sábado, 11 de febrero de 2012

YO ESTOY VIVO Y VOSOTROS ESTÁIS MUERTOS


A Consol, por su amistad.
Este relato es tuyo.


Deslizo la mirada por la página penúltima del libro de Carrère que estoy leyendo. Escruto esas letras donantes de tristeza, de amargura, de aflicción o de cualquiera de los antónimos de lo que debería ser el feliz desenlace de las historias de este novelista francés leído a diestro y siniestro. Siniestro.
Estoy deseando terminarlo porque, entre otras razones, es uno de esos libros que incitan a escribir. Que los lees y acabas envidiando esa capacidad para narrar. Necesitas intentar crear algo similar, o algo para contrarrestar, o algo para comparar, o algo a modo indicativo para que tus amigos, los que te lean por estos lares de la virtualidad, acaben arribando a la estación terminal de este literato galo.

Acelero la mirada por esa página penúltima del libro. Me queda poco recorrido para llegar al punto y final.
Pero también es cierto que me urge ya, a estas alturas, hablar sobre este francés letrado, sobre este escritor de culto, sobre los ritos literarios que ha abrazado para convertirse en el biógrafo de la muerte. Porque los hay de políticos, de deportistas famosos, de famosos televisivos, de actores encumbrados al séptimo cielo, y de otras personalidades difuntas que se fueron sin tener tiempo de manifestar su última voluntad y cuya voz, una vez fallecidos, alguien de su entorno resucitó a través de verbos ajenos.

He leído dos novelas de Carrère, las suficientes, creo, para cerciorarme de lo que me queda por aprender y sorprenderme.
En mi primera incursión en su universo literario me di de bruces con unos personajes a los que el mar engulló. Sucumbieron bajo una ola gigantesca en las costas de Tailandia ante los atónitos ojos de sus familiares que contemplaban la escena desde una loma. El padre de uno de los ahogados le pidió que escribiera sobre ese suceso y, claro, este hombre que acaricia el teclado como quien afila una guadaña, tardó unos años en ponerse verbos a la obra. Pero se puso. Y lo hizo el día en que su cuñada, enferma terminal de cáncer, le pidió que contara a su familia, primero, y al mundo, después, sus últimos meses de confinamiento en la jaula en la que se había convertido su no existencia eterna. Murió ella y empezó a escribir él. Y cuando lo hizo se acordó de aquella petición formulada por el padre de una de las víctimas del tsunami. Así que hiló una historia con la otra y acabó paseando de la cintura con la más oscura de todas las damas.
La segunda novela que he leído es la que he abandonado para tomar un café mientras miro por la ventana y dejo que estas letras se posen en mi cabeza amenazando con descender hasta la pantalla del portátil.

Y si en su primer libro me hablaba de esos seres que habían perdido su apuesta con la vida, en “El adversario” no hace otra cosa que darle más vueltas de tuerca a la tortura emocional del lector. Es una obra muy al estilo de la sangre fría de Capote. Narra la vida doble, la de verdad y la de engaño, de un personaje que existe y que cumple condena por haber asesinado en el año 1993 a parte de su familia. Con el miedo en el cuerpo a ser descubierto, viéndose acorralado por las personas a las que había estafado y engañado durante los últimos veinte años, no se le ocurre otra cosa que matar a su mujer, a sus hijos, a sus padres y al perro de sus padres. Intenta también suicidarse pero es rescatado por los bomberos. En el sumario queda claro que no lo intenta a fondo, que tarda mucho, que casi espera a que lleguen los equipos de rescate antes de atiborrarse a pastillas. Queda corroborado que en el arte de matar es docto y en el arte de morir, un cobarde.
Después, el juicio. Tras éste, una condena a cadena perpetua revisable. Dentro de un par de años, para el dos mil quince, la libertad. Saldrá a la calle con sesenta y un años, alguna carrera universitaria, protagonista funesto de algunas películas francesas, de una española protagonizada por Coronado, antihéroe literario, destilando cristianismo y dando ejemplo de lo que curan y resarcen las cárceles. Y todo, gracias a este prosista convertido en biógrafo de la muerte en cualquiera de sus manifestaciones.

He empezado a escribir este texto a las siete de la mañana. Era cierto, entonces, que me quedaban dos páginas para enterrar “El adversario” en la estantería de los leídos. También es cierto que he mirado por la ventana, con un café en la mano, mientras de reojo contemplaba la novela bocabajo, abierta por el punto de lectura, esperándome. Y también es cierto que se acerca el día del taller de literatura y que aún no tengo nada escrito. Me he puesto a pensar, como suelo hacerlo cada vez que intento hilvanar mi pasado con mi presente para componer algo legible. Sucede que, muchas veces, una novela, una canción, una noticia, abren la puerta de mi conciencia y sólo la abandonan convertida en relato. Y mi sexto sentido para con las letras lleva días avisándome de esta cocción que mis dedos teclean en estos momentos.

He llegado a mi despacho, en el centro de Girona, a las ocho de la mañana.
A las diez bajamos al bar de siempre a cafecear con los compañeros. A pasear mi punto de vista por el resto del local. Contemplo a las personas como queriendo hacer un casting a las musas. Observo la calle y sus transeúntes con el mismo propósito. Me detengo en las caras y me entretengo en los escotes. Me enternecen los ancianos que caminan cogidos de la mano y me enervan esas personas que visten a sus perros para combatir este frío azul con el que nos obsequia el invierno. Pobres animales en manos de ridículas personas.
Leyendo el periódico cargado de noticias asesinas, de crisis financieras, de equipos que ganan, de la banca que gana y suma, pienso que ya no dispongo de ningún libro para amenizar los cafés de la sobremesa. Determino pasar por la librería después de las tres de la tarde. Porque cuando no tengo ninguno aguardando en la sala de espera, noto que algo me falta y me aborda un sentimiento de intranquilidad. Supongo es el mono que sufren los yonquis de la literatura.

Pero a las dos y media mi teléfono móvil ha emitido un sonido de alerta: mensaje de una compañera de trabajo y también amiga. Me ha dicho que viene a Girona, que le gustaría comer conmigo, agradecerme que haya estado ahí, apoyándola en su lucha contra el cáncer de pecho que ha padecido. Totalmente recuperada, quiere brindar por su gesta y mis gestos. Así que acepto. Bien. Las noticias buenas, por fin, que, aunque son cada vez más escasas, también acaban llegando…

A las tres, en el restaurante que ella ha escogido, la observo. Sentada enfrente, sosteniendo la copa de vino tinto, sonriéndome como si hubiera regresado victoriosa de una travesía a pie por el desierto del Sahara, me comenta algo así como que por fin ha conseguido expulsar los demonios de su cuerpo. Ese infierno que la habitaba se ha apagado. Es curioso porque muchas veces utilizo en mis escritos esa expresión: algo que me habita: el temor, la duda, la esperanza también, los pájaros que me anidan a modo de metáfora para no repetirme con lo de habitar, y así un extenso etcétera de cuerpos extraños, de emociones conocidas que acaban haciendo de mi cuerpo su morada.
La quimioterapia ha exorcizado el tumor. Lo ha reducido a un recuerdo. Un mal recuerdo que con el paso del tiempo se extinguirá convirtiéndolo en un mal sueño, unas veces, y la pesadilla de un nuevo brote que la hará despertar jadeando en mitad de la noche, otras.

Mientras departimos, su mano izquierda se aferra a la servilleta. Cada dos o tres bocados, sus dedos la sueltan e inician un camino mil veces recorrido: como un acto reflejo actúan sobre su pecho queriendo verificar la cura. Al saberlo ahí, en su sitio, recuperándose, vuelven al plato y su rostro es otra vez el de una persona y no el de una sombra obedeciendo a su instinto. Me he dado cuenta que lo hace de manera mecánica. No es consciente en ese momento que sus manos buscan su pecho, que tira de la camisa como si le molestase el tacto que oprime a su piel resucitada. Opto por no hacerle muchas preguntas respecto a lo que ha sufrido aunque no hace falta pues, es ella, necesitando auto convencerse, la que me obliga a hablarle de su padecimiento pretérito. Es ella la que se asusta cuando ve que no miro nada, que no viajo a otras mesas, que no descanso mi mirada sobre las demás personas que llenan el local haciendo comentarios sobre éste o aquél o las de más allá. Es ella la que me dice que todo está bien, que vuelva a ser yo, que disfrute del tapiz de colores y sabores en los platos, del paisaje humano de la sala, de este hoy con honores de futuro.

Repasamos todo lo que concierne a nuestro trabajo. Correos está mal. La situación financiera está mal. La crisis asedia a la clase trabajadora y la clase trabajadora, cada vez más hostigada, amenaza con levantarse contra la política antisocial de los que nos gobiernan con más pena y sin gloria alguna, y un etcétera que se extiende hasta los postres. Después regresamos a su enfermedad vencida. Dice que se siente como un preso que recobra la libertad:

- Un preso confinado injustamente por un delito no cometido- Añado

Conversamos sobre lecturas y escrituras. De lo mucho que leo y de lo casi nada que escribo.
Así que cuando quiere saber qué estoy leyendo ahora le repondo que nada. Que he terminado una lectura por la mañana y que al acabar de comer entraré en la librería más cercana para adquirir una novela.
Mientras la cucharilla dibuja círculos diluyendo el azúcar en su cortado, sin apartar la vista de la servilleta, me pregunta si he leído algo más de aquel chiflado francés que escribía sobre asuntos escabrosos. Carrère, he puntualizado yo. Sí, ése, el que viste, calza y, además escribe de miedo sobre la muerte, aclara ella.
Le contesto que el libro que he finiquitado hace unas horas es el segundo libro que he leído de él. Al decirle el título de las dos obras, ha vuelto a iluminar su rostro una sonrisa plena:

- No hace falta que vayas a ningún sitio –dice sonriente y guiñándome.

- ¿No? ¿No me pedirás que escriba algo, verdad?

- No, no pienso pedirte que escribas nada. Ya eres grande para saber lo que te conviene…

Extrae de su bolso un pequeño paquete. Asevera, antes de dejar que lo descubra, que gracias a mí ha conocido al tipo ese francés cuyo nombre no recuerda. Ella, durante las sesiones de quimioterapia no hacía otra cosa que enfrentarse a la verdad de su enfermedad a través de los ojos y la letra de Emmanuel C. Que nada es eterno, lo sabe, pero que entregarse a la lectura de libros que no hacen distinciones entre la vida y la muerte es sentirse como el náufrago que avista la costa tras una travesía de la que estaba seguro, no saldría con vida. Que es más natural un fallecimiento que un alumbramiento.

Vuelvo a creer que la he entendido, y lo creo mientras tecleo este día y mi cabeza sigue en esa mesa a punto de descubrir el regalo.

- Ten, esto ya sabes que es para ti. Si no te gusta, o prefieres otro, o lo tienes, aquí tengo el comprobante de compra –puntualiza-

Mis manos han reptado por la cubierta de la novela. He abierto, como suelo hacer por inercia desde que era niño, el libro por la mitad y lo he olido. Los libros nuevos siempre huelen a vida, vaticinaba mi abuelo.

Y me centro en el título del libro para cerrar esta crónica:

Yo estoy vivo y vosotros estáis muertos, de Emmanuel Carrère.