabajo en una tienda de moda y dediqué el resto de la mañana, hasta la hora de rencontrarnos en la misma marquesina, a descubrir el Madrid de los Austrias.

Comimos juntos dos veces, los tres, y lo hicimos juntos una vez, ella y yo, pero sin probarnos bocado. Durante esa comida, en la que Él se ausentó para cerrar el trato con el ayuntamiento y el grupo de música, alabé sus dotes culinarias, su buen hacer con la ensaladilla rusa y unas setas salteadas. Unas setas deliciosas, pero que, de haber sido venenosas, igualmente las hubiera elevado al súmmum de los altares gastronómicos mientras dedicaba mi último aliento a buscar los remos entre su escote celestial.
Después, mientras tomábamos café, me mostró una cicatriz que alguna intervención quirúrgica había tatuado en su ingle. Despierto fue lo más cerca que estuve de su entrepierna.
Por la tarde, cuando Él regresó, salimos a descubrir esos bares de Madrid, templos del vino en esa parte vieja, juez y parte de los madrileños y sus andanzas.
Hice un amago de adelantar mi viaje a Girona, al día siguiente, al comprobar que el motivo que me había llevado hasta allí se había diluido como el hielo en la bebida, pero desistí ante su insistencia. Me aseguraron que les encantaría que permaneciera con ellos, que, de alguna manera, amortizara el viaje. Así que acabamos en una tienda de artículos eróticos cerca de la plaza de Santa Ana, escogiendo un juguete erótico para Marta que nunca supe si le fue como anillo al dedo. Después tomamos algo en una cafetería de poetas, santuario etílico de las musas de Sabina, y al pasar por una de grandes ventanales, les indiqué que era ahí donde el poeta José Hierro observaba pasar la vida mientras concebía su literatura más poética y callejera.

Ellos necesitaban que el tiempo pasara, supongo. Yo ansiaba que volara. Anduvimos paseando y entrando en algunas tiendas. Marta compró lencería que nunca supe como vistió sobre su piel.
Visitamos, imagino que lo hicieron por mí, por mi pasión por la lectura, una librería decana. Les regalé una novela de Juan Manuel de Prada, un escritor que hoy en día no merece la pena, ni mucho menos la alegría, tener en cuenta, pero que me atreví a regalárselo porque hablaba de “Coños”, así tal cual, ése es su título.

Cenamos y reímos, no sé bien de qué, en un restaurante italiano situado en un centro comercial de moda.
A la hora golfa, hartos de risas y de brindis, volvimos a su apartamento. Tengo la certeza de que ellos golfearon de lo lindo, mientras que yo, huésped en su dormitorio e intruso en su noviazgo, tarde varios rebaños de ovejas vírgenes en dormirme. Me desvelé a media noche y buceé en el cajón de la ropa interior de ella. Tras descartar una escalera de color de lencería, escondí un tanga de color lila en mi maleta aspirante a baúl de recuerdos eróticos.

Al día siguiente, almorzando, Él intentó excusar su falta deseo diciendo que lo sentía, que no estaba preparado, que quizá algún día. Asentí con la cabeza a cuanto dijo y poco añadí, o nada, mejor dicho.
Al rato quisieron mostrarme la ciudad desde su coche. Madrid corría a mi lado mientras en el equipo de audio sonaba la música y en mi cabeza trinaban los pájaros. Fuimos hasta el restaurante donde celebrarían meses más tarde su casamiento, pues tenían que terminar de concretar algo con el dueño del local. Después Él tuvo que trabajar y nos quedamos solos los dos, otra vez. Recuerdo que le pregunté a Marta si nos estaba poniendo a prueba. Pasamos la tarde conversando, contándonos lo bien y lo mal que había salido todo. Que eso nos pasaba por planear hasta los mínimos detalles, que las cosas hay que dejarlas llegar, que fluyan. Concluimos que improvisar es fundamental en el erotismo. Claro que, visto ahora, todo parece mucho más fácil aunque yo me pregunte, ¿qué hice sino improvisar esos días en Madrid?

Durante todas esas horas en las que mi mente ardía y mi sexo se preguntaba qué coño nos había sucedido, también tuve tiempo de escuchar música con Marta. La banda sonora escogida, amén de algunas de Gary Moore, fue una canción del grupo “Revólver” que aún hoy me pone los pelos de punta “Lisa y Fran”. No sé si la piel se me eriza por el recuerdo que reporta o por la historia qué me cuenta.  
Le escribí una carta, más bien una nota escueta entre canciones y sorbos.  Una misiva que no debía leer hasta mi partida, al día siguiente. Creo que se lo pedí así, al más puro estilo romántico, como si el romanticismo hubiese sido el culpable de llenar de tetas tornadizas el balcón de Bécquer… Pero se moría de ganas de leerme, y yo moría de ganas de salir de allí. Me levanté y serví otro café mientras ella devoraba, una a una, cada línea escrita. Al terminar la lectura y respirar hondo, como quien quiere apresar un soplo de aire que rescate sus pulmones, me abrazó llorando. Me sentía tan triste como confuso, tan excitado como desesperado por escapar de ella, de aquello. Desde ese momento busqué una salida de emergencia para mi deseo encabritado. Y esa misma noche, de nuevo en su cama, extraje el tanga color lila que tenía guardado. Mis ovejas pacían tranquilas, insomnes. Sólo acerté a alcanzar el sueño al lograr conciliar mi deseo usando mi amor propio y diestro. Me dormí con el tanga en una mano y un puñado de sueños rotos, en la otra.

A las cinco de la madrugada me acompañaban a la estación de Atocha. Madrid amanecía despacio. Desde el asiento de atrás, con la alegre Lisa y la poca fe de Fran sonando en la radio, escrutaba el paisaje y cerraba los ojos imaginando qué le diría a Marta, cuáles serían mis últimas palabras para ella. Pensé decirle que sí, que algún día le dedicaría algún poema que nunca he escrito, o algún relato rescatado de la ciénaga del olvido. Mentirle y decirle que había sido un fin de semana increíble, que una nueva gama de felicidad se había instalado en mí, que había salido todo mejor de lo previsto, pese a los imprevisto, pese a las improvisaciones que alteraron el guion. Miré la velocidad a la que conducía Él calculando el tiempo que faltaba para llegar. Disponía de un tiempo muerto de veinte minutos para desanudar el nudo en mi garganta si quería enfrentarme de manera digna a una despedida.  
Apoyado en la ventanilla miraba en su nuca como la luz mortecina de las farolas lamía su piel. A esa hora, más que al amanecer, me dirigía al ocaso. Por mi cabeza se sucedían todas las imágenes de lo que habíamos planeado y de lo que nada había sucedido.
De vez en cuando ella giraba la cabeza y me miraba modulando con los labios un beso de despedida, quizá, un último beso antes de entregarme a mi cotidianidad.  Esbocé una sonrisa y me apoyé en el cristal, junto al ocre amanecer que se derramaba sobre la ciudad.

Me devolvió a la realidad la voz de Él. Me dijo que se quedaba en doble fila, pues los taxistas tenían copadas las plazas de aparcamiento, que me acompañaba Marta. Le dije, estrechándole la mano y agradeciéndole lo que habían hecho por mí, que no era necesario.
Marta insistió en acompañarme hasta el andén.
Cuando entraba en el vestíbulo, por megafonía anunciaban mi tren. Lo vi al fondo, de color blanco sobre las vías.
Me giré hacia Marta. Le di las gracias con voz queda. Me abrazó y creo que me susurró que lo sentía…

Los dos besos de rigor marcaron nuestra despedida. Bordeé mis labios con los suyos, asomándome al abismo. Subí al vagón, desde arriba volví a buscarla y me encontré con su mirada líquida. Nos miramos un infinito hasta que advirtieron de la inminente partida. Poco antes del cierre automático de la puerta, me preguntó:

-          ¿Y ahora qué?

Y Marta nunca escuchó la respuesta que no le di. El nudo había ahogado las palabras.




miércoles, 10 de octubre de 2012

ALONSO



Amo tanto a las personas como a los animales. John Fante

Hoy es un día triste. Alonso, mi gato amigo, compañero de piso, nunca mascota, protagonista incansable de mis relatos, de todos mis momentos junto a una novela y un café, motivo de alegría y camarada de soledades huérfanas, ha muerto. Llevaba días apagándose, días de clínica en clínica, de prueba en prueba. Ayer, durante mi estancia en Barcelona, me comunicaron que Alonso volvía a la vida, que tras haber agotado hace meses el cupo de siete, le habían prorrogado el número de comodines. Pero esta mañana ha dicho “hasta aquí he llegado…” Y se ha ido sin hacer ruido, igual que vivió, silente, cauteloso, hogareñamente felino.

Ya se me hace raro volver a escribir sin que él ande por aquí con esos ronroneos que despertaban ternura e invocaban mis caricias. Escucho como mis dedos rozan las teclas, como mi mente bucea en los recuerdos, como el dolor empaña mi punto de mirada, como noto su presencia aún, sin tenerlo ya. Miro la luz más mortecina que nunca que desprende el flexo, pienso qué puedo escribir, qué le gustaría, qué palabras serán  las más indicadas para ayudarle, para acompañarle por esa travesía hacia nuevos tejados bañados de sol, hacia nuevas cornisas de ventanas que darán a mis sueños. 

Alonso...

Se me hará extraño volver a escuchar mis músicas sin tenerte cerca, dormitando en la otra punta del sofá, sostenido por sueños felinos en los que persigues juegos. 

Se me hará extraño llevarme la taza roja de café a los labios sin notar tu mirada clavada en la mía, abonado al “yo también quiero algo que llevarme a la boca”

Se me hará extraño abrir un libro, pasar las páginas sin notar tu cuerpo níveo y pesado encima, muy encima, ocultando esa nariz siempre fría bajo mi cuello.

Se me hará extraño salir a la terraza a ver pasar los trenes y mirarle el culo a las estrellas sin que andes tras de mí, enroscado entre mis piernas, temeroso de las alturas.

Se me hará extraño adentrarme en la noche y no ser testigo de tus correrías nocturnas por las habitaciones.

Se me hará extraño no llamarte, no encontrarte, no tenerte…

Se me hará extraño empezar un relato y tener que resucitarte al tercer verbo, para que sigas siendo protagonista de mis días escritos.

Así que no es de extrañar que te deje descansar aquí, junto a nuestros relatos, los que tanto me ayudaste a construir.

Aquí, entre mis letras, de las que formas parte, es donde debes estar, Alonso. Descansa.

La vida está llena de ausencias…