sábado, 24 de septiembre de 2011

ESTÁ PASANDO



Dedico este relato a OPin, un buen amigo, aunque él no lo sepa, un mejor socio, aunque no le corresponda como merece, un buen y apreciativo lector, buen escritor; domador de verbos, representante de sujetos y excelente comunicador, motivo por el que yo sigo aquí, entre otras razones y otros sabores.

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Todo lo que se leerá a continuación es real; tan real como la vida, como las emociones y sus llantos y sus risas, tan real como la crudeza y sus daños colaterales, tan triste como el llanto de un niño, tan vivo como la muerte, tan verdadero como la mentira y tan amargo como las canciones que bombean corazones abonados al abandono.
Así que cualquier parecido con la ficción es mera coincidencia.

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Los presidentes europeos se reúnen en París, Madrid, Lisboa, Berlín, Roma, Barcelona, Londres. Los presidentes mundiales se reúnen en las ciudades de antes, además de Washington, Nueva York, Tel Aviv, Sao Paolo, Buenos Aires, Moscú, Tokio y algunos etecés de mundo primerísimo. Mi pregunta es: por qué coño no se reúnen en cualquiera de las urbes de Costa de Marfil, Somalia, en alguno de los campamentos del Frente Polisario, en Sudán del norte, en el nuevo e igual de pobre Sudán del sur o en la devastada Puerto Príncipe. La respuesta, asevero, es porque se la sudan estas situaciones. No pueden ir a Somalia puesto que tendrían que repartir su opípara comida con los más pobres del lugar y de los lugares conocidos.

La hipocresía política que amamanta y ensucia la sociedad, sube más que el precio de la vida, allá donde exista vida. El mundo se muere de hambre y los políticos se mueren de risa repartiéndose el pastel libio. Se frotan las manos para exorcizar el frío de la culpa mientras se comen un país y cuentan veinte hasta asediar con sus fichas nuevos objetivos. Acojonante.

Y en esa subida de telón se ve a un puntilloso presidente francés y su séquito, a un presidente español y su resucitada Trinidad, a una canciller alemana, amarga como el culo de un pepino y sus colaboradores y a un presidente italiano escoltado por una docena y media de secuaces de la dolce vita. Digo yo que si han de reunirse los mandatarios, que lo hagan solitos, sin miedo a nada. Que no tiren de cortejo festivalero. Porque si les preguntas, puede que te contesten que donde come uno, comen dos, y donde lo hacen dos, comen tres. Esto, por ejemplo, no saben aplicarlo a Somalia. Si allí lo hicieran extensivo, más de uno tendría algo que llevarse a la boca. Pero Somalia, como otros países, ha sido excluido del atlas de la bondad humana.

Mientras tanto, los telediarios continúan emitiendo en directo desde Madrid, cuando el papa de los persignaos llega besando suelos y recogiendo llaves. Y emiten en directo desde el estadio donde se descerebra una final deportiva. Y se desplazan a la puerta del sol a radiar desde la entrada del nuevo año. Y hacen su agosto emitiendo miedo mediático desde ese pueblo asolado por la ira de algún Dios impío. Y apostan sus medios técnicos y humanos en una basílica para retransmitir en riguroso directo una irreal boda real.

Y los noticiarios se olvidan pronto de Haití, de Somalia, de los Sudanes de antes, de los polisarios y sus frentes, de los que, ebrios de pena, mueren de hambre y sed.

En fin, antes, cuando comía frente a la tele y las moscas de un cuerpo abierto en canal amenazaban con colarse en mi dieta cambiaba de programa. Ahora lo hago cuando un Rajoy enardece; cuando un Zapatero languidece ahogándose en su propia mentira; cuando una Aguirre no ofrece esperanzas a los que educan, vengándose de los que la reprendieron por no llevar hechos los deberes; cuando una ministra de defensa, otrora pacifista, estrecha manos y declara guerras de intenciones; cuando un Chávez no da un chavo por sus ciudadanos; cuando un comunista olvida que los pueblos necesitan realidades sociales y no utopías; cuando los verdes sólo defienden el color de los euros que tapizan valles; cuando los nacionalistas se dan de hostias por representar a su partido en Madrid alojándose en hoteles de plazas Españas de cinco estrellas y desayuno con diamantes de por vida; cuando un Gallardón guiña a los de centro izquierda con el ojo tuerto; cuando, en definitiva, unos anuncian recortes y otros subidas que alejen de nosotros la posibilidad de alcanzar un nivel de vida digno.

La sanidad está en fase terminal, la enseñanza declina y deviene en añoranza porque cualquier tiempo enseñado fue mejor. Los profesores se alzan en armas de colores y gritos conjugados contra aquellos que quieren aniquilar la docencia empuñando la indecencia lectiva. Los comedores sociales se colman de bocas que suplican un bocado. Los ricos amenazan con manifestarse si les suben los impuestos y los pobres y sus sueños duermen en camas separadas.

Mientras todo lo anterior acontece, los políticos estrenan campaña tendiéndonos la mano para cercenarnos los dedos cuando guarezcamos nuestros cinco lobitos entre sus promesas de bajo coste y huera intencionalidad.

Voy a cenar, ahora que el telediario ha anunciado lluvias que nunca arreciarán. Otros, los del tiempo…

A la una y media de la madrugada no puedo dormir. No quedan ovejas suficientes en el rebaño. Me levanto con la intención de conectar el ordenador y hablar de algo a alguien o combatir mi soledad insomne con algún “ciberalma” gemela al otro lado del muro que la tecnología ha levantado y que escalamos una vez sí y otras también para darnos a desconocer. Pero hoy no hay nadie en ningún sitio.

En cada poro de mi piel estallan las bombas informativas del telediario de la franja nocturna. Los fotogramas de la serie que he visto después pasean por mi memoria y las canciones que he disfrutado mientras le daba esquinazo a Morfeo, vuelven a sincronizarse conformando una banda sonora desolada. Últimamente creo que todo a mi alrededor se apaga, que la crisis mundial ha inoculado su veneno en mi cuerpo, que me está venciendo el temor a no ser nada de lo que un día me propuse ser.

Me he preparado un café y he sentado a Alonso junto a mí. He encendido la tele con el propósito de quedarme dormido junto al gato y frente a las noticias asesinas o las chicas ligeras de ropa que desfilan por mi pasarela catódica. Pero ni noticias asesinas, ni chicas reclamantes de mi excitación, ni teletiendas, ni anuncios con músicas pegadizas, ni series mil veces repetidas. No. En la pantalla se anunciaba en letras azules: “Anvil, el sueño de una banda de rock”. He pensado que qué bien, que no me iría nada mal un documental para señalarle el camino a mi cansancio irreverente.

Pero mis ojos se han abierto como platos, mi alma se ha contraído un poco más, si cabe, con esa historia. Una crónica de superación, de perseverancia, de buscar y hacer; de buscar hacer lo que uno realmente quiere en la vida. De no dar el brazo a torcer ni la partida por perdida. La historia, que es real como la que estoy escribiendo, nos presenta a un grupo de rock canadiense que por los caprichos de un destino cabrón acaba no haciendo nada. No triunfan, no venden discos, no hacen giras multitudinarias, no encuentran discográfica, no se escuchan en el hilo musical de los supermercados mientras hacen la compra a duras penas con lo que se sacan trabajando de repartidores, unos, de profesores, otros, de nada, los demás. Pero no ceden. No venden sus sueños, no queman sus naves. Viven recordando la gira que les hizo famosos en Japón durante unos meses. Recuerdan que entonces los germánicos Scorpions empezaron su cuenta atrás hacia la gloria, y el roquero Bon Jovi se hizo infinito en el escenario y saltó hacia el número uno en las listas de venta de discos. Todos ganaron cantando, tocando y musicalizando sus historias. Todos sembraron y recogieron. Todos, excepto ellos: los Anvil, cuya música quedó en barbecho durante décadas. Nadie se explica qué pasó, en qué momento desparecieron del radar del éxito efímero, ni cuándo la ventura decidió soltarles la mano y ponerles la zancadilla.

Han sido casi dos horas de cine. De cine emotivo, sensitivo. De cine, en todos los sentidos.

He vuelto a emocionarme cuando preparaba un café y evocaba la epopeya musical que acababa de ver, esa hazaña del quiero sobre el puedo.

Con la taza en la mano he ido hasta el ordenador. Necesitaba una historia. Porque cuando llevo días sin escribir, el cuerpo me pide letras, la sangre se me transforma en tinta y mi cabeza gira en torno a lo que deseo contar. Es entonces cuando en los semáforos en rojo se me aparecen los recuerdos que piden ser plasmados en este lienzo fluctuante. Y es al compaginar la conducción con la audición de mis músicas, cuando tengo la certeza de que los pájaros que me anidan pueden alzar el vuelo.

Así que me he sentado delante del portátil sin saber qué capítulo iba a continuar. Y no fluía nada. Y el folio catódico, cuadriforme y apantallado seguía virgen.

He acabado releyendo un correo-e de una amiga que se está construyendo una casa, pero no una casa cualquiera, no; la casa de sus sueños. Está cimentando su futuro ladrillo a ladrillo. Simultanea el trabajo en una clínica con la colocación de piedra sobre piedra. Se ha dado cuenta de que las piedras, una vez dejas de tropezar con ellas, son útiles si quieres sacarle partido a tus deseos. Y una casa, embajada para tus ilusiones, puede ser el mejor de los futuros presentes.

He buceado por mi biblioteca musical mientras buscaba información y contrastaba lo que había visto hacía poco rato en la tele con lo que me ofrecía la red. Y todo concordaba. Los Anvil no sólo existieron sino que existen. Que actualmente son más el resultado de la exhibición de ese documental en las salas de todo el mundo que la concesión a sus deseos formulados cada vez que soplaban las velas de un pastel de aniversario. El cine, al parecer, les ha dado una segunda oportunidad.

He acabado poniendo a buen recaudo toda la información obtenida por si un día decido escribir sobre ellos. He abierto una página erótica y otra, y otra. Y tras erotizar mis horas nocturnas y vestirme de caricias, he preparado otro café, sintiendo que más cansado no puedo estar. Que las noticias funestas del último telediario, que la carga emocional de los viejos roqueros que nunca mueren, que rendirme sin lograr derramar una sola letra ante la invitación de un folio, que asomarme, taza en mano, a mi madrugada y masturbarla porque lo de contar ovejas no funciona, provocará que duerma con un angelito con sexo, o harto de él.

Las seis y media de la mañana.

Me siento en el sofá desde el que contemplo las vías del tren. Un convoy cargado de mercancías se acerca a la estación de Girona. Otro, cargado de cuerpos adormecidos, silentes, nace de ella. Se dirige a la ciudad Condal con los primeros pasajeros; estudiantes universitarios, hombres de negocios, y desempleados que se echan a la calle buscando dejar de estarlo.

El cielo preña de una claridad incendiaria el horizonte y el amanecer motea las fachadas.

Desde mi rincón escucho la señal horaria de las siete. La vida contemplativa engulle mis horas y el insomnio se la tiene jurada a mi reloj biológico. Algo así debe ser.

Vuelvo a la tele apurando los últimos sorbos y prometiéndome que intentaré descansar en breve. En el avance informativo hablan de los presidentes europeos que se reúnen en París. Que los últimos bastiones gadafistas están al caer, que lo que ayer era bueno para algunos hoy es malo para todos, que el pan sube, que el hambre se dispara, que la suerte de la vida está echada, que el destino está escrito con faltas de ortografía, que el futuro se frota las manos cuando ve lo que se le viene encima…

Casi las ocho de la mañana cuando desconecto todo. Nada he escrito hoy. Deposito la taza en el fregadero, dilucido si fregarla, pero acabo respondiendo al refrán “si lo puedes hacer mañana, para qué ocuparte hoy”. Acaricio mi gato que ronronea mi tacto, atranco puertas y ventanas para barrer el paso a un sol voraz.

Me tumbo sobre la cama con el sabor del café en el cielo de mi boca, con el olor a sexo autónomo en mi diestra, con la canción “metal on metal” sonando en mi interior y, tras cambiar ovejas por ladrillos, empiezo a contarlos y apilarlos, a ver si así ayudo a construir esa casa allende los sueños.

Y amanece, que no es poco, justo cuando mis ojos se cierran y resucitan este texto.