sábado, 22 de enero de 2011

2:14 Am


Abro lo ojos.
El reloj de la mesita de noche marca las dos y catorce minutos.
Me levanto para ir al lavabo. Mi vejiga no falla. Con el tiempo, fisiología y anatomía se han puesto de acuerdo. Incluso a las horas intempestivas, van de la mano. Si tengo que ir al baño, abro los ojos de par en par, alargo el brazo para levantar el despertador, pues lo dejo bocabajo para que su luz no entorpezca mi descanso. Miro la hora, y salto de la cama buscando las zapatillas.
Pero no están en su sitio. Sonrío. Sonrío porque soy un desastre. Porque olvido, incluso, cuántas ovejas conseguí contar antes de caer bajo el yugo soporífero. Nunca recuerdo qué he soñado. Nunca recuerdo si he soñado, cuando alguien me pregunta.
Estarán en el lavabo. Las dejaría anoche tras cepillarme los dientes. O estarán debajo de la mesa de mi despacho. Las abandonaría ahí tras alguna de mis incursiones en la red. O en el comedor, o en la cocina, o en algún sitio que mi gato, seguro, se encargará de descubrir.

Salgo de la habitación. El silencio es ensordecedor. Una quietud que amenaza mi noche y sus frutos. No me topo con Alonso. Hasta hoy, al mínimo ruido, abandonaba su nido felino y se acercaba rompiendo con sus ronroneos quedos el sosiego de estos setenta metros cuadrados que mi alquiler costea.

Ni zapatillas ni gato, pienso. Extrañado, pero priorizando, voy hacia el lavabo. La puerta está abierta, como todo en mi noche, como casi todo en mi vida. Las puertas, en mi caso, se inventaron sólo para abrirse. Ana sostiene que nunca sé cerrar, que se me olvidó algún día. O que el paisaje que dibujan armarios ofrecidos, puertas fuera de sus quicios y cajones mostrando su contenido, me satisface sobremanera. Por donde paso, dejo aperturas.

No levanto la tapa del retrete. Ya está izada. Es una bandera que me dirige en mi noche. Un faro que orienta mi meada. Mientras dirijo el chorro contra la blancura nívea del inodoro, escucho un maullido en alguna parte del piso. Y otra vez silencio. Ha sucedido muy rápido. Mi pis se ha cortado, me he manchado el pijama de rayas que me regaló alguien creyéndose un amigo invisible y que pensó que nunca descubriría que era él y sus intenciones de convertirme en un preso esclavizado de Morfeo. Lo he puesto todo perdido, pero son los latidos de mi corazón los que amenazan con estallar mi pecho, los que están a punto de romperse en mil pedazos y tintar con mi miedo todo este aseo.

Aterido de esa frigidez que el terror ha derramado por mi cuerpo, entro en la cocina. Ni rastro de mi mascota. Lo llamo y no responde. Le grito que si quiere comer algo. Agito la lata que contiene su compuesto de comida para llamar su atención y atraerlo, cual aprendiz de Paulov. Por lo general es escuchar ese sonido y volar. Pero no acude.
Otro maullido aterrador y una sucesión de golpes en el salón hacen que dirija mis pasos hasta allí. Cuando arribo, silencio. No se oye un ruido. Vuelvo a pronunciar su nombre. Coloco mi cuerpo a ras de suelo, en cuclillas. El frío muerde mis pies desnudos. Me acuerdo de las zapatillas que aún no he encontrado y que ya empiezo a echar de menos. Miro en derredor. Nada. La tele, silente, está detrás de mí. Oteo la oscuridad, intentando toparme con los ojos familiares, con la brillantez púrpura y felina. Apoyo la espalda contra las treinta y dos pulgadas catódicas.
Ahora sí. Nuestras miradas colisionan. El pelo erizado y su figura arqueada indican que algo no encaja. Lo llamo, dulce, con toda la dulzura que el pavor me permite. Dicen que lo peor que puede suceder cuando te encuentras ante un animal acorralado, es que huela tus estertores de puro terror. Justo cuando levanta su cuerpo de gato entrado en quilos, veo mis zapatillas que protege como si fuese la descendencia hierática de algún ser mitológico.

Mi compañero de piso se acerca renqueante, dibujando sigilosas coreografías sobre el suelo. Al llegar a mi lado, agacha la cabeza y topa su hocico frío contra mi rodilla. Recorro su lomo, me entrega su cuerpo y emite unos ronroneos en respuesta a mis caricias. Miro su cara y la apreso entre mis manos. Le digo que me ha asustado. Qué te pasa, le pregunto. Por qué esos bufidos. Me vas a matar de miedo. Olvidas que me asusta hasta la felicidad.
Se zafa de mí y vuela a su refugio. Me temo otro ataque, pienso que quizás se esté volviendo loco. No sólo los humanos perdemos la cabeza, asevero. Pero no, torna de su escondite con las zapatillas en la boca. Descargo una lluvia de arrumacos y le doy las gracias pues mis pies acusan el cansancio gélido de la búsqueda.

Regreso a mi habitación. Inicio mis pautas de conducta para reconducir el sueño: inclino el despertador para que su luz no entorpezca mi travesía hacia el amanecer. Programo diez minutos de música para que amanse la fiera asustada que me habita y que necesita una sobredosis de descanso.

Abro los ojos.
El reloj de la mesita de noche marca las dos y catorce minutos.
De un tiempo a esta parte, la apremiante necesidad de achicar las aguas sobrantes de mi cuerpo interrumpe mi descanso. Debe ser la edad, me diagnosticó el médico cuando le comenté mis nocturnas peregrinaciones.
Las zapatillas no están donde deberían estar. Porque estoy seguro que las dejé al pie de la cama, delante del espejo del armario. No importa, estarán junto al wáter, o en la cocina esperándome para el primer café, o debajo de la mesa del despacho; en el sitio menos pensado. Mi despiste se permite inciertas licencias. Aunque es cierto, lo poco que ordeno, sin casi esfuerzo, son estas viejas pantuflas. Guardan un orden y velan mis sueños a los pies de la gran luna que cobija el reflejo de mi dormitorio.
Llego hasta el baño. Apunto al centro del volcán acuoso y mis pies empiezan a alimentarse de una frialdad que amenaza con paralizarme. Levanto el pie derecho, mientras el chorro pierde vigor y acierto. Acaricio la planta del pie contra la pernera de la otra pierna. Tengo los dedos entumecidos. Termino de mear y toco el suelo comprobando que está caliente. La calefacción funciona. El gres desprende calor. Pero mis pies desvestidos siguen temblando; se encogen. Muevo los tobillos girándolos hacia un lado, hacia otro. Crujen.
Enfilo el camino al dormitorio justo en el momento en que los lastimeros bufidos de Alonso me reclaman desde su escondite. Quedo paralizado. Poco a poco, mi cuerpo empieza a obedecer y dejar de lado el pavor que me embarga. Me agacho delante del plasma televisivo. Apoyo la espalda contra la pantalla proyectando mi campo de visión hasta debajo del sofá. Nuestras miradas coinciden en un punto intermedio y responde a mi llamada estirándose y bostezando, mostrando una fila de dientes pequeños, de afilada blancura. Viene hacia mí. Sus ronroneos cadenciosos me indican que todo va bien, justo por el sendero de la tranquilidad necesaria para que el miedo no termine devorándome las entrañas.

Lo dejo en su sitio, para que duerma, para que le maúlle a la luna; que haga lo que quiera con su noche. Yo sólo quiero llegar en mi sano juicio hasta el despertar. Y si sigue maullando así, no lo conseguiré. De pequeño, los gatos en celo que patrullaban los tejados me asustaban cuando bufaban y emitían esos quejidos de honda excitación.
Cuando estoy a punto de meterme en la cama, deshago el camino. Vuelvo a mi agazapada posición delante de la tele. Él se muestra contento, levanta la cabeza y un suave y nimio gemido escapa de su boca. Me acerco hasta su refugio. Acaricio su cabeza, rozo su nariz rosada y fría. Consiguen mis manos garatusas levantar su pesadez y atraerlo. Las zapatillas emergen debajo de su cuerpo. Sí, el objeto no identificado avistado hacía unos minutos eran ellas.

Las cojo y las llevo conmigo, tras dedicarle una serie incontinente de carantoñas. Le indico con un hilo de voz musical que no son un juguete, que no se arranque por maullidos locos, que se tranquilice, que duerma, que no pasa nada, que el amanecer está a la vuelta de la esquina soñada.

De nuevo en mi cama. Sintonizo una emisora sin música. Quiero gente hablando. Sus voces, sus cacareos de tertulia a deshoras acompañándome en mi travesía... Restriego pie contra pie buscando calor. El frío ha escalado el muro de mi noche y se ha instalado en cada poro. Mis ojos pierden el contacto con el cansancio. No se apagan. La batalla se inclina del lado de la madrugada.
Doy vueltas en mi lecho sin encontrar una postura dormitiva, le envío mensajes de auxilio al pastor del rebaño. Necesito ovejas somníferas que amortigüen mi duermevela.

Descanso la cabeza sobre mi brazo derecho. Respiro hondo, porque no puedo hacer otra cosa para invocar el ansiado reposo. En ese instante, la puerta del cuarto se abre empujada por las patas delanteras de Alonso. Su cuerpo encrespado, su blancura de peluche se desliza por el suelo. El reloj de mi cordura herida de muerte marca las dos y catorce minutos. El animal se sitúa delante del espejo al que lanza maullidos y bufidos encolerizados. Me invade un miedo críptico. No hablo. No muevo un músculo. Mi respiración agitada me hace convulsionar. Me revuelvo incómodo bajo el edredón. La algidez remonta mi cuerpo. Mis manos pinzan el nórdico y me cubro hasta la barbilla, como durante aquellos episodios de terror que padecí en mi infancia, cuando me asustaban las portadas de los cómics de terror que mi hermano guardaba en el cajón de la mesita a modo de catecismos diabólicos.

Alonso gira la cabeza y descubre mi helamiento. No puedo decirle nada porque, que se sepa, una estatua no puede hablar, y el terror sólo conoce un idioma. De un salto trepa junto a mí. Muestra sumisión. Me acaricia golpeando su lomo contra mi rostro, restregando su cabeza contra mi cabeza. Su lengua áspera recorre mis dedos. Consigue arrancarme una caricia. Una caricia que interpreto como sinónimo de que todo vuelve a su sitio. Me planteo dejarlo ahí, a mi lado… justo en el momento en el que una sombra cruza entre nosotros posándose en el espejo. Sólo es una sombra, quiero decir, o quiero pensar, o quiero creer. Un haz de luz que huye de la calle.
El felino salta y se sitúa frente a la lámina acristalada. Mis zapatillas alineadas, esperando unos pies, están justo debajo, pegadas, reflejadas vagamente. Mi vista combate cuerpo a cuerpo, destello a destello, contra los bufidos coléricos y los zarpazos con los que Alonso reta al cristal.

Elevo la vista hasta toparme con unos ojos oscuros que refulgen de terror en medio de mi viaje demente. Una mirada que lanza un grito hondo provocando la huída de mi gato con las zapatillas en la boca. La manta levita encima de mi cuerpo mientras el miedo se ancla en cada rincón de mi piel. La cama ya no es un buen cobijo. Ni bueno ni seguro. Vuelvo a clavar la mirada en esos ojos tiznados de demencia. Mi voz no fluye, porque estoy ahogado, sin aire que rescate la vida secuestrada en mis pulmones. Mis brazos, que aún buscan infructuosamente la manta para cobijarme del frío y del terror, tropiezan con el despertador que gime, invocando mi despertar. El reloj cae al suelo, como cada día a la misma hora cuando toca levantarse.

Fin de la pesadilla.

Abro los ojos y en pocos segundos desplazo mi cuerpo cansado hasta el baño. Dejo correr el agua caliente mientras preparo los enseres para afeitarme tras una reponedora ducha. Ana dice que es una soberana tontería ducharse primero y afeitarme después. Pero el orden ilógico de las cosas no va conmigo. Vivo en un ordenado desorden. Ahora, con los objetos del afeitado, con el agua arreciando caliente sobre el piso de la ducha, voy hasta la cocina y prendo la cafetera. Todo sigue la hoja de ruta diaria…
Alonso maúlla desde algún sitio. Lo llamo y acude buscando su desayuno. Lo acaricio, le pregunto si él no ha tenido ninguna pesadilla y sin hacerme el más mínimo caso, bien por la independencia gatuna, empieza a dar buena cuenta de su primera comida del día.

Vuelvo al baño. La ducha elimina los últimos restos de la pesadilla que acabo de padecer. Me jode no recordar agradables sueños, no guardar el eco de alguna aventura que haya disfrutado mi inconsciente durante las horas nocturnas.

Mis dedos me recorren, se clavan en mi pelo que anuncia vejez.

El agua hirviente llena de vaho, convirtiendo en una sauna los escasos cuatro metros cuadrados. La toalla acaba con los vestigios acuosos en mi piel. Ahora, de pie frente al lavamanos, empiezo a esparcir la espuma de barbear por mi cara aunque ya no se refleja en el espejo, cubierto como está por una pátina blanca de vapores.
Cuando dirijo mis manos para eliminar la película vaporosa, mi cuerpo sale despedido hacia atrás, tropezando con la pared que separa los espacios dentro del aseo.
Unos dedos han pincelado el cristal, transformándolo en un improvisado óleo horario:
2:14 Am.

Alonso, a mis pies, maúlla colérico hacia la oscuridad pétrea de mi habitación.


MARIO CASTILLO ROS