
Te he dejado en la despensa lunas, si acaso es que oscurece.(Andrés Suárez)
Necesito una canción.
Siempre la necesito cuando mis sentimientos atisban en el horizonte narrado el desenlace de una novela. Cuando estoy en perfecta comunión con los hombres y las mujeres y los animales de la obra, me acerco al ordenador. Lo enciendo y en la pantalla fluctuante busco entre mis archivos.
Abro carpetas contenedoras con canciones de Sabina, de Serrano, de Aute, de Serrat, de muchos etcéteras y me empapo con sus historias. Descanso el libro sobre mis piernas o lo sujeto con la mano que me queda libre. Mis ojos están clavados en la biblioteca musical, mis sentidos se alinean, se hacen papilla primero y se diluyen cuando la fragilidad musical de Ismael llama la atención de mi alma ajada. Meso el libro. Cierro la puerta a la realidad. Vuelvo con mis personajes novelados y los acompaño hasta la estación final.
Hace unos meses tenía que repetir esta operación. Tenía que conseguir de Serrano una canción a modo de banda sonora para un epílogo. Pero empecé a navegar por la red. A buscar nuevos horizontes musicales.
Así que tras escribir no sé cuantas referencias sobre cantautores en la barra del buscador, me topé con los números cardinales de Andrés Suárez. Escuché la canción obviando la novela que tenía encima de mis piernas. Escuché la canción otra vez y muchas veces esa noche. Me dormí escuchándola. Me desperté recordándola. Caí en la cuenta, durante mi primer café, que el libro seguía en el suelo. Sacrilegio. Sí. Lo recogí. Grabé la canción en un CD y la seguí escuchando en el coche. Después tiré del hilo musical y aparecieron otras. Pero las Américas musicales sólo se descubren una vez. Y con Andrés no necesité seguir conquistando continentes de canciones.
Mi amante acababa de dejarme. Dejó de amarme y de desearme.
Me limité desde ese entonces a leer y a escuchar. A asistir a conciertos. A buscar otra media naranja. Me encaramaba a todos los árboles frutales buscando una pieza de fruta con la que saciar mi sed de deseo. Exprimía todo lo exprimible. Y la mujer, una vez descubría la quietud de mi vida, la sensorialidad de mis sentimientos, el vicio puro por la literatura y el cine, decía que era harto aburrido. Que volvía al árbol de la fruta prohibida.
Y me encontraba en mi apartamento de soltero. Con mi gato de soltero. Leyendo y escuchando. Paseando mi desazón por esos paisajes musicales recién descubiertos.
Surfeando por la red descubrí que Andrés actuaba en Barcelona. Y me decidí. Quería verlo en directo. Disfrutar de sus números cargados de amor y de abandono, de su marinero que naufragó en una isla sin mar. Y quería pasear a golpe de notas musicales por las calles de Santiago de Compostela.
Quería verme ahí, cerca de su voz y de su guitarra acompañado por la que había sido la última mujer de mi vida.
La llamé para invitarla una vez más. Me invitó a que me olvidara de ella. La conversación fue subiendo de tono y acabamos discutiendo como casi siempre que nuestras voces se estudiaban primero y se batían en duelo después. Y los dos resultamos los perdedores en ese duelo de vocablos altivos, de verbos envenenados, de palabras irreproducibles.
Ella no pensaba acompañarme ni por todas las canciones del mundo.
Paseaba a las cuatro por la ciudad Condal. Libro en mano, pensamientos en la cabeza. Estaba triste por el desconcierto con Anaïs. Había existido un tiempo en el que por teléfono éramos una pareja perfecta. Antes de que las dudas tergiversaran las verdades piadosas y las mentiras como puños. Y la realidad enviudó.
Me senté en una terraza. Me apetecía como siempre, un café con el que bautizar mis momentos de lectura. Quería olvidar tanto como recordar. Soy hijo adoptivo de una ambivalencia que empieza, también, a hartarse de mí. Y esos ratos en los bares me ayudaban a las dos cosas. Y, de paso, un paso lento y estúpido, me entretenía peregrinando por los ojos de la morena de este y ese bar. Anidando con mi mirada sus escotes. Y es que la pena con pan, es menos pena.
Levanté la cabeza y vi a un hombre joven sentado en la mesa de enfrente. No suelo fijarme en hombres jóvenes sentados en una mesa de enfrente si no tienen una guitarra en la que apoyar su cuerpo y sus cuerdas vocales.
Me levanté y con voz trémula le pregunté:
-Perdona, ¿eres Andrés Suárez?
Se me quedó mirando. Repasaba la situación, buscaba una respuesta ampliada. Y con voz de gallego universal, añadió a mis requerimientos:
-Sí, sí… soy Andrés.
Hablé de manera atropellada:
-Sé que actúas aquí. En Barcelona.
-Sí, en un local del barrio de Gracia. L’Astrolabi. –Añadió-
Él, supongo, pensaba de dónde habría salido yo…
Le comenté que era de Girona. Que había venido a su concierto. Que acababa de descubrir su universo de letras y sus lunas de Santiago. Quería descubrir a qué sabían sus canciones escuchadas de cerca. Quería su voz y el sonido de su guitarra rompiendo la barrera y el espacio existente entre el punto y final de mi novela y su realidad vestida de canción para morir y para resucitar.
Debí parecerle un fan atípico. O muy típico, como casi todos los fans. Pero me invitó a acercarme. Más. Hablamos mucho. Y de todo. De música, de literatura, del precio de las bebidas en Barcelona. Hablamos con pena de mujeres, y de hombres con la pena de no encontrar esa historia en la que mecerse. Obvié contarle mi separación.
Le dije que algún día le conseguiría un concierto en mi ciudad. Todo eso antes de escucharlo en vivo. Que me arriesgaba. Pero la fantasía es generosa y acertada, y la generosidad es un regalo de los dioses de la música, del arte. Y Andrés, por aquel entonces, y por este ahora, sigue sin estar endiosado, sigue apostando por la humanización en sus canciones y en su cotidianidad.
Ese día entramos juntos en la sala donde actuaba.
Mientras repasaba su trayectoria musical yo repasaba mi trayectoria sentimental.
Cantó la que me había llevado a él. Y todas las que conocía desde hacía tan poco.
Justo antes de acabar el concierto, recibí un mensaje de ella:
-Dedícame “aún te recuerdo”…
Le contesté de inmediato. Y no obtuve respuesta. Quería seguir respirando. La llamé y no me contestó. Quería seguir respirando. Marqué de nuevo su número. Silencio. Quería seguir respirando…
Finalizado el concierto me despedí de Andrés. Me abrí paso cual fan, otra vez, entregado y rendido a su música. Nos dimos un abrazo y quedamos en hablar y materializar la idea de una futura actuación en Girona.
Salí a la lluvia. Me sentía feliz por el descubrimiento. Por la emoción in crescendo del momento. Y triste por no poder compartir con ella todo lo que sentía en ese momento.
El móvil emitió un aviso. Mensaje:
-Quería regalarte el punto y final musical para nuestra historia. A partir de hoy nuestras vidas dejan de cruzarse. Se independizan. Hoy empieza una nueva vida sin nosotros. Cuídate.
No sé exactamente qué ruegos implorantes contenían los dos o tres mensajes que le envié para que reconsiderara su situación. Pero obtuve silencio.
Y me doy cuenta que el tiempo envejece cuando al despertar, muchos días, su recuerdo no me visita. Al darme cuenta, me cuesta respirar. Y me obligo a pensar en ella. A no curarme. Me lanzo a la calle, a recorrer el día, a leer los periódicos como lo hacíamos juntos. O a leer una película en versión original, compaginando séptimo arte y literatura censurada.
Recorro los sitios acordados. Busco por las calles restos de ella. Pero cada vez regreso antes a casa solo. Dejo su eco afuera. Y me entristezco, y me sacude el miedo a despertarme y no tenerla arrinconada en mi cabeza, sujeta a mis sueños rebeldes.
Y poco a poco vuelvo a respirar. Y mientras respiro me pregunto dónde está el error. Porque las mujeres, conmigo, son nómadas del amor pasional.
Y sin saber qué va a ser de mí, regreso a casa cada noche.
A día de hoy sigo sin encontrar mi media naranja. Extenuado, me exprimo los ojos para hacerle un zumo de lágrimas a mi soledad.