(Adaptación de un antiguo relato a petición de una persona amante de la brevedad...)
Fue en segundo de bachillerato cuando firmé
una tregua con las matemáticas. Lo mío con los números era una historia
imposible con orden de alejamiento recíproca. No me interesaba nada que tuviera
que ver con el estudio de fórmulas, de algoritmos, de primos, de pares e
impares, de naturales y enteros, de fracciones, de raíces cuadradas, de
cuadrados y de no sé cuántas cosas más. Pero ese año en el instituto, la cosa
cambió. Una profesora me invitó a conocer que la palabra seno se escribía y no
se enumeraba, que era tangible para la voz y que su fuerza radicaba en un
dibujo angulado, o algo así.
Se llamaba Marta. Y cada vez que Marta se
armaba con la tiza situándose delante de los adolescentes, la clase se
convertía en un campo de batalla hormonal. Yo, sin ir más lejos, me olvidé de
salir por las tangentes y bordear los márgenes, de provocar mi expulsión para
visitar los pasillos y demorar mi regreso del recreo si era Marta la que nos
esperaba con "infinita decimal" paciencia. Porque, a partir de Marta,
mi redención fue un hecho. Sustituí mis paseos tangenciales por la visita a ese
seno matemático acudiendo a ella cada vez que tenía una duda. Al principio era
de vez en cuando, de vez en cuando se convirtió en bastante a menudo y bastante
a menudo convergió en un siempre.
En clase, ella explicaba y yo admiraba su
figura. Después, en casa, me aplicaba el cuento y buscaba remedios para
entender todo lo más posible. Fue así como las notas en los exámenes
corroboraron mi mejoría. Mis padres, acostumbrados a mi danza de la muerte con
las cifras, no daban crédito a la cotización al alza de mis notas. Desconocían
el porqué de mi metamorfosis.
Era una profesora de unos treinta y tantos
años. Morena, de gran melena, ojos oscuros y mirada líquida, de figura esbelta,
ataviada con ropas más modernas que las que solía vestir el grueso del
profesorado. Labios siempre pintados dibujando gestos y muecas amables cada vez
que requería un voluntario para salir a la pizarra. En esos casos, un servidor
siempre levantaba la mano como el miedica que enarbola la bandera nívea de la
rendición ante un batallón de asalto. Casi nunca salía bien parado del
entarimado, pero harto satisfecho. Al no disponer de la ayuda de mi hermano,
como sucedía en casa con los deberes, ella acudía al rescate del voluntarioso
alumno. Me arrebataba la tiza con dulzura, permitiendo que mis dedos entraran
en contacto con los suyos, corregía mis desarreglos mientras el polvo blanco se
posaba en sus yemas y las glándulas salivares inundaban mi firmamento bucal,
convirtiendo el mal trago en la resurrección del mar Muerto.
Desde la tarima, cuando se dirigía a mis
compañeros, la estudiaba de soslayo hasta que se daba la vuelta y guiaba su
dedo por la pizarra buscando un acierto o la suma de errores. Con la mano
libre, mesaba su cabello negro, primero, y lo recogía, después, colocándolo
detrás de su oído. Y me miraba con insistencia preguntándose qué narices hacía
día sí y día también enfrentado a ese vía crucis matemático.
Sus senos dibujaban arcos que delimitaban su
figura y apuntalaban mi deseo, su vestido volaba mecido por el viento de la
imaginación cada vez que daba un paso adelante, cada vez que se giraba para
cerciorarse que seguía ahí, anclado en esa estación terminal. Momentos después
me pedía que volviera a mi sitio. Y mi sitio estaba lejísimos, en el ocaso del
mundo. Mis pasos eran lentos como la duda y el regreso a mi pupitre constituía
el final de la peregrinación al paraíso del pecado. La canícula tardaba una
vida en abandonar mis mejillas.
Muchas veces me quedaba con un trozo de tiza
que ella hubiera acariciado. Aún debo tener alguno por ahí guardado en la
alacena de los recuerdos intemporales.
Así que aquel año firmé una tregua con las
matemáticas gracias a la trigonometría que amamanté en el seno de aquella
clase. Fue el único en el que las matemáticas se quedaron en junio y no tuve
que recuperar los números perdidos en el mes de septiembre.
Lo bueno si breve...
ResponderEliminarEste comentario ha sido eliminado por el autor.
ResponderEliminarCompruebo que mi comentario "voló" por la magia de Internet, así que repito más o menos:
ResponderEliminarDescribes con realismo la "batalla hormonal" de los adolescentes frente a una profesora de buen ver; se visualiza el arrobamiento de los chicos y sus miradas cómplices, así como su desbordada imaginación dando nuevos significados a la palabra seno, coseno...
Escribes con gracia, Mario, y me interesaría leer nuevos escritos tuyos.
Un abrazo.
Voy a eliminar el comentario anterior donde te decía que no veía mi comentario.
Hay que ver lo importante que es tener buenos estímulos para el aprendizaje (en realidad para todo en la vida).
ResponderEliminarQué bonitos recuerdos me trae este breve relato tan bien hilado, la adolescencia y sus infinitos “despertares”.