martes, 14 de abril de 2009

FICCIÓN


Me senté junto a la ventana que pegaba al río. En literatura romántica, podría decir que me senté junto al ventanuco mal ajustado que daba al río. En literatura erótica, diría que me senté, o nos sentamos, junto a la ventana que daba al río caudaloso. En literatura de ficción diré que me senté, sin más, junto a la ventana desde la que divisaba el rio.

Es éste, un encuentro de ficción. Junto a un río de ficción que atraviesa una ciudad que no existe. Una conversación gestada en mi cabeza, que nace cuando concilié, por fin, y una única vez, que recuerde, sueño y sueños. Cuando desperté, mis personajes seguían dilucidando qué hacer. Cómo actuar.

En la mesa de enfrente un hombre de unos cuarenta años, abogado mediático, famoso por sus escarceos con la justicia, suficientemente famoso como para aparecer en la prensa local y en prensa local de las provincias limítrofes, habla con una mujer mucho más joven que él. Él habla de literatura, ella lo mira. Él busca un adjetivo que defina cuán grande es su colección de libros. Ella hace mucho, desde los inicios de su relación, o de su historia, como le gusta decir a nuestro letrado, que ha encontrado el adjetivo que lo defina a él. Ella aliada de su silencio, con sus ojos que hablan, nos dice cuán infinita es su biblioteca de sentimientos. Y de pasión.

Se miran, sin tocarse. Se tocan con la mirada.

Los verbos tardan en aparecer. El duda qué decir o cómo decirlo. Y no le faltan recursos, él, que se gana la vida con las palabras. Escupiéndolas, esculpiéndolas, cuidándolas y hasta mimándolas para hacerlas creíbles a oídos que no saben si creer porque es él, el letrado mediático, de gestos suaves y sonrisa generosa, o porque realmente acuñe las palabras portadoras de verdad definida. La mujer no deja de mirarlo. De buscarlo. De encontrarlo siempre. Y siempre que lo encuentra, está hablando. Quiere cambiar palabras por besos. Le regalaría todos sus libros a cambio de una vida en común.

La cafetería a esas horas, bulle. La gente entra con prisa y sale, tras beberse el café con noticias asesinas y críticas, con más prisa si cabe.
Pero desde mi rincón, la pareja, hombre y mujer, enamorados, ahítos de gestos, de miradas expectantes y caricias furtivas nos descubren los avatares de su pasión, aún terrenal. El camarero se acerca, sin paso firme, tímido… Pero es su paso tímido el que le permite ver la mano de la mujer surcar su cielo protector para alcanzar el séptimo cielo de su acompañante. Lo acaricia debajo de la mesa, primero. Encima de la mesa, luego. El camarero se retira. No necesitan nada que no sean ellos. No más zumo de naranja. No más café. No más leer la prensa juntos. Quieren beberse, quieren desayunarse.

Ella se levanta, de golpe y se sienta a su lado. Rompe la barrera. Atraviesa el peaje. No pregunta, sólo obedece al único ápice de atrevimiento. No está a la altura de sus palabras pero sí de sus gestos. Ella guarda las palabras que él le regala para cuando no estén juntos. Ya tendrá tiempo para crucigramas. Ahora necesita también su olor, su sabor, su textura.

-Déjame sentarme a tu lado. Y lo dice cuando ya está. Cuando ha llegado. Cuando sus cuerpos son uno sólo.

Él duda unos segundos. Y ella nota que ha tensado algo. Que quizás ha llegado demasiado lejos. Que no deberían salir del anonimato. Que no deberían permitir que la gente viera de más, y hablara de mucho más. Pero el celo de la vida es así. Recurrente. Desobediente. Inoportuno.

Ella lo mira asustada y excitada. Excitada por su aturdimiento. Asustada por su no reacción.

-Perdona, no ha sido una buena idea. Vuelvo a mi sitio. Te asusta la gente. La que posiblemente conozcas. Sales en la prensa… a veces se me olvida.

Intenta nuestro letrado hablar con la precisión con que acostumbra. Pero su corazón, de blindaje débil, no le responde. No brotan las palabras. ¿Dónde se esconden? Escuchamos como tartamudea. Ni en sus inicios en el mundo de la toga y la balanza lo ha pasado tan mal buscando una explicación.

-No, no… Balbucea. No pasa nada. De verdad. Sólo que no te esperaba.

Ella, desde su sitio, lo mira. Lo mira con la mirada triste de quien pierde el último sueño. De quien queda varado y sin posibilidad de redimirse tras su último naufragio sentimental. Le llegan, uno a uno los recuerdos de cómo empezaron. De por qué. Todo pasa en un minuto. O menos. Como cuando la vida se suicida ante nuestros ojos. En su último aliento nos rinde cuentas y nos muestra lo bien acontecido.

Él fue el abogado que la ayudó en su separación.
Él fue quien la devolvió a la vida, tras su separación.

-Lo peor es que siempre llego sin avisar. Soy una inoportuna. No me acostumbro al protocolo de nuestra vida novelada. Le dice ella.

La sigue con la mirada de luna llena. Sus ojos orbitan alrededor de ese comentario. No sabe cómo asaltarlo. Declina decir nada. Depone las palabras… Inquieto. Cabizbajo.Ella sigue alimentando el malestar de su acompañante.

-Siempre te pillo con la guardia baja. O nunca te sorprendo o te sorprendo en exceso, hasta atizar tus miedos, como ahora.

Él, que hace rato se ha olvidado de sus libros, de su particular biblioteca de Alejandría, la mira con dulzura. La acaricia por encima de la mesa sin surcar el aire, y apoyándose en sus ojos recién estrenados a la luz. Se acerca y le da un beso en la comisura de los labios. Ella sonríe por primera vez desde que se encontraran en esa céntrica cafetería. Se queda a vivir, durante un segundo infinito, en su boca. Después, el beso se torna sonrisa y agradecimientos. Y el mismo beso los devuelve a su sitio. Y a su realidad. Y a su cotidianidad.

El hombre, tras saludar a alguien que no conocemos, pero que él si conoce y sí le incomoda, busca un tema conciliador. Un tema que cierre su mañana. Que destile, al menos, más felicidad que la de los periódicos con los que comenzaron su desayuno, su desayunarse.

-La Navidad llama a las puertas.

Ella que se acomoda de nuevo en la silla, que le suelta la mano, que le sostiene la mirada, que lo quiere, que lo desea también durante ese periodo del año en el que los comercios hacen su agosto y los hombres y mujeres vuelven a amarse sobre la faz de la tierra porque el espíritu navideño así lo exige, le dice:

-Navidad es cuando estoy contigo. A partir de ahora, empieza mi Vía crucis. Ni estreno Nochebuena el veinticuatro de diciembre, ni estreno año el día uno, ni los reyes me visitan el día seis. No. Pero volverá a ser fiesta, cambiaré de año, cuando vuelva a ti. O mejor, cuando vuelvas a mí. Cuando llames a mi puerta.

El gesto serio de nuestro hombre curtido en mil batallas judiciales, se tuerce hasta convertirse en una mueca, una torcedura un esguince en el alma. Está perdiendo este juicio. El jurado popular se posiciona del lado de ella. Tarda en contestarle unos segundos…

-Pero volveré. Lo sabes. Vuelvo siempre.

Ella no quiere hablar de su vida. Porque ella sabe que siempre encuentra el camino de regreso. Ése no es el problema. Su GPS emocional funciona. Las coordenadas de su pasión siguen intactas. Y su relación sería lo más parecido a un cubo de Rubik bien alineado, en caso de formar equipo en el juego de la vida. Pero no puede evitar un atisbo de maldad. Ese asomo de arrogancia cuando le comunica:

-Ayer, paseando por el centro comercial me encontré con tu mujer y con tu suegra.

La duda sombrea su rostro. Las pupilas dilatadas juegan con la luz del sol que se filtra, leve y coloniza su espacio vital. Abre los ojos, ahuyenta la claridad, sólo quiere verla a ella. Quiere hablarle. Pero las malditas palabras no están. Y no lo están cuando más las necesita. Ellas están, como el jurado popular, con la mujer joven.
Consigue articular, por fin, unas palabras, interroga buscando un empate.

-¿Ah, sí? Y qué tal… qué hacían ellas… y qué hacías tú… en el mismo centro comercial.

Se recoge el pelo, muerde los nudillos que se mojan de saliva al contacto con sus labios. Ahora luce una sonrisa, parece que sincera. Le coge la mano… porque no quiere tirar su tiempo en común al cubo de la basura… Ni aportar más material para su semana santa particular que llama a las puertas.

-Ellas compraban tu Navidad, mientras yo esquivaba a la soledad.

7 comentarios:

  1. -Ellas compraban tu Navidad, mientras yo esquivaba a la soledad... así es ni más ni menos, la vida de una amante... no toda mujer tiene la ocasión de ser las dos cosas... en cada rol se pierde y se gana algo...la esposa le tiene,pero él la quiere, no la ama; la amante no le tiene, pero él la ama de dia de noche y siempre, hasta en el cuerpo otra mujer... duro si, pero vale la pena, amar, aunque sea compartiendo con otra dama.
    Me gusta que tus personajes sean reales, vivos y cercanos, casi los toco, casi los conozco y todo...

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  2. Éste me ha producido tristeza, mucha tristeza, y un apunte de admiración.

    Al leerlo despierta sentimientos, impOsible que deje impAsible.

    Debe ser bueno, Mario.

    Justine.

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  3. Me encantó el relato.... y qué final...... esquivar la soledad... sé un poco de eso...
    Había perdido la dirección de tu blog... qué bueno que la reencontré...

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  4. Fragilitat al "pis de dalt"

    Bon relat.

    ;-)

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  5. Esquivar la soledad, o camuflarla.para no llorar... Q es mejor?

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  6. Hagas lo que hagas, te hará llorar y te hará infeliz. Si la esquivas, errarás, si la camuflas, tampoco acertarás.

    Lo mejor, ya sabes, es intentar combinar las dos posibilidades... Eso o, sencillamente, no estar sola...

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