domingo, 22 de noviembre de 2015

NOMBRES PROPIOS




Pocas amigas mías pueden serlo tanto como mi amiga Eva. La conocí no hace muchos años. Pero tal como va la vida, tal como el devenir pasa de futuro a pasado en menos que se conjuga un presente, diría que hace una vida que Eva y yo compartimos trayecto en este férreo trajín.

Ella ama a la Almudena Grandes que besa el pan, que surca los aires difíciles, que sufre las edades, que hiela los corazones y que esboza personajes que delimita sobre un atlas tan geográfico como humano, tan literario como vivo y memorial. Yo amo a Bukowski. El Bukowski que repartía cartas, que apostaba en los hipódromos, que perdía en los hipódromos, que acariciaba gatos, que tocaba mujeres, que bebía en los bares, que bebía en la soledad de su ventana al vacío, que escribía para no morir y que leía para no soñar, que rubricó los mejores relatos donde alcohol y literatura se batían en un duelo fratricida. Ella va al cine y me recomienda que lo haga yo. Que me deje caer en una de esas salas en las que proyectan películas que, está convencida, me van a gustar tanto como a ella. Porque comulgamos algunos gustos y sentenciamos a galeras las cosas que nos disgustan y alteran. Ella escucha a Rafa Pons. Le excita la trayectoria de la palabra, la dirección de las letras, la cercana voz tocante y el talle del cantautor barcelonés. Ella querría ubicarse siempre en primera fila, justo entre las cuerdas tocadas de la guitarra y esos labios que expelen historias urbanas y humanas que recorren las aceras de los sentidos sin miedo. Yo escucho a Sabina, sobretodo y “sobredefinitivo”. Ella toma vino blanco y vino negro y vino rosado y toda clase de caldos de altivez gradual. Y se concentra en la sidra cuando alza las barreras y elimina las distancias con su Asturias patria querida para reencontrarse con viejos amigos. Personas que irradiaron su pasado, que constelan su presente, que presumen su alegría, que constatan su bienestar y apuntalan su firmeza sobre este planeta echado a perder.

Yo tomo vino blanco porque ella un día me sugirió que tomara vino blanco, que me dejara de tanto café, que un tío que lee a Bukowski, Fante, Miller, Durrell y otros, es incomprensible que no bautice sus ratos de lectura y/o escritura siquiera con una copa de Rueda Verdejo y viceversa. Me atuve de no seguir sus etílicas indicaciones y ahora, de vez en cuando, cada vez más a menudo, cada día el momento menos pensado, se consuma el milagro y convierto sus deseos en vino. Ella es funcionaria de Correos. Yo trabajo en Correos. Ella es de izquierdas. Yo lo soy también. Ella defiende la transparencia, la democracia, el debate, la crítica, el trabajo sindical en definitiva. Yo defiendo esa transparencia que querríamos, esa democracia que anhelamos, ese debate que pregonamos, esa crítica que construimos, ese trabajo definitivo que establece los cánones de la militancia sindical en una organización de clase trabajadora como son las Comisiones Obreras.    

Pocas amigas mías pueden ser tan amigas y tan mías como mi amiga Eva. Posesivo reglado, lícito, aceptado y recíproco.

Aunque David Trueba sospecha que la amistad está sobrevalorada. Como los estudios universitarios y como la muerte y como las pollas largas. Afirma que el ser humano eleva ciertos tópicos a las alturas para esquivar la poca importancia de la vida de cada uno. De ahí que la amistad aparezca representada como pactos de sangre, lealtades eternas e incluso mitificada como una variante del amor más profunda que el vulgar afecto de las parejas. Afirma que no debe ser tan sólido el vínculo cuando la lista de amigos perdidos es siempre mayor que la de amigos conservados. Quizá sea así. Es más, siempre he pensado que ese “escrito en servilletas” del autor de “cuatro amigos” arme la razón. Pero existen las excepciones que confirman la regla y arreglan la amistad:

Eva y yo somos esa excepción confirmante. Y no, no somos de piedra ni de letras solamente. Que como rezó Alberti y agravo yo; lloraremos cuando haga falta, gritaremos cuando haga falta, reiremos cuando haga falta y cantaremos cuando haga falta. Y eso sólo puede materializarse con aquellas personas en las que el posesivo sea un icono de amistad y no un pronombre cruel y castigado.

domingo, 8 de noviembre de 2015

LA MADRE



Raquel murió el año pasado. 

Hace pocos días asistí a la misa en recuerdo de Raquel. Raquel, mi amiga, compañera del sindicato, trabajadora infatigable de correos que sucumbió al envite de la enfermedad. Ese cáncer que “seguirá existiendo mientras haya vida”, que reza no sé quién, un quien muy experto en la materia y muy docto en el razonamiento. Ella luchó con todas sus fuerzas, no mostró signos de flaqueza ni en los momentos en los que la partida se decantaba en favor del enemigo que invadía su espacio y derogaba su vitalidad. Ella, aferrada a la fe, no dio su brazo a torcer. Ahora sólo me queda recordarla. Y lo hago con una asiduidad intemporal no sujeta a los caprichos del tiempo ni del espacio. Su eco concierta una cita que mis sentimientos no rechazan. Entonces la veo sonreír mientras se pelea con la bata del hospital que se niega a tapar todo su cuerpo en medido orden. Entonces la veo llamar a las enfermeras y pedirles agua caliente para prepararse un té que esconde en una cajita que alguien le regaló días atrás. Entonces la escucho preguntarme cuándo viene Andrés Suárez a cantarle o cuándo vamos nosotros al sitio que sea a escuchar al cantautor gallego. Asevera que Andrés Suárez es como su Don Quijote, o como aquellos caballeros del medievo que se batían en épicas justas defendiendo un honor o correspondiendo al amor admirativo de una doncella. Entonces la veo comer una ración de paella días antes de dejar de comer para siempre y decirme que en pocas semanas estaremos disfrutando de un menú como Dios manda, en aquel restaurante del centro donde la llevé la última vez que visitó mi despacho para agilizar unos trámites. Entonces la oigo declarar que ha ido a misa y que conoce a todos los curas. Y que otros sacerdotes la quieren conocer porque han escuchado arengar a unos y a otros, a médicos y enfermeras y demás personal del hospital, sobre el empírico optimismo, la valentía y la manera de mirarle a los ojos y enfrentarse a la enfermedad advirtiéndole que salga de su cuerpo, que no tiene tiempo para tonterías ni atenciones que no sean para su familia, sus amigos, sus compañeros de latencias, en definitiva. Entones la veo con los ojos cerrados y la frente perlada de sudor, murmurando desde las tinieblas. Entonces su fiebre sacude estas letras que prenden la infinitud de sus cuarenta y tres años.

Hace pocos días asistí a la misa en recuerdo de Raquel. Lo hice por dos razones, sobre todo; porque era ella creyente y porque respetaba hasta la extrema extenuación que yo no lo fuera, y porque necesitaba reencontrarme con su madre para conocer cómo soportaba la vida sin los latidos de Raquel. Pero como sucedía con su hija, la que quería verme era ella, la que quería hablar era ella, y fue ella la que me animó hasta la emoción. Ella, una anciana enjuta y chicuela, que susurra las palabras y que arrastra los pies como quien se desliza por la pasarela de la bondad. Ese día, el once de septiembre, los restos del sol impío que había alimentado las mil canículas chocaban contra el frío de la ausencia. La madre de Raquel quiso regalarme un detalle. Que fuera hasta su casa, por favor. Y hasta allí fuimos, con paso quedo. El hogar de la anciana dulce es viejo y es acogedor. Donde hasta unos años había cuadras y marraneras ahora se acumulan los productos frescos de ese huerto que se niega a abandonar y que seguirá cuidando hasta que las horas muden en silencio y quietud.

En la cocina me invita a sentarme a su mesa. Me ofrece todo lo que tiene, que es todo. Y ella, pequeña como un milagro, vestida de negro, se sienta en una silla y coloca otra enfrente a modo de mesa donde deposita los aparejos con los que hace manualidades. Y mientras zurce y cose y convierte retales de tela y papel en flores y afectos decorativos, habla sin parar y sin mirarme. Y le comento que ya no hace bufandas. Y me dice que desde que falta su hija ya no ha vuelto a sentir frío. El invierno se fue con ella.

Ahora sólo decora de primavera cada rincón de la casa, cada recoveco de la iglesia del pueblo. La sacristía está recubierta de flores urdidas por sus manos diestras. Mientras termina de anudar los pétalos papirofléxicos sobre ramas secas para completar un florido centro, levanta la vista y me confiesa: la niña murió hace un año. Entonces todo el mundo me decía que no pasaba nada y yo sabía que sí pasaba mucho. Pero mi hija no podía verme apagada y yo no quería que el mundo que me mentía reconociera mi pena. Así que me pasaba las visitas al centro médico afirmando que sí, que se pondría bien. Y que me enterraría ella porque mis noventa y tantos años pesan lo suyo. Pero no sucedió así porque no podía ser así. Dios cambió el orden de llamada. Desde entonces hago flores. Cada una que florece entre mis dedos son caricias de Raquel. Es en ese preciso instante cuando las palabras envueltas en esa voz atiplada y añosa me encojen el corazón. Vuelve a ocuparse de ese jardín de papel y tela cuando el hilo de su voz me pide que no esté triste porque Raquel está bien. Y es joven. Y tiene todo el cielo por delante. Y yo estoy bien. Y soy vieja. Y he recorrido todos los caminos. Y anuncia que se muere de ganas de reencontrarse con su hija, que esa ilusión es la que la mantiene viva.


domingo, 31 de mayo de 2015

FERIA DEL LIBRO DE MADRID 2015



Ya tengo ganas de adentrarme en ti. Y tengo ganas de que recorras la cartografía concupiscente de mi cuerpo. Y tengo ganas de comerte. De que me comas también tengo ganas. Y tengo ganas de beberte. De que me bebas también tengo ganas. Y tengo ganas de tocarte y acariciarte y besarte mucho. De que me toques y acaricies y beses mucho también tengo muchas ganas. Y tengo ganas de follarte. Y de que me folles también tengo ganas. Y tengo ganas de mirarte. Y de que me mires mirarte también tengo ganas. Y tengo ganas de derramar el placer de mis dedos escribidores y masturbadores sobre tu piel. Y de que derrames sobre mí la tinta de tus dedos que escriben y masturban también tengo tantísimas ganas. Y tengo ganas de servirte un café, y hablar, y reír, y contar, y recitar placeres sobre el verso del reverso de nuestros labios. Y de que me sirvas el café en mi taza preferida, y de hablar de autores y afectos secundarios y capitulados, y de reír con la adjetivación lúdica de tus ocurrencias, y de que me cuentes cómo le va a la vida entre tus páginas, y de recitar placeres concatenados sobre el verso del reverso de los labios que nos pronuncian, también tengo ganas.

Tengo ganas de vivir entre prólogos, epílogos, proscenios y bastidores. Y tengo ganas de que la vida no deje de empezar cada vez que una novela cae en mis manos. Cada vez que la primera página me invita a adentrarme en ti, Lola Beccaria. Cada vez que la primavera llega de la mano de Arturo Bandini. Cada vez que Pedro Zarraluki me confiesa los misterios del silencio. Cada vez que Auster me invita a tomar el café en su palacio lunar. Cada vez que enfermo de amor y soledad en el Macondo colérico de Márquez. Cada vez que almuerzo contigo en alguna taberna mayor y capital, Luís García Montero. Cada vez que destilo las lágrimas del abecedario de Martin Eden. Cada vez que cobijo mis palabras en la Barraca de Lorca. Cada vez que estrena conmigo una travesura la niña mala de Mario Vargas Llosa. Cada vez que el pasillo de un tren de madrugada acoge mi viaje al fin de la noche de Cèline. Cada vez que recorro el camino sembrado de literatura reaccionaria de Kerouac. Cada vez que me ciega la retórica de Saramago. Cada vez que me sonríe la Etrusca hilaridad de Sampedro. Cada vez que me emborracha la vida licuada y oscura de Poe. Cada vez que engraso la “máquina de follar” y acaricio a las mujeres de Bukowski. Cada vez que observo La Habana vieja desde las cumbres borrascosas de Pedro Juan Gutiérrez. Cada vez que anclo en mi piel el París erótico y clandestino de Henry Miller. Cada vez que abro mi noche a los diarios furtivos y erizados de Anaïs Nin. Cada vez que reseño en una servilleta de bar las metáforas precisas, las palabras certeras y los verbos incendiarios del maestro Sabina. Cada vez que mi taza preferida contiene la sopa de letras de Cortázar y su “rayuela” inacabable. Cada vez que recojo el fruto prohibido del árbol del bien y del mal, y del árbol de la ciencia literaria de Baroja. Cada vez que despierta mi conciencia algún “episodio nacional” de Benito. Cada vez que caigo enfermo y una palabra tuya basta para sacarme. Cada vez que no tengo ganas de nada excepto de ti, Literatura.

Ya ansío morir. Y de resucitar en las aceras alejandrinas de la 74º Feria del libro de Madrid, también tengo ganas. 

miércoles, 8 de abril de 2015

CARNE DE SABINA



Joaquín Sabina regresa a mi calle melancolía en menos de quinientas noches y poco más de diecinueve días... Nunca es demasiado tarde, princesa. Me sobran los motivos siempre, me faltan las canciones nunca, te lo dice esta boca que es mía, a mis cuarenta y pico, sin ganas de callarme, ni cerrar por derribo, desde la orilla de esta chimenea que prende tu nombre y marchita mi frente.

Joaquín Sabina, qué demasiado, el dos de abril hará inventario de mis círculos viciosos que rezan sus temas. Volverá a galopar ese caballo de cartón en el hipódromo de mi conciencia, ese “puraletra” que, pisando el acelerador, me conducirá por el túnel, cual españolito de cartón marchitado por la crisis, al otro lado de la negra noche.

Joaquín Sabina me recordará que, cuando era más joven, vivía en pensiones de mala muerte, que me sostenían las lecturas en antros en los que alguna dama de noche me recetó pastillas para no soñar, antros regentados por muñecas de saldo y esquina que apuntalaron mi amor eterno con besos en la frente. De madrugada regresaba a mi cuarto en el barrio de la soledad donde escuchaba música, leía y me masturbaba hasta la extrema extenuación fantaseando con la vecina de arriba. Era el sonido metálico de ese pacto entre caballeros el que me resucitaba a la tercera metáfora cantante y sonante. Después, como un explorador derrotado, asaltaba mi cama vacía a esa hora en la que los primeros clientes se acodaban en el café de Nicanor.

Joaquín Sabina me cantará desde el hotel dulce hotel en el que conocí a Eva tomando el sol. En aquella azotea me besó la frente, me acarició la espalda, me entregó su sexo y secuestró el mío. Sucedió un mes de abril que alguien robó poco después, a punta de canción, para elevarlo a los altares de la música, al olimpo de ese Dios que un día jugó a ser joven y a ser aprendiz de pintor de historias. Ahora, cuando aprieta el frío, los perros del amanecer le ladran a aquel que nació al borde de un camino de militancia musical, a este yo que nació para perder.

Joaquín Sabina vestirá de sonetos mis noches de boda huérfanas. Antes de que den las diez llegarán todos los invitados menos tú, que restarás apilando sueños y jugando a hacerte daño adivinando cuanto dista el olvido de la añoranza.

Joaquín Sabina me recetará que pase esta noche contigo por el bulevar de los sueños rotos. Al otro lado de los puntos suspensivos hallaré tu boca que sellará la mía con besos con sal, con más de cien mentiras, con ese no rezar para no creer, con ese no besar para no soñar, con ese ruido de fondo ataviado de medias negras.

Joaquín Sabina aterrizará en Girona con sus aves de paso sobrevolando estas intenciones escritas. Me dedicará el rocanrol de los idiotas mientras, contigo, vuelvo a sentirme tan joven y, sin embargo, tan viejo a la vez. Sus letras son las velas de mis cumpleaños, las manecillas de mi reloj, la arena de mi playa, la urgencia de mis amores que matan, mis más de cien palabras y mis más de cien mentiras piadosas, y mis más de cien motivos para no cortarme de un tajo las venas.

Joaquín Sabina ofrendará una canción para la Magdalena en el altar de este templo llamado peor para el sol. Y colgará el cartel “cerrado por concierto” justo entre mi corazón y mi alma en carne viva.

Joaquín Sabina se bajará en Girona y, al mismo tiempo, yo me bajaré en Atocha. No permita la virgen un desencuentro, tampoco un desconcierto. Los lugares son escenarios para frecuentar, para recordarlos, para escribirlos, para cantarlos, para convertirlos en acordados y sintonizar sobre las barras de sus bares el 69 punto G.

Resumiendo; El hombre del traje gris, mi juez y parte, mi buena compañía, mi Juana la loca, mi amigo Satán, mi pirata cojo, mi Barbi Superestar, mi mater España, mi eclipse de mar, mi optimista rapero, mis números rojos, mi doble vida, mi pájaro de Portugal y mi ruleta rusa preñada de poemas, regresan a esta ciudad inmortal para interpretar la canción más hermosa del mundo: así estoy yo sin ti.


domingo, 8 de febrero de 2015

HISTORIAL

Foto de @dynnk


Cada vez que sube a un tren se acuerda de él. Su antes converge en un manifiesto presente que embarranca entre el corazón y la cabeza. Es un recurso del que no sabe desprenderse. Ha intentado ahogar sus recuerdos en vino barato y en los caldos más caros; se ha fumado la vida pero no ha conseguido quemar las naves que transportan esos ecos; ha recorrido medio mundo intentando dejarlos atrás; ha recurrido a la medicina tradicional que le ha recetado pastillas para dormir, pero no para narcotizar su memoria; ha abrazado la psiquiatría de ese amigo argentino que ha hurgado en su cabeza y acabó queriendo saber, más por curiosidad que por intromisión clínica. Así que ha optado por el arte de estibar. Guarda esos recuerdos de manera metódica. Y ahí los tiene para usarlos cuando se siente sola, o cuando la nostalgia y la luna abusan de ella. A veces son ellos los que rompen fila, la abordan y la desdoblan por un rato para regresar a sus contenedores y restar a la espera del siguiente brote acuciante y mordaz de la saudade.

Se acomoda junto a una ventana desde la que divisar los campos, contar las estaciones sin servicio, enumerar las vías que sucumbieron a los tiempos veloces y que ahora tejen el tapiz del olvido, ver las caras de las personas que esperan otro convoy ateridas en el andén de la soledad y seguir con la mirada a esas parejas que juegan a quererse parapetándose del frío entre besos y abrazos. A veces les pone voces y les inventa algún destino. Se las imagina esperando ese tren que las conduzca a la felicidad de una playa desierta en un agosto canicular, a la incertidumbre de una entrevista laboral, a la suerte del primer día de trabajo, a la habitación de un hotel dulce hotel, a la oscuridad de un cine que proyecte una película que será su preferida o a la algarabía de un concierto que rezará su banda sonora.

Cada vez que sube a un tren lo busca entre los pasajeros, compañeros de rutina, de bostezos y destino. Se fija en el hombre con gafas de sol que apoya la cabeza en la ventana, que observa a través del cristal, que sintoniza canciones en un teléfono de última generación. No le devuelve la mirada ni le arranca la posibilidad de un saludo afectivo. Su estado es críptico; no le interesa lo de dentro, sólo el sonido que derraman sus auriculares y lo que sus ojos le devuelven del exterior. Hasta que el sopor le vence y duerme hasta minutos antes de llegar a la parada.

Ella se remueve buscando una postura más cómoda. Su pasado comparte asiento a su lado. Nunca recula lo suficiente, nunca baja la guardia ni le ofrece una renovada oportunidad. Conecta entonces su móvil y se adentra en las páginas de su “él” antiguo. Se dice a sí misma que esa será la última vez que transite esos espacios, que superará la infinitud del desasosiego. Entra en su blog y lee lo último que ha publicado. Después asalta su muro de Facebook, ve lo que escucha, se pregunta dónde habrá tomado esa foto tan descriptiva. También sortea los obstáculos de la tecnología y arriba a su cuenta de Twitter cuando la cobertura le permite otro duelo a muerte con la introspección. Por último lee comentarios que la encienden, palabras que no son para ella, atenciones de unos y otras que van dirigidas a ese que antes fue suyo. La cólera se adueña de ella. Ya no le gusta lo que narra, lo acaba de decidir. Bien mirado, y poco pensado, la foto no es nada del otro mundo y sus interacciones en la red son estúpidas y rayan lo vulgar. Lo que antes la hacía correrse ahora amenaza con hacerla vomitar.

Cada vez que sube a un tren utiliza el trayecto para borrar su historial. Pero el pretérito conjuga en preferente y ella lo hace en clase turista. Apoyará la cabeza contra el tibio cristal. En la radio sonará "recuerdo" de Ismael Serrano. Cerrará los ojos y llorará la rabia.