domingo, 23 de marzo de 2014

SENO




(Adaptación de un antiguo relato a petición de una persona amante de la brevedad...)

Fue en segundo de bachillerato cuando firmé una tregua con las matemáticas. Lo mío con los números era una historia imposible con orden de alejamiento recíproca. No me interesaba nada que tuviera que ver con el estudio de fórmulas, de algoritmos, de primos, de pares e impares, de naturales y enteros, de fracciones, de raíces cuadradas, de cuadrados y de no sé cuántas cosas más. Pero ese año en el instituto, la cosa cambió. Una profesora me invitó a conocer que la palabra seno se escribía y no se enumeraba, que era tangible para la voz y que su fuerza radicaba en un dibujo angulado, o algo así.

Se llamaba Marta. Y cada vez que Marta se armaba con la tiza situándose delante de los adolescentes, la clase se convertía en un campo de batalla hormonal. Yo, sin ir más lejos, me olvidé de salir por las tangentes y bordear los márgenes, de provocar mi expulsión para visitar los pasillos y demorar mi regreso del recreo si era Marta la que nos esperaba con "infinita decimal" paciencia. Porque, a partir de Marta, mi redención fue un hecho. Sustituí mis paseos tangenciales por la visita a ese seno matemático acudiendo a ella cada vez que tenía una duda. Al principio era de vez en cuando, de vez en cuando se convirtió en bastante a menudo y bastante a menudo convergió en un siempre.

En clase, ella explicaba y yo admiraba su figura. Después, en casa, me aplicaba el cuento y buscaba remedios para entender todo lo más posible. Fue así como las notas en los exámenes corroboraron mi mejoría. Mis padres, acostumbrados a mi danza de la muerte con las cifras, no daban crédito a la cotización al alza de mis notas. Desconocían el porqué de mi metamorfosis.

Era una profesora de unos treinta y tantos años. Morena, de gran melena, ojos oscuros y mirada líquida, de figura esbelta, ataviada con ropas más modernas que las que solía vestir el grueso del profesorado. Labios siempre pintados dibujando gestos y muecas amables cada vez que requería un voluntario para salir a la pizarra. En esos casos, un servidor siempre levantaba la mano como el miedica que enarbola la bandera nívea de la rendición ante un batallón de asalto. Casi nunca salía bien parado del entarimado, pero harto satisfecho. Al no disponer de la ayuda de mi hermano, como sucedía en casa con los deberes, ella acudía al rescate del voluntarioso alumno. Me arrebataba la tiza con dulzura, permitiendo que mis dedos entraran en contacto con los suyos, corregía mis desarreglos mientras el polvo blanco se posaba en sus yemas y las glándulas salivares inundaban mi firmamento bucal, convirtiendo el mal trago en la resurrección del mar Muerto.

Desde la tarima, cuando se dirigía a mis compañeros, la estudiaba de soslayo hasta que se daba la vuelta y guiaba su dedo por la pizarra buscando un acierto o la suma de errores. Con la mano libre, mesaba su cabello negro, primero, y lo recogía, después, colocándolo detrás de su oído. Y me miraba con insistencia preguntándose qué narices hacía día sí y día también enfrentado a ese vía crucis matemático.

Sus senos dibujaban arcos que delimitaban su figura y apuntalaban mi deseo, su vestido volaba mecido por el viento de la imaginación cada vez que daba un paso adelante, cada vez que se giraba para cerciorarse que seguía ahí, anclado en esa estación terminal. Momentos después me pedía que volviera a mi sitio. Y mi sitio estaba lejísimos, en el ocaso del mundo. Mis pasos eran lentos como la duda y el regreso a mi pupitre constituía el final de la peregrinación al paraíso del pecado. La canícula tardaba una vida en abandonar mis mejillas.

Muchas veces me quedaba con un trozo de tiza que ella hubiera acariciado. Aún debo tener alguno por ahí guardado en la alacena de los recuerdos intemporales.

Así que aquel año firmé una tregua con las matemáticas gracias a la trigonometría que amamanté en el seno de aquella clase. Fue el único en el que las matemáticas se quedaron en junio y no tuve que recuperar los números perdidos en el mes de septiembre.

Para el curso siguiente me matriculé en letras puras ante el temor de que Marta no me tocara en suerte y los números reclamaran venganza.


4 comentarios:

  1. Este comentario ha sido eliminado por el autor.

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  2. Compruebo que mi comentario "voló" por la magia de Internet, así que repito más o menos:

    Describes con realismo la "batalla hormonal" de los adolescentes frente a una profesora de buen ver; se visualiza el arrobamiento de los chicos y sus miradas cómplices, así como su desbordada imaginación dando nuevos significados a la palabra seno, coseno...
    Escribes con gracia, Mario, y me interesaría leer nuevos escritos tuyos.

    Un abrazo.

    Voy a eliminar el comentario anterior donde te decía que no veía mi comentario.

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  3. Hay que ver lo importante que es tener buenos estímulos para el aprendizaje (en realidad para todo en la vida).
    Qué bonitos recuerdos me trae este breve relato tan bien hilado, la adolescencia y sus infinitos “despertares”.

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