martes, 14 de abril de 2009

HABITANDO EL RECUERDO


Alguien me pidió que hablara de alguien.

Pensaba que estaba siendo sometido a un experimento social. Que ese alguien quería medir mi estatus anímico-social forzándome a contarle cosas de mi infancia dulce, o de mi juventud menos dulce, o de mi madurez anodina.
Acabé hablándole de la morena que sirve los cafés más imbebibles del mundo mundial en el bar más cutre. Pero cafés que sigo tomando con sumo placer visual.

Andaba solo por la calle, que no es una novedad, y disfrutaba de los primeros días de otoño. Lloraban las ramas de los árboles, azotadas por el viento. Pisaba las hojas húmedas que, amontonadas, conformaban los primeros lienzos de la melancolía. Lienzos de color ocre, del color de la tristeza más pura.
Mientras sorteaba las hojas que escupían los árboles, me acordé cuanto le gustaba la estación de las hojas vencidas a mi abuelo.
Joder, le podría haber hablado de él a mi amigo auto erigido investigador social.

Llegué tarde a casa. Quería escribir. Necesitaba escribir. A punto estaba de vomitar sobre el folio catódico, cuadriforme y apantallado un montón de frases. Tenía esa especie de musa caprichosa que son las ganas y las necesidades de cada uno. Y mi musa me susurraba al oído. Me incitaba. Me ofrecía el calor justo, también necesario que mis dedos y mi cabeza precisan para trabajar en equipo.

Pero la caja tonta, tontísima, llamó mi atención. También es cierto que me distraigo con facilidad y que a la tele no le soy infiel. Sostenía la taza de café en la mano y retenía las ideas en la cabeza, pues estaba a punto de plasmarlas en mi lienzo inmaculado.
Las notas del músico sabio, Bach, llamaron mi atención. Un documental me condujo tras la estela de un anciano. Lo seguí con la mirada. Observé a ese viejo decrépito que se acercaba a su infancia. Que quería volver a jugar a la pelota con su vecino, muerto hace mil años. Que quería crecer y estudiar y tener hijos. Que quería querer de nuevo.
He visto y he oído la enfermedad. La he visto asomarse a su mirada. La he oído en sus labios trémulos. Mi café se heló, como la sangre ante el miedo. Mis ideas desertaron y se fueron con la musa a otra parte. Volverán, lo sé.

Pero ahora es mi abuelo el que viene a mí. El que me visita mientras intento adentrarme en la noche. Mientras intento recordarlo y mientras intento que mi cabeza no vuelva a ese rato de locura tornadiza.

De mi abuelo no puedo hablar mal. Mi memoria es caprichosa. Y aunque tendamos a recordar lo muy bueno, también es verdad que muchas veces olvidamos, o desterramos de nuestra mente, lo muy malo. Hay abuelos que han muerto en guerras fratricidas, otros han sido segados por la vida antes, incluso, de saber que iban a ser abuelos. Otros, los menos a este lado de la literatura, que no han sabido conciliar su vida con la de sus nietos. No han sabido, no han querido, no han podido ser abuelos. Muchos amigos míos han sufrido, de alguna manera, la ausencia de los viejos de la casa. De los viejos entrañables contadores de cuentos. Transmisores del virus de las historias que sobreviven al espacio y al tiempo. Y a ellos. Historias que no mueren con ellos.

Un abuelo aporta sentido y sensibilidad a nuestra vida. Mucho más que otras figuras familiares que gravitan a nuestro alrededor. Porque nos peleamos con nuestro hermano y tenemos al abuelo que nos recuerda que entre hermanos no está bien pelearse. Su mirada autoritaria, aunque dulce, nos escrudiña y su voz suena cadenciosa:

-Los hermanos no se pelean. Si no os tuvierais, si fueseis hijos únicos, eso sí sería mala suerte. Mantiene la mirada fija en mí, en mi otro yo que es mi hermano y sentencia:

-Hay guerras que empiezan en la cuna. Y no quiero más contiendas. Todos los conflictos se pierden.

En aquel momento me quedé, y se quedó mi hermano igual. Entendimos la mitad. Con el paso de los años, la otra mitad no tardamos en descifrarla.

No tardamos en contestarle, nuestras palabras corren más que nuestros pensamientos… fruncimos nuestro ceño cándido, arrugamos la expresión y nos perdimos en un mar de dudas, en un océano agitado por los sentimientos hacia el otro. Pero fuimos tajantes y quemantes:

-Sí abuelo. De ser sólo uno no nos pelearíamos… Pero no tendríamos a este delante.

Y nos castigaba nuestro padre y buscábamos el apoyo incondicional de su padre. Entonces era él quien fruncía el ceño. Caminaba con paso quedo y decía que si nos riñe es por nuestro bien. Y por nuestro bien, se convertía en abogado deshaciendo sus pasos para hablar con el juez que nos condenó a una perpetuidad sin el Equipo A. Pidiendo el indulto, conseguía una rebaja de la pena… Así que nos citábamos en la emisión del siguiente capítulo.
Pero volvíamos a las andadas. Estábamos amparados por el defensor del nieto.

De pequeño, para combatir el frío de noviembre, ese frío y ese noviembre de los de antes, de cuando el cambio climático era una idea embrionaria en la cabeza de algún futurólogo loco, de algún advenedizo aprendiz de meteorólogo, nos sentaba delante de la lumbre. El calor de su voz, el fragor de sus historias a la orilla de la chimenea me transportaban a otra época. El frío azul de afuera era el mismo que él pasó en el frente en el que combatió. El mismo frente año tras año. Siempre emocionaban sus historias tristes. Siempre sabían distinto, aunque las contara, las mismas, también año tras año. Lo miraba impertérrito. Escuchaba cómo su voz bronca simulaba el sonido de las balas perdidas, de las trazadoras portadoras de una muerte segura. Historias de vidas que se iban sin vivir. Las emboscadas. El cigarro en la trinchera con el enemigo durante los pocos momentos de tregua. El llanto desesperado de los que mataban sin querer matar. De los que apuntaban al cielo y aterrizaban en el infierno. Y el vino y la comida extra en la cena de Navidad. La historia del soldado que murió sin saber que la de ayer, sin anunciarlo nada ni nadie, iba a ser su última cena. Murió con las botas puestas, con la comida en la mano y el villancico de feliz navidad aflorando en sus labios. La victoria de nadie, la derrota de todos. Crecí con esas historias. Y siguen volviendo a mí cada vez que miro la nada y veo como se filtra por mi ventana el silencio de ahora.

Y ahora cuando el Alzheimer se lo ha llevado. Cuando le impide ver cuántas batallas se siguen librando y cuántas guerras se siguen perdiendo. Cuando ya no disfruta de la meteorología. Ahora que no se levanta persiguiendo el amanecer. Ahora que no agudiza el oído para adivinar qué pájaro canta allá, en la estela del día recién nacido. Ahora que mira pero que no ve a nadie. Ahora que su vida se vacía por completo y hace que llene mis noches en blanco con su recuerdo. Es cuando he sentido la llamada salvaje de la escritura. Que se lleve estas letras donde vaya. Porque para él aquí no acaba todo. Aquí todo acaba de empezar.

Hay un antes y un después.

Mi abuelo vive el después intemporal. La sinrazón de la naturaleza. El secuestro de una vida dedicada al vicio de contagiar optimismo y superación. No habrá rescate. Tampoco recompensa.

Y hoy es un día gris. Como los que le gustan a Juan. Pero está postrado en su cama. Inmóvil. Me mira con ojos de niño. Ese brillo que denota alegría por el juego que tiene que empezar a la de tres. Pero no ve, atrincherado en su tiempo pretérito, el color otoñal. Ni lo huele como hacía antaño… No otea el horizonte y tampoco le pregunta a la luna si lloverá al día siguiente. Su cuerpo yermo, no le permite ninguna excelencia.

Su sonrisa es ahora perenne, no decae con estación severa que bautiza la vega granadina. Y lo hace porque es un niño. Y porque si fuera un adulto, nunca fue enemigo de sus enemigos, de quién no conocía. El siempre apuntó al cielo.

A la cabeza me vienen, una y otra vez, las imágenes del peregrinar de esos viejos jóvenes que han hecho las maletas para no regresar del país de Nunca Jamás.

Mi abuelo me mira. Una mira viva, inquieta, interrogante. Y con un chorro de voz atronadora, como las tormentas salvajes en agosto me dice:

-Que no se entere tu abuela que andas salvando gatos.

Y el silencio con sus tentáculos cavernosos lo arrastró hacia la oscuridad pétrea del olvido eterno.

6 comentarios:

  1. me gusto mucho,sigue asi,no dejes de escribir nunca.

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  2. El siempre apuntó al cielo... una frase que me ha recordado también a mi abuelo,porque él decía algo parecido, teniente de carabineros y siempre dijo: yo nunca maté a nadie... curioso no!!!!, siempre pensé, como se iba a ganar la guerra pues!!!, estuvieron en el bando de los perdedores, pero también en el bando de la generosidad ...
    Me gusta lo que escribes, me gusta como escribes, y encuentro en cada relato tuyo, algo mio, esto es la grandeza del buen escritor, que siendo un extraño, se hace cercano y parece que ha escrito pensando en ti...

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  3. Recuerdame, que comparta un día la historia de mi abuelo contigo....preciosísima historia, me ata a ti tu forma de narrar....gracias

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  4. Y ud, siguio salvando gatos..:-)

    Sabe? solo echo a faltar una cosa en este blog, y es que escriba mas.

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  5. En Picutí, hauria estat content de poder llegir aquest escrit. Jo ho he fet en lloc seu.

    Entranyable.

    ;-)

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  6. La forma en la que una persona habla o se dirige a otra.. Dice más de quien lo hace que del sujeto pasivo & protagonista distraido de la acción.

    Siempre hay antes y después, al igual que exiten las miradas que hablan.

    Un salud✴ de luz en la oscuridad

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