sábado, 23 de enero de 2010

REMITE



Matías:

No sé cómo se escribe una carta. Creo no recordarlo. La última vez que vomité sobre un papel todos mis sentimientos tú estabas aquí, en cuerpo y alma. Y la mía, junto a mi corazón, te acompañaba en ese periplo. En las galas estaba contigo. En las actuaciones. En las noches de hotel a solas. Sólo mi cuerpo seguía en la ciudad que te vio nacer. En Granada te esperé y en Granada siguen morando mis sueños.

Ha pasado mucho tiempo. Y dudo que ni el tiempo ni el espacio se alineen conmigo. Tengo miedo de que se alcen en armas contra mí y no me ayuden con esta misiva. Ojalá, cuando llegues a mi beso intemporal de despedida, hayas entendido los porqués.
Después de esta carta llegarán otras. Espero que las tuyas se crucen en el camino con las mías. Quiero retomar el verbo. Quiero hablarte, contestar a tus preguntas sobre las dudas que se formulen dentro de ti una vez conozcas mi historia, mi no existencia durante todos estos años alejada de la luz, del sonido, de la vida.

Cuando nos despedimos en el aeropuerto tenía la certeza primero y la esperanza transcurrido un tiempo, de volver a tenernos. Me costó un mundo hacerme a la ciudad sin ti. Enfrentarme a las aceras, a los escaparates, a las tiendas y los rincones donde los músicos callejeros me ofrecían canciones que no sonaban como tus acordes. Me costó enfrentarme a mi noche, esa primera noche y todas las que esperaban asidas a mi futuro, negro como los besos del miedo. A día de hoy me invade el temor, cuando muere el sol, de no saber dormirme si no estás aquí.

Días después de tu partida seguí frecuentando nuestros rincones nazaríes. Buscaba tu recoveco en los sitios testigos de nuestra historia. Pasaba por delante de tu piso y me quedaba mirando las ventanas muertas. Me sentaba en el bar de enfrente y oteaba, montaba guardia como si de un momento a otro fueras a hacer acto de presencia. Te veía entrar. Te escuchaba pedir el café. Moría la tarde y con ella mis sueños volvían a sus noches.
Algún sábado por la mañana me sentaba en aquel bar de la plaza de la Romanilla. Tomaba el té a que sabían mis labios. A veces, incluso, pedía un café que tardaba años en degustar para saborear los tuyos. Se enfriaba en la taza y veía mis ojos sin brillo fondeados en la superficie. Y ahí, sentada, te escribí durante algunos meses.

No te negaré que algunos días tras echarte de menos, tras llorar tu ausencia, tras escribir tu nombre en el sobre que contenía mis besos escritos, también te odiaba. No sé si era odio. O si sería rabia. O la mezcla de todos los sinsabores que anidaban, como sueños funestos, en la ausencia de la persona amada. No podía dejar de pensar una y otra vez, que habías preferido el país a la persona. Que en tus cartas sólo relucía la palabra “Japón” en detrimento de las otras que tu corazón exponía y tu cabeza censuraba. Lo sabía o no lo sabía. Ahora sólo son conjeturas. Es el tiempo quien me dicta, por momentos esta carta. Agradezco que sea el olvido quien venga a hurtar algunas secuencias, cuando me encuentra con la guardia baja.

Aún así siempre perdonaba tu ausencia buscando tu recuerdo, robándole horas a la noche, esquivando mis pesadillas y abrazando los momentos compartidos. Me bastaba, o eso creía yo, con inventar mis sueños antes de dejarme vencer por el cansancio.

Esos tres meses que pasamos desacostumbrándonos no funcionaron. Cada día transcurrido intentaba conciliar pasado y presente. Una lucha titánica que no me eximía de la necesidad física, sensorial y onírica de quién necesita una mano amiga, un sexo amigo, un cuerpo protector.

Pero quieres saber, necesitas un porqué de esta carta y un porqué para los motivos que me llevaron a cavar en el silencio y enterrar nuestra comunicación.

Te quería, Matías.
Jamás olvidé el sabor de tu música, el sonido de tu sexo, el calor y la hondura de tus besos quemantes. Querer y necesitar se conjugaban igual cuando te buscaba al final de mis clases.

Te quería, Matías. Llegué a mi piso, en la residencia de estudiantes a las nueve de la noche. Deambulé esa tarde con mi vieja libreta y mi pluma. Quería anotaciones para la carta que acababa de gestarse en mi cabeza. Al llegar a mi habitación lo que más deseaba era encontrarme contigo al final de los puntos y seguidos. Levantar la cabeza y pensarte. Levantarme para acariciar la guitarra que me dejaste como recuerdo.

Te quería, Matías. Cuando entré en esa habitación que acabo de describir. En la misma en la que habíamos yacido juntos. En ese cuarto de sexo en carne viva tus besos aún volaban alrededor de la lámpara como luciérnagas enloquecidas de felicidad nocturna.

Te quería, Matías. Cuando la voz de mi padre se levantó como un velo negro. Se alzó como un grito mudo. Cayó como un telón, privándonos de una obra maestra. La voz de mi padre, mi padre justo, honrado, leal y fiel a sus costumbres niponas atronó junto a la ventana.

Al sexto mes abandoné Granada. Las cartas viajaron conmigo. Las palabras que nunca te mandé. Las cosas que nunca te dije se convirtieron en preñados nubarrones que azotaron mi cuerpo como tormentas de melancolía.

Y al llegar a Japón, mi país, paraíso de tus acordes, se convirtió en mi presidio.

Mi padre, hombre sin grandes recursos económicos, trabajaba en el mercado central de Tokio, templo de peregrinación para el turismo emergente. El mundo acababa de condonar la deuda ideológica permitiendo a mi país salir del aislamiento. Ese ostracismo con el que se le había castigado por su posicionamiento con Hitler. Perdonados, los mercados, los templos, las casas de los emperadores, se abrían y ofrecían.

Se encargaba de negociar directamente con los pescadores. Iba hasta sus lonjas y pujaba, ganando siempre, por el mejor género para el mejor mercado. No escatimaba esfuerzos. No tenía un horario fijo. Sí establecido, pero nunca obedecido.

Acabé mis estudios en la escuela superior de Tokio. Algunos compañeros, por aquel entonces, estaban enamorados de tu país. Unos apostaron por Francia, otros se fueron hasta las mejores universidades de Inglaterra. Mi mejor amiga se fue a la universidad de Coimbra, en Portugal. Y yo me empeñé en acompañarla aunque en casa no teníamos dinero suficiente para semejante empresa estudiantil.

Desconocía que quien trabaja en el mercado central de Tokio trabaja para los clanes mafiosos. Esos clanes que surgieron como nidos de ratas con el único objetivo de controlarlo todo: productos y personas.

Mi padre cayó en una de esas redes. Solicitó un préstamo para que su hija, su primogénita, pudiera estudiar fuera. Y esa es la beca que conociste. Solicitó dinero también para otras causas que no han sido reveladas. Antes lo intentaron por todos los medios. Pero no hubo manera. Mis padres arrojaron la toalla, quemaron las naves. Mis padres. Pero en secreto, oculto a las sombras de la vergüenza, mi padre pidió una cantidad de dinero al dueño del mercado donde realizaba sus funciones.

Pasaron los años. Mi madre murió, creo que lo sabes. Y mi padre no pudo, por razones que ahora no quiero exponer, pagar la cantidad acordada. Al principio era algo nimio, casi nada. Pero poco a poco los intereses por la demora lo engulleron.
Mi hermano intentó interceder. Habló con el director del mercado. El director del mercado no quiso atenderlo ni entender los motivos por los que mi padre, sumido en una crisis profunda, exiliado en el alcohol y los bajos fondos, no podía hacer frente a la cantidad adeudada.

Yo me convertí en la moneda que sufragaría deuda e intereses.
Un día se personaron en nuestro hogar. Dijeron que el señor Zauko quería un secuaz y una geisha. Quería a mi hermano sirviéndole el saque en el que desemboca cada comida. Quería que también fuera recaudador de sus préstamos. Quería que yo, hija de Japón que aún no había cumplido los veinticinco, le hiciera las veces de asistenta personal y Geisha para sus socios y clientes. El contrato era hasta que el dueño del futuro de mi progenitor, falleciera.
Si me negaba, moriría en el mismo momento, el mismo lugar, en manos del mismo verdugo que mi hermano y mi padre.

Nunca tuve relaciones sexuales. No me estaba permitido y celebraba esa prohibición. Mis cometidos eran única y exclusivamente prender el incienso en que aromatizaba las estancias, encender los cigarros de los caballeros de negocios, invitados de mi señor y servir de mera compañía, de adorno respirante y de sonrisa eterna. Un adorno de vestido tradicional, un adorno obligado a mentirse, un adorno que no supo huir, que aceptó para que su padre y su hermano no murieran en manos del señor Zauko.

Acepté.
Acaté.
Silencié.

Y sólo hablaba tu idioma por las noches, adentrándome en ese mundo irreal de los sueños. Entonces volvía a Granada. A las palabras tantas veces pronunciadas. Imaginaba tu rostro, escuchaba tu acento, notaba tus manos. Me estremecía al recordar tu música. Al rememorar las clases compartidas. Y cuando estaba a punto de entornar los ojos te veía en el aeropuerto. Tu espalda, tu pelo, tus pasos que te conducían hasta la escalerilla del avión.
Así cada noche, todas las noches durante todos los días que he estado cautiva.

Nunca recibí la visita de mi padre. Nunca intercambié palabras con mi hermano. Sólo algún gesto, alguna sonrisa, todos los silencios que caben en un cuerpo.
Mi progenitor también murió. No asistí a los cortejos fúnebres. No se permitieron conmigo, en todos estos años, ninguna licencia en lo que atañe a los sentimientos.

Cuando termine de escribirte iremos a recuperar lo que queda de él. A perdonarle, quizás.

Anoche me desperté asustada. La madrugada se filtraba por las rendijas de mi habitación. La luna descansaba sobre el tatami junto a mi viejo cuerpo. No escuché la respiración de las alumnas, esas niñas aprendices de geisha que descansaban en la habitación contigua. Mis ojos escrutaban la oscuridad. Mi corazón desbocado no entendía por qué mi boca silenciaba tu nombre. No podía recorrer el camino que conducía a tu recuerdo.
El silencio era silencio.

Por la mañana, antes de impartir mis conocimientos a esas criaturas virginales, el hijo de mi señor me pidió que fuera a verle.

Al entrar en su despacho lo encontré de pie, junto a la ventana. Tokio amanecía al otro lado. El frío azul se adivinaba a través de los cristales. Su voz sonó, como otras tantas veces, inquebrantable:

- Mi padre falleció anoche- anunció con voz queda, lanzando su ojos al encuentro de los míos.

Mi silencio, mi sumisión habló por mí. Sólo incliné la cabeza y esbocé un lacónico “lo siento”.
Siguió hablándome, sin apartar la mirada. Quería ver las huellas de las emociones en mi rostro:

- Dejó escritas muchas indicaciones, hace mucho tiempo. Y ahora debo cumplir sus primeros deseos póstumos.

Mi mente empezó a trabajar por mí. Me condujo, otra vez, al sol naciente. Ese del que me habían exiliado. Recordaba el olor del tránsito, el murmullo de las gentes en los parques, el arrullo de las palomas en la plaza Biba Rambla de nuestra Granada.

Su voz, otra vez, interrumpió mis divagaciones:

- Lo primero que dejó escrito era que se os concediera la plena libertad.
- Tu hermano ha sido informado. Dime qué necesitas para poder cumplir sus deseos -argumentó-

Miré su cara. Estudié su dolor. Y los sueños, las imágenes que habían huido durante mi noche anterior volvieron a manifestarse. Escuché tu voz. Observé tus manos acariciantes de cuerdas. Te vi yendo hacia la escalerilla del avión. Te vi otra vez. Te escuché otra vez. Te tenía, de nuevo, lo más cerca que se puede estar de la distancia.

Mi voz sonó implorante:

-Necesito algunos folios. Lápices. Déjeme escribir una carta –añadí-

Me permitió sentarme en la gran mesa de bambú, junto a la ventana citada por la que Tokio me llamaba.

Y tu nombre resucitó entre mis dedos:

- Matías: