Dedico este relato a Jordi Lloveras, una de las personas que menos me
lee, pero que más me escucha. Por ser el primero en conocer la historia, este cuento es suyo.
*
El abuelo se sienta a la mesa, cerca de
la chimenea, donde el invierno crepita. Observa el fuego y sigue el curso de
las llamas. A través de la ventana contempla cómo la nieve blanquea el patio
donde un árbol daba penumbra y frutos en verano. Aquella oruga se cebó con él y
su buena sombra no volvió a mitigar la canícula. El viejo Juan ya no recogerá
los albaricoques, ni se le verá fumando un cigarro apoyado en el tronco
mientras amenaza al cielo con sentarlo en el banquillo de los acusados si no
arrecian las lluvias, si no amainan los vientos, si el sol no se bate en
retirada.
La abuela le sirve un café con leche.
Son las ocho de la mañana. A esa hora, cada día, cuando las brasas devoran la
leña, tras comprobar el estado de los cultivos del huerto, tras estudiar el
color del amanecer y despachar a los gatos con suaves puntapiés, se dispone a
desayunar escuchando las noticias de Radio Nacional.
El nieto se sienta a la mesa, buscando
la compañía y el calor de las palabras de su abuelo. Le sorprende no
descubrirlo descifrando esos crucigramas a los que se aficionó cuando dejó de
prestar sus servicios como alguacil en el ayuntamiento local. Cuando se jubiló,
convirtió las faenas en el campo y la búsqueda de significados en sus mayores
aficiones.
Esta vez dibuja círculos con la
cucharilla haciendo que el líquido bordee la taza y amenace con desbordarse.
Tarda en mojar el primer trozo de pan. Tarda, incluso, un mundo en saludar a
quien mira la escena. No aparta la mirada de la ventana, no deja de viajar al
silencio, y parece que la lumbre, esta vez, queme las palabras y aniquile la
oratoria de la que otros días se abastecen sus labios. Siempre dicharachero,
siempre vivo, siempre presto a la broma y a comentar con amargo humor las
noticias asesinas del último telediario, o a reírse con los desaciertos del
hombre del tiempo. Pero hoy no; el mutismo se ha hecho fuerte en su boca. Tal
vez ha sido víctima de ese gato que se come la lengua de los niños cuando éstos
se niegan a hablar. El nieto dilucida sin preguntarle qué sucede cuando, por lo
general, él siempre interroga y el nieto, evasivo, al amparo de la prisa, se
limita a responder con los monosílabos más indicados para cada caso. Sí, el
trabajo bien. No, parece que no va a llover hoy. Quizá venga después, quizá sí,
quizá no…
Pero hoy desea hablarle, hacerle
partícipe de su ascenso en la empresa, que tiene novedades que contarle, que
podrán resguardarse del frío con unos vinos y celebrarlo después. Aunque por lo que parece, hoy no hay un lugar
para la buena nueva.
Mientras bebe la taza de café le intriga
el silencio que se ha asentado en la sala como un poso de negrura. A punto de
preguntarle si le ocurre algo, él deja de dibujar círculos con la cuchara y sin
apartar la mirada de la ventana, comienza a hablar:
-
Han quitado el buzón
de Correos de la plaza.
-
¿Qué?
-
Sí, el buzón de toda
la vida. Ayer, cuando me dirigía a misa con tu abuela, lo encontramos a faltar.
-
Pero si eso no puede
ser, es un servicio universal, incluso lo creía inmortal –exclama mientras acomoda
la taza en sus labios.
-
Ni universal, ni
inmortal. Nada es para toda la vida. Mira el albaricoque, mira ahora la
plazoleta huérfana; todo tiene un final.
-
Abuelo…
-
En la ventana del
ayuntamiento han dejado una nota informando que, por remodelación del servicio,
se suprime la recogida en nuestro pueblo.
Con afán de tranquilizarlo, intenta
hacerle ver que es normal. Le pregunta, incluso, cuánto tiempo hace que no deposita
una carta. Que todo deja de prestar un servicio. Mueve la cabeza con pesadez
negando. Lacónicamente contesta que sí,
que puede ser cierto lo de los ciclos. Pero que ha sido como un miembro más de
la familia durante mucho tiempo. Que ha acortado las distancias con la familia
de Cataluña cada Navidad, cada cumpleaños. Que la abuela, algunas veces, muchas
algunas veces, escribía besos en un papel para sus nietos cuando las manos no
conocían el castigo de la vejez.
Tú no lo sabes –le dice- pero ese buzón
llevaba ahí desde que fui a la guerra. Ha cambiado tres veces de color, pero su
figura ha soportado estoica todas las inclemencias de la naturaleza, todas las
gamberradas de los niños. Ha unido y ayudado aliviando las separaciones.
Tu abuela, cuando éramos novios,
depositaba ahí las cartas que me enviaba. A veces esperaba al cartero y se las
entregaba en mano. Yo le decía que no pasaba nada, que el buzón era de
confianza, que no esperara de pie a que llegara un empleado del servicio de
correos. Pero ella, tozuda, hacía caso omiso de mis consejos. Con lluvia, con
frío, con un sol de justicia, se apostaba junto al artilugio y esperaba hasta
ver aparecer la bicicleta con las alforjas contenedoras de misivas. Después,
durante mis permisos, nos reíamos con sus ocurrencias los primeros momentos y
llorábamos mi partida los instantes últimos, mientras me hacía prometerle que
no cesaría la correspondencia. Mientras haya carta, estaremos vivos, aseguraba.
No lo recuerdas, pero ese buzón permitió
a tu tío participar en aquel concurso donde el tiempo era oro y la respuesta
fugaz, un premio. Durante dos años y medio, cada semana le confió sus esperanzas. ¿Recuerdas todas esas cartas
que escribías a los reyes magos? Todas acababan ahí. En alguna ocasión, el
servicio de correos envió un paje a retirar esos sobres con las peticiones de
todos los niños del pueblo. No te imaginas cómo se me aceleraba el corazón
cuando veía tus ojos humedecerse, cuando te abrazabas a mis piernas y
preguntabas si los reyes entenderían tu letra. Contestaba yo, y aseveraba el
emisario real, que sí, que sus majestades de Oriente entendían todas las letras
porque hablaban el idioma de los niños.
Han mutilado la plaza. No creo que me
sintiera tan apesadumbrado si hubieran suprimido otros servicios, o quitado
alguna fuente que está de más cuando ya no baja el agua de la sierra como lo
hacía antaño. Pero por ese buzón de correos pasó toda la letra, cada una de las
intenciones escritas, cada alegría y cada llanto, cada llamada a la esperanza,
cada canto en las posdatas que escribíamos al futuro.
Me siento viejo, sí. Quizá tan viejo
como esa boca que ha dejado de alimentarse con los sobres que depositábamos.
Últimamente pasaba más hambre, lo sé, lo sé, no digas nada, pero hombre de
Dios, quiero seguir topándome con su figura cuando vaya a misa a sanar mi alma,
o de camino al dispensario a curar las llagas con las que el tiempo labriego ha
minado mi cuerpo. Ahora, cuando observe el círculo que antes ocupaba esa figura
amarilla, notaré cómo mis manos tantean sus labios de metal, como el manco que sigue
notando la presencia del miembro amputado. Resultará doloroso. Y, créeme, mis
dedos notarán su existencia, mi mirada descifrará el
horario grabado en la placa de metal y sabré cuándo será la próxima recogida.
Ojalá que el destino se guarde un as en la manga y vuelva a necesitar un
santuario en el que depositarlo.
Abuelo abatido y nieto contagiado
vuelven al silencio y a las noticias que escupen las ondas. Cuando están a
punto de levantarse y retomar sus actividades, Juan le dice que durante la
madrugada se despertó con el corazón encogido, que soñó con el buzón,
abandonado en algún vertedero, devorado por la naturaleza. En la oscuridad de
la noche se preguntó si habría algún sitio destinado a los objetos que dejan de
ser útiles y a los árboles que dejan de latir la tierra.
***
A las once de la mañana, un joven saluda
al vigilante de seguridad que atiende a los clientes en la oficina principal de
correos de Granada. Tras hablar con varios empleados, tras realizar varias
gestiones, tras subir un par de pisos y tras llamar a varias puertas, consigue
dar con el encargado de presupuestos, almacenes y material de la empresa. La
secretaria le indica que puede pasar.
El jefe está parapetado tras una mesa
repleta de documentos, infinidad de papeles que dibujan un tapiz indescifrable,
el teléfono apoyado entre la cabeza y el hombro derecho, vociferando que
ciertos recortes son necesarios para sanear no sé qué cuentas.
Le indica con la mano que tiene libre
que tome asiento. Golpea la carpeta con un lápiz amarillo y negro coronado por
una goma de color rosa. Realiza aspavientos, separa el aparato de su oído y le
informa que enseguida estará con él. Y enseguida es una porción de tiempo
perenne…
Al cabo de un rato ya están hablando de
lo que quiere uno, y de lo que puede ofrecer el otro. El nieto pregunta por qué
ha dejado de ser útil el buzón de su pueblo. Que su abuelo lo echa de menos,
que era como un miembro más de la
familia, un artilugio con alma escrita, como diría pocas horas antes, mientras
tomaban juntos el desayuno. Le dice que el abuelo ha perdido en poco tiempo la
frondosidad del árbol que regía el patio y el buzón que recogía las palabras de
los vecinos.
Sí, dice el jefe del servicio postal.
Pero últimamente teníamos que desplazar a nuestro personal para que se tirara
semanas sin traer nada del pueblo de ustedes. Así que hemos concentrado en el
pueblo vecino la recogida eliminando ese servicio.
Durante un rato hablan de los pros y
contras de las nuevas tecnologías. Tecnologías incapaces de corregir las faltas
de ortografía con las que está escrito el destino. Uno apuesta por la
universalidad y modernización del correo, el otro defiende el romanticismo epistolar.
Tras una extensa charla, el jefe de
Correos adivina lo que va a suceder, conocedor de la situación, y anticipándose
le extiende la mano.
-
Tome este documento.
-
¿Sí? –pregunta con un
hilo de voz.
-
Diles que necesitas
retirar el buzón de recogida registrado con este número de serie. Inventa para
qué lo necesitas si te preguntan.
-
No sé… no sé cómo
agradecérselo –alcanza a pronunciar.
-
No hay nada que
agradecer. La gente como tu abuelo es tan universal como el servicio que
defendemos. Si le das una mano de pintura quedará como nuevo y lucirá donde lo
quieras colocar –añade.-
El nieto sale del despacho asido al
salvoconducto.
Son las cinco de la tarde cuando escucha
a la abuela preguntarle adónde se dirige con semejante armatoste. Al patio,
dice que va. Busca el círculo que dejó el árbol talado. Lo examina, lo mide, lo
estudia a conciencia y acaba encajando el buzón en el sitio que en su día ocupó
el frutal. Contempla satisfecho el resultado. Sabe que le tocará pintarlo pero
que, por lo menos, no tendrá que podarlo, ni regarlo, ni cuidarlo, ni recoger
sus frutos melosos llenos de bichos alados que zumban su oído mientras el
abuelo, desde abajo, le dice por qué rama encaramarse para conseguir los
mejores albaricoques.
Se retira un poco situándose junto a la
abuela que no da crédito a lo que está sucediendo. Pero sí, ella también sabe
que Juan volverá a sonreír.
Va a buscarlo al huerto, donde lo
encuentra limpiando surcos y protegiendo la tierra. Llama su atención. Y el
viejo responde dejando los aparejos apoyados contra la pared. Recibe
indicaciones. Debe volver adentro. Es el nieto el primero que llega y al notar
la presencia del anciano detrás, se aparta. Juan se acerca al tronco de metal
amarillo. Acaricia la boca, pasa la palma de la mano por la etiqueta que indica
los días y la hora de recogida, con las uñas escarba algunos desconchones
tirando al suelo la pintura. Lo repasa de arriba abajo.
Los gatos vuelven a enroscarse en las
piernas del viejo. Él los aparta, otra vez risueño, los empuja lanzándolos
contra la abuela que le regaña el juego. Detiene su mirada en el nieto que es
testigo de su recién recuperada alegría. Para él ha guardado su última caricia.
Pasa la mano por la mejilla, primero, y le besa después.
El nieto consigue recomponerse para
exclamar:
-
Éste es el cielo de
los objetos que dejan de ser útiles, el paraíso de los árboles vencidos.
Tras unos instantes, Juan se aclara la
voz:
-
Anda, vamos adentro.
Quiero contarte alguna cosa sobre ese viejo buzón mientras tomamos unos vinos
para celebrar ese ascenso en tu trabajo.
Aviva el fuego mientras, afuera, una
lluvia tímida lame el oxidado metal que otrora fue amarillo como el oro de las
letras.