Me pediste que te regalase un sueño escrito. Querías un relato que contase nuestra verdad cargada de encuentros y coartadas. Ansiabas que hablase de la ciudad que nos acogía como a hijos pródigos cada vez que el alma demandaba otra alma gemela, cuando llegar a ella era hollar la cima impúdica del amor, cada vez que dejarla atrás constituía el kilómetro cero del condenado al destierro.
Necesitabas recrear, cuando leyeras nuestro cuento, ese caminar clandestino, el uno asido al otro, ese reflejarnos en los escaparates ocultándonos de los demás transeúntes. En un futuro sin nosotros querías volver a saborear ese tiempo sin relojes, cuando olvidábamos la hora de comer, si no era para comernos, la hora de beber, si no era para saciar nuestra sed en el acuífero mismo de nuestras bocas.
En esa ciudad éramos nosotros. Nuestro presente estaba ahí. Y yo no fui capaz de describirlo mientras duró. Al enfrentarme al folio en blanco, mi mente nívea empezaba a derretirse con el eco de tu voz. Sólo me alcanzaba la retórica para dedicarte frases o escribirlas en las servilletas de los bares que eran testigos de nuestros cafés y de nuestros juegos malabares bajo la mesa. Después se me olvidaba narrar, no encontraba un sujeto útil, tampoco acertaba en la conjugación de verbo alguno. Miraba hacia atrás y mis palabras, también mi voz, mi deseo, mis ganas, quedaban ahí, en el andén, contigo, y junto a tus manos que dibujaban adioses en el aire… El sujeto restaba mudo, el escritor, sin oficio.
La última tarde conocimos a un pintor de ciudades. Mientras ultimabas alguna compra con la que sorprenderme, conversé con ese artista callejero.
Le encargué un cuadro. –El más bonito del lugar, le sugerí. No existe el cuadro más bonito de ningún lugar, me advirtió. Pero dibujaré uno. Encontrarás en el lienzo las andanzas de los amantes por las aceras del olvido. Cuando lo contemples, darás con los bares, los recovecos, los nidos de caricias, las iglesias, las estaciones de metro nocturnas, el tren que parte, y que divide en dos… el mercado, los hoteles y sus noches cargadas de juegos, de sexo, de reciprocidades. Cada vez que lo observes sabrás que no fue un sueño, pero que nada extraordinario dura para siempre, excepto la nostalgia.
Clavó su mirada líquida en mí. Y me aclaró: no tengas miedo, no soy adivino. Simplemente, hace muchos años, tuve una amante. El odio, el miedo, la pasión y el querer de los amantes furtivos se leen en los rostros. Sé lo que se goza, sé lo que se sufre, sé lo que se miente, sé lo que se vive, sé lo que se muere. Ahora dibujo escenas con la vana esperanza de que sea ella la que me encargue alguna. Porque mientras fuimos nosotros, fui incapaz de plasmar en una tela nuestra historia cuantas veces me lo imploró.
Me aclaré la voz. Y supe, en ese instante supe, que jamás encontraría las palabras justas para describir la coreografía de las manos que guiaban mi placer, primero, y dibujaban despedidas en el aire desde el andén de la estación, después.
Como cada mañana, entras en el bar de siempre, ocupas la mesa de siempre, te atiende el camarero de siempre y te ofrece, como siempre, un periódico del día. Le pides lo mismo, a ese joven enjuto, de rostro pálido, abatido por la noche y sus Afectos secundarios.
Por la radio el cantautor recita que las bombas que anteayer arreciaban sobre Vietnam, ayer lo hacían sobre Bagdad y hoy interpretan su danza de la muerte sobre los escenarios de medio mundo mientras el otro medio cierra los ojos y juega al no veo, no veo.
En tu mano sostienes la prensa cargada con noticias asesinas, con el dantesco protagonismo de una crisis que ahoga a familias, con titulares de banqueros y políticos que juegan al Monopoly, pero a la inversa, robándoles el techo, jugándose a la ruleta rusa el futuro de, cada vez, más gentes, arrojándolas a un exilio forzoso, un lugar en ninguna parte donde personas y sueños sufrirán una estúpida orden de alejamiento. Extensas colas de cuerpos famélicos que demandan alimentos a la caridad humana. No le haces caso al deporte, que se mantiene al margen de tanta delincuencia política e hipocresía social, que vive de espaldas al mundo y sus realidades. Tampoco a la cartelera de cine porque, aseguras, no volverás a una sala hasta que el viento retorne lo que se llevó. No te interesa la parrilla televisiva porque tu única tele emite en negro y en silencio y proyecta su contenido sobre las novelas que te aguardan en casa.
El mundo está podrido, susurras cuando el camarero se te acerca y te dice, con un hilo de voz que ha sido un placer atenderte durante el último año. Que eres una persona buena, aunque huraña al fin sin cabo, pero que a él, desde que te sirvió el café primero, y la prensa después, aquella primera mañana, siempre le has parecido un personaje entrañable. Le observas con detenimiento y le preguntas por qué se despide: -Porque me despiden, aclara. El mundo gira, cada vez más despacio, cada vez más cansado. –Suerte, muchacho, mucha suerte, le dices mientras las lágrimas anegan tus ojos y tu mano temblorosa sostiene su despedida…
El otoño
en tus manos...
Las mejores novelas, el título de las canciones más
sonadas… el recorrido de las películas por las aceras de la nostalgia, el sabor
del clima cuando declinan los días con prisa, el color de la naturaleza que se
renueva para no consumirse, para no aburrirnos, el sabor de las primeras
lluvias sobre la piel, el gusto del café corto cuando la taza asciende al cielo
de mis labios, el viaje a las librerías nuevas y de segunda mano, la
peregrinación a tu sexo, el tapiz familiar que dibujan en el cielo las aves que
huyen del frío. Entonces, toda la prestancia de la estación ocre, del mismo
otoño que conoció aquel patriarca es, sencillamente, mi próxima estación.
Encuentra una flor que, sin deshojarla,
te convenza de que estás en el corazón adecuado -me susurraste al oído.
Crucé senderos, atravesé campos, me
interné en bosques sin caperucitas de cuento ni cuentos de lobos, caminé todos
los atajos, encontré las aceras que conducían al amanecer de la primavera en tu
piel. Adoré el sol que doraba tus besos y calentaba caricias, jugué en tu liga,
me anudé a tu liga y, poco a poco, dejé de pensar en flores que no necesitarían
sufrir amputación alguna para corroborar o borrar un sentimiento.
Entonces, justo
entonces, me mostraste la flor más bella que había visto jamás. Te pedí perdón
por no haberla encontrado yo. Por haber olvidado la pasión de su búsqueda entre
mis momentos. Me ofreciste la absolución: -Escribe, maldito, escribe y dibuja
flores con las letras, derrama pasiones de sangre sobre aquellos tiestos y
sobre nuestras raíces, mantén el pulso y la respiración y cuenta qué haces,
dónde vas, qué buscas y qué no encuentras...
La noche preñó de oscuridad y silencio
la ciudad. Esa ciudad que es un mundo cada vez que amas a uno de sus
habitantes. Así lo dejó escrito Durrell en su Alejandría, bajo su cielo
literario, bajo el firmamento libertino de Justine, su Justine, la Justine de
nadie.
La ciudad oscura nos permitió
contemplarla desde lo más alto de la colina. Dentro del coche, tus manos
buscaban las mías y, juntas, tejían un tapiz de sombras lujuriosas. Mientras
tus besos llegaban a buen puerto, te decía qué luz era aquélla, qué barrio era
aquél, qué camino habíamos cogido o qué atajo habíamos tomado para aparcar
nuestros cuerpos y quedar a merced del deseo y sus órdenes.
Las ropas quedaron esparcidas en el
asiento de atrás. Arropando nuestra piel, con las caricias que habían recobrado
la memoria febril. Las bocas chocaban como constelaciones y nuestras cabezas
gravitaban recuperando los besos que el tiempo había olvidado en los cuellos.
Besos. Sexo. Estrellas. Noche.
Artificio.
Cuánto tiempo ha pasado, me preguntaste.
Nada, apenas una hora y media, te dije. Aún nos queda tiempo por delante…
Tranquila, nuestro hijo nos mandará un mensaje cuando termine la película para
que vayamos a recogerlo.
Ha pasado un infinito, me anunciaste. Ha
pasado un mundo y medio, me aclaraste. Ha pasado la eternidad entera desde la
última vez que nuestro aliento fabricó el vaho suficiente como para escribir la
palabra deseo en el cristal de un coche. A ese tiempo me refería, apostilló.
Varios abrazos después,
algunas caricias más tarde, el móvil emitió un sonido: la película había
terminado…
Ya lo había leído, pero releer algo bueno nunca estorba.
ResponderEliminarAunque veo que dicen que ya se ha publicado, o eso deduzco, yo lo he leído conmo nuevo(creo que aún me quedan algunso chapuzones en tu blog para abarcarlo todo y es una suerte porque no siempre apareces por aquí, por tu propia casa y leer lo que escribiste hace tiempo no será menos que leer lo de ahora, el genio empezó hace tiempo). El caso es que me ha gustado tu película de menos de hora y media. Yo la he leído en el tiempo fluido que da una prosa rítmica y fluida dónde no tropiezas porque las ideas se muestran claras, atractivas e inmediatas(aunque no por ello te reste la posibilidad de reflexionar después sobre lo leído). A mí no se me olvidarán ya, por ejemplo, esos nidos para los besos que todos sabemos donde están pero que no son los mismos para nadie(o si lo son se disfrutan como algo único).
ResponderEliminarSaludos y a pesar del disfraz no es la primera vez que paso por aquí. Eliminé la hostilidad y me transformé en otra cosa para borrar mi rastro a los indeseables. Saludos y háblalo con el café o con quien quieras pero tienes que frecuentar más a tus musas. Todos ganamos con eso.
El tiempo siempre detiene su aliento hasta que termino de leer tus relatos Mario. Tan sublime como siempre.
ResponderEliminarUn abrazo
Magnífico.
ResponderEliminartusieresinteresanteparamí
:)
Me intuyo capaz de respirar hondo
ResponderEliminarcuando voy
en busca de ese regalo; un sueño escrito.
Gracias.
Los más bellos textos literarios nacieron del dolor, la tristeza y la desolación. Las palabras se niegan a brotar cuando la felicidad entra por la puerta.
ResponderEliminarNo solo me ha parecido un hermoso texto de amor sino una profunda reflexión sobre el arte de crear literatura.
Como siempre, para saborear.
Un beso, Mario.
Yo creo que este pedazo de post es el mejor regalo que puedes hacerle, en él estás tú y lo que sientes, toda una declaración de amor a pie de letra. Felicidades.
ResponderEliminarBesicos.
Mientras se vive el amor...no se puede contar. La literatura está llena de nostalgias, momentos y despedidas...
ResponderEliminarMario, me ha encantado éste relato...viendo cómo gira el mundo, que va envejeciendo a base de nostalgias, y, crueldades cotidianas...pero así es la vida. Te hacen llorar las canciones, porque son memoria; te hacen recordar aquella emoción que sentiste...
Tu forma de narrar siempre es así, Mario, como un tango cuya letra es siempre en pretérito.
Pero a mi me encanta como escribes...
Besos.
Echo de menos el servicio de aviso de actualización del blog :)
ResponderEliminarTotalmente de acuerdo contigo "nada extraordinario dura para siempre, excepto la nostalgia". Y también que el futuro no tiene un nosotros. Lo que nos lleva irremediablemente a la nostalgia del futuro.
Abrazo.
precioso MArio...
ResponderEliminarprecioso...
cuanto tiempo sin escribir... no?...
solo espero que el paron sea transitorio....
nunca dejes de ejercitar el don de la palabra...lo haces de maravilla...
un abrazo
Impresionante y emocionante, Mario.
ResponderEliminarAhora soy yo quien te dice, como entonces te dijera ella:
-"Escribe, maldito, escribe y dibuja flores con las letras, derrama pasiones de sangre sobre aquellos tiestos y sobre nuestras raíces, mantén el pulso y la respiración y cuenta qué haces, dónde vas, qué buscas y qué no encuentras"...
Porque tú dibujas flores con tus palabras, no me conformo con tu ausencia.
Un abrazo.