Cierto; el placer es, a veces, un
recuerdo. Uno de esos recuerdos que te reportan a la salida del colegio junto a
aquella niña de cabellos dorados por la que todos tus compañeros de clase y
clases aledañas bebían los aires y surcaban los cielos. Uno de esos recuerdos que
te invitan a observarte en ese momento en el que estudiabas la lección de
humanidades, mientras parapetabas las revistas pobladas con cuerpos hambrientos
de cuerpos debajo del libro contenedor de la historia y su universalidad.
Figuras que se reencarnaban en tu amor propio cuando se emitía, al amparo del
calor catódico, un anuncio en el que una mujer, pecho en mano, anunciaba un
desodorante. Es el placer uno de esos recuerdos regresivos a noches infinitas y
princesas encantadas con el deleite supremo, un pretérito de esquinas desde las
que contemplabas la vida y sus mujeres pasar delante de ti.
El goce que teje el tapiz de nuestras
fantasías está hecho de material volátil, fácil de capturar a veces, como
escribió alguien. Es esa mujer sentada al piano que desnudaba la música con la
que te acariciaba. Es aquella prostituta a la que enseñaste a leer cuando
vivías en la parte más vieja de la ciudad, que cocinaba para ti mientras te
masturbabas en su baño con la puerta entornada y el deseo abierto de par en
par. Es la camarera que selló con besos cafeinados
las heridas de tus primeras soledades. Es esa enfermera que con su voz curativa
te conectó a la vida, que preñó de estrellas tus sueños más fugaces. Es esa
profesora que hoy ha vuelto del pasado, que ha pronunciado tu nombre, que ha prendido
estas letras como antaño incendió tu deseo.
Hasta que cursé segundo de bachillerato
no me reconcilié con las matemáticas. Lo mío con los números era una historia
imposible con orden de alejamiento recíproca. No me interesaba nada que tuviera
que ver con el estudio de fórmulas, de algoritmos, de primos, de pares e impares, de naturales y
enteros, de fracciones, raíces cuadradas, de cuadrados y de no sé cuántas cosas
más. Pero durante ese año en el instituto, la cosa cambió. Una profesora me
invitó a conocer que la palabra seno se escribía y no se enumeraba, que era
tangible para la voz, que su fuerza radicaba en un dibujo angulado, o algo así.
Se llamaba Marta. Y cada vez que Marta
se armaba con la tiza situándose delante de los niños, la clase se convertía en
un campo de batalla hormonal. Yo, sin embargo, me olvidé de salir por las
tangentes, de bordear los márgenes, de visitar los pasillos cada vez que me
expulsaban, porque, a partir de Marta, mi redención fue un hecho. Sustituí mis
paseos tangenciales por la visita a ese seno matemático acudiendo a ella cada
vez que tenía una duda. Al principio era de vez en cuando, de vez en cuando se
convirtió en bastante a menudo y bastante a menudo acabó desembocando en cada
vez que se personaba ante sus alumnos.
En clase, ella explicaba y yo admiraba
su figura. Después, en casa, me aplicaba el cuento y buscaba remedios para entender
todo lo más posible. Fue así como las notas en los exámenes corroboraron mi
mejoría. Mis padres, acostumbrados a mi danza de la muerte con las cifras, no daban
crédito. Pero yo, insisto, sólo tenía ojos para ese seno, y para el resto del séquito
numéricamente cartográfico que Marta enunciaba a diario.
Era una profesora de unos treinta y
tantos años. Morena, de gran melena, ojos oscuros y mirada transparente, de
figura esbelta, ataviada con ropas más modernas que las que solía vestir el grueso
del profesorado. Labios siempre pintados dibujando gestos y muecas amables cada
vez que requería un voluntario para salir a la pizarra. En esos casos, un
servidor siempre levantaba la mano como el miedica que enarbola la bandera nívea
de la rendición ante un batallón de asalto. Casi nunca salía bien parado del
entarimado, pero harto satisfecho. Al no tener la ayuda de mi hermano cerca,
como sucedía en casa con los deberes, ella acudía al rescate del voluntarioso
alumno. Me arrebataba la tiza con dulzura, permitiendo que mis dedos entraran
en contacto con los suyos, corregía mis desarreglos mientras el polvo blanco se
posaba en sus yemas y las glándulas salivares inundaban mi firmamento bucal,
convirtiendo el mal trago en un buen brindis.
Mientras estaba sobre la tarima,
enfrentado a fórmulas trigonométricas, ella se dirigía a los demás y yo la
observaba de soslayo. Señalaba con las manos, guiaba su dedo por la pizarra, se
recogía el cabello negro colocándolo detrás de su oído. Y me miraba con insistencia
preguntándose qué narices hacía día sí y día también enfrentado a ese vía
crucis matemático. Sus senos dibujaban arcos que delimitaban su figura y apuntalaban
mi deseo, su vestido volaba mecido por el
viento de la imaginación cada vez que daba un paso adelante, cada vez que se giraba
para cerciorarse que seguía ahí, anclado en esa estación terminal. Momentos
después me pedía que volviera a mi sitio. Y mi sitio estaba lejísimos, en el
ocaso del mundo. Mis pasos eran lentos como la duda y el regreso a mi pupitre
constituía el final de la peregrinación al paraíso del pecado. La canícula
tardaba una vida en abandonar mis mejillas. Muchas veces me quedaba con un
trozo de tiza que ella hubiera acariciado. Aún debo tener alguno por ahí
guardado en la alacena de los recuerdos intemporales.
Así que aquel año firmé una tregua con
las matemáticas gracias a la trigonometría que amamanté en el seno de aquella
clase. Fue el único en el que las matemáticas se quedaron en junio y no tuve
que recuperar los números perdidos en el mes de septiembre. Para el curso
siguiente me matriculé en letras puras ante el temor de que Marta no me tocara
en suerte y los números reclamaran venganza.
Creo estar en condiciones de aseverar
que fue a partir de entonces cuando los senos fueron mi fuente de placer más
recurrente. No quería una mirada bonita, no, ansiaba un pecho voluptuoso. No
sostenía durante mucho tiempo la vista a esas mujeres, no, buceaba los escotes
que poblaban mi mundo onírico de fantasía, graduación y calor. Cuando corría
tras una mujer porque se había olvidado algo en la tienda en la que trabajaba,
no me entretenía observando su culo por mejor coreografía corpórea que tuviera;
necesitaba enfrentarme a sus pechos, notar esa oronda proximidad. Aseverar, en definitiva,
que las matemáticas son tan exactas como inequívocas mis preferencias eróticas,
visuales y fantasiosas.
De todo lo de antes, hoy hace muchos
años. Ahora tengo cuarenta. Hace pocas horas, antes de tomar este café y de
sentir los ronroneos de Alonso detrás de mí, en su lecho gatuno, me encontraba
enarbolando banderas y lanzando proclamas a todo pulmón cuando alguien,
acercándose a mí, ha exclamado:
-
Mario
Marta es una entrañable jubilada que
teme por su pensión y por el devenir. Asustada por el rumbo que está tomando la
situación, ha decidido volcarse en estas jornadas reivindicativas convocadas
por la gran masa social y sindical.
-
Mario
Sólo he necesitado sentir mi nombre para
volver al aula de segundo de BUP.
El brillo de su mirada líquida, su
sonrisa dadivosa, sus ropas modernas, su vejez actual, ese hilo de voz
cadencioso, sus manos sujetando una bandera con las siglas demandantes de
justicia, me han restado un puñado de años.
La he abrazado como quien abraza una
solución. He sucumbido al rubor mientras le contaba mis andanzas sindicales y
mis idas y venidas por el universo postal. Me ha informado que abandonó a
tiempo la docencia, que se manifiesta más por los que vienen detrás. Hemos
caminado juntos unas cuantas calles y hemos desandado el recuerdo, visitando el
ayer, para acabar citándonos en el muro de la virtualidad que ahora está tan de
moda.
Que si estoy casado, que si tengo hijos,
que está casada, que tiene nietos. Que pasea a su perra todas las tardes
mientras se familiariza con un teléfono de última generación, que tengo un gato
que ilustra y pasea por mis relatos. Tras reír un buen rato, nos hemos citado
en internet, que es el particular patio de todas las casas donde el futuro
arrecia. Poco después ella se ha excusado diciendo que tenía que ir a recoger a
su nieto -ya sabes, deberes de abuelas- me ha anunciado. Antes de irse me ha
sorprendido con algo a lo que le llevo dando vueltas toda la tarde; ha
necesitado saber por qué tanto interés en salir a la pizarra cuando no acertaba
ni una -aunque te advierto, antes de conocer tu respuesta, que avalaba tu
osadía- He confesado que buscaba su proximidad y me ha correspondido con dos
besos susurrándome al oído que aprobó mi fuerza de voluntad, sobretodo. Y se ha
alejado recordándome que haga los deberes y la busque en Facebook. -Además, si
se te da bien la informática, podrás devolverme las clases- ha matizado.
La manifestación ha proseguido su curso
por las arterias del centro urbano. Me he incorporado al grupo de amigos y
compañeros. He explicado quién fue Marta en mi adolescencia. Han asentido
mientras definía cómo era y cómo fueron sus clases, mis paseos voluntarios a la
pizarra, mi alzamiento salvaje de mano para que nadie se me adelantara y algunas
de las vicisitudes de aquel año.
Después, durante mucho rato he
deambulado como por inercia, como el cordero rezagado que sigue la estela del
rebaño.
He pensando en Marta cuando fantasear
con ella colmaba mis primeros apetitos sexuales, cuando su dulzura inundaba el aula
y los números transmitían más sensibilidad que sentido. He vuelto a ese seno y
coseno de los primeros días de clase, a la tangente que abandoné, a los
pasillos que dejé de visitar, a las tardes en mi habitación intentando
descifrar fórmulas y haciendo los deberes con la ayuda de mi hermano, a sus vestidos modernos y a
aquellos pechos, pasto de mis fantasías.
De mis cavilaciones me ha sacado el
bullicio originado en una tienda de ropa que no quería secundar la huelga
general sin atender, siquiera, las
indicaciones de los piquetes informativos. Se ha formado tal trifulca que he
tenido que mirar en el interior del comercio por si alguno de mis compañeros necesitaba
ayuda y lanzarme a mediar entre unos y otros.
Finalmente, he abandonado mi atalaya reflexiva
adentrándome en territorio hostil, distrito de la moda y sus tendencias. Los
trabajadores defendían su derecho a permanecer en su puesto de trabajo, los
sindicalistas ofrecían diálogo e indicaban lo que se nos venía encima si el
gobierno ejecuta sus amenazas. Que sería el acabose para todo el mundo; el que
está trabajando, el que quiere trabajar y los que estudian para un futuro
incierto. Que sí, que lo entendían, pero solicitaban nuestra comprensión pues
estaban cambiando los escaparates, preparando la nueva temporada, vistiendo
maniquíes y desvistiéndolos para los meses estivales.
Aun así, mi memoria recurrente volvía
una tras otra vez a mi antigua maestra. Una mezcla de excitación más pretérita
que presente se manifestaba provocando que el recuerdo fluyera perlando mi
frente de sudor. Mientras mis compañeros intentaban convencer a los
trabajadores de que depusieran su actitud, yo seguía con la palabra “seno”
rebotando en mi interior. Seno convergió en todas las ramificaciones
fantasiosas y definitorias que he conocido: teta, pecho, busto...
Tanta vorágine pensativa, quizá que
llevaba sin dormir muchas horas planeando esta jornada reivindicativa, la
emoción de haberme encontrado con Marta, o saber que la vida sigue contando con
nosotros pese a nuestros gobernantes, ha hecho que no dijera nada a favor de mi
colega. No me he enfrentado a esos vigilantes que ladraban, a esos jefes que
intimidaban, a esas dependientas que no sabían, que no contestaban. Me he
apoyado en una de esas figuras esbeltas siempre, de mujeres y hombres, esos
muñecos modélicos. Modelos que en ese momento estaban semidesnudos esperando a
enfundarse el verano. He sido un mero observador ciego, mudo y sordo hasta que
la voz estridente del dueño me ha rescatado del ensimismamiento:
- ¡Vale,
vale! Tenéis razón, por una vez tenéis razón: cerramos el comercio. Pero dile
al sindicalista ése que le suelte la teta a la maniquí –Ha sentenciado-