martes, 15 de enero de 2013

A PIE DE FOTO...



Me pediste que te regalase un sueño escrito. Querías un relato que contase nuestra verdad cargada de encuentros y coartadas. Ansiabas que hablase de la ciudad que nos acogía como a hijos pródigos cada vez que el alma demandaba otra alma gemela, cuando llegar a ella era hollar la cima impúdica del amor, cada vez que dejarla atrás constituía el kilómetro cero del condenado al destierro.

Necesitabas recrear, cuando leyeras nuestro cuento, ese caminar clandestino, el uno asido al otro, ese reflejarnos en los escaparates ocultándonos de los demás transeúntes. En un futuro sin nosotros querías volver a saborear ese tiempo sin relojes, cuando olvidábamos la hora de comer, si no era para comernos, la hora de beber, si no era para saciar nuestra sed en el acuífero mismo de nuestras bocas.

En esa ciudad éramos nosotros. Nuestro presente estaba ahí. Y yo no fui capaz de describirlo mientras duró. Al enfrentarme al folio en blanco, mi mente nívea empezaba a derretirse con el eco de tu voz. Sólo me alcanzaba la retórica para dedicarte frases o escribirlas en las servilletas de los bares que eran testigos de nuestros cafés y de nuestros juegos malabares bajo la mesa. Después se me olvidaba narrar, no encontraba un sujeto útil, tampoco acertaba en la conjugación de verbo alguno. Miraba hacia atrás y mis palabras, también mi voz, mi deseo, mis ganas, quedaban ahí, en el andén, contigo, y junto a tus manos que dibujaban adioses en el aire… El sujeto restaba mudo, el escritor, sin oficio. 

La última tarde conocimos a un pintor de ciudades. Mientras ultimabas alguna compra con la que sorprenderme, conversé con ese artista callejero. 

Le encargué un cuadro. –El más bonito del lugar, le sugerí. No existe el cuadro más bonito de ningún lugar, me advirtió. Pero dibujaré uno. Encontrarás en el lienzo las andanzas de los amantes por las aceras del olvido. Cuando lo contemples, darás con los bares, los recovecos, los nidos de caricias, las iglesias, las estaciones de metro nocturnas, el tren que parte, y que divide en dos… el mercado, los hoteles y sus noches cargadas de juegos, de sexo, de reciprocidades. Cada vez que lo observes sabrás que no fue un sueño, pero que nada extraordinario dura para siempre, excepto la nostalgia. 

Clavó su mirada líquida en mí. Y me aclaró: no tengas miedo, no soy adivino. Simplemente, hace muchos años, tuve una amante. El odio, el miedo, la pasión y el querer de los amantes furtivos se leen en los rostros. Sé lo que se goza, sé lo que se sufre, sé lo que se miente, sé lo que se vive, sé lo que se muere. Ahora dibujo escenas con la vana esperanza de que sea ella la que me encargue alguna. Porque mientras fuimos nosotros, fui incapaz de plasmar en una tela nuestra historia cuantas veces me lo imploró.

Me aclaré la voz. Y supe, en ese instante supe, que jamás encontraría las palabras justas para describir la coreografía de las manos que guiaban mi placer, primero, y dibujaban despedidas en el aire desde el andén de la estación, después.


Como cada mañana, entras en el bar de siempre, ocupas la mesa de siempre, te atiende el camarero de siempre y te ofrece, como siempre, un periódico del día. Le pides lo mismo, a ese joven enjuto, de rostro pálido, abatido por la noche y sus Afectos secundarios. 

Por la radio el cantautor recita que las bombas que anteayer arreciaban sobre Vietnam, ayer lo hacían sobre Bagdad y hoy interpretan su danza de la muerte sobre los escenarios de medio mundo mientras el otro medio cierra los ojos y juega al no veo, no veo.
 
En tu mano sostienes la prensa cargada con noticias asesinas, con el dantesco protagonismo de una crisis que ahoga a familias, con titulares de banqueros y políticos que juegan al Monopoly, pero a la inversa, robándoles el techo, jugándose a la ruleta rusa el futuro de, cada vez, más gentes, arrojándolas a un exilio forzoso, un lugar en ninguna parte donde personas y sueños sufrirán una estúpida orden de alejamiento. Extensas colas de cuerpos famélicos que demandan alimentos a la caridad humana. No le haces caso al deporte, que se mantiene al margen de tanta delincuencia política e hipocresía social, que vive de espaldas al mundo y sus realidades. Tampoco a la cartelera de cine porque, aseguras, no volverás a una sala hasta que el viento retorne lo que se llevó. No te interesa la parrilla televisiva porque tu única tele emite en negro y en silencio y proyecta su contenido sobre las novelas que te aguardan en casa.

El mundo está podrido, susurras cuando el camarero se te acerca y te dice, con un hilo de voz que ha sido un placer atenderte durante el último año. Que eres una persona buena, aunque huraña al fin sin cabo, pero que a él, desde que te sirvió el café primero, y la prensa después, aquella primera mañana, siempre le has parecido un personaje entrañable. Le observas con detenimiento y le preguntas por qué se despide: -Porque me despiden, aclara. El mundo gira, cada vez más despacio, cada vez más cansado. –Suerte, muchacho, mucha suerte, le dices mientras las lágrimas anegan tus ojos y tu mano temblorosa sostiene su despedida…



El otoño en tus manos... 

Las mejores novelas, el título de las canciones más sonadas… el recorrido de las películas por las aceras de la nostalgia, el sabor del clima cuando declinan los días con prisa, el color de la naturaleza que se renueva para no consumirse, para no aburrirnos, el sabor de las primeras lluvias sobre la piel, el gusto del café corto cuando la taza asciende al cielo de mis labios, el viaje a las librerías nuevas y de segunda mano, la peregrinación a tu sexo, el tapiz familiar que dibujan en el cielo las aves que huyen del frío. Entonces, toda la prestancia de la estación ocre, del mismo otoño que conoció aquel patriarca es, sencillamente, mi próxima estación. 

Abraza el otoño, te pedí...



Encuentra una flor que, sin deshojarla, te convenza de que estás en el corazón adecuado -me susurraste al oído. 

Crucé senderos, atravesé campos, me interné en bosques sin caperucitas de cuento ni cuentos de lobos, caminé todos los atajos, encontré las aceras que conducían al amanecer de la primavera en tu piel. Adoré el sol que doraba tus besos y calentaba caricias, jugué en tu liga, me anudé a tu liga y, poco a poco, dejé de pensar en flores que no necesitarían sufrir amputación alguna para corroborar o borrar un sentimiento.

Entonces, justo entonces, me mostraste la flor más bella que había visto jamás. Te pedí perdón por no haberla encontrado yo. Por haber olvidado la pasión de su búsqueda entre mis momentos. Me ofreciste la absolución: -Escribe, maldito, escribe y dibuja flores con las letras, derrama pasiones de sangre sobre aquellos tiestos y sobre nuestras raíces, mantén el pulso y la respiración y cuenta qué haces, dónde vas, qué buscas y qué no encuentras...



La noche preñó de oscuridad y silencio la ciudad. Esa ciudad que es un mundo cada vez que amas a uno de sus habitantes. Así lo dejó escrito Durrell en su Alejandría, bajo su cielo literario, bajo el firmamento libertino de Justine, su Justine, la Justine de nadie.
La ciudad oscura nos permitió contemplarla desde lo más alto de la colina. Dentro del coche, tus manos buscaban las mías y, juntas, tejían un tapiz de sombras lujuriosas. Mientras tus besos llegaban a buen puerto, te decía qué luz era aquélla, qué barrio era aquél, qué camino habíamos cogido o qué atajo habíamos tomado para aparcar nuestros cuerpos y quedar a merced del deseo y sus órdenes.
Las ropas quedaron esparcidas en el asiento de atrás. Arropando nuestra piel, con las caricias que habían recobrado la memoria febril. Las bocas chocaban como constelaciones y nuestras cabezas gravitaban recuperando los besos que el tiempo había olvidado en los cuellos.

Besos. Sexo. Estrellas. Noche. Artificio.

Cuánto tiempo ha pasado, me preguntaste. Nada, apenas una hora y media, te dije. Aún nos queda tiempo por delante… Tranquila, nuestro hijo nos mandará un mensaje cuando termine la película para que vayamos a recogerlo.
Ha pasado un infinito, me anunciaste. Ha pasado un mundo y medio, me aclaraste. Ha pasado la eternidad entera desde la última vez que nuestro aliento fabricó el vaho suficiente como para escribir la palabra deseo en el cristal de un coche. A ese tiempo me refería, apostilló.
Varios abrazos después, algunas caricias más tarde, el móvil emitió un sonido: la película había terminado…