La primavera aterriza sin hacer ruido. Cada vez que lo hace y cada vez que lo hace sin hacer ruido, me da por pensar en todo lo que consigue alterar, alumbrar y tumbar con su arribada. Las novelas se llenan de amores entre páginas, de historias interminables y dulces, de litigios donde la razón y el corazón batallan en juicios acalorados. Sesiones en las que unos dedos entrelazados, unas mentes confusas y unos cuerpos perennes, comparten banquillo, causas, culpa y castigo, inocencia y libertad.
Cierto; las editoriales exprimen lo mejor de esta estación cálida y efervescente. Los libros queman entre las manos y las manos sudan entre episodios. La arrogancia del descuido permite excepciones confirmantes de no sé qué reglas estacionales consiguiendo que florezcan autores que nada tienen que ver con esta estación y que nada quieren saber de ella. Publican con afán intemporal. Un ardor intemporal, cuidadoso, riguroso, diferente y templado.
Cierto; también en primavera las canciones bullen de corazones recompuestos y recuperados. Corazones que, días atrás, restaban ateridos y en bancarrota, ahora laten acompasados, felices, encelados, avezados y acerados. Todo muy recargado y florido, rimbombante, multiplicado y milagroso como una primavera enferma de felicidad.
Cierto; los cielos se llenan de cupidos que van como locos afinando la puntería. De sus logros depende su continuidad en semejante empleo flechado y celestial. Los ángeles, labriegos de la pasión prójima, con sus dianas esquivarán ERES o ERTES que les ahoguen y desahucien del paraíso amatorio. Ellos vuelan que vuelan, apuntan que apuntan, baten que baten, atraviesan que atraviesan esos órganos que bombean baladas de amores correspondidos. Laboran a destajo para que amadores a destajo no pierdan la estela de su vía láctea particular, como el cuidadoso patio anegado con la lluvia de abril y con las aguas de mayo.
Cierto; los parques se colman de árboles que florecen. Naturaleza urbana que cobija bajo sus sombras a esa otra naturaleza humana que emana lujuria. Jóvenes cada vez más jóvenes y adultos cada vez menos adultos, rivalizan en el prólogo de las relaciones bulliciosas y carnales. Besos, besos y más besos a la par que toqueteos y escarceos, aunque la balanza se incline irrefrenablemente hacia lo segundo. Los besos trasvasan potencia a las manos que sostienen otras manos entre las suyas. Extremidades que recorren el atlas de geografía concupiscente que la primavera inocula entre pechos y espaldas. Más arriba, sobre ramas, los pájaros pían un amor libre. Copulan que da gusto y en un santiamén. El follaje cobijará su nido de amor, la trashumancia de un futuro alado que eclosionará en jornadas venideras.
Cierto; las terrazas de los cafés empiezan a llenarse de personas que huyen del interior de lumínico artificio para disfrutar bajo un celeste inmaculado. Desde aquí les veo disfrutar de su recién adquirida primavera. Devotos del calor, del cigarro y del café. Yo continúo aquí dentro. Solo y acompañado por mis camareras atentas y diestras Baristas que “procesionan” de la barra a ese exterior donde las parejas consumen dulces, beben y se fusionan en un abrazo en el que caben dos primaveras recién llegadas.
Recupero el libro de Bukowski. Un autor que no necesitaba el dogma primaveral para vomitar relatos incandescentes. Su celo atemporal no atendía ni a la constancia, ni a las constelaciones ni a las estaciones. Que nunca supo si empezó a beber en primavera, cuando su mujer le dejó, o si su mujer le dejó en primavera cuando empezó a beber. Después se pasó media vida bebiendo, escribiendo y acariciando gatos. El resto del tiempo lo gastó peleando, apostando, leyendo y amando (Amar: en primavera dícese de la condición folladora del humano sobre la tierra) habitando subterfugios, acodado en barras, con los ojos entornados y la conciencia mediada dictándole etílicas primaveras a mi literatura.