Lo mío con el erotismo viene de lejos. Arranca desde el más allá de mis fantasías de niño. Niño que creció a golpe de sorpresas que le dio la vida, a golpe de placeres que recibió de la misma o a correctivos que ésta le arreó a manos de sus mayores cuando proyectaba su mirada hacia escotes infinitos o se quedaba prendado de cualquier manifestación de gastronomía mamaria. Todo tiene un comienzo, lo sabemos. Y el mío, que no podía ser de otra forma, empezó a forjarse en cuanto cesó mi alimentación materna. El destete coincidió con el destape emocional y “sexitivo” por todo lo que tuviera que ver con el pecho femenino. Claro que todo es relativo, que la conjetura está ahí, sembrando de dudas el nacimiento, el efecto y la causa que me han llevado, de la mano, hasta el oasis donde busto y gusto se miran de reojo definiéndose y conjugándose.
Fue en el Virgen de las Nieves, mi colegio, donde aconteció mi primer encuentro fotográfico con la máxima expresión de feminidad. Expresión en el más orondo sentido de la palabra. Fue al descubrir la revista de aquel profesor cuando me di cuenta de la verdadera redondez del mundo. Pero no destapé nada más. No conseguí que volviera a castigarme, no me quedé nunca más solo en su despacho y se acabó el fisgonear entre sus cajones mientras él preparaba las clases del día siguiente. En esa misma época fue cuando me explicaron en clase de historia antiquísima lo de un tal Rómulo y su gemelo enzarzados en un banquete, mamando de una loba. También me maravillé ante la imagen. Qué grandeza, qué delicadeza, qué candidez, qué obra más bonita la de la naturaleza cuya sabiduría no conoce límites.
Un viernes por la tarde, a los doce años, se produjo un cambio radical que dejaría atrás mi infancia. Empezaron a sonar trompetas, a ulular y girar los vientos, a alinearse los planetas, a completarse el relleno lunar, a balar de placer las ovejas que aguardaban la oscuridad dispuestas para ser contadas y recontadas antes de sumergirme en ese océano onírico y remar a brazo partido con Morfeo.
Buscando excusas que justifiquen mis pautas de comportamiento, siempre esgrimo la razón de mi preferencia por los gatos. Estos animales son curiosos, merodeadores, exploradores de lo ajeno, como yo. A mí también me es aplicable aquello de que la curiosidad mató al minino. Y si no, tiempo al tiempo.
Pero volvamos a ese viernes, ese día de autos y tetas, ese día en el que crecí de golpe bajo la atenta mirada de Afrodita.
A las cinco y media llegué de la escuela. Merendé, curioseé algún cuento de terror que mi hermano disponía para alimentar mis miedos. Vi la tele con aquellos dos únicos canales que la mayoría ya ni recuerda… Aburrido empecé a registrar los cajones del armario del comedor. Al abrir el que estaba justo debajo del mueble bar, me di de bruces con aquella revista gruesa, de tapas verdes en las que no se veía nada de nada… y nada hacía presagiar los paisajes apocalípticos que estaba a punto de transitar. Se trataba de una publicación diferente a los botines obtenidos en incursiones anteriores. Lo habitual era encontrarme un hola, un diez minutos, un pronto, un hogar y punto, o un catálogo de puntos para conseguir una sartén en algún supermercado. Las había visto de todos los colores que pueda aglutinar el óleo informativo de las publicaciones del corazón.
Sostuve la revista entre mis manos. Manos pasivas aún. Dedos que guiaban mi mirada por la portada sin adivinar lo que se escondía entre sus páginas. Ahí estaba yo, en cuclillas, junto a la tele que emitía un serial sobre un bandolero que cuando cogía la faca se cegaba. De vez en cuando, mientras manoseaba la portada queriendo despejar incógnitas, miraba como se iba sembrando de cadáveres la segunda cadena. Todo eso acabó en cuanto me sumergí entre esas páginas. No sé cómo sucedió, pero se abrió justo por la mitad, como un melón maduro y frío en manos de unos comensales en pleno mes de agosto. En seguida noté que algo se agitaba en mi interior. No comprendía bien qué estaba viendo, tampoco lo que me sucedía. Los temblores se posaron en mis mejillas, los colores se tornaron calores, mis dedos se movían nerviosos buscando una esquina por la que pasar página. Observaba unos cuerpos encima de otros. Unos pechos desafiando la ley de la gravedad, una gravedad, la mía, que escogía el sentido contrario a cualquier física conocida. Observaba unas ubres por las que rivalizaban una legión de rómulos y remos entrados en años. Observaba atónito esas vergas que jugaban a ser lanzas en ristre apuntando hacia una ristra de pezones beligerantes. Observaba gente lanzándose a los brazos entornados de otras personas que los recibían con los ojos cerrados a cal y canto y las piernas abiertas de par en par. Observaba unas bocas naciendo de otras bocas, bocas sembrando besos en otras. Observaba unas manos recorriendo un atlas copado de montes venusianos explotados por otras lenguas que se habían adentrado cual exploradores en las minas del rey Salomón del placer.
Hacía rato que no atendía las aventuras de Curro Jiménez ni el Algarrobo ni sus luchas por esos montes de dios, contra esos franceses del demonio. Sólo tenía ojitos para esa galería repleta de cuerpos que representaban un Guernica concupiscente, un tapiz de la creación libertino, el mundo en sus primeros días cuando Adán y Eva comían sin pecado y vestían desnudos.
Continuaba agachado, trémulo como una hoja mecida por el viento. Una hoja a punto de caerse; ocre, encendida, quemada por los caprichos de la naturaleza.
Cesé mi actividad contemplativa al escuchar la voz de mi abuela, sus requerimientos para atender un recado.
Devolví el botín a su escondite. Atravesé el patio que dividía las dos casas, la de mis padres y la de mis abuelos. Mientras, los gatos en las cornisas, se despedían del sol. No podía dejar de pensar en lo que acababa de ver. Eso no podía ser bueno. O eso, simplemente, no podía ser. Notaba cómo me ardía la cara, cómo me castañeaban los dientes por el frío del pecado. Las cuerdas vocales tenían secuestrada mi voz.
Mi abuela me pidió que fuera donde Enrique a por dos litros de leche.
Cogí dos lecheras y me dirigí hasta la vaquería del pueblo. Durante el recorrido seguía dándole vueltas a lo que acababa de acontecerme. Me sentía raro, extraño por lo que había visto. Supongo que un descubrimiento así sólo sucede una vez en la vida. Y esa extrañeza, esa sensación, era dolorosa. Me creía en pecado mortal. Que algo malo me sucedería. Hice el firme propósito de no reincidir, de no mirar más tetas en ningún sitio, de no aventurarme en la playa, en los meses estivales, a la caza ocular de la turgencia femenina. Lo prometí en voz alta para que el arrepentimiento que me sacudía, me concediera una tregua… Pensé que el próximo sábado de misa, le confesaría al cura todos mis pecados, sin dejar ni uno en el tintero, sin obviar detalles, sin ocultación alguna. Quería que todas las aguas volvieran a sus cauces. Claro que todo eso lo pensé de camino a la vaquería, y empecé a desecharlo tímidamente durante la vuelta a casa. La fragilidad del alma no conoce límites, la debilidad del cuerpo, tampoco.
Al llegar a la granja, Enrique, su hermano y su padre ordeñaban las vacas. Acariciaban esas tetas enormes ante mis ojos y, como premio a tanto masaje, obtenían la leche que poco después y tras hervirla, mi madre me daría para merendar, para desayunar, para ayudarme, en definitiva, en mi crecimiento… ese crecimiento que más hubiera valido desarrollar con menos leches…
Regresaba a casa una versión diferente, conocedora del pecado y del cuento de la lechera.
Mientras caminaba, mi memoria recurrente hacía y deshacía la senda del pensamiento. Me enfrentaba, otra vez, a ese campo de batalla carnal poblado de sexos entrelazados que había contemplado hacía poco rato, a esas mamas bovinas que padre e hijos ordeñaban con maestría para el buen alimentar de los muchachos del pueblo.
El camino hasta mi hogar estaba poblado de chopos de hojas plateadas que silbaban cuando el aire ya gélido de la sierra agitaba sus copas. El trayecto estaba sembrado de piedras que otrora habían descansado en el lecho de un mar sin nombre. Mis ojos se fijaban en las ramas de los árboles que montaban guardia y se erguían a mi paso. Mis pies perseguían esas piedras y azorado por el arrepentimiento, no hacía otra cosa más que intentar darles fuerte y lanzarlas contra el olvido. Pero el olvido es rencoroso, un príncipe destronado del tiempo y el espacio. No conseguía desterrar esas imágenes de mi mente.
Mi cabeza amenazaba con entrar en erupción. El sentimiento de culpa amagaba con levar anclas y mis ojos se centraban en el follaje arbóreo mientras la punta de mis deportivas para penitentes ávidos, golpeaban todo guijarro que se interponía entre mi delito emocional y mi sexualidad emergente.
Me prometía una y otra vez que no volvería a hurgar en cajón alguno. Que cejaría en mis exploraciones. Que me pondría a ver la tele, como cualquier niño, y que le daría fuerte a los estudios en detrimento del descubrimiento anatómico. Pero no dejaba de recular, de ver esas imágenes, de estremecerme cada vez que mi pensamiento se posaba sobre esos contorsionistas del amor. En mi interior se alternaba remordimiento y culpa con deseo de reincidencia. Ansiaba llegar casa para esconderme en mi sofá, bajo las palabras sedantes de mi abuela. Necesitaba arrullarme junto a mi abuelo y ser testigo de su conversación meteorológica con la luna. Anhelaba cenar, acostarme, olvidar.
No me di cuenta: las cántaras fueron bailando los pasos, columpiadas por el viento de mis cavilaciones, y la leche había ido dejando un reguero, como una vía láctea por la que se alejaba mi niñez.
Llegué a casa desvanecido, pasto de la angustia. Mi abuela, asustada, exclamó:
- Hijo, ¡qué te pasa! estás coloradísimo.
No podía articular palabra. Sólo gimoteaba al comprobar la poca leche que quedaba. Una mezcolanza de sentimientos de culpa y vergüenza, unas ilustraciones que se habían enquistado en mi cabeza, una sexualidad que empezaba a dolerme y a interrogarme, unos hechos que no habían hecho nada más que empezar, martilleaban mi alma.
- Abuela, la leche se ha derramado. Apenas queda nada –balbuceé-
- Debe ser por lo mal que estás. Tienes fiebre. –dijo mientras descansaba su mano en mi frente
- Te libras de volver donde Enrique. –Anda, ve a ver a tu madre y métete en la cama, añadió.
Me satisfizo la idea de no volver. No hubiera soportado más tetas ese día.
Al día siguiente no fui a la escuela. Mi madre dijo algo así como que prevenir es curar. Tampoco desayuné un vaso de leche. Al terminar de rebañar el desayuno, me senté en el sofá junto a la gata enferma de tiempo.
En ese momento mi mirada se fijó en el mueble que tenía enfrente. Mi cuerpo se erizó como el de un felino encelado. Fui hasta el cajón y cogí la revista de tapas anodinas y verdes, esa publicación culpable de mi primer gran pecado y mi primera gran ratificación.
Han pasado veintisiete años. Mientras evoco esta historia, la revista está justo debajo de la taza de café que humea, como mis recuerdos.
Ahora, cuando descanso tras una lectura, cuando hago un receso en mis paseos por la intrincada jungla del lenguaje, permito que mis dedos acaricien la revista. Y siempre sucede: se abre justo por la mitad, como un melón maduro y helado en plena canícula estival.
MARIO CASTILLO ROS
El estilo de un escritor, se caracteriza por ser la expresión personal que lo distingue y realza.
ResponderEliminarTú lo tienes.
Te responsabilizas de lo que escribes, lo que te hace valioso y arriesgado.
Y continúo leyéndote... por ésas y alguna cosa más.
Saludos, Mario.
Tu relato me devuelve a épocas pasadas.
ResponderEliminar...Con melancolia.
jejejejjee, aunque hayan pasado 27 años la inocencia se mantiene entre las lineas.
ResponderEliminarAyer eran tus manos, hoy serán tus ojos.
muy bonito.
El despertar a la vida ...muy bien contao.
ResponderEliminarSaludos.
Como siempre una delicia de texto.
ResponderEliminarUna mezcla de realidades alimentadas con imaginativos vuelcos para relatar el despertar a un conocimiento que ninguno elude pero que pocos recordamos con tanto detalle como el que pones de manifiesto.
Y se despierta mi curiosidad y hurgo en los recovecos de mi memoria para encontrar nuevamente aquella revista pecaminosa que yacía tirada en medio de la calle y que me incentivara a educar a un amigo. Esto es una teta, esto es un culo, esto es...para dejársela entrada la tarde para su escondite y que ningún adulto supiera de su existencia.
A la hora de la comida padre, madre y familia de mi amigo tocaron a la puerta para plantear un reclamo de decencia y fue entonces cuando el guiño cómplice de mi padre me quitó toda carga de posible culpa.
Y es posible que ahora lo escriba.
Es posible que por obra y gracia de la maestría de un amigo escritor llamado Mario, me vuelque al relato de aquella anécdota perdida, de cuando la primer teta no materna me iluminó las pupilas.
Un abrazo y felicitaciones.
Qué maravilla de historia.....!!!
ResponderEliminarCreo que a todos nos trae algún recuerdo de ese despertar...
Me encantó...!
Un beso
estas historias tuyas es que me encantan! esas pinzeladas que son tan comunes para tanta gente pero a la vez únicas en cada uno: el Algarrobo, los dos canales, las tetas y las revistas... y además haciendo referencias constantes a otros de tus relatos! aunque te dirán que "demasiada teta" a mi me parece este GENIAL! quisiera ir al sofá pero voy a los columpios a empujar a mis darlings!
ResponderEliminarAl terminar de leer tu excelente realto, Mario, no he podido evitar que me invada una idea: el daño que hizo la religión en la educación de los niños de aquella época.
ResponderEliminarEra totalmente lícito ver esas series y películas que reventaban de violencia y empaparse con la sangre de continuos asesinatos; sin embargo, descubrir el cuerpo, las sensaciones, las emociones y los sentimientos, era pecado (hoy día esto no ha cambiado mucho).
La mutilación ideológica, emocional y sexual de aquellos años queda excelentemente plasmada en tu relato (o yo al menos lo quiero leer así).
A través del humor ( me he reído ampliamente con tu visita torturadora a la lechería de don Enrique)has transmitido de forma genial tus recuerdos y los de aquella época de Cartas de Ajuste, y misa y toro los domingos.
Me ha encantado, Mario. Esa naturaleza de curiosidad felina, jamás la pierdas, ni la confieses, ni la mutiles; esas incursiones en las regiones desconocidas de revistas que hablaban de libertad, son hermosos recuerdos de esa infancia encorsetada a la cual pudimos sobrevivir.
Dicho esto, felicidades sinceras por tu relato y...nos vemos entre las llamas del Infierno de los pecadores (me han dicho que el Cielo es muy aburrido...)
Mi beso y mi admiración.
El inicio a la sexualidad,¡qué recuerdos!no tiene nada que ver a como los cahvales de hoy en día viven la sexualidad, un saludo
ResponderEliminar¿Y nunca te preguntas cómo te hubieras sentido si hubieses podido vivir todo eso con la naturalidad que debería conllevar el descubrimiento de la sexualidad? No hay nada más castrador que el sentimiento de culpabilidad. Yo creo en la responsabilidad pero el sentido de culpabilidad lo borraría de la faz de la tierra.
ResponderEliminarSaludos
Mi querido y estimado amigo y camarrada, llevo muchos años atormentando mi mente y mi cuerpo por algo que siempre creí una aberración, un pecado sucio y repugnante. Pero gracias a ti, y a tu gratificante experiencia, sé que no estoy solo en este mundo de lujuria y perdición. No es que consuele, pero algo es algo.
ResponderEliminarNos vemos, pero el lunes no, que estaré ocupado, te llamo.
¡Ah! Se me olvidaba, buena historia… joder que nunca te lo digo.
Qué bien enlazado está todo y, por supuesto, qué bien contado.
ResponderEliminarMe encanta la imagen del libro que se abre por el medio como un melón maduro (melones, tetas, ubres..., leches, qué calor).
Besos,
Anabel
Y lo del libro sólo hay que ponerse de acuerdo.
ResponderEliminarOtro beso en suspensivos,
Anabel
Coincido con los comentarios acerca de la castración que supone el artificial sentimiento de culpa metido a golpe de misa y de infierno en un alma que despierta a la realidad. La imposible imagen del espejo se hace añicos al tratar de reflejar la vida que ven nuestros asustados ojos, robándonos la nívea inocencia de un dulce despertar.
ResponderEliminarDulce lienzo de vívidos colores trazado con magistrales pinceladas que nos ofreces. Digno fotograma de la película de nuestras vidas.
Un saludo.
Muy bien contado, felicidades!
ResponderEliminarCada vez me resulta más placentero leerle, camarada.
ResponderEliminarUn fuerte abrazo.
De acuerdo con el sentir general....
ResponderEliminarTienes un estilo propio, que ademas engancha
Pese a lo larguísimos que son tus relatos (en blogspot se acostumbra a escribir más breve) siempre me los leo enteritos. Y no suelo, que conste, que cuando la cosa es muy larga me canso enseguida.
ResponderEliminarTienes mucha calidad, es siempre un placer.
Y ahora me queda la duda, ¿en qué porcentaje habrás usado la verdad?
Un saludo.
Siempre es un placer leerte por cualquier sitio :D
ResponderEliminarDe acuerdo con tooodooos los comentarios anteriores. sigues siendo muy tú en tus letras.sigue escribiendo.seguimos leyéndote
Después de un tiempo bloqueada, regreso a leer-te.
ResponderEliminarEs un honor, un placer, saber que me lees después de leer tus letras.
Son mayores placeres, como los que acontecen en esta lectura, como la piel que de niño te hizo sentir lo que ahora es una sensible nota que duerme en todos tus días.
Que Obra!
Beso.
Interesante relato!
ResponderEliminarte dejo un abrazo
Pues claro que se abre por la misma página, Mario! ¿Cómo no se iba a abrir por ahí? De sobada que la tienes ;) (la revista, digo)
ResponderEliminarAbrazos, de toda la blogovida y demás.
Eres un gran descubrimiento... madre mía...
ResponderEliminarY encima de Granada? como yo!
Me encanta tu forma de escribir. Creo que me queda mucho por leer atrasado...
Un saludo!
La voz adulta, concupiscente, honda de lujuria,
ResponderEliminarmadurada en los hornos del infierno,
narra la historia,
mientras el niño pronuncia las tetas con tono de incrédula felicidad
a la tibieza del deseo recién amanecido.
El cuerpo grita más, la mente basta
y el camino bifurca entre el pecado de la moral
y la divinidad del erotismo.
El regusto de cada palabra
Me derramó sonrisa… además.
hola Mario me encanta como escribes,como me llevas a mi niñez,a tantos recuerdos vividos,no dejes nunca de escribir estos relatos tan interesantes.yo necesito leerte,soñar un besito
ResponderEliminarque bien escribes....¡¡¡
ResponderEliminarmuchos hemos tenido nuestros escarceos infantiles con el sexo a traves de las revistas...
a mis manos tambien llegaron algunas...
lo que yo no seria capaz es d contarlo como tu lo cuentas....
un abrazo mario
Bonita postal de la época, paisano.
ResponderEliminarUn abrazo.
Me sigue gustando leerte,pero cada vez más.Enganchan,por muy largos que sean los relatos.Las tantas de la madrugada,mi hora preferida.Demasiado tiempo,no,Mario?
ResponderEliminarDelicisoso relato de descubrimientos como no podía ser de otro modo por estos lares de la red. Me he identificado tanto que he olvidado hasta el ruido incesante de mi vecino trabajando y molestando desde arriba. Y no he podido evitar reflexionar sobre si había necesidad en aquellos tiempos de que la sociedad hiciera sentir culpable al onanista (yo sentí esa culpa y ahora me río). Por otro lado no sé si hubiese sido tan estimulante todo lo secreto de esas incursiones en tierra prohibida y páginas mal escondidas para un niño (los niños no tienen más labor que la de descubrir lo que muy malamente les escatiman).
ResponderEliminarComo detalle curioso te diré que yo también estudié hasta primero de EGB en un colegio Virgen de las Nieves. Uno en Santa Coloma de Gramanet. Allí no descubrí el sexo porque estaba muy verde en esas materias pero si el enamoramiento apasionado durante unos años en los que desear, para mí, era puro idealismo exento de carne. Entre ese enamoramiento y la carne tuve mi intermedio de revistas de papel satinado, ya lo sabes. Saludos, me alegra saber que tú si continuas este glorioso blog.
Esta vez no voy a regalarte los oídos alabando tu estilo,al cual,yo,que soy poco leída y menos estudiada, no sabría adjetivar con justicia y tino. Sólo voy a decirte que he vuelto a leerlo, y creo que van ya...uff, unas pocas de veces, en serio. Esto es señal no sólo de que me ha encantado, sino de que hay en estas líneas un verdadero manantial para los sentidos,una fuente donde asomarse a refrescar el alma, un río por el que dejarse mecer hasta llegar al insondable océano de nuestros instintos. Océano en el que sabes moverte como pez en el agua, y en el que nos haces zambullir empujados por el ineludible canto de sirena de tus letras.
ResponderEliminarUn saludo.
P.D.- El título,un acierto, no se me habría ocurrido uno mejor.
Ahora que te leo, yo también me habría quedado con ese objeto que provocó mi primer pecado. Sólo para recordarme que siempre hay una primera vez para todo.
ResponderEliminarEnhorabuena por este texto, queridísimo Mario. Es bellísimo cómo puedes crear imágenes en mi mente cuando describes y erotizas la palabra. Una y mil veces: felicidades.
¡Muchos besos!
Mario, querido, eres una auténtica caja de sorpresas! Nunca me hubiese imaginado que lo tuyo con el erotismo hubiese empezado de esa manera tan peculiar y a la vez inocente (siendo un niño y sin saber lo que te estaba pasando, esa es la verdadera palabra).
ResponderEliminarSoy yo, "Butterflieswithoutwings", que me he visto en la necesidad de cambiar de blog. Un besazo y espero seguir leyendote más a menudo.
ay ay, qué bueno leerte. Así como iba leyéndote he ido recordando como fue mi ¿cómo lo llaman? ¿iniciación?. Nunca había pensado en ello porque me creo que siempre ha sido algo muy natural, y no es así.
ResponderEliminarun gustazo.
ainamatopeya
Deliciosa manera de contar el despertar de un niño a la sexualidad. Tal vez hubiera sido diferente si no hubiéramos vivido en aquella sociedad llena de pecados, tabús e hipocresía. Pero sino ¿qué nos hubieras contado?
ResponderEliminarUn abrazo agradecido, lo he pasado muy bien leyéndote.
Es extraño porque dejo de estudiar para leerte.
ResponderEliminarLos despertares sexuales siempre incluyen algo de culpa. ¿Por qué culpa? No lo entiendo. El miedo que te puede procurar la sexualidad es más comprensible, pero, ¿miedo? ¿Será la Iglesia?
En cualquier caso creo que a mí el miedo y la culpa me duraron poco.
Gran relato, me ha gustado mucho. O me quedo mirando por la ventana o vuelvo al estudio.
Ya veo que hay una nueva entrada, no sé por qué, no se actualiza tu blog en mi lista. Vendré mañana a leerte como es debido, estoy muerta.
ResponderEliminarHasta mañana.
Ahora sí, te he leído como Dios manda, y cómo he disfrutado… Creo que la inmensa mayoría de los adultos hemos tenido una primera experiencia, un despertar sexual, más o menos parecida a la que nos cuentas. De hecho, estoy convencida que muchos de los que te hemos leído hemos recordado y sonreído, y te diré por qué: como alguien dijo, es posible que todo esté dicho, lo importante es contarlo de una forma diferente y que, una vez más, “suene la música”, surja la magia. “No me hables de la lluvia, haz que llueva”, eso es lo que tú haces, hacer llover.
ResponderEliminarAsí que estudiaste en el Virgen de las Nieves… Yo vivía a pocos metros de allí, y allí estudió mi primer “novio” y uno de mis hermanos. ¡Qué cosas!
He pasado un rato estupendo.
Hasta la próxima.
Eres un crack!
ResponderEliminarJajajajajajaja,
ResponderEliminarM'has fet recordar el calaix de la tauleta de nit del meu pare. Allí hi reposava una d'aquestes revistes. També devia tenir 12 o 13 anys...
Una abraçada amic, i molt ben explicat.