sábado, 9 de marzo de 2013

EPÍLOGO




Cada vez que acudía a un sepelio, cada vez con más frecuencia, se decía que él querría ser enterrado en un día gris, ventoso y lleno de agua.

Acababa de enterrar a su amigo.  

A las cuatro de la tarde, un sol de principios de abril preñaba de sombras las lápidas entre espacios muertos. Repasó, uno a uno, esos rostros dolientes que se protegían del sol ocultando la pena tras unas exageradas gafas oscuras. Era una de las razones por las que deseaba un día oscuro y húmedo, uno de esos días en los que el sol no pudiera ser una excusa ni la tristeza una belleza comprometida.

Ahora que sabía que él descansaba en paz, abandonó el cementerio con paso quedo. No recordaba si eran amigos desde que, tres años antes de fallecer, entró en su vieja librería, con una nota y decenas de títulos que necesitaba encontrar primero, leer después y estudiar más tarde, o desde que, a los pocos días, coincidieron en el bar Gran Vía tomando café. Se reconocieron de inmediato y acabaron conversando sobre novelas, autores y la universalidad de las letras. Su único cliente convergió en su único amigo. Ya casi nadie hacía sonar el timbre de la tienda; algún turista despistado, quizá, necesitado de una guía de la ciudad de Granada, o algún japonés solícito  que inmortalizaba con una cámara de fotos, más grande que él, la placa de comercio centenario que decoraba la fachada, o aquellos amantes que se guarecían de la lluvia llenando de besos y envidia aquel almacén de historias.

Había recorrido pocos metros cuando alguien se ofreció a llevarle en coche hasta su casa. Declinó la oferta porque no le gustaba andarse con desconocidos, por mucho que estos fueran familiares del difunto y conocieran su relación y sus reciprocidades literarias. Necesitaba andar. Quizá quería echarlo de menos en soledad; entrar en alguna cafetería camino de su hogar y el de sus libros para meditar sobre lo que le estaba sucediendo. Quería imaginar cómo hubiera sido la última conversación entre los dos de saber que, en pocas horas, uno sucumbiría a la vida.
Maldecía su suerte mientras cuestionaba por qué no tenía clientes, por qué los volúmenes viejos habían dejado de interesar, por qué le hizo caso al director de su banco cuando le sugirió que pidiera un crédito y ampliase la librería. El crédito llegó, el espacio aumentó, pero las ventas se contagiaron de la situación que vivía el país y menguaron. La literatura pasó a engrosar la lista de cosas prescindibles de las familias y acabó devorada por el olvido de la necesidad.

Acodado en la barra del bar, pidió una copa de anís dulce. Se acordó de su abuelo el día que le cedió el negocio. Le había escogido entre sus nietos porque amaba las letras como nadie, disfrutaba con la lectura y, además, le prometió que algún día su nombre estaría en alguna de esas estanterías. Aseguraba que sería el autor de la novela definitiva, como la canción que lo es, como la película que se enquista en nuestra memoria y se niega a abandonarla. Pero su pasión por la lectura y la dedicación a la librería se conjuraron para evitar que tomara las riendas de la escritura.
A veces intentaba convencer a su amigo afirmando que culpa la tenían las musas, que eran tan caprichosas como putas. Y su amigo le contradecía indicándole que nunca le había visto acariciar una máquina de escribir, ni siquiera tomar notas con las que ilustrar un cuento. El escritor se forja trabajando la literatura, bramaba cada vez que escuchaba la misma perorata.

A las siete de la tarde la librería estaba a oscuras. Se despojó del abrigo mientras daba las luces del fondo. Bandini, su gato, abandonó su descanso para recibirlo. El persa, como le gustaba llamarle, golpeó con su hocico la barbilla y llenó la estancia de ronroneos y ecos. Acarició su lomo y comprobó la holgura del collar anti parásitos al que tanto le había costado acostumbrarlo antes de posar sus labios en el pelaje felino. El gato saltó a sus pies y lo vio desaparecer entre los volúmenes pendientes de clasificar.
Se sentó en la vieja mecedora que aún guardaba la esencia de la postrera visita de su amigo, pocas horas antes de que su corazón infartado dijera hasta aquí hemos llegado.
Y con ese adiós partió también la esperanza de luchar juntos, de esperar a los agentes del juzgado ataviados con verbos arrojadizos, con el sagrado arte de la palabra como única herramienta para lograr un aplazamiento. Los dos pensaban que un negocio histórico, premiado por el ayuntamiento cuando las instituciones premiaban a los emprendedores, distinguían al comercio decano y no apremiaban a nuevos y viejos comerciantes a cubrir unas tasas, pagar impuestos y  cumplir con unos deberes cada vez más desorbitados, no podía desaparecer así, de la noche a la mañana.  
A su amigo fue al único que mostró las cartas enviadas por la entidad bancaria y los requerimientos del juzgado. Cuando se las enseñó ya hacía mucho tiempo que había dejado de pagar el préstamo con el que modernizó el negocio de la compra y venta de libros. Solía acabar sentado en la mesa de su despacho, tomando café y escuchando la radio mientras contemplaba ese ingente montón de dardos escritos que asediaban su existencia. Acababa apilándolas, sujetas con una goma y devolviéndolas a su escondite a la espera de un milagro.
Empezaron a urdir algunas tramas. Pensaron solicitar una licencia de venta en los puestos callejeros, junto a la catedral. Estudiaron pedir consejo al nieto de su compañero de aventuras literarias para anunciarse en una página de internet, algo tan de moda. Vislumbraron la posibilidad, incluso, de acudir al ayuntamiento y donar un fondo de libros si, a cambio, le tramitaba una moratoria con la entidad financiera.
No habían pasado muchas horas cuando acordaron perseverar unidos. El primer paso sería personarse en las dependencias municipales para acometer una nueva embestida. Acabaron brindando por esa estrenada vía. Y ese brindis fue el último. Y esa conversación, la última. 

A partir de ese instante tendría que sobrevivir solo. Enfrentarse a la justicia y sus injustos desequilibrios sin más ayuda que su instinto de supervivencia. Se dispuso a cenar algo ligero antes de sentarse a escuchar a esa locutora que atendía los problemas ajenos sin poder remediarlo, porque era su trabajo, y sin poner remedio porque, en definitiva, no era su causa. Muchas noches, desde que inició la travesía por esa pasarela que conectaba con el infierno, se acurrucaba en la cama y cerraba los ojos. Entonces el alivio llegaba con los desahuciados, con los que buceaban cada noche en contenedores buscando desesperadamente algo que llevarse a la boca, con las parejas que rompían y se mudaban a planetas diferentes. Llegaba un momento en el que escuchar a tantos desgraciados abonados al infortunio, le tranquilizaba porque pensaba que no era el único, que no estaba solo. Las voces iban apagándose y alcanzaba el sueño fantaseando con la idea de que, quizá, el mundo siempre nos reserva alguna salida de emergencia.  

Una tarde, entre anises y cafés, le confesó a su amigo que en una ocasión llamó al programa de radio. En cuanto distinguió el tono suave y generoso de la presentadora, el miedo y la vergüenza le secuestraron la voz. Colgó. Se quedó con el teléfono apoyado contra su regazo y se durmió, esperando una llamada de sus sueños a cobro revertido.

Escuchó maullar a Bandini en algún rincón, cerca de la puerta que conectaba la librería con su hogar. Fue hasta él y le sirvió una lata de atún en una bandeja de plata que rezaba “carpe diem”. Pensó que, al menos para él, tenía comida ahora y que, de no tenerla, seguro que se buscaría la vida dando caza a algún ratón. Roedores que moraban entre los libros y que, algunas noches, cuando cesaba la radio, escuchaba cómo roían los volúmenes más inalcanzables.

Antes de volver a su mecedora fue a cerrar el negocio. Se le había pasado por completo la hora. Aunque en esos momentos, si se encontrase a alguien merodeando entre las filas de obras, sería un milagro. Mientras daba la vuelta a la placa que indicaba que el establecimiento permanecía cerrado, sintió un golpe en el corazón. Debajo de la puerta, asomaba medio sobre. Lo cogió con manos temblorosas, asustado recorrió los bordes y comprobó que no se habían molestado en sellar el cierre. Era el último aviso del juzgado. En menos de quince horas se procedería al desahucio.

Nervioso, regresó a la cocina. Preparó café. Con los codos hincados en el poyo, esperaba que la cafetera escupiera el vapor blanco entre chirridos de “habemus café”. Siempre le hacía gracia esa apreciación. No modernizó su máquina de café para no perder ese encanto que provocaba su sonrisa primero y su placer acto seguido. Bandini dibujaba círculos bajo sus piernas. Mientras se llevaba la taza a los labios comenzó a pensar qué hacer al día siguiente. Abandonó la taza en el fregadero, no conseguía tragar más. La angustia le oprimía la garganta. Volvió a la librería, a buscar consuelo entre los volúmenes escogidos de novela histórica. No se percató de que lloraba hasta que las lágrimas empañaron las hazañas de César en las Galias. Llanto y silencio en su lugar de trabajo, en su lugar, en su único lugar en el mundo.
Hubiera vendido su alma al mismísimo diablo por tener junto a él a su compañero de tertulias literarias. Lo extrañaba hasta el dolor. Un dolor que se mezclaba con la sensación de aislamiento. Un abandono que lo desterraba poco a poco de las emociones, del placer de tener un libro entre las manos. No podía sostener abierto un ejemplar sin sentirse un traidor. Había sido incapaz de construir un arca en el que salvar un ejemplar de cada autor, un arca que le ayudara a sortear ese calvario. Y ahí empezó todo, para acabarse. Le era imposible detener el reguero de lágrimas.
Fue hasta la estantería que acogía sus novelas más preciadas, aquéllas que no estaban a la venta. Retiró, las que escondían las cartas que llegaron del banco una vez, del juzgado el resto de las veces. Sintonizó el programa de la mujer que escuchaba a la gente hablar por hablar.
Depositó las misivas encima del escritorio de su despacho. Estudió, una a una, todas las que desde hacía meses le exigían que se pusiera al día con los pagos. Las leía como si se tratara de la obra póstuma de un escritor de novela negra.

Buscó a su gato. Lo sentó en sus piernas y cerró los ojos. El ronroneo del felino y el cansancio acumulado le permitieron echar una cabezada.

Lo despertó su corazón desbocado. Intentaba recordar la pesadilla que había sufrido. Últimamente los sueños funestos eran sus compañeros de correrías nocturnas. Procuró acompasar su respiración. El sudor empapaba su frente cuando se incorporó sujetándose la cara con las manos. En la derecha sostenía el aviso de desahucio. Comprobó la hora en el reloj de pared. Faltaba poco para llegar el desenlace final. Se preguntó por qué no había gastado más cartuchos,  o por qué no pidió munición a sus vecinos, como había visto hacer en la tele, o había escuchado en aquel programa. Desconocía cómo había llegado a esa situación, cómo había podido la vida tenderle semejante trampa, cómo saldría adelante.

Adelante.

El futuro es de los vivos, se dijo mientras ordenaba por colores los lápices de su lapicero. El porvenir es para los que tienen una oportunidad o creen en él, le escuchó decir a aquel escritor valenciano durante una conferencia en la universidad de Granada. Pero esos tiempos eran el pasado, su presente olía a silencio y el futuro le había dado la espalda.

A las ocho de la mañana sintonizó una emisora de noticias. Así desayunaba; poniéndose al día de lo que pasaba en el mundo.
Preparó una taza de café. Lo tomó lento. Disfrutó cada sorbo como si fuera la primera cena del condenado a vivir de prestado.
El locutor anunció que una familia en Córdoba había sido arrancada de su casa. Que ni la situación de la misma, con un hijo enfermo, había conseguido detener la condena.   

Adelante, se dijo…

Levantó la cabeza y detuvo su mirada en la lámpara. Fue un flechazo a primera vista. Permaneció un mundo mirando hacia arriba, ensimismado. Se preguntó si la lámpara aguantaría el peso. Pero ya no era él, ya no era su casa, ya no eran sus libros, ya no su vida. Dejó a Bandini en el suelo con suavidad y alcanzó el cable que sujetaba la lámpara. Era una instalación vieja, pero robusta; resistiría. Notó cómo se sonrojaba, cómo se le erizaba el vello, cómo temblaba su pierna derecha, cómo la saliva abandonaba su boca, cómo le dolía el corazón en la sien.

Se quitó el cinturón. Pasó los dedos por los agujeros como si recitara un rosario pagano. Colocó la mecedora justo debajo de la lámpara para poder estudiarla mejor. Bandini se instaló en sus rodillas. Dejó caer la carta de su mano derecha. Qué curioso, pensó, no la he soltado en toda la noche. Besó a su gato mientras lo apretaba contra su pecho.

El cinturón junto a su cuello le daba una apariencia sadomasoquista. Metía los dedos entre su piel y el cuero, y tiraba, tensaba provocando la falta de aire. Se preguntaba si sería capaz de salir airoso de aquella situación, si contaría con los arrestos suficientes para hacer algo único con su vida.

A las diez, la comitiva judicial llamaba insistentemente a la puerta. Tocaban con los nudillos y fundían el timbre.
Afuera, las voces le invitaban a abrir o se verían obligados a usar la fuerza.

En la radio, el meteorólogo anunciaba vientos moderados, lluvias persistentes y una bajada considerable de las temperaturas para los próximos días.