domingo, 23 de marzo de 2014

AMIGOS



Sergio, si aún sigues por aquí, este texto es para ti. Yo sé el motivo...

Mi amigo Alfonso dice que a muchos recién jubilados les da por la pintura, por el arte paisajístico. Asegura que si es un recién jubilado, retrata cielos muy azules, de un azul imposible en los cielos de hoy. Y si quien coge el pincel es una reciente jubilada, a esos azules cielos les añade una nube blanquísima, muy nívea y esponjosa de las que sólo nublan las pinacotecas de la edad tardía. Asevera que no existe el azul verdadero, que lo que vemos ahí arriba es una mezcolanza añil, la paleta de trabajo de un creador indeciso...

Fonso también es un artista. Un pintor que no ejerce porque sus ocupaciones lo mantienen alejado de los lienzos y porque sus hijas se han instalado en las manos que deberían acoger carboncillos. Su vida, fuera de la galería familiar, tiene más arte y más oficio y es, en apariencia, una vida para decorar un retablo, para vivirla en un capítulo, para perpetuarla, incluso, en los cuatro minutos que puede durar una buena canción no de verano.

En casa tengo varias obras suyas de cuando era alumno en una escuela municipal, o de la época en que recibía clases de algún pintor bohemio que simultaneaba bebida y acrílicos. En uno de esos cuadros esbozó a Bukowski, mi cartero escritor preferido. En otro, reprodujo una puerta herrumbrosa al inicio de la cuesta que conducía al instituto donde estudiábamos bachillerato y comenzó nuestra andadura por los devaneos de la amistad. Nos conocimos durante el primer año de instituto, en la biblioteca, de espalda a los libros y de cara a los juegos que se resistían a abandonar el comportamiento infantil. Y fraguamos la amistad durante el curso siguiente, donde el caprichoso azar hizo que compartiéramos mesa, de cuando las mesas, como otras tantas cosas, se compartían.

En tercer curso, en clase de griego clásico nos dedicábamos a mirar por la ventana mientras comentábamos la serie que habíamos visto la noche anterior, de cuando las series se emitían por un exclusivo canal y la televisión se disfrutaba sin la mediación del mando a distancia. Recrear las hazañas de aquellos policías rudos, amargados, mujeriegos, héroes felices, súper hombres infelices, corruptos tutelados por el hampa, incorruptibles, serios, muy serios sobretodo, amenizaba nuestros primeros momentos y restaba protagonismo a la lengua clásica entre las clásicas.

Una vez que nos habíamos puesto al día con la comisaría de Hill Street, Fonso atendía las explicaciones y tomaba apuntes dado que no lo interesaba lo que sucedía fuera. Yo, sin embargo, acodaba mi imaginación en el alfeizar de la ventana, sobrevolaba la copa de los árboles y era testigo de las correrías felinas por los tejados adyacentes al centro.

Llevamos más de veinte años siendo amigos. Amigos de los de verdad, de cuando la amistad era un talón nominativo y no una consecuencia al portador. Y así llevamos todo este tiempo: cada vez que nos encontramos hablamos de lo mismo y añadimos algún tema nuevo cuando la morriña copula con nuestro presente y fantasea con el pasado. Él quiere que escriba más de lo que lo hago, y yo quiero que pinte más de lo que lo ha hecho nunca. Hace pocos días comimos juntos. Disfrutamos de un frugal almuerzo para concretar un viaje a Madrid. Queremos ser testigos de la despedida de los escenarios de los legendarios “Scorpions”. Ese grupo alemán de cuando la música sonaba a rock sin prisas. Después de los cafés nos quedamos en la acera ajustando las agendas y recordando lo que ha sido de nosotros después de esos primeros años de instituto, lo que hemos logrado, las metas que hemos cruzado y las cimas que nos quedan por hollar. Tras unos segundos siguiendo el repiqueteo de unos tacones de aguja sobre los adoquines, nos despedimos recomendándonos pintar más y escribir más. Que nos hacemos mayores, y que es ahora cuando debemos intentarlo para no acabar convertidos en un Picasso, viejo verde de manos inquietas, y en un Bukowski que pase sus ratos entre lascivas miradas al personal femenino de la residencia y un querido diario sin futuro.

Regreso a casa conduciendo bajo un cielo que se me antoja azulísimo y sostenido sobre una perfecta nube blanca.

SENO




(Adaptación de un antiguo relato a petición de una persona amante de la brevedad...)

Fue en segundo de bachillerato cuando firmé una tregua con las matemáticas. Lo mío con los números era una historia imposible con orden de alejamiento recíproca. No me interesaba nada que tuviera que ver con el estudio de fórmulas, de algoritmos, de primos, de pares e impares, de naturales y enteros, de fracciones, de raíces cuadradas, de cuadrados y de no sé cuántas cosas más. Pero ese año en el instituto, la cosa cambió. Una profesora me invitó a conocer que la palabra seno se escribía y no se enumeraba, que era tangible para la voz y que su fuerza radicaba en un dibujo angulado, o algo así.

Se llamaba Marta. Y cada vez que Marta se armaba con la tiza situándose delante de los adolescentes, la clase se convertía en un campo de batalla hormonal. Yo, sin ir más lejos, me olvidé de salir por las tangentes y bordear los márgenes, de provocar mi expulsión para visitar los pasillos y demorar mi regreso del recreo si era Marta la que nos esperaba con "infinita decimal" paciencia. Porque, a partir de Marta, mi redención fue un hecho. Sustituí mis paseos tangenciales por la visita a ese seno matemático acudiendo a ella cada vez que tenía una duda. Al principio era de vez en cuando, de vez en cuando se convirtió en bastante a menudo y bastante a menudo convergió en un siempre.

En clase, ella explicaba y yo admiraba su figura. Después, en casa, me aplicaba el cuento y buscaba remedios para entender todo lo más posible. Fue así como las notas en los exámenes corroboraron mi mejoría. Mis padres, acostumbrados a mi danza de la muerte con las cifras, no daban crédito a la cotización al alza de mis notas. Desconocían el porqué de mi metamorfosis.

Era una profesora de unos treinta y tantos años. Morena, de gran melena, ojos oscuros y mirada líquida, de figura esbelta, ataviada con ropas más modernas que las que solía vestir el grueso del profesorado. Labios siempre pintados dibujando gestos y muecas amables cada vez que requería un voluntario para salir a la pizarra. En esos casos, un servidor siempre levantaba la mano como el miedica que enarbola la bandera nívea de la rendición ante un batallón de asalto. Casi nunca salía bien parado del entarimado, pero harto satisfecho. Al no disponer de la ayuda de mi hermano, como sucedía en casa con los deberes, ella acudía al rescate del voluntarioso alumno. Me arrebataba la tiza con dulzura, permitiendo que mis dedos entraran en contacto con los suyos, corregía mis desarreglos mientras el polvo blanco se posaba en sus yemas y las glándulas salivares inundaban mi firmamento bucal, convirtiendo el mal trago en la resurrección del mar Muerto.

Desde la tarima, cuando se dirigía a mis compañeros, la estudiaba de soslayo hasta que se daba la vuelta y guiaba su dedo por la pizarra buscando un acierto o la suma de errores. Con la mano libre, mesaba su cabello negro, primero, y lo recogía, después, colocándolo detrás de su oído. Y me miraba con insistencia preguntándose qué narices hacía día sí y día también enfrentado a ese vía crucis matemático.

Sus senos dibujaban arcos que delimitaban su figura y apuntalaban mi deseo, su vestido volaba mecido por el viento de la imaginación cada vez que daba un paso adelante, cada vez que se giraba para cerciorarse que seguía ahí, anclado en esa estación terminal. Momentos después me pedía que volviera a mi sitio. Y mi sitio estaba lejísimos, en el ocaso del mundo. Mis pasos eran lentos como la duda y el regreso a mi pupitre constituía el final de la peregrinación al paraíso del pecado. La canícula tardaba una vida en abandonar mis mejillas.

Muchas veces me quedaba con un trozo de tiza que ella hubiera acariciado. Aún debo tener alguno por ahí guardado en la alacena de los recuerdos intemporales.

Así que aquel año firmé una tregua con las matemáticas gracias a la trigonometría que amamanté en el seno de aquella clase. Fue el único en el que las matemáticas se quedaron en junio y no tuve que recuperar los números perdidos en el mes de septiembre.

Para el curso siguiente me matriculé en letras puras ante el temor de que Marta no me tocara en suerte y los números reclamaran venganza.