Hoy llego tarde a la
escritura. Tengo poco rato para cumplir con mi rutina retórica y dominical. En
tan escaso tiempo es difícil inventar. En mi caso, lo de crear de la nada
siempre es complicado. Así que, si me pongo a escribir desde el vacío creativo,
y con el presente empujando, y con gente esperando al otro lado de la pantalla,
el asunto me compromete, se complica la cosa, y la empresa hace aguas.
Acudo tarde porque me he
levantado pronto. He saltado de la cama para salir a correr por esos campos de
Dios. He recorrido diez kilómetros en una hora y pico. El pico es mediano, pero
un pico, al fin y al cabo. Después he regresado al agua de la ducha, al café de
la cafetera mía, a recoger los bártulos para la cosa de la redacción y llegar
hasta este bar. El de siempre. O casi siempre. Al entrar he dejado las cosas en
su sitio, que es mi sitio cuando nadie lo ocupa, junto a la ventana desde la
que se contempla la vida ataviada de domingo. Me he acercado a la barra, más
por saludar al personal que por dictar mi demanda. Mónica sabe lo que tomo,
faltaría más. Mi líquido elemento siempre ocupa la mitad de una taza, inyecta
cafeína en mis intenciones y despierta el alfabeto loco, vivido, excitado,
triste, musical y literato que llevo dentro.
Mientras daba zancadas hace
unas horas pensaba sobre lo que podría escribir llegado este ahora. Como tengo
la foto de una niña echando una carta por la ranura de un buzón de Correos, he
dicho que podría inventarle un texto, así, al más puro estilo epistolar, un
cuento, una petición al futuro, una arenga optimista para su hermana que
prepara el asalto a la vida desde el vientre de su madre. Se llama Iria la niña
que deposita la carta en el buzón. Se llamará Rita, la que espera, cómoda y sin
prisas, en el interior de una barriga prominente.
Después de entrar en Can
Tornés y saludar a las baristas profesionales, he hecho lo propio con una
pareja con la que siempre coincido. Ellos, percatados, me han anotado que arribo
más tarde de lo habitual. Les he contado lo que os he contado al principio de
este alegato. Justo cuando regresaba a mi mesa, una voz desde otra mesa me ha
interpelado por mi nombre. Que me ve igual, ha observado. Y yo he contestado
con un “te veo idéntica, también”. Después de ponernos al día sobre nuestra
vida y situaciones varias y actuales me ha preguntado por mi amigo Fonso. Le he
dicho que está bien. Que anda por Luxemburgo, de vacaciones. Como cada vez que
nos hemos encontrado, hemos quedado en volver a vernos. A ser posible, los
tres. Para retomar las risas y las charlas que mantuvimos durante ese COU nada
académico y del todo hostelero. Porque nunca nos acostumbramos a estudiar de
noche. Preparar el asalto a la universidad con nocturnidad y alevosía no podía
dar ningún buen fruto. Así que nos pasamos el curso yendo, entrando y saliendo
del bar que había debajo del instituto Jaume Vicens Vives. Los tres fuimos inseparables
durante ese año y fieles a la barra del bar regentado por un hombre mayor, de
los de pajarita en cuello, que había servido a un rey veraniego de la Costa
Brava, que le gustaba el televisivo y emergente Pedro Reyes, que se dirigía a
Alfonso y a mí por nuestros nombres y a Pilar como “la rubia”. En esa cafetería
invertimos tiempo y esfuerzo en resucitar horas muertas hasta hacernos íntimos.
De esos amigos que después nunca vuelven a coincidir pero que un encuentro
propiciado por el azar o la casualidad, un saber algo el uno de los otros, y
viceversa, hace que reculemos a ese COU, a la cantina del profesional de la
hostelería con pajarita negra, y retomemos la infinitud abrasiva de la
camaradería para darle la razón a ese músico que rezó aquello de que la
amistad, mientras dura, es eterna.
Pero la foto de la hija de
Andrés depositando una carta en un buzón merece un relato auténtico y
exclusivo. No la usaré en este texto de guardia. Recurriré a ella un domingo
cercano, y usaré todas mis fuerzas y toda mi palabrería para tejerle un cuento
que permita a Iria alcanzar la gloria de la comunión entre destino y remite.
Sí.
Y Pili y Alfonso y Mario aunarán esfuerzos para volver a encontrarse, para repasar presentes y revivir
pretéritos anclados en la memoria. Así que minutos antes de sentarme a escribir
hemos quedado en que hablaré con Alfonso cuando regrese de los Bajos Países.
Que cuadraremos agendas y que formalizaremos una cita de las de verdad, como
antaño, ese antaño con sabor a barra de bar doctrinal y académico de la vida
misma.
Iria, la niña del buzón de
Correos se eleva de puntillas, con una mano levanta la rendija y con la otra
introduce una carta manuscrita. Va vestida con una camisa amarilla, a conjunto
con el artilugio postal. Y sonríe, a juego con su vida inocente y con la
oportunidad ganada a golpe de letras.