martes, 18 de mayo de 2010

MATÍAS


El despertador proyectaba la hora en dígitos rojos contra el techo del mundo conyugal. A las siete descifró el código. Se levantó.

Salió a la luz que se filtraba por la ventana mal ajustada de la cocina. El mundo, pensaba, se colaba incómodo y renqueante por esas rendijas. Seguro llegaría el día en el que atendiera las plegarias de su mujer antes de que se convirtieran en súplicas, y repararía el ventanuco. Permitiría que la vida se filtrase de golpe, no por entregas. Que amaneciera a tiempo y no a destiempo. Que las horas llegaran juntas, y juntas iluminaran los objetos alineados en perfecto desorden sobre el poyo de la cocina. Porque muchas eran las veces en las que Ana, antes de entregarse en cuerpo y alma a Morfeo, dejaba algunos cacharros mal distribuidos, sin orden ni lógica. Se iba a dormir, despidiéndose con un lastimero –buenas noches- . Él se quedaba apurando el último café del día, viendo la tele, escuchando la radio, leyendo alguna novela, soñando con emular a sus escritores favoritos en vidas y obras, masturbándose con los sueños antes de abandonar la atalaya nocturna desde la que contemplaba las luces de la ciudad.
Así que Ana, dejando las cosas por doquier, confiaba en que algún día se levantaría y el milagro se habría ejecutado, los sueños cumplidos; que se encontraría todo recogido. Cada cosa en su sitio. Que tendría tiempo para ella sin estar pendiente de personas, animales y cosas.
Más de muchas veces obtuvo la promesa de que al día siguiente, y al siguiente del siguiente, se encontraría todo como una patena. Pero los primeros rayos de sol le iluminaban su estrellada realidad. Encontraba sus sueños en el sumidero, ahogándose. Ni con los rayos solares, ni con las nubes, ni con los claroscuros, el hada patena había hecho acto de presencia para dejarlo todo en su sitio.

Sin embargo a él le gustaba jactarse de lo mucho y bien que ayudaba en casa. Así había sido, al principio de los principios. Pero nada más y sí mucho menos. Presumía del sexo en carne viva que consumía con su mujer, de los polvos robados a las estrellas y entregados en mano y en besos a ella. Pero a la hora de la verdad, todo era un cúmulo numérico, bien definido, de despropósitos y mentiras. Ni follaba tanto ni tanto ayudaba. Y la redención no asomaba por el horizonte.
Pero un día todo cambiaría, pensaba mientras tomaba café y dejaba que los sueños sobrantes de la noche gravitaran en torno a su persona. Dejó los sueños en su sitio. En su no sitio. En la mesa de la cocina, sin orden, sin nada, ya los recogería alguien; su mujer, su hijo, el gato. A él le quedaba por delante una dura jornada de trabajo. Muchas cartas por repartir, muchas personas a las que saludar, muchos compañeros con los que compartir jactancias y cafés antes de enfrentarse a buzones y perros.

Llegó a la oficina puntual, como siempre. No regalaba un minuto. Nunca regateaba un minuto. No pedía tiempos muertos, ni se permitía recesos fuera de los horarios establecidos. Así que ahí estaba, en plan laboro, luego existo, a la hora justa y necesaria.

Empezó a clasificar el correo, a mirar las postales llegadas de lejanos lugares vacacionales. Las leía por encima, las olía, como no podía dejar de hacer desde sus principios postales en la jefatura de Correos de la ciudad. El olor de una carta del banco, de hacienda, de requerimientos judiciales, no le transmitía nada. Pero algunas veces obraba el milagro. Caía en sus manos una misiva con cuerpo, con olor; olor a futuro, unas veces, olor a fractura, otras.
A punto de acabar con la primera cubeta de objetos, entre las bromas de sus compañeros de distrito, una vez liquidados los reembolsos del día anterior, y tras haber ordeñado preceptivamente la máquina expendedora de bebidas calientes, la voz de su mejor amigo postal, sonó alegre:

- Andrés, tienes una visita esperando en recepción, supongo que será alguna queja.
- ¿Está buena?
- Joder, ¿la visita o la queja?
- La visita, hombre. Me apetece dejar todo lo que tengo entre manos. El cliente y sus quejas son lo primero.
- Pues la verdad, tiene su qué.

Así que salió a la luz del día recién estrenado. Ahí estaba esperándole. Su amigo tenía razón. Tenía su qué, y sus porqués. Casi un siglo de ambos.
Reconoció el rostro del viejo. Disfrazó su decepción:

- Hombre Matías, qué tal. Madre mía, no lo esperaba tan pronto por aquí. Aún no he decidido qué guitarra comprarle a mi hijo.

La voz vieja como la vida, sonó implorante:

- Lo sé, pero necesito su ayuda. Es referente a la carta que me entregó la semana pasada.

Se fueron al bar más cercano. Pidieron un café y un café con leche. Matías mojaba, nerviosamente, galletas que extraía de un bolsillo descosido de la chaqueta. Le contó su historia, parte de su vida, antes de pedirle que leyera las letras de Kasumi.
Andrés leyó la carta sin dejar de formular preguntas, sin dejar de contrastar pretérito y futuro, obviando un presente que estaba de paso. No dejaba de ponerse al día con cada frase. Descubría nuevos personajes, viejas vidas. No podía obviar nada. Devoraba cada letra, cada punto. Su corazón se aceleraba. Sus pulmones requerían más aire. Su piel se tensaba a cada párrafo al ver los trazos de la caligrafía, al ver a Matías a través de esos ojos velados, sin pasado. Era la carta que siempre habría querido escribir y recibir.
Volvía a congratularse por haber acertado, por haber tenido éxito en la entrega de la carta que un día llegó de Japón. De la carta dirigida a ese músico de canción ambulante, de alma arrestada, que ahora sorbía café y mojaba galletas mientras sus ojos lo escudriñaban.
Le hubiera gustado decirle que nunca había visto recompensada una entrega así. Su premio estaba escrito, sus ojos, viajeros e incansables aterrizaban sobre las letras.

El viejo Matías necesitaba su ayuda. Quería retomar el contacto. Necesitaba celeridad a la hora de enviar sus puñados de letras. No sabía lo que escribiría, aún, ni cuánto. Sólo que necesitaba hacerlo. Le pagaría con clases particulares para su hijo. Le obsequiaría con su guitarra, la que tantos acordes había regalado a su relación única.
No aceptó ningún trato. Quería ayudarlo. Lo haría con un placer infinito. Se encontrarían cada quince días, a la hora del café oficial, en ese mismo bar. La carta ensobrada, bien direccionada. Él se encargaría del franqueo. Le ayudaría a resolver algunas dudas y la depositaría en la bandeja de correo internacional.

Acabó su jornada laboral. Llegó a casa sin dejar de pensar en su nuevo cliente, en su alegría. A cada instante recordaba su voz, su entusiasmo juvenil. Le gustaba viajar a Japón de la mano de Matías. Un país, que tal como se lo presentaba, parecía tratarse de un aliado, amén de vecino.

Esa noche el hada patena apareció. Recogió todo, alineó objetos, cerró puertas y dejó preparada la cafetera para que Ana sólo tuviera que pulsar el botón y colocar la leche en el microondas. Prendió una nota en el cristal del baño advirtiéndole que tenía el desayuno en la parrilla de salida.
Esa noche no se masturbó, ni miró la tele, ni leyó nada, ni dejó que la música habitara su cabeza. Tampoco observó el mundo, como reza la canción, a través del cristal.
Recorrió el camino hasta su dormitorio. Buscó entre las sábanas el calor de Ana. Ella le murmuró algo mientras sujetaba su miembro erecto:

- Qué bien, Lázaro, has resucitado…

Follaron. Fue un colofón. O un punto y seguido, una cadencia de propósitos. Seguro, como no suele suceder en las películas cebolleras, no duraría mucho la alegría en la casa del pobre. Hay cosas que no cambian, así resucites tres veces.

Al día siguiente, antes de salir para el trabajo, besó a su hijo. La película seguía el guión acordado. Acarició a su gato cuando, ronroneante, zigzagueaba entre sus piernas. Las aceras lo devoraban, los escaparates le devolvían otra imagen. En cada alto en su caminar, en cada café preceptivo, cuando sostenía el recipiente de correo internacional, no dejaba de recrear la escena con el viejo hacedor de acordes pródigos.

Las semanas se sucedían cadenciosamente. Lentas a morir. Los objetos seguían bien alineados. Hizo las paces con el mundo: reparó la ventana permitiendo que cada día, a la misma hora, la vida iluminara la cocina.
El brazo sexuado tanteaba la oscuridad cada noche cuando sentía el cuerpo quemante de Ana pegado a sus sueños.

Las cartas salían puntuales. Y encontraba las de Kasumi con la misma consonancia, durante los últimos meses. Cada vez que adivinaba el trazo de ella, deseaba que el tiempo no se detuviera, que llegara la hora de ese café epistolar con su tan joven y tan viejo amigo Matías.

Pero las palabras acaban estrellándose contra el tiempo.
Se dilataban demasiado las alegrías del anciano. Temía que entre una carta y la siguiente, la vejez le reclamara el tiempo prestado. Temía la no continuidad del intercambio escrito de emociones encontradas. Temía que llegara el día en que cesaran las palabras y silenciara Kasumi. Temía.

Dejó de jugar con los restos del café. Se preguntaba cómo era posible que algunos vieran el futuro posado en el fondo de una taza.
Miró a Matías. Se topó con esos ojos vencidos por la edad, con su cuerpo herido de vida.

- Matías, voy a dejar de traerle el correo.

Matías balbuceó, sus labios temblaban. Se sentía avergonzado. Había abusado de la confianza de su mensajero:

- Los viejos, sabe usted, somos muy pesados. Ya se dará cuenta.
- Matías, tengo que devolverle el favor. Usted es mi hada patena.

Matías miraba incrédulo. No acertaba a descifrar lo que quería decirle… Sólo musitó una lacónica pregunta:

- Se está despidiendo, ¿verdad?
- Nos estamos despidiendo los dos. Despídase de sus sombras, de Granada por un tiempo. Prepare su maleta, lo imprescindible. En dos semanas Japón le espera.

Sus miradas se encontraron. Uno, viejo y enjuto, enmudeció. No encontraba palabras para seguir la conversación. El otro, le daba vueltas a la cabeza, a la decisión recién tomada, irrevocable.

Pero seguía confeccionando la hoja de ruta:

- No se preocupe, de las cosas burocráticas me encargo. Asegúrese el pasaporte en regla.
- Además –añadió- Hablaré con Ana, ay Dios mío, y adelantaré las vacaciones anuales.

Vio como las lágrimas bautizaban la alegría de Matías. Lloraba como un niño chico. Lloraba mientras tendía sus manos y cogía las de Andrés sin decir nada.

Andrés se despidió. Tenía que seguir trabajando. El lunes siguiente, en el sitio acordado se encontrarían para proseguir con su plan.

París, por ahora, podía seguir esperando.


MARIO CASTILLO ROS

16 comentarios:

  1. La historia de tantas relaciones, con apenas variaciones de sopor, rutina, desgana, adormecimiento del deseo. Simplemente, encontrar una persona que SIENTE, con toda la ilusión y los sueños intactos... hace despertar de ése "vegetar" adormecido.

    ¡Tremendos contrastes!

    Un buen fin para una historia de sentimientos.

    Abrazos nada adormecidos, Mario!

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  2. Sin tiempo para leer, pero dejo mis felicitaciones por su regreso.

    Un saludo*

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  3. Qué buena historia... la simpleza de una carta que cambia la vida de tres personas... o cuatro cuando vean a Kasumi...

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  4. El tiempo no puede esperar y la vida es un café que se bebe mejor con todos los sentidos.
    Es sorprendente como las emociones despiertan en nosotros nuestro traje más noble,
    nuestra idea más pura.

    No alcanzas a saber cuánta alegría me da volver a leerte,
    y cuánta emoción despierta el que continues este relato que me tiene fascinada.

    Un beso letrado.

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  5. Como la vida misma.
    Ves como las prisas no son tan malas como dicen.
    Lo mejor de muchos.

    Nos vemos tomando café y café con leche, eso sí, sin galletas embolsilladas.

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  6. Las hadas son así. Aparecen no cuando uno las busca, sino cuando las necesita. Disfrazan de sencillez el misterio, desbaratan la rutina, y reaniman los sueños hibernantes haciéndoles el boca a boca. Después, como diría Sabina, se instalan para siempre en nuestra vida.
    Un relato delicioso.

    Besos disfrazados.

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  7. ¡Qué ganas de seguir leyendo esta historia! Gustándome japón como me gusta, tu relato no puede sino engancharme y enamorarme.

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  8. Piel de gallina y lagrimas en los ojos. Me encanta que las lecturas, me sigan emocionando..
    Correría a devorar el siguiente escrito, epro prefiero disfrutar de este por un tiempo, releerlo y releerlo. Me ha encantado, m gusta la historia, la humanidadq trasmite.
    Gracias. Cris

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  9. En el fondo, te ha salido el romántico que llevas escondido...y quieres que Matias y Kasumi se reencuentren...es una historia bonita, pero es una historia triste... se han amado mucho y no se han vivido nada. Ha pasado mucho tiempo y el tiempo todo lo cambia, hasta los sueños y los recuerdos y ninguno es como el otro lo recuerda; no se si es buena idea que vayan a encontrarse.De todas maneras, mi romanticismo espera el relato donde eso suceda, aunque sea un solo instante, porque estos dos amantes han envejecido, para este momento.
    Un placer caer en este blog y leerte... un beso virtual..

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  10. mi primera vez, genial. me quedo pegado.

    no sé cómo he llegado hasta aquí, lo he encontrado en favoritos tras tiempo sin mirarlos...

    Escriba un libro, lo compraré.

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  11. *ahora ya estamos conectados.... gracias por visitar mi blog.

    nos leemos!

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  12. le pones un poco de mucho alcohol y le quitas café y te quedaría bukoskiano jejeje no me voy al sofá porque tengo que seguir leyendo.... pero te dejo una dirección de correo que a lo mejor picas:
    http://www.cultivalibros.com/tarifas.html

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  13. Mario, con su permiso pongo el enlace de su blog en el mio,si?.

    Un placer leerle

    Noah

    http://tutudetul.crearblog.com/

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  14. Don Mario: Que hermoso relato de pueblo chico y corazones grandes. Del poder renacer en los intereses de la vida en la medida de ser necesitados por los otros. De la vocación de servicio que yace en cada uno y solo sale a relucir para unirse a aquellos que sabemos valen la pena.
    Una belleza de prosa a la que ya me tiene acostumbrado y estoy bebiendo a pequeños sorbos.
    Un abrazo.

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  15. Bien contada una buena trama...¿Hay quién de más? Uno de Graná...

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  16. Quan vas escriure la primera part (i sé que em creuràs), em vaig emocionar pensant en la importància que tenia aquell Miguel Strogoff anòmim, que li havia fet arribar la carta. Tot i que no ho vaig reflectir en el comentari, has posat lletres a la meva emoció en aquesta tercera part. Per desgràcia i gràcia de la evolució o involció, ja no queden carters com aquests. I sé que el meu pare, ara ja retirat, era un d'aquells. Homenatge real als grans carters, envoltats d'històries també "reials",com la dels Reis d'Orient. Gràcies Mario.

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