sábado, 4 de junio de 2011

CORAZONADA


“y en cuanto acabó de zurcir las heridas de
las noches mal dormidas llegué yo
y le llené de flores el jergón para los dos,
sin espinas de colores, que se rieguen
cuando llore y cuando no, las sulfatamos
con nuestro sudor,
y me confesó, cuando quieras arrancamos que
en las líneas de la mano lo leyó,
que se acabó el que la quemara el sol,
pero se asustó, ¡cómo te retumba el pecho!,
tranqui, solo es mi maltrecho corazón,
que se encabrita cuando oye tu voz”


CORAZÓN DE MIMBRE. MAREA


***


-Pálpito, decía mi abuelo.

He abierto los ojos a las nueve menos cuarto. Ayer tardé en conciliar el sueño, las ovejas, hartas, huyeron despavoridas a pastar en otras mentes.
Alargando el brazo he sintonizado una nueva emisora. Quería escuchar a la gente, quería noticias frescas. Pero al final la gente se enzarza en guerras dialécticas y las noticias pasan de la frescura de la vida a la tibiez de la muerte. Guerras de todo tipo dibujan su campo de batalla en el desayuno de las ondas.
La habitación vuelve a quedar en silencio. Adivino el sol que lucha por colarse buscando una rendija para amanecer a este lado. Me desperezo aún en la cama, junto los pies acariciándome las piernas con los dedos. Doy por acabadas estas maniobras orquestales en la oscuridad cuando me estiro emitiendo un quedo bostezo.
Sentada sobre el borde, busco entre los claroscuros el rincón donde anoche esparcí mi ropa interior. Salto de la cama con el móvil en la mano. Desde hace tiempo es un apéndice más. Es ahora cuando recuerdo que he soñado. Es ahora cuando sabiendo que he soñado, ignoro el contenido. Vislumbro personajes que no consigo etiquetar, no logro adivinar qué calles son por las que transita mi subconsciente y sus devaneos nocturnos. Sólo sé que cuando me he incorporado mis pies no temblaban, no me faltaba el aire y una sonrisa se abría paso en mi rostro.

Preparo un café que saboreo mirando por la ventana. La calle está desierta. Nadie se acerca a mi portal. Me acuerdo, otra vez, de mi apéndice electrónico. Miro la pantalla: ningún mensaje, ninguna llamada. La felicidad, a veces, dista sólo un par de tonos; un aviso con ese mensaje que tanto anhelas descifrar. Esa comunicación privada que se crea entre tú y quien tú quieres.

Mientras la taza viaja a mis labios, rememoro el sueño. En él mi abuelo me dice que cada vez que sentimos que algo bueno está a punto de sucedernos, se trata de un pálpito. Pero es la voz de mi abuela la que lo contradice jovial, diciendo que eso no es así. Que no se llama pálpito. Que la verdadera expresión de futuros alegres es otra palabra que no consigo descodificar, quedando atrapada entre las sombras de mi somnolencia.
Eso ha sido lo que ha hecho que deguste con más intensidad este café. Ha sido el saber que quizás algo bueno está a punto de sucederme. Que la alegría volverá en forma de llamada, que la llamada se producirá de un momento a otro, que algo puede cambiar.
Beso el borde y el café amargo alcanza mi boca inundándola de placer. Es un beso en toda regla. Como esos besos pretéritos que quieres que regresen, que quieres volver a sentir, necesitando que se posen como mariposas sobre tu sexo, sobre tu cuerpo, sobre tus labios.

Me noto cansada. Cansada y tediosa.
En la ducha tengo que sentarme en el taburete colocado ahí para hacer más distraídos estos momentos y darle esquinazo a la soledad. Mientras el agua resbala por mi desnudez escucho de fondo la radio y, tras la ventana, una vecina llama al orden a los gatos callejeros que anidan las cornisas. Las voces se confunden con el ruido relajante de mi baño. Cierro los ojos y separo los labios. El agua se cuela en mi boca, la aguanto y la termino escupiendo cuando noto que me falta el aire. Acaricio mi cuerpo, las manos recorren cada rincón y las yemas se distraen trazando caprichos en la piel.
Cuando regreso a la cocina ya tengo otra vez el móvil en la mano. No hay descanso para la espera. Es mi nexo con la realidad, con la necesidad, con lo imposible. Porque mientras avanza la mañana empiezo a estar convencida que no va a sonar. Que no emitirá señal alguna que dé la razón a mis sueños, al pálpito definitorio de mi abuelo. Y todo quedará como está. Todo menguará y la felicidad alimentará mi pasado, resistiéndose a mi futuro. Miro por la ventana, otra vez. El sol lame las aceras y los escaparates se llenan de anónimas sombras y de parejas de amantes donantes de placer.

Necesito cobijarme en la lectura del último libro de Marías. Me enamoro fácil y eso, en mí, es un problema. No hay corazón que aguante tantos amores. Compagino la lectura con la audición del nuevo trabajo de ese viejo cantautor que una vez le canta a sus musas y otras le escribe letras de neón a su Magdalena.
De vez en cuando consulto la pantalla del teléfono. Temo no haberme percatado del aviso. Quizás mi hilaridad aguarde en la bandeja de entrada.

En días como hoy me visita todo mi pasado. Ha empezado por mis abuelos, dejando que pueblen mis fantasías oníricas. Y ahora acabo de descubrirme pensando en él, preguntándome qué andará haciendo ahora, y con quién andará haciéndoselo. Entre pasado y futuro se cuelan ilusiones y realidades. Es como cuando estás al borde de la muerte, que toda tu vida cruza ante tu mirada en un minuto. Debe ser lo que le acontece al suicida, que una vez aprieta el gatillo sólo le queda tiempo para morir, si es certero. Pero si la torpeza que lo lleva a esa situación insiste en acompañarlo al más allá, le dejará tiempo para que se arrepienta, para que esos pensares se posen como alas en las retinas por las que la muerte le guiñará un ojo.

Tornan a mi cabeza esos mensajes furtivos y esas conversaciones que hacían de la noche nuestro refugio. El teléfono ardía y los oídos sudaban. El sexo hervía y la voz empapaba el deseo. Acabábamos a las tantas, febriles, y al día siguiente buscábamos otra vez la conexión, el punto de partida, el kilómetro cero para nuestra ventura. Resuena en mi interior “corazón de mimbre” del grupo que tanto le gustaba. Insistía enfáticamente en que me dejara seducir por la voz ajada del cantante. Me cercioro que mientras tarareo esa canción necesito exhumarla y la busco con ansia entre mi biblioteca musical. He perdido la cuenta de las veces que me la envió en MP3 hasta que consiguió mi capitulación ante su corazón mimbrado.
Nos reíamos cuando escuchábamos esas noticias que advertían del uso abusivo de los celulares. Podían provocar cáncer, o daños cerebrales, o cosas por el estilo. Y tras las risas, los besos, y tras los besos, el amor nos hacía y nosotros lo convertíamos en sexo, y tras el sexo, la conversación infinita, y tras ese infinito hablado, el silencio, y tras el silencio, la aciaga despedida, y tras la despedida, la vuelta al hogar dulce hogar donde otro mundo, otra vida, otros protagonistas nos esperaban ofreciéndonos cotidianidad.
Pero el teléfono enmudeció. Mi cuerpo dejó de responder a sus caricias y sólo se manifestaba, cada vez menos, cuando su recuerdo se enquistaba en mi cabeza. Entonces, el placer, aunque distante, volvía a consumirme.

Sentada frente al portátil, mientras me dejo acariciar por la inconfundible voz de Kutxi Romero, pienso en mi carrera, truncada en mil carrerillas por la falta de posibilidades. Al final, esas oposiciones me salvaron, y conseguí una plaza en la diputación provincial donde lo conocí. Me doy cuenta, mientras vivo este día, que mi memoria recurrente se ha aprendido su nombre. Y lo evoca, jugando conmigo, trayéndolo, postrándolo ante mí. No puedo evitarlo: estas ganas de nada menos de él, que cantaría el de amante de las musas, me hieren.

Termina la canción. La he escuchado tres, cuatro, varias veces. Necesito estirar las piernas. Y las estiro lo justo para recuperar el teléfono que se había quedado rezagado junto a los enamoramientos de Marías. Miro la pantalla, la miro mucho, como si la insistencia de mi mirada consiguiera que se iluminara anunciante. Pero el teléfono, como la vida del suicida, parece que ha expirado. Que ese pálpito sólo ha sido una falsa alarma. Un tsunami que nunca alcanzó la costa.

A la hora de comer enciendo la tele. Supongo que no tengo bastante y necesito la camaradería de un telediario sembrado de noticias funestas: De hundimientos de bolsas, de explosión de burbujas, de salarios congelados, de niños quemados por el sol y abandonados por la vida, de terremotos en zonas pobres donde ningún dios tiene segunda residencia, de asesinatos a sangre fría, de revueltas contra el sistema, de sistemas de represión contra esos indios que se niegan a abandonar sus selvas para que las autopistas a ningún cielo las atraviesen, de un accidente múltiple en el que han perdido la vida no sé cuántos que venían de celebrar un ascenso a primera división y de las protestas de esos trabajadores abocados a vagar como alma en pena buscando una oportunidad que ilumine el crepúsculo de su vida laboral. Hoy, ni a la hora del tiempo hay buenas nuevas. Un frente se cuela por el norte peninsular amenazando esta primavera que aún no ha tenido tiempo de curar el invierno.

A las cinco preparo un descafeinado y vuelvo a sintonizar una emisora. Por la ventana de las ondas, un locutor de moda que abandonó la jungla urbana de su Venezuela represiva para instalarse en los programas nocturnos donde contertulios jugaban a ver quién insultaba con más elegancia, habla de corazones llenos de alegría. Dice que el suyo, de tanto amor, de tanta dicha, está a punto de reventar. Que amenaza con romper su pecho y surcar campos de claveles bombeando placer. Repite una y otra vez que está agradecido a España, que lo recibió con los brazos abiertos y los armarios clausurados.
Menudo imbécil, qué sabrá de corazones, qué de felicidades. Cierro los ojos y lo insulto mentalmente, los aprieto hasta el dolor y asesino su buenaventura.

Me falta el aire y termino consultando el móvil. No, no suena, no está por la labor. Compruebo la batería, toco las teclas, hago una llamada a mi mejor amiga para comprobar que aún funciona. Me pregunta si va todo bien, si necesito hablar, quizás. No, sólo quería saludarte, escucharte un momento. Un hola y un adiós a modo de SOS. Se me pasa por la cabeza llamarlo a él, a ver qué tal está. A despedirme, quizás, a escucharlo una última vez. Pero me freno. Le prometí no importunarlo nunca más cuando se bajó de nuestra historia y los viernes se vistieron de luto.

En la cocina preparo un vaso de agua en el que diluyo un ibuprofeno. Desearía mezclarlo con agua de lluvia. Acercar el vaso a una nube preñada de invierno y combinar medicina y naturaleza en estado puro. Claro que con mi suerte, acabaría partida por un rayo. La cabeza amenaza ahora con estallarme, y no de felicidad precisamente. Apago la radio y el apartamento queda silente.
Dirijo mis pasos hacia la terraza y atisbo la plaza de aparcamiento vacía. Miro las plantas y huelo la huella que la vida ha depositado en los tiestos. La tarde declina y el sol empieza a lamer edificios en su peregrinar hacia el ocaso. Pienso en la suerte del astro rey. Se pasa el día lamiendo. Lame cualquier manifestación de vida en la tierra desde que sale hasta que se pone.

Me gustaría llamar a mi madre, a mi hermana o a alguna de mis amigas. Hablar largo y tendido. Pero supongo que la esperanza sigue siendo lo último en perderse. Y quiero, sobre todas las cosas y a cambio de todos mis sueños restantes, esa llamada redentora.
Descanso mi cuerpo en el sofá, junto a la “literaturiedad” enamoradiza de Marías. Dejo que sus letras me acompañen hasta la hora de cenar algo presuntamente sano.
Me siento en la mesa. Dispongo el cubierto, una copa con agua mineral, un plato con una sopa de verduras y el teléfono cerca, próximo a mi corazón, a mi alma, a mis ojos acristalados.

A las nueve, mientras desvisto un kiwi, el móvil emite un sonido: llamada entrante. No es él.
La voz de mi mejor amiga, disfrazada de jovialidad, irrumpe:

- ¿Qué? ¿alguna novedad?
- No, ninguna. Todo sigue igual. Este teléfono no está concebido para las noticias buenas, ni para los acercamientos.
Tras una brevísima conversación, finiquito la llamada.

Vuelvo a mi rutina, a mi espera cotidiana. Necesito llorar y no lo consigo. Las lágrimas se declaran insumisas y no descienden, como en anteriores ocasiones, por el eslalon de mi tristeza. Tras apagar las luces de la casa, casi a tientas, pongo un cedé en el equipo de música. La voz de Mariza acapara mi atención e invoca mi descanso.

Abro los ojos de par en par. Mi punto de mirada se abre paso a través de la espesa negrura. No sé qué hora es ni cuánto tiempo habré permanecido mecida por los latidos de Morfeo.
Pero el teléfono suena con la insistencia de las prisas, irreverente. No cesa hasta que lo alcanzo. Mientras, mi corazón desbocado amenaza con huir sin esperar segundas oportunidades.
Es él.
Es él.
Es él y su voz suena dulce como la miel, tranquila como la de un domador de canciones.

- Si te llamo a estas horas sólo puede ser para darte buenas noticias. En una hora pasará una ambulancia a recogerte. Tenemos un corazón para ti. ¿No te morías de ganas de tener una cita con la vida?

Tras colgar el teléfono, la voz de mi abuela emerge de entre los sueños para corregir a mi abuelo:

- Corazonada, se llama corazonada.