domingo, 17 de diciembre de 2017

A FALTA DE TÍTULO; 10 KILÓMETROS





Hoy llego tarde a la escritura. Tengo poco rato para cumplir con mi rutina retórica y dominical. En tan escaso tiempo es difícil inventar. En mi caso, lo de crear de la nada siempre es complicado. Así que, si me pongo a escribir desde el vacío creativo, y con el presente empujando, y con gente esperando al otro lado de la pantalla, el asunto me compromete, se complica la cosa, y la empresa hace aguas.

Acudo tarde porque me he levantado pronto. He saltado de la cama para salir a correr por esos campos de Dios. He recorrido diez kilómetros en una hora y pico. El pico es mediano, pero un pico, al fin y al cabo. Después he regresado al agua de la ducha, al café de la cafetera mía, a recoger los bártulos para la cosa de la redacción y llegar hasta este bar. El de siempre. O casi siempre. Al entrar he dejado las cosas en su sitio, que es mi sitio cuando nadie lo ocupa, junto a la ventana desde la que se contempla la vida ataviada de domingo. Me he acercado a la barra, más por saludar al personal que por dictar mi demanda. Mónica sabe lo que tomo, faltaría más. Mi líquido elemento siempre ocupa la mitad de una taza, inyecta cafeína en mis intenciones y despierta el alfabeto loco, vivido, excitado, triste, musical y literato que llevo dentro.

Mientras daba zancadas hace unas horas pensaba sobre lo que podría escribir llegado este ahora. Como tengo la foto de una niña echando una carta por la ranura de un buzón de Correos, he dicho que podría inventarle un texto, así, al más puro estilo epistolar, un cuento, una petición al futuro, una arenga optimista para su hermana que prepara el asalto a la vida desde el vientre de su madre. Se llama Iria la niña que deposita la carta en el buzón. Se llamará Rita, la que espera, cómoda y sin prisas, en el interior de una barriga prominente.

Después de entrar en Can Tornés y saludar a las baristas profesionales, he hecho lo propio con una pareja con la que siempre coincido. Ellos, percatados, me han anotado que arribo más tarde de lo habitual. Les he contado lo que os he contado al principio de este alegato. Justo cuando regresaba a mi mesa, una voz desde otra mesa me ha interpelado por mi nombre. Que me ve igual, ha observado. Y yo he contestado con un “te veo idéntica, también”. Después de ponernos al día sobre nuestra vida y situaciones varias y actuales me ha preguntado por mi amigo Fonso. Le he dicho que está bien. Que anda por Luxemburgo, de vacaciones. Como cada vez que nos hemos encontrado, hemos quedado en volver a vernos. A ser posible, los tres. Para retomar las risas y las charlas que mantuvimos durante ese COU nada académico y del todo hostelero. Porque nunca nos acostumbramos a estudiar de noche. Preparar el asalto a la universidad con nocturnidad y alevosía no podía dar ningún buen fruto. Así que nos pasamos el curso yendo, entrando y saliendo del bar que había debajo del instituto Jaume Vicens Vives. Los tres fuimos inseparables durante ese año y fieles a la barra del bar regentado por un hombre mayor, de los de pajarita en cuello, que había servido a un rey veraniego de la Costa Brava, que le gustaba el televisivo y emergente Pedro Reyes, que se dirigía a Alfonso y a mí por nuestros nombres y a Pilar como “la rubia”. En esa cafetería invertimos tiempo y esfuerzo en resucitar horas muertas hasta hacernos íntimos. De esos amigos que después nunca vuelven a coincidir pero que un encuentro propiciado por el azar o la casualidad, un saber algo el uno de los otros, y viceversa, hace que reculemos a ese COU, a la cantina del profesional de la hostelería con pajarita negra, y retomemos la infinitud abrasiva de la camaradería para darle la razón a ese músico que rezó aquello de que la amistad, mientras dura, es eterna.

Pero la foto de la hija de Andrés depositando una carta en un buzón merece un relato auténtico y exclusivo. No la usaré en este texto de guardia. Recurriré a ella un domingo cercano, y usaré todas mis fuerzas y toda mi palabrería para tejerle un cuento que permita a Iria alcanzar la gloria de la comunión entre destino y remite. Sí.

Y Pili y Alfonso y Mario aunarán esfuerzos para volver a encontrarse, para repasar presentes y revivir pretéritos anclados en la memoria. Así que minutos antes de sentarme a escribir hemos quedado en que hablaré con Alfonso cuando regrese de los Bajos Países. Que cuadraremos agendas y que formalizaremos una cita de las de verdad, como antaño, ese antaño con sabor a barra de bar doctrinal y académico de la vida misma.


Iria, la niña del buzón de Correos se eleva de puntillas, con una mano levanta la rendija y con la otra introduce una carta manuscrita. Va vestida con una camisa amarilla, a conjunto con el artilugio postal. Y sonríe, a juego con su vida inocente y con la oportunidad ganada a golpe de letras.


jueves, 1 de junio de 2017

RETIRO



Desde que tengo uso de razón, y desde que invierto parte de ese uso en escribir un día a la semana, he pensado que alguna vez lo haré en algún sitio alejado, desierto, rodeado de nieve, frente a una chimenea, habiendo hecho acopio de café para mil prólogos, de comida para mil capítulos, de música para mil epílogos, y de leña para mil lumbres. Conociéndome como me desconozco, reconozco que también me llevaría a ese retiro níveo y helado algunas lecturas y un lápiz de memoria con algún que otro vídeo guarro por si me entrara la morriña, para sacudirme la saudade cuando no reciba en jornadas varias los vídeos con el que mi elenco de amigos resucita las horas muertas de mi móvil de postrera generación.
Pero nunca me he decidido del todo. Y es que nunca del todo me decido a algo. En cuanto a la escritura, soy un inconstante. Y en cuanto a excusarme en la retórica para exiliarme a la naturaleza y disfrutar del cadencioso y suave caer de los copos, soy un inconsciente y un inconstante. Yo no soy Jack Nickolson en El Resplandor, ese escritor famoso que se refugia en un hotel invernal. Una instalación que debe cuidar con su familia hasta la llegada de los turistas empujados por el buen tiempo a esos inhóspitos parajes. Una residencia desierta y fantasmal. Más fantasmal y menos desierta cuando van sucediéndose los minutos de metraje. Vamos, que el hombre en vez de escribir, enloquece. Y en vez de arrimar el hombro, ayudar a su mujer y atender los divertimentos de su hijo, se dedica a aterrorizarlos persiguiéndolos hacha en mano, loco perdido.
Así que heme aquí, en la sección de viajes y ciencias de la naturaleza y diccionarios meteorológicos buscando un índice que sacie la voracidad de esta vanidad viajera y sobrevenida. Hoy es uno de esos días en los que he renovado los votos. Que necesito decir lo de la nieve una vez más, como si el sacro convencimiento me permitiera acometer con garantías mi decisión de acabar entre cumbres borrascosas emborronando folios apantallados y cuadriformes, escribiendo una y mil veces que no por mucho madrugar amanece más temprano...
En la Casa del Llibre, en el Paseo de Gracia Barcelonés, hago tiempo cuando tengo que coger un tren que me devuelva a mi ciudad. Entro por una entrada y salgo por la otra tras haber repasado los últimos éxitos editoriales y tras anotar qué ejemplares me compraré en un futuro próximo, o para hacerme con un ejemplar que colme mi presente. Es una de las librerías con más catálogo y mejor distribuido. Aquí también he tomado café alguna vez mientras asistía a la presentación de las historias de algún escritor que tiene lo que hay que tener, que hace lo que tiene que hacer y que escribe lo que sus lectores necesitan que escriba. Hoy no encuentro un manual sobre escapadas con encanto para escritores desencantados que dan el canto diciendo que quiere irse al quinto pino nevado, ascender unos riscos y ponerse verbos a la obra bajo una ventisca de soledad y silencio. Hay guías de viajes a rincones embrujados, a pueblos alejados que invitan al retiro y a la meditación, también muestrarios de circuitos a pie, en bicicleta, y cientos de encuadernaciones sobre los diversificados tramos del Camino de Santiago que algún día recorreré (y una eme)
Esta librería está llena de pasillos, de intersecciones, de cruces de caminos que conducen a la definitiva literatura en cualquiera de sus manifestaciones. Uno de estos atajos lleva directamente a una sección donde hay libros sumergidos en estanterías sobre geografía, demografía y estadística, sobre economía renacida, sobre técnicas de ventas para acometer los éxitos sin perder la cabeza. Próximos a estos últimos, bien alineados, tranquilos, felices, calmos y expectantes están los de autoayuda. Son sus lomos menos consultados y sobados. Supongo que las personas recurrirán a ellos cuando se vean abocados al desconsuelo, la desazón y la intranquilidad en sus días de claroscuros. Pues yo que soy una excepción en toda regla, siempre recorro cada rincón de esta casa novelada ojeando un volumen, acariciando otros, rebuscando y no encontrando entre los estantes, buscando y reencontrándome con viejos conocidos ya adquiridos y gozados que vuelvo a rozar como aquellas pieles proyectadas entre las paredes de un cine de verano.
Hoy he llegado a unos de los rincones menos transitados de la tienda, al final de un corredor desde el que se divisa la Calle Valencia. Y ahí, entre volúmenes de economía, ciencias desconocidas para mí, ciencias ocultas y otras materias menos demandadas, una pareja se besaba sin prisa, se tocaba sin remisión y se abrazaba hasta encajar como dos piezas de un Tetris literario. Él asomaba la cabeza a través del hombro de ella. Emergía su periscopio, miraba en derredor, aseguraba el perímetro y volvía a sumergirse en los besos que ella le profesaba de buena fe. Yo, parapetado tras un atlas de geografía humana he observado los escarceos de la pareja anónima. Con celo y envidia. Más con lo segundo. Ella tenía apoyada una mano en una pared para que no se le viniese encima la estantería, y la otra sujetaba la cabeza de su él, para que no se le dislocara en la loca búsqueda del placer. El señor X tenía las suyas ocultas bajo la falda de la señora Y. A falta de pudor, buenas son las consecuencias. Sus bocas chocaban como constelaciones guarras y la fricción de los cuerpos expelía jadeos y susurros y palabras derretidoras. Él comenzó a masajear su culo con una mano y ocupó la otra en apresar una teta y sopesarla inquietamente. Abrumado he optado por abandonar mi incursión ocular.
Les he dejado entregados, convencido de que no buscan un libro que resarza su frágil situación de pareja, de enfrentado dúo marital, o par de amantes en bancarrota. Seguro que se aman y que descubrieron ese destino persiguiendo alguna novela o tras la estela de algún autor. Y ese recoveco ha acabado convertido en un oasis tibio, en un punto seguido y de encuentro, en un lecho vertical, en expositor de amor incendiario y en un punto y seguido de encuentros furtivos...
Justo cuando me doy la vuelta, la portada de un folleto de excursiones me pregunta si ya tengo planes para esta primavera. Dentro, entre sus hojas, las abejas liban de flor en flor y la naturaleza fecunda ofrece sus mejores rutas para la estación floreciente.
A tomar por culo la nieve, otro año más.

domingo, 5 de marzo de 2017

CUENTO DE NAVIDAD



Manolita vive en una residencia. Antes de este punto y seguido he estado a punto de escribir que Manolita reside en una residencia. Pero residir en una residencia parece que sea un efecto óptico, letrado y emocional. Porque más bien parece que hable de una mujer de edad indeterminada que disfruta de sus vacaciones en algún lugar determinado. No es así. Manolita llegó a la residencia “Colonia Güell” para quedarse. Para convivir y para revivir, para suspirar, esperar, respirar libertad y conocer a gente que, como ella, arribó con la maleta cargada de tiempo y mudas para unas cuantas estaciones.

Yo sé que algún día dedicaré un excelso relato a ella, a su vida pasada en Asturias, a sus años mozos entre panes y penas, a sus alegrías pretéritas y a los motivos que la trajeron a esta tierra. Para lograrlo tendré que hablar con su hija Eva, hacerle mil preguntas y tomar mil notas. Pero como eso será después, un después sujeto a los caprichos del tiempo y de mi constante inconstancia. Ahora sintetizaré un cuento de Navidad.

Manolita es feliz. Sonríe como sonríen de verdad las personas que tienen un motivo para hacerlo. Está bien atendida y se siente querida. En ocasiones, se muestra alegre y rompe su hermetismo dejando aflorar sus sentimiento, unas veces, su gratitud, otras. Sé que es feliz porque me manda mensajes de voz con la ayuda de Eva, que le sujeta el teléfono frente a la boca y le pide que me diga algo. Y ese “hola Mario, cómo estás, yo estoy bien, aquí me cuidan y hago cosas. Y te deseo feliz Navidad. Y tengo ganas de verte” es la felicitación de que ansiaba. Manolita me emociona, me alegra y me motiva. También me entristece porque querría poder verla y tratarla más, y que fuera ella la que me contara cosas. Pero su pasado está sujeto a la edad y a los tentáculos cavernosos de la no vuelta atrás. Cuando estamos juntos, habla poco, escucha mucho, y escruta cada movimiento que mis labios ejercen para pronunciar motivos, anunciar hechos, exclamar quejas o tirar de anecdotario fecundo. 

Manolita es dichosa en la residencia. Tiene dos gatos.  Los abraza y acaricia. Cuando los sujeta en el regazo ellos están en paz y ella exhala sosiego mientras mira a la cámara y, con toda seguridad, piensa que a Mario le gustará la foto gatuna.

Días antes de Navidad, el personal que trabaja en la residencia celebra, como cada año, su fiesta. Trabajadores y trabajadoras que cenan en algún restaurante de Sant Boi o de Barcelona o, incluso, en la modernista Colonia Güell. Pero este año ha sido diferente. Los que atienden durante su jornada laboral a los ancianos, decidieron quedarse allí y cenar con ellos. Guardaron sus uniformes en algún armario, se pusieron guapos, montaron mesas de fiesta, y se sentaron dispersos entre los residentes que también vestían galas, sonrisas, lágrimas venturosas y gratitud apaciguada. Todo esto lo sé porque me lo ha radiado Eva. Y también lo he visto en
alguna foto. Y Eva me cuenta lo que me cuenta, me escribe lo que me escribe, me envía las fotos que veo y me regala la voz de Manolita que me dice que está bien, que la cuidan, que le gustan los “gatinos” y que también es Navidad allí, con su gente compañera, con su compañera familia.

El cuento de Navidad se vive en la residencia. Y lo protagonizan los trabajadores que se han quedado allí, con sus mayores y con Manolita, cenando en buena compañía, llenando de regalos sus horas, obsequiándoles atención y cariño, cantando villancicos, rememorando historias de afuera, del ayer que se fue, de este ahora dulce, entregado y recíproco que apuntala un presente recién nacido.




domingo, 19 de junio de 2016

PRIMAVERA

                                                                       

La primavera aterriza sin hacer ruido. Cada vez que lo hace y cada vez que lo hace sin hacer ruido, me da por pensar en todo lo que consigue alterar, alumbrar y tumbar con su arribada. Las novelas se llenan de amores entre páginas, de historias interminables y dulces, de litigios donde la razón y el corazón batallan en juicios acalorados. Sesiones en las que unos dedos entrelazados, unas mentes confusas y unos cuerpos perennes, comparten banquillo, causas, culpa y castigo, inocencia y libertad.

Cierto; las editoriales exprimen lo mejor de esta estación cálida y efervescente. Los libros queman entre las manos y las manos sudan entre episodios. La arrogancia del descuido permite excepciones confirmantes de no sé qué reglas estacionales consiguiendo que florezcan autores que nada tienen que ver con esta estación y que nada quieren saber de ella. Publican con afán intemporal. Un ardor intemporal, cuidadoso, riguroso, diferente y templado.

Cierto; también en primavera las canciones bullen de corazones recompuestos y recuperados. Corazones que, días atrás, restaban ateridos y en bancarrota, ahora laten acompasados, felices, encelados, avezados y acerados. Todo muy recargado y florido, rimbombante, multiplicado y milagroso como una primavera enferma de felicidad.

Cierto; los cielos se llenan de cupidos que van como locos afinando la puntería. De sus logros depende su continuidad en semejante empleo flechado y celestial. Los ángeles, labriegos de la pasión prójima, con sus dianas esquivarán ERES o ERTES que les ahoguen y desahucien del paraíso amatorio. Ellos vuelan que vuelan, apuntan que apuntan, baten que baten, atraviesan que atraviesan esos órganos que bombean baladas de amores correspondidos. Laboran a destajo para que amadores a destajo no pierdan la estela de su vía láctea particular, como el cuidadoso patio anegado con la lluvia de abril y con las aguas de mayo.

Cierto; los parques se colman de árboles que florecen. Naturaleza urbana que cobija bajo sus sombras a esa otra naturaleza humana que emana lujuria. Jóvenes cada vez más jóvenes y adultos cada vez menos adultos, rivalizan en el prólogo de las relaciones bulliciosas y carnales. Besos, besos y más besos a la par que toqueteos y escarceos, aunque la balanza se incline irrefrenablemente hacia lo segundo. Los besos trasvasan potencia a las manos que sostienen otras manos entre las suyas. Extremidades que recorren el atlas de geografía concupiscente que la primavera inocula entre pechos y espaldas. Más arriba, sobre ramas, los pájaros pían un amor libre. Copulan que da gusto y en un santiamén. El follaje cobijará su nido de amor, la trashumancia de un futuro alado que eclosionará en jornadas venideras.

Cierto; las terrazas de los cafés empiezan a llenarse de personas que huyen del interior de lumínico artificio para disfrutar bajo un celeste inmaculado. Desde aquí les veo disfrutar de su recién adquirida primavera. Devotos del calor, del cigarro y del café. Yo continúo aquí dentro. Solo y acompañado por mis camareras atentas y diestras Baristas que “procesionan” de la barra a ese exterior donde las parejas consumen dulces, beben y se fusionan en un abrazo en el que caben dos primaveras recién llegadas.

Recupero el libro de Bukowski. Un autor que no necesitaba el dogma primaveral para vomitar relatos incandescentes. Su celo atemporal no atendía ni a la constancia, ni a las constelaciones ni a las estaciones. Que nunca supo si empezó a beber en primavera, cuando su mujer le dejó, o si su mujer le dejó en primavera cuando empezó a beber. Después se pasó media vida bebiendo, escribiendo y acariciando gatos. El resto del tiempo lo gastó peleando, apostando, leyendo y amando (Amar: en primavera dícese de la condición folladora del humano sobre la tierra) habitando subterfugios, acodado en barras, con los ojos entornados y la conciencia mediada dictándole etílicas primaveras a mi literatura.



viernes, 1 de enero de 2016

CUENTO DE NAVIDAD




Son las doce de la noche. En este hospital público las enfermeras, auxiliares y demás personal nocturno recorren los pasillos a esa hora punta en la que la esperanza y el dolor se baten en duelo. Entran y salen, acuden y socorren, atienden y curan, actúan y mitigan, ofrecen soluciones y recogen quedos agradecimientos. Son garantes de la salud que posan sus manos sobre otras mendicantes de atención primaria. Dulcifican el sueño y apaciguan la espera allanando el camino que conduce a un despertar sin desequilibrios, al destierro definitivo de la dolencia. A un amanecer sin quebrantos.

Son las doce y veintiún minutos de la noche. Me encuentro en esta sala de espera de un hospital público y recortado, menguado por obra y desgracia de la burocracia política que insiste en echar a perder este país. Contemplo cómo unas enfermeras responden a una señal sonora y luminosa en un panel de mando. Otras contestan al sollozo ascendente de un neonato. Reinician el recorrido empujando un carrito coronado por un portátil de marca HP, aunque el protagonismo se lo lleva uno de esos bolis de cuatro colores de los de toda la vida. Podría buscar en internet (aquí aún no han recortado en tecnología y gracias a la gratuidad del wifi, pacientes y familiares pueden estar conectados y en línea) el nombre técnico del carrito. Pero lo defino así, como el de las medicinas paliativas, el de los elementos que toman la tensión, el de los termómetros que miden calenturas, el de los apósitos que curan a tiempo despropósitos y contratiempos. Ellas hablan entre sí tejiendo una complicidad de la que soy testigo ocular y auditivo. Una empuja o tira, según la ubicación de la habitación. La otra, siguiendo instrucciones, inserta una aguja en alguna solución de suero o analgésico. Una es enfermera, la más joven lo será pronto si quiere o seguirá siendo lo que es, que también es vocacional y que ayuda a curar las posibilidades y sus infectos. Es la auxiliar, o enfermera en prácticas, la que consigue cauterizar el llanto nocturno de ese niño que ahora resta silencioso, sujeto a un sueño que nunca recordará o asido a un pezón alimentador que siempre soñará.

Estoy a punto de volver a hacer uso de la red wifi para verificar si cauterizar un llanto está bien o es demasiado duro. Pero asumo que los llantos son heridas de un alma desquiciada, de un corazón roto o de un cuerpo maltrecho. Y decido dejar cauterizado ese llanto.

Son las doce y media de la noche. Las enfermeras concluyen la ronda. Regresan sonrientes a la garita nodriza, a esa zona acristalada que es suya y de nadie más. Ahora son cuatro compañeras. Como se respira silencio y se disfruta de una tregua frágil, deciden asaltar el piso superior de una caja de galletas que algún o alguna paciente, agradecidos y curados, han dejado a modo de gratificación. Dos pisos dulces como tributo al trabajo y al cariño irradiado. Una ofrenda a las portadoras del carro que surca las dependencias del hospital deteniéndose ante una herida, una inconformidad, un llanto quebrado o un suplicio suspensivo.

Son las doce y cuarenta minutos de esta noche ambulatoria. Desde la sala de espera escucho a una enfermera recomendar a su interlocutora la galleta con forma de corazón. Que está buenísima, dice. Que eso es que tú has cenado poco, responde la otra. Vale que apenas he cenado, pero pruébalas, anda. Y eso último lo suelta mientras rescata de un bolso oscuro una novela. Añade más información a la escena: manifiesta que lo dulce es tan tentador como los cuentos encantados de Dickens. Entonces se sienta en la silla, frente a un plasma que recoge sus informes o algo por el estilo. Al poco rato toma un sorbo de algo caliente en un vaso de plástico. En ese momento me observa observarla. Y viene hacia mí y pregunta, desde el quicio de la puerta, si quiero una galleta. Que están buenísimas. Sobre todo las de forma de corazón. Le digo que no, que muchas gracias, que estamos a punto de entrar en el dos mil dieciséis y necesito alimentar más a mis propósitos que a mí. Sonríe. Y tal como ha venido se va con su uniforme verde moteado de migas, a proseguir con sus relatos compilados en un volumen mediano y elegante de tapa dura. Instantes después se zambulle en la lectura.

Cruza los dedos y entorna los ojos. Suplica una madrugada tranquila. Que el dolor descanse, que los traumas se disipen, que las pesadillas se tornen dulces sueños. Eso que no lo dice ella, lo añado yo porque es lo que imagino que andará deseando: un remanso de paz.

Es la una y diez minutos de la madrugada. Disfruto de un café de máquina que, por cierto, sabe bien pese a los recortes que sufre esta sanidad terminal. Claro que cuando se trata de ganar dinero escanciando bebidas, no existen recortes, rebajas ni caldos a precio de saldo.

Ya no se oyen ruidos en las galerías que colindan con esta sala y desembocan en la estancia exclusiva del personal clínico. Ahí han dejado de comer galletas con forma de corazón. Ahora, una enfermera y otra en prácticas (en su atuendo lleva bordada una identificación de la facultad de enfermería de la universidad de Girona) hablan por lo bajini, comprueban monitores, subrayan con un boli multicolor alguna cosa, anotan cualquier medida tomada o reseñan algún recordatorio a tener en cuenta para transmitir al siguiente turno.

La lectora sigue acompañando a los fantasmas y al viejo avaro y atormentado personaje de Dickens. Intuyo que se aproxima, por la expresión de su cara, al final de la historia.

Es la una y cuarenta minutos de la madrugada. Un médico irrumpe en el escenario. Comunica que la cosa está muy tranquila por urgencias y que viene a desearles unas felices fiestas. La enfermera y la enfermera en prácticas lo agasajan. Le ofrecen la caja de galletas. Protesta porque ya no quedan corazones en el primer piso, que son las más buenas. Se ofrece a ir hasta la máquina a por café a cambio de inaugurar el segundo nivel. Todos quieren. Observo mi vaso vacío y decido que iré tras él.

Es la una y cincuenta minutos de la madrugada cuando determino llevar hasta este folio cuadriforme lo que he observado en las dos últimas horas. Aunque también me apetece leer la novela que aguarda su momento entre los míos. Porque la escritura me cura y la lectura me salva. Son las dos figuras, profesionales y sanitarias, que empujan el carrito con mis aparejos, con mis soluciones, con las tiritas que se adosan a este corazón mío sin forma de galleta.

Son las dos de la madrugada del 25 de diciembre en este hospitalario cuento de Navidad. Y Jesús acaba de nacer, sin asistencia clínica, incluso sin la intervención divina ni milagrosa de mutua alguna.

“Pastorcillos, venid a adorar al niño que ha nacido ya, que ha nacido ya, susurran mis enfermeras”. "Políticos, abstenerse ¡por el amor de Dios"!, enfatiza el médico mientras rebusca otra galleta con forma de corazón...


domingo, 22 de noviembre de 2015

NOMBRES PROPIOS




Pocas amigas mías pueden serlo tanto como mi amiga Eva. La conocí no hace muchos años. Pero tal como va la vida, tal como el devenir pasa de futuro a pasado en menos que se conjuga un presente, diría que hace una vida que Eva y yo compartimos trayecto en este férreo trajín.

Ella ama a la Almudena Grandes que besa el pan, que surca los aires difíciles, que sufre las edades, que hiela los corazones y que esboza personajes que delimita sobre un atlas tan geográfico como humano, tan literario como vivo y memorial. Yo amo a Bukowski. El Bukowski que repartía cartas, que apostaba en los hipódromos, que perdía en los hipódromos, que acariciaba gatos, que tocaba mujeres, que bebía en los bares, que bebía en la soledad de su ventana al vacío, que escribía para no morir y que leía para no soñar, que rubricó los mejores relatos donde alcohol y literatura se batían en un duelo fratricida. Ella va al cine y me recomienda que lo haga yo. Que me deje caer en una de esas salas en las que proyectan películas que, está convencida, me van a gustar tanto como a ella. Porque comulgamos algunos gustos y sentenciamos a galeras las cosas que nos disgustan y alteran. Ella escucha a Rafa Pons. Le excita la trayectoria de la palabra, la dirección de las letras, la cercana voz tocante y el talle del cantautor barcelonés. Ella querría ubicarse siempre en primera fila, justo entre las cuerdas tocadas de la guitarra y esos labios que expelen historias urbanas y humanas que recorren las aceras de los sentidos sin miedo. Yo escucho a Sabina, sobretodo y “sobredefinitivo”. Ella toma vino blanco y vino negro y vino rosado y toda clase de caldos de altivez gradual. Y se concentra en la sidra cuando alza las barreras y elimina las distancias con su Asturias patria querida para reencontrarse con viejos amigos. Personas que irradiaron su pasado, que constelan su presente, que presumen su alegría, que constatan su bienestar y apuntalan su firmeza sobre este planeta echado a perder.

Yo tomo vino blanco porque ella un día me sugirió que tomara vino blanco, que me dejara de tanto café, que un tío que lee a Bukowski, Fante, Miller, Durrell y otros, es incomprensible que no bautice sus ratos de lectura y/o escritura siquiera con una copa de Rueda Verdejo y viceversa. Me atuve de no seguir sus etílicas indicaciones y ahora, de vez en cuando, cada vez más a menudo, cada día el momento menos pensado, se consuma el milagro y convierto sus deseos en vino. Ella es funcionaria de Correos. Yo trabajo en Correos. Ella es de izquierdas. Yo lo soy también. Ella defiende la transparencia, la democracia, el debate, la crítica, el trabajo sindical en definitiva. Yo defiendo esa transparencia que querríamos, esa democracia que anhelamos, ese debate que pregonamos, esa crítica que construimos, ese trabajo definitivo que establece los cánones de la militancia sindical en una organización de clase trabajadora como son las Comisiones Obreras.    

Pocas amigas mías pueden ser tan amigas y tan mías como mi amiga Eva. Posesivo reglado, lícito, aceptado y recíproco.

Aunque David Trueba sospecha que la amistad está sobrevalorada. Como los estudios universitarios y como la muerte y como las pollas largas. Afirma que el ser humano eleva ciertos tópicos a las alturas para esquivar la poca importancia de la vida de cada uno. De ahí que la amistad aparezca representada como pactos de sangre, lealtades eternas e incluso mitificada como una variante del amor más profunda que el vulgar afecto de las parejas. Afirma que no debe ser tan sólido el vínculo cuando la lista de amigos perdidos es siempre mayor que la de amigos conservados. Quizá sea así. Es más, siempre he pensado que ese “escrito en servilletas” del autor de “cuatro amigos” arme la razón. Pero existen las excepciones que confirman la regla y arreglan la amistad:

Eva y yo somos esa excepción confirmante. Y no, no somos de piedra ni de letras solamente. Que como rezó Alberti y agravo yo; lloraremos cuando haga falta, gritaremos cuando haga falta, reiremos cuando haga falta y cantaremos cuando haga falta. Y eso sólo puede materializarse con aquellas personas en las que el posesivo sea un icono de amistad y no un pronombre cruel y castigado.

domingo, 8 de noviembre de 2015

LA MADRE



Raquel murió el año pasado. 

Hace pocos días asistí a la misa en recuerdo de Raquel. Raquel, mi amiga, compañera del sindicato, trabajadora infatigable de correos que sucumbió al envite de la enfermedad. Ese cáncer que “seguirá existiendo mientras haya vida”, que reza no sé quién, un quien muy experto en la materia y muy docto en el razonamiento. Ella luchó con todas sus fuerzas, no mostró signos de flaqueza ni en los momentos en los que la partida se decantaba en favor del enemigo que invadía su espacio y derogaba su vitalidad. Ella, aferrada a la fe, no dio su brazo a torcer. Ahora sólo me queda recordarla. Y lo hago con una asiduidad intemporal no sujeta a los caprichos del tiempo ni del espacio. Su eco concierta una cita que mis sentimientos no rechazan. Entonces la veo sonreír mientras se pelea con la bata del hospital que se niega a tapar todo su cuerpo en medido orden. Entonces la veo llamar a las enfermeras y pedirles agua caliente para prepararse un té que esconde en una cajita que alguien le regaló días atrás. Entonces la escucho preguntarme cuándo viene Andrés Suárez a cantarle o cuándo vamos nosotros al sitio que sea a escuchar al cantautor gallego. Asevera que Andrés Suárez es como su Don Quijote, o como aquellos caballeros del medievo que se batían en épicas justas defendiendo un honor o correspondiendo al amor admirativo de una doncella. Entonces la veo comer una ración de paella días antes de dejar de comer para siempre y decirme que en pocas semanas estaremos disfrutando de un menú como Dios manda, en aquel restaurante del centro donde la llevé la última vez que visitó mi despacho para agilizar unos trámites. Entonces la oigo declarar que ha ido a misa y que conoce a todos los curas. Y que otros sacerdotes la quieren conocer porque han escuchado arengar a unos y a otros, a médicos y enfermeras y demás personal del hospital, sobre el empírico optimismo, la valentía y la manera de mirarle a los ojos y enfrentarse a la enfermedad advirtiéndole que salga de su cuerpo, que no tiene tiempo para tonterías ni atenciones que no sean para su familia, sus amigos, sus compañeros de latencias, en definitiva. Entones la veo con los ojos cerrados y la frente perlada de sudor, murmurando desde las tinieblas. Entonces su fiebre sacude estas letras que prenden la infinitud de sus cuarenta y tres años.

Hace pocos días asistí a la misa en recuerdo de Raquel. Lo hice por dos razones, sobre todo; porque era ella creyente y porque respetaba hasta la extrema extenuación que yo no lo fuera, y porque necesitaba reencontrarme con su madre para conocer cómo soportaba la vida sin los latidos de Raquel. Pero como sucedía con su hija, la que quería verme era ella, la que quería hablar era ella, y fue ella la que me animó hasta la emoción. Ella, una anciana enjuta y chicuela, que susurra las palabras y que arrastra los pies como quien se desliza por la pasarela de la bondad. Ese día, el once de septiembre, los restos del sol impío que había alimentado las mil canículas chocaban contra el frío de la ausencia. La madre de Raquel quiso regalarme un detalle. Que fuera hasta su casa, por favor. Y hasta allí fuimos, con paso quedo. El hogar de la anciana dulce es viejo y es acogedor. Donde hasta unos años había cuadras y marraneras ahora se acumulan los productos frescos de ese huerto que se niega a abandonar y que seguirá cuidando hasta que las horas muden en silencio y quietud.

En la cocina me invita a sentarme a su mesa. Me ofrece todo lo que tiene, que es todo. Y ella, pequeña como un milagro, vestida de negro, se sienta en una silla y coloca otra enfrente a modo de mesa donde deposita los aparejos con los que hace manualidades. Y mientras zurce y cose y convierte retales de tela y papel en flores y afectos decorativos, habla sin parar y sin mirarme. Y le comento que ya no hace bufandas. Y me dice que desde que falta su hija ya no ha vuelto a sentir frío. El invierno se fue con ella.

Ahora sólo decora de primavera cada rincón de la casa, cada recoveco de la iglesia del pueblo. La sacristía está recubierta de flores urdidas por sus manos diestras. Mientras termina de anudar los pétalos papirofléxicos sobre ramas secas para completar un florido centro, levanta la vista y me confiesa: la niña murió hace un año. Entonces todo el mundo me decía que no pasaba nada y yo sabía que sí pasaba mucho. Pero mi hija no podía verme apagada y yo no quería que el mundo que me mentía reconociera mi pena. Así que me pasaba las visitas al centro médico afirmando que sí, que se pondría bien. Y que me enterraría ella porque mis noventa y tantos años pesan lo suyo. Pero no sucedió así porque no podía ser así. Dios cambió el orden de llamada. Desde entonces hago flores. Cada una que florece entre mis dedos son caricias de Raquel. Es en ese preciso instante cuando las palabras envueltas en esa voz atiplada y añosa me encojen el corazón. Vuelve a ocuparse de ese jardín de papel y tela cuando el hilo de su voz me pide que no esté triste porque Raquel está bien. Y es joven. Y tiene todo el cielo por delante. Y yo estoy bien. Y soy vieja. Y he recorrido todos los caminos. Y anuncia que se muere de ganas de reencontrarse con su hija, que esa ilusión es la que la mantiene viva.


domingo, 31 de mayo de 2015

FERIA DEL LIBRO DE MADRID 2015



Ya tengo ganas de adentrarme en ti. Y tengo ganas de que recorras la cartografía concupiscente de mi cuerpo. Y tengo ganas de comerte. De que me comas también tengo ganas. Y tengo ganas de beberte. De que me bebas también tengo ganas. Y tengo ganas de tocarte y acariciarte y besarte mucho. De que me toques y acaricies y beses mucho también tengo muchas ganas. Y tengo ganas de follarte. Y de que me folles también tengo ganas. Y tengo ganas de mirarte. Y de que me mires mirarte también tengo ganas. Y tengo ganas de derramar el placer de mis dedos escribidores y masturbadores sobre tu piel. Y de que derrames sobre mí la tinta de tus dedos que escriben y masturban también tengo tantísimas ganas. Y tengo ganas de servirte un café, y hablar, y reír, y contar, y recitar placeres sobre el verso del reverso de nuestros labios. Y de que me sirvas el café en mi taza preferida, y de hablar de autores y afectos secundarios y capitulados, y de reír con la adjetivación lúdica de tus ocurrencias, y de que me cuentes cómo le va a la vida entre tus páginas, y de recitar placeres concatenados sobre el verso del reverso de los labios que nos pronuncian, también tengo ganas.

Tengo ganas de vivir entre prólogos, epílogos, proscenios y bastidores. Y tengo ganas de que la vida no deje de empezar cada vez que una novela cae en mis manos. Cada vez que la primera página me invita a adentrarme en ti, Lola Beccaria. Cada vez que la primavera llega de la mano de Arturo Bandini. Cada vez que Pedro Zarraluki me confiesa los misterios del silencio. Cada vez que Auster me invita a tomar el café en su palacio lunar. Cada vez que enfermo de amor y soledad en el Macondo colérico de Márquez. Cada vez que almuerzo contigo en alguna taberna mayor y capital, Luís García Montero. Cada vez que destilo las lágrimas del abecedario de Martin Eden. Cada vez que cobijo mis palabras en la Barraca de Lorca. Cada vez que estrena conmigo una travesura la niña mala de Mario Vargas Llosa. Cada vez que el pasillo de un tren de madrugada acoge mi viaje al fin de la noche de Cèline. Cada vez que recorro el camino sembrado de literatura reaccionaria de Kerouac. Cada vez que me ciega la retórica de Saramago. Cada vez que me sonríe la Etrusca hilaridad de Sampedro. Cada vez que me emborracha la vida licuada y oscura de Poe. Cada vez que engraso la “máquina de follar” y acaricio a las mujeres de Bukowski. Cada vez que observo La Habana vieja desde las cumbres borrascosas de Pedro Juan Gutiérrez. Cada vez que anclo en mi piel el París erótico y clandestino de Henry Miller. Cada vez que abro mi noche a los diarios furtivos y erizados de Anaïs Nin. Cada vez que reseño en una servilleta de bar las metáforas precisas, las palabras certeras y los verbos incendiarios del maestro Sabina. Cada vez que mi taza preferida contiene la sopa de letras de Cortázar y su “rayuela” inacabable. Cada vez que recojo el fruto prohibido del árbol del bien y del mal, y del árbol de la ciencia literaria de Baroja. Cada vez que despierta mi conciencia algún “episodio nacional” de Benito. Cada vez que caigo enfermo y una palabra tuya basta para sacarme. Cada vez que no tengo ganas de nada excepto de ti, Literatura.

Ya ansío morir. Y de resucitar en las aceras alejandrinas de la 74º Feria del libro de Madrid, también tengo ganas.