sábado, 7 de abril de 2012

SENO




Cierto; el placer es, a veces, un recuerdo. Uno de esos recuerdos que te reportan a la salida del colegio junto a aquella niña de cabellos dorados por la que todos tus compañeros de clase y clases aledañas bebían los aires y surcaban los cielos. Uno de esos recuerdos que te invitan a observarte en ese momento en el que estudiabas la lección de humanidades, mientras parapetabas las revistas pobladas con cuerpos hambrientos de cuerpos debajo del libro contenedor de la historia y su universalidad. Figuras que se reencarnaban en tu amor propio cuando se emitía, al amparo del calor catódico, un anuncio en el que una mujer, pecho en mano, anunciaba un desodorante. Es el placer uno de esos recuerdos regresivos a noches infinitas y princesas encantadas con el deleite supremo, un pretérito de esquinas desde las que contemplabas la vida y sus mujeres pasar delante de ti.

El goce que teje el tapiz de nuestras fantasías está hecho de material volátil, fácil de capturar a veces, como escribió alguien. Es esa mujer sentada al piano que desnudaba la música con la que te acariciaba. Es aquella prostituta a la que enseñaste a leer cuando vivías en la parte más vieja de la ciudad, que cocinaba para ti mientras te masturbabas en su baño con la puerta entornada y el deseo abierto de par en par. Es la camarera que selló con besos cafeinados las heridas de tus primeras soledades. Es esa enfermera que con su voz curativa te conectó a la vida, que preñó de estrellas tus sueños más fugaces. Es esa profesora que hoy ha vuelto del pasado, que ha pronunciado tu nombre, que ha prendido estas letras como antaño incendió tu deseo.

Hasta que cursé segundo de bachillerato no me reconcilié con las matemáticas. Lo mío con los números era una historia imposible con orden de alejamiento recíproca. No me interesaba nada que tuviera que ver con el estudio de fórmulas, de algoritmos, de  primos, de pares e impares, de naturales y enteros, de fracciones, raíces cuadradas, de cuadrados y de no sé cuántas cosas más. Pero durante ese año en el instituto, la cosa cambió. Una profesora me invitó a conocer que la palabra seno se escribía y no se enumeraba, que era tangible para la voz, que su fuerza radicaba en un dibujo angulado, o algo así.
Se llamaba Marta. Y cada vez que Marta se armaba con la tiza situándose delante de los niños, la clase se convertía en un campo de batalla hormonal. Yo, sin embargo, me olvidé de salir por las tangentes, de bordear los márgenes, de visitar los pasillos cada vez que me expulsaban, porque, a partir de Marta, mi redención fue un hecho. Sustituí mis paseos tangenciales por la visita a ese seno matemático acudiendo a ella cada vez que tenía una duda. Al principio era de vez en cuando, de vez en cuando se convirtió en bastante a menudo y bastante a menudo acabó desembocando en cada vez que se personaba ante sus alumnos.
En clase, ella explicaba y yo admiraba su figura. Después, en casa, me aplicaba el cuento y buscaba remedios para entender todo lo más posible. Fue así como las notas en los exámenes corroboraron mi mejoría. Mis padres, acostumbrados a mi danza de la muerte con las cifras, no daban crédito. Pero yo, insisto, sólo tenía ojos para ese seno, y para el resto del séquito numéricamente cartográfico que Marta enunciaba a diario.

Era una profesora de unos treinta y tantos años. Morena, de gran melena, ojos oscuros y mirada transparente, de figura esbelta, ataviada con ropas más modernas que las que solía vestir el grueso del profesorado. Labios siempre pintados dibujando gestos y muecas amables cada vez que requería un voluntario para salir a la pizarra. En esos casos, un servidor siempre levantaba la mano como el miedica que enarbola la bandera nívea de la rendición ante un batallón de asalto. Casi nunca salía bien parado del entarimado, pero harto satisfecho. Al no tener la ayuda de mi hermano cerca, como sucedía en casa con los deberes, ella acudía al rescate del voluntarioso alumno. Me arrebataba la tiza con dulzura, permitiendo que mis dedos entraran en contacto con los suyos, corregía mis desarreglos mientras el polvo blanco se posaba en sus yemas y las glándulas salivares inundaban mi firmamento bucal, convirtiendo el mal trago en un buen brindis.

Mientras estaba sobre la tarima, enfrentado a fórmulas trigonométricas, ella se dirigía a los demás y yo la observaba de soslayo. Señalaba con las manos, guiaba su dedo por la pizarra, se recogía el cabello negro colocándolo detrás de su oído. Y me miraba con insistencia preguntándose qué narices hacía día sí y día también enfrentado a ese vía crucis matemático. Sus senos dibujaban arcos que delimitaban su figura y apuntalaban mi deseo, su vestido volaba mecido por  el viento de la imaginación cada vez que daba un paso adelante, cada vez que se giraba para cerciorarse que seguía ahí, anclado en esa estación terminal. Momentos después me pedía que volviera a mi sitio. Y mi sitio estaba lejísimos, en el ocaso del mundo. Mis pasos eran lentos como la duda y el regreso a mi pupitre constituía el final de la peregrinación al paraíso del pecado. La canícula tardaba una vida en abandonar mis mejillas. Muchas veces me quedaba con un trozo de tiza que ella hubiera acariciado. Aún debo tener alguno por ahí guardado en la alacena de los recuerdos intemporales.  

Así que aquel año firmé una tregua con las matemáticas gracias a la trigonometría que amamanté en el seno de aquella clase. Fue el único en el que las matemáticas se quedaron en junio y no tuve que recuperar los números perdidos en el mes de septiembre. Para el curso siguiente me matriculé en letras puras ante el temor de que Marta no me tocara en suerte y los números reclamaran venganza.

Creo estar en condiciones de aseverar que fue a partir de entonces cuando los senos fueron mi fuente de placer más recurrente. No quería una mirada bonita, no, ansiaba un pecho voluptuoso. No sostenía durante mucho tiempo la vista a esas mujeres, no, buceaba los escotes que poblaban mi mundo onírico de fantasía, graduación y calor. Cuando corría tras una mujer porque se había olvidado algo en la tienda en la que trabajaba, no me entretenía observando su culo por mejor coreografía corpórea que tuviera; necesitaba enfrentarme a sus pechos, notar esa oronda proximidad. Aseverar, en definitiva, que las matemáticas son tan exactas como inequívocas mis preferencias eróticas, visuales y fantasiosas.   

De todo lo de antes, hoy hace muchos años. Ahora tengo cuarenta. Hace pocas horas, antes de tomar este café y de sentir los ronroneos de Alonso detrás de mí, en su lecho gatuno, me encontraba enarbolando banderas y lanzando proclamas a todo pulmón cuando alguien, acercándose a mí, ha exclamado:

-          Mario

Marta es una entrañable jubilada que teme por su pensión y por el devenir. Asustada por el rumbo que está tomando la situación, ha decidido volcarse en estas jornadas reivindicativas convocadas por la gran masa social y sindical.

-          Mario

Sólo he necesitado sentir mi nombre para volver al aula de segundo de BUP.
El brillo de su mirada líquida, su sonrisa dadivosa, sus ropas modernas, su vejez actual, ese hilo de voz cadencioso, sus manos sujetando una bandera con las siglas demandantes de justicia, me han restado un puñado de años.
La he abrazado como quien abraza una solución. He sucumbido al rubor mientras le contaba mis andanzas sindicales y mis idas y venidas por el universo postal. Me ha informado que abandonó a tiempo la docencia, que se manifiesta más por los que vienen detrás. Hemos caminado juntos unas cuantas calles y hemos desandado el recuerdo, visitando el ayer, para acabar citándonos en el muro de la virtualidad que ahora está tan de moda.
Que si estoy casado, que si tengo hijos, que está casada, que tiene nietos. Que pasea a su perra todas las tardes mientras se familiariza con un teléfono de última generación, que tengo un gato que ilustra y pasea por mis relatos. Tras reír un buen rato, nos hemos citado en internet, que es el particular patio de todas las casas donde el futuro arrecia. Poco después ella se ha excusado diciendo que tenía que ir a recoger a su nieto -ya sabes, deberes de abuelas- me ha anunciado. Antes de irse me ha sorprendido con algo a lo que le llevo dando vueltas toda la tarde; ha necesitado saber por qué tanto interés en salir a la pizarra cuando no acertaba ni una -aunque te advierto, antes de conocer tu respuesta, que avalaba tu osadía- He confesado que buscaba su proximidad y me ha correspondido con dos besos susurrándome al oído que aprobó mi fuerza de voluntad, sobretodo. Y se ha alejado recordándome que haga los deberes y la busque en Facebook. -Además, si se te da bien la informática, podrás devolverme las clases- ha matizado.

La manifestación ha proseguido su curso por las arterias del centro urbano. Me he incorporado al grupo de amigos y compañeros. He explicado quién fue Marta en mi adolescencia. Han asentido mientras definía cómo era y cómo fueron sus clases, mis paseos voluntarios a la pizarra, mi alzamiento salvaje de mano para que nadie se me adelantara y algunas de las vicisitudes de aquel año.

Después, durante mucho rato he deambulado como por inercia, como el cordero rezagado que sigue la estela del rebaño.
He pensando en Marta cuando fantasear con ella colmaba mis primeros apetitos sexuales, cuando su dulzura inundaba el aula y los números transmitían más sensibilidad que sentido. He vuelto a ese seno y coseno de los primeros días de clase, a la tangente que abandoné, a los pasillos que dejé de visitar, a las tardes en mi habitación intentando descifrar fórmulas y haciendo los deberes con la ayuda de  mi hermano, a sus vestidos modernos y a aquellos pechos, pasto de mis fantasías.
  
De mis cavilaciones me ha sacado el bullicio originado en una tienda de ropa que no quería secundar la huelga general sin atender, siquiera, las indicaciones de los piquetes informativos. Se ha formado tal trifulca que he tenido que mirar en el interior del comercio por si alguno de mis compañeros necesitaba ayuda y lanzarme a mediar entre unos y otros.
Finalmente, he abandonado mi atalaya reflexiva adentrándome en territorio hostil, distrito de la moda y sus tendencias. Los trabajadores defendían su derecho a permanecer en su puesto de trabajo, los sindicalistas ofrecían diálogo e indicaban lo que se nos venía encima si el gobierno ejecuta sus amenazas. Que sería el acabose para todo el mundo; el que está trabajando, el que quiere trabajar y los que estudian para un futuro incierto. Que sí, que lo entendían, pero solicitaban nuestra comprensión pues estaban cambiando los escaparates, preparando la nueva temporada, vistiendo maniquíes y desvistiéndolos para los meses estivales.

Aun así, mi memoria recurrente volvía una tras otra vez a mi antigua maestra. Una mezcla de excitación más pretérita que presente se manifestaba provocando que el recuerdo fluyera perlando mi frente de sudor. Mientras mis compañeros intentaban convencer a los trabajadores de que depusieran su actitud, yo seguía con la palabra “seno” rebotando en mi interior. Seno convergió en todas las ramificaciones fantasiosas y definitorias que he conocido: teta, pecho, busto...
Tanta vorágine pensativa, quizá que llevaba sin dormir muchas horas planeando esta jornada reivindicativa, la emoción de haberme encontrado con Marta, o saber que la vida sigue contando con nosotros pese a nuestros gobernantes, ha hecho que no dijera nada a favor de mi colega. No me he enfrentado a esos vigilantes que ladraban, a esos jefes que intimidaban, a esas dependientas que no sabían, que no contestaban. Me he apoyado en una de esas figuras esbeltas siempre, de mujeres y hombres, esos muñecos modélicos. Modelos que en ese momento estaban semidesnudos esperando a enfundarse el verano. He sido un mero observador ciego, mudo y sordo hasta que la voz estridente del dueño me ha rescatado del ensimismamiento:

- ¡Vale, vale! Tenéis razón, por una vez tenéis razón: cerramos el comercio. Pero dile al sindicalista ése que le suelte la teta a la maniquí –Ha sentenciado-