A Marta, en cumplimiento de promesas.
Y en medio de ningún sitio de la
llanura infinita
por donde no pasa el tren, allí
cruzaron sus vidas.
Revólver
***
Alguien
me dijo una vez que el tiempo lo cura todo, tanto las heridas físicas como las
emocionales. Otros me advirtieron que el tiempo pone a cada uno en su sitio. Que,
llegado el momento, la historia se encargaría de ubicarnos en el lugar que nos
correspondiese o de ajustarnos las cuentas colocando una docena de puntos sobre
las íes de nuestra conciencia.
Esta
mañana, mientras paladeaba una antigua canción de “Revólver”, durante el
instante que precede a la frase introductoria de este relato, el tiempo se ha
detenido y ha reculado, devolviéndome al Madrid de hace muchos años, cuando la
vida se vivía por entregas y el futuro era un despreocupado lugar de
vacaciones. En ese momento tomaba mi preceptivo café. Mis momentos suelen estar
cargados de cafeína y canciones, de letras, en cualquiera de sus manifestaciones,
de sexo manifiesto y de recuerdos sin sexo. Éstos son los que me han asaltado
hace un rato, mientras no hacía otra cosa que no hacer nada; sólo escuchaba y
disfrutaba, degustaba y disfrutaba.
A
veces me he preguntado por qué no le he confiado esta historia a nadie. Los
amigos están para eso: para escucharte, para estrecharte entre sus brazos, para
brindar por algún logro o lograr que atiendas lo que necesitan decirte. Pero
todos esos amigos suelen enmudecer como tú antes ellos. Arrastrarán a la tumba
algún misterio, y tú, pensabas, también harías lo mismo; cruzarías al otro lado
del río asido a un secreto usándolo como remo.
También
es cierto que en la literatura he encontrado a la mejor confidente. Y quizá la
feminidad letrada a la que puedes confiar tus reservas cuasi ocultas sin miedo
a comparaciones, sin temor a verte devorado por un ataque de celos, sin la
sensación de pasar de amigo a enemigo en menos que canta un gallo delator.
No
sabía hace años que acabaría confesándole a un folio en blanco mis idas y
venidas por la vida. No tenía ni idea que soltaría lastre ante la perspectiva
de una cita con el más allá y poder realizar la travesía ligero de equipaje,
sin ocultaciones. Desconocía por aquel entonces que ahora, a mis cuarenta y
pico, hallaría en la pantalla del portátil al confesor que necesitaba, al amigo
único y cabal que escucha y recibe sin pedir nada a cambio. Así que de un
tiempo a esta parte, me asilo en la letra. Las novelas proporcionan las tiritas
que mi alma necesita y los somníferos que mi memoria requiere.
Y
ella ha regresado del pasado:
Marta.
Conocí
a Marta en una de las muchas habitaciones que internet comenzó a ofrecer hace
algunos años. Yo buscaba saciar mi soledad y alternar los libros con el sexo.
Quería conocer a una igual a mí, que amara tanto una caricia corpórea como el
beso de las palabras. Congeniamos en seguida. Ella hablaba de música, pues era
la vocalista de un grupo que ponía las notas musicales en las fiestas
patronales por diferentes lugares de España. Yo le contestaba con música, pues
siempre he disfrutado esos cantautores canallas que le cantan al amor y al
desamor anclados en el andén de una estación abandonada, mientras un cigarro se
consume en el mástil de una guitarra quejosa.
Ella
buscaba un amante para hacer un trío con su novio. En cuanto dijo eso, que fue
justo cuando pusimos las cartas sobre la mesa, me ofrecí voluntario, alzando, invisible,
una mano veloz y altísima.
Como
se trataba de una de mis iniciáticas experiencias, y una de mis primeras
incursiones en ese campo, concretamente la primera, hablábamos cada noche para
conocernos mejor. Cada día, casi a la misma hora, la pantalla se iluminaba
anunciando su presencia. Las letras llenaban el monitor, primero, las imágenes,
después. Y de ahí, para seguir con los preparativos, pasamos a conocernos por
teléfono. La situación cada vez estaba más clara: ella amaba a su novio y su
novio amaba el sexo compartido y recíproco. Ella lo hacía, primero, por él, y
estaba convencida que conmigo a ambos lados, la cosa iría bien. Eres buen tío,
me decía, y yo, claro, asentía que sí, que no era un cabrón abonador de malicias
ni nada por el estilo. Los dos queremos lo mismo, la tranquilizaba alguna vez:
Los tres queremos lo mismo, matizaba ella.
En
cada conversación la temperatura rompía su récord ascendente del último día.
Las expresiones sabían a besos y los silencios eran el preámbulo de alguna
idea, de algún hechizo que saltaba de la chistera junto a los conejos orejudos
y blancos. Dilatamos mucho nuestra cita. Al final nos conocíamos como si toda
la vida hubiéramos formado parte del mismo círculo de amistades que nacen en
los patios de los colegios.
Poco
antes de mi viaje concupiscente, la telefoneaba para contarle que me habían
echado del trabajo, para decirle que quería matricularme en alguna carrera o
cursar algo a distancia a través de la UNED, o preparar oposiciones a algún
cuerpo del estado. Instantes después sonaba el teléfono y su voz me anunciaba
que en las fiestas de Navalcarnero el ayuntamiento había vuelto a contratar a
su banda, que había ido a visitar el restaurante donde celebraría su boda y que
a su novio le estaba costando un mundo decidirse por el traje. Finalmente
colgábamos los teléfonos sin haber planeado otra entrada, trazado un nuevo plan,
sumado alguna coordenada para mi estancia en la capital.
Poco
antes de nuestro encuentro, me presentó a su pareja por teléfono. Él me dijo
que tenía muchas ganas de pasar ese fin de semana, los tres juntos.
*
Viajé
en un tren nocturno que cubría la ruta entre Barcelona y la capital. No pegué
ojo en toda la noche, menos aun pude centrarme en la lectura del libro que
acompañaba mi desvelo. Acabé en la cafetería contemplando la oscuridad a través
de las ventanas, mientras en mi cabeza retumbaba la voz de mi amiga.
Amanecí
un viernes en Madrid.
La
ciudad me recibió con un frío lacerante. Me abrigué cuanto pude cuando mis pies
alcanzaron la pasarela que conectaba con el exterior. Alcé el cuello de la
chaqueta que acababa de cerrar en torno a mi cuerpo. Mis dedos, ateridos y
torpes, tardaron en descifrar el mecanismo de los botones. Recuerdo ese breve
trayecto como una maratón sin fin.
Al
final de la misma me esperaban Marta y su novio. Hicimos las representaciones
de rigor. Él vestía con el uniforme del trabajo, pues entraba en turno de
mañana en la empresa de telecomunicaciones en la que trabajaba. Ella vestía de
deseo. Un vestuario desde sus ojos y su sonrisa hasta la minifalda que ni las
bajas temperaturas me impidieron contemplar. Medias negras oscurecían su piel acrecentando
mi apetito mientras que sus labios sanguinos no dejaban de dibujar lo tanto que
se alegraban de tenerme en su ciudad.
Fuimos
hasta su apartamento situado en una antigua corrala. Desayunamos y conversamos.
Y como habíamos acordado que esperaríamos a la tarde para jugar los tres la
misma partida en el mismo tablero, Él se fue tranquilo.
En
cuanto ancló la puerta, Marta me abrazó. Fue un abrazo extrañamente familiar.
Pude olerla. Rodearla con mis brazos, rozar su mejilla con la mía, estampar dos
besos con acuse de recibo bordeando sus labios. Pero el trato era el trato y
ella, como yo, lo habíamos rubricado con la estúpida intención de cumplirlo.
Lo
que sucedió después fue que no sucedió nada de lo que habíamos previsto. El
sexo quedó varado en alguna esquina lúgubre de nuestra moralidad o amparado por
un recato que nadie había invitado a la fiesta, atrapado en la red de los
celos, desenfocado por un punto de mirada que no acababa de ver lo que había
imaginado, o pródigo, cual hijo sin camino de regreso.
Lo
que quedó tras esas primeras horas fue un trayecto en autobús, de ida y de
vuelta con Marta a mi lado. Yo, oliendo su perfume de perfecta mujer fatal,
pero sin fatalismo de ningún tipo, todo lo contrario. La acompañé hasta su
trabajo en una tienda de moda y dediqué el resto de la mañana, hasta la hora de
rencontrarnos en la misma marquesina, a descubrir el Madrid de los Austrias.
Comimos
juntos dos veces, los tres, y lo hicimos juntos una vez, ella y yo, pero sin
probarnos bocado. Durante esa comida, en la que Él se ausentó para cerrar el
trato con el ayuntamiento y el grupo de música, alabé sus dotes culinarias, su
buen hacer con la ensaladilla rusa y unas setas salteadas. Unas setas
deliciosas, pero que, de haber sido venenosas, igualmente las hubiera elevado
al súmmum de los altares gastronómicos mientras dedicaba mi último aliento a
buscar los remos entre su escote celestial.
Después,
mientras tomábamos café, me mostró una cicatriz que alguna intervención quirúrgica
había tatuado en su ingle. Despierto fue lo más cerca que estuve de su
entrepierna.
Por
la tarde, cuando Él regresó, salimos a descubrir esos bares de Madrid, templos
del vino en esa parte vieja, juez y parte de los madrileños y sus andanzas.
Hice
un amago de adelantar mi viaje a Girona, al día siguiente, al comprobar que el
motivo que me había llevado hasta allí se había diluido como el hielo en la
bebida, pero desistí ante su insistencia. Me aseguraron que les encantaría que
permaneciera con ellos, que, de alguna manera, amortizara el viaje. Así que
acabamos en una tienda de artículos eróticos cerca de la plaza de Santa Ana,
escogiendo un juguete erótico para Marta que nunca supe si le fue como anillo
al dedo. Después tomamos algo en una cafetería de poetas, santuario etílico de
las musas de Sabina, y al pasar por una de grandes ventanales, les indiqué que
era ahí donde el poeta José Hierro observaba pasar la vida mientras concebía su
literatura más poética y callejera.
Ellos
necesitaban que el tiempo pasara, supongo. Yo ansiaba que volara. Anduvimos
paseando y entrando en algunas tiendas. Marta compró lencería que nunca supe
como vistió sobre su piel.
Visitamos,
imagino que lo hicieron por mí, por mi pasión por la lectura, una librería
decana. Les regalé una novela de Juan Manuel de Prada, un escritor que hoy en
día no merece la pena, ni mucho menos la alegría, tener en cuenta, pero que me
atreví a regalárselo porque hablaba de “Coños”, así tal cual, ése es su título.
Cenamos
y reímos, no sé bien de qué, en un restaurante italiano situado en un centro
comercial de moda.
A
la hora golfa, hartos de risas y de brindis, volvimos a su apartamento. Tengo
la certeza de que ellos golfearon de lo lindo, mientras que yo, huésped en su
dormitorio e intruso en su noviazgo, tarde varios rebaños de ovejas vírgenes en
dormirme. Me desvelé a media noche y buceé en el cajón de la ropa interior de
ella. Tras descartar una escalera de color de lencería, escondí un tanga de
color lila en mi maleta aspirante a baúl de recuerdos eróticos.
Al
día siguiente, almorzando, Él intentó excusar su falta deseo diciendo que lo
sentía, que no estaba preparado, que quizá algún día. Asentí con la cabeza a
cuanto dijo y poco añadí, o nada, mejor dicho.
Al
rato quisieron mostrarme la ciudad desde su coche. Madrid corría a mi lado
mientras en el equipo de audio sonaba la música y en mi cabeza trinaban los
pájaros. Fuimos hasta el restaurante donde celebrarían meses más tarde su
casamiento, pues tenían que terminar de concretar algo con el dueño del local.
Después Él tuvo que trabajar y nos quedamos solos los dos, otra vez. Recuerdo
que le pregunté a Marta si nos estaba poniendo a prueba. Pasamos la tarde
conversando, contándonos lo bien y lo mal que había salido todo. Que eso nos
pasaba por planear hasta los mínimos detalles, que las cosas hay que dejarlas
llegar, que fluyan. Concluimos que improvisar es fundamental en el erotismo.
Claro que, visto ahora, todo parece mucho más fácil aunque yo me pregunte, ¿qué
hice sino improvisar esos días en Madrid?
Durante
todas esas horas en las que mi mente ardía y mi sexo se preguntaba qué coño nos
había sucedido, también tuve tiempo de escuchar música con Marta. La banda
sonora escogida, amén de algunas de Gary Moore, fue una canción del grupo
“Revólver” que aún hoy me pone los pelos de punta “Lisa y Fran”. No sé si la
piel se me eriza por el recuerdo que reporta o por la historia qué me cuenta.
Le
escribí una carta, más bien una nota escueta entre canciones y sorbos. Una misiva que no debía leer hasta mi partida,
al día siguiente. Creo que se lo pedí así, al más puro estilo romántico, como
si el romanticismo hubiese sido el culpable de llenar de tetas tornadizas el
balcón de Bécquer… Pero se moría de ganas de leerme, y yo moría de ganas de
salir de allí. Me levanté y serví otro café mientras ella devoraba, una a una,
cada línea escrita. Al terminar la lectura y respirar hondo, como quien quiere
apresar un soplo de aire que rescate sus pulmones, me abrazó llorando. Me
sentía tan triste como confuso, tan excitado como desesperado por escapar de
ella, de aquello. Desde ese momento busqué una salida de emergencia para mi
deseo encabritado. Y esa misma noche, de nuevo en su cama, extraje el tanga color
lila que tenía guardado. Mis ovejas pacían tranquilas, insomnes. Sólo acerté a
alcanzar el sueño al lograr conciliar mi deseo usando mi amor propio y diestro.
Me dormí con el tanga en una mano y un puñado de sueños rotos, en la otra.
A
las cinco de la madrugada me acompañaban a la estación de Atocha. Madrid
amanecía despacio. Desde el asiento de atrás, con la alegre Lisa y la poca fe
de Fran sonando en la radio, escrutaba el paisaje y cerraba los ojos imaginando
qué le diría a Marta, cuáles serían mis últimas palabras para ella. Pensé
decirle que sí, que algún día le dedicaría algún poema que nunca he escrito, o
algún relato rescatado de la ciénaga del olvido. Mentirle y decirle que había
sido un fin de semana increíble, que una nueva gama de felicidad se había
instalado en mí, que había salido todo mejor de lo previsto, pese a los imprevisto,
pese a las improvisaciones que alteraron el guion. Miré la velocidad a la que
conducía Él calculando el tiempo que faltaba para llegar. Disponía de un tiempo
muerto de veinte minutos para desanudar el nudo en mi garganta si quería
enfrentarme de manera digna a una despedida.
Apoyado
en la ventanilla miraba en su nuca como la luz mortecina de las farolas lamía
su piel. A esa hora, más que al amanecer, me dirigía al ocaso. Por mi cabeza se
sucedían todas las imágenes de lo que habíamos planeado y de lo que nada había
sucedido.
De
vez en cuando ella giraba la cabeza y me miraba modulando con los labios un
beso de despedida, quizá, un último beso antes de entregarme a mi cotidianidad.
Esbocé una sonrisa y me apoyé en el
cristal, junto al ocre amanecer que se derramaba sobre la ciudad.
Me
devolvió a la realidad la voz de Él. Me dijo que se quedaba en doble fila, pues
los taxistas tenían copadas las plazas de aparcamiento, que me acompañaba
Marta. Le dije, estrechándole la mano y agradeciéndole lo que habían hecho por
mí, que no era necesario.
Marta
insistió en acompañarme hasta el andén.
Cuando
entraba en el vestíbulo, por megafonía anunciaban mi tren. Lo vi al fondo, de
color blanco sobre las vías.
Me
giré hacia Marta. Le di las gracias con voz queda. Me abrazó y creo que me
susurró que lo sentía…
Los
dos besos de rigor marcaron nuestra despedida. Bordeé mis labios con los suyos,
asomándome al abismo. Subí al vagón, desde arriba volví a buscarla y me encontré con su mirada líquida. Nos miramos un infinito hasta que advirtieron de la inminente partida. Poco antes del cierre automático de la puerta, me preguntó:
-
¿Y ahora qué?