martes, 1 de diciembre de 2009

KASUMI


DEDICO:

Dedico este relato a Joaquín Sabina, que fue el primero que conocí en aquel número siete con sus metáforas cantadas, con sus mentiras de verdad y sus verdades de mentira. Le robó el otoño a los días y me lo entregó en aquel hotel dulce hotel.

Dedico este relato a Ismael Serrano, por atraparme. Porque gracias a él sé que un mundo mejor es posible. Por las utopías. Por los viajes y por su camino de regreso. Por la fragilidad y por la fuerza. Por alinearse con los débiles. Porque si las armas las carga el diablo, las canciones las carga Ismael.

Dedico este relato a Juan José Millás, por dejarme habitar su mundo.

Dedico este relato a S. King. El portador de mis primeros miedos literarios. El primero que me clavó una palabra de madera en el corazón y en mi memoria.

Dedico este relato a Miguel Ríos. Por paisano. Por dejarme nunca solo en el parque de las emociones y las canciones. Por regresar siempre a Granada. Por subir juntos a ese autobús de canciones tristes.

Dedico este relato a Lola Beccaria. Por hacerme el amor con su literatura desnuda y abierta. Por presentarme a su mujer vestida para amar y desnuda para creer y crecer. Por enseñarme a perder con arte y sin ensayo.

Dedico este relato a Bukowski, por prestarme su máquina de follar. Por contarme la verdad aun sin quererla. Por resucitarme al tercer capítulo. Dedico a Bukowski lo que soy y lo que no soy. Por dejar que ande y desande una y otra vez la senda de los perdedores.

Dedico este relato a Ángela Becerra, por los amores negados.

Dedico este relato a Gomaespuma, por hacerme reír en días de tormenta. Por hacerme estremecer con su solidaridad. Porque un día, sintonizándolos, escuché “papa cuéntame otra vez” y lloré.

Dedico este relato a Henry Miller por su París literario. Por hacerme partícipe de sus amores. Por presentarme a Anaïs Nin. Por contar con la riqueza de las palabras y la pobreza de la vida. Por servirme el desayuno en la bandeja de sus trópicos.

Dedico este relato a Anaïs Nin, por prestarme sus diarios. Por ser amante de amantes. Por contagiarse de Miller y retratarlo con palabras en su obra Henry and June.

Dedico este relato a García Lorca, por convertir en palabras todo lo que su alma tocaba. Por no irse. Por no morir, nunca.

Dedico este relato a Benjamín Prado, por polemizar poemizando. Por dejarme habitar sus silencios en voz alta.

Dedico este relato Extremoduro, porque no sólo de pan vive el hombre. Por la irreverencia de las canciones.

Dedico este relato a Fito y los Fitipaldis, por estar, lo más lejos, a mi lado cada vez que he necesitado una canción navegante.

Dedico este relato a Miguel Delibes, por alimentarme con sus ratas. Por los ratos prestados al borde del camino. Por cederme la sombra de su ciprés cargado de literatura perenne.

Dedico este relato a Mario Vargas Llosa, por mostrarme el sufrimiento y las travesuras de su niña mala. Por retratar con su literatura lacerante la caída de Trujillo.

Dedico este relato a Antonio Muñoz Molina, por sus vientos cargados de historias.

Dedico este relato a Zoé Valdés por lo mucho que disfruté con su nada cotidiana. Por escapar de La Habana y acoger la vida parisina siguiendo los pasos de Miller y los verbos de Sartre, Beauvois y Nin.

Dedico este relato a Pedro Juan Gutiérrez, por seguir escribiendo desde su decrépita Habana vieja. Por sus excesos convertidos en literatura. Porque la literatura enriquece aunque esté rodeada de la pobreza más extrema y de la indigencia política más estúpida.

Dedico este relato a John Fante, por inspirar a Bukowski. Por sus preguntas polvorientas y primaverales. Por no dejar que los días pasen en vano mientras se espera a la primavera.

Dedico este relato a Louis Ferdinand Celine, por coger el tren que conduce al fin de la noche. Por describir el sabor de las mujeres y por morir con crédito por ellas en cada una de sus novelas.

Dedico este relato a García Márquez, por sus amores de soledades centenarias. Por sus putas tristes. Por sus pasiones náufragas y redentoras en los tiempos envenenados.

Dedico este relato a Jack Kerouac, por su camino sembrado de literatura reaccionaria.

Dedico este relato a Sam Savage, por sus ratas de biblioteca. Por sus libros carcomidos y polvorientos. Por sucumbir a los encantos de la literatura adiestrada.

Dedico este relato a Catherine Millet, por mostrarme cómo hablan los cuerpos cuando la boca se cierra a cal y canto.

Dedico este relato a Silvio Rodríguez por novelizar sus canciones. Por la voz nunca silenciada. Por sus amores musicados.

Dedico este relato a José Luis Sampedro, por su sonrisa etrusca. Por mostrarme la destreza literaria de la vieja sirena.

Dedico este relato a Javier Álvarez por sus inicios. Por sus principios. Por ser amigo de poetas. Por cantarle a Ángel González. Por emocionarme con su “Padre”.

Dedico este relato a Quique González por su voz pausada cargada de historias aceleradas de amor y desamor. Por inspirar a otros, por acoger en su seno las letras del poeta Luis García Montero.

Dedico este relato a Luis García Montero, porque mañana no será lo que Dios quiera.

Dedico este relato a Pedro Zarraluki, por explicarme en silencio cómo tener éxito con los encargos difíciles. Por su literatura de sabores, por sus verbos cocinados a fuego lento.

Dedico este relato a Felipe Benítez Reyes, por compartir conmigo pensamientos monstruosos.

Dedico este relato a Jack London, por querer al indomable colmillo blanco. Por convertirme en su Martin Eden por el resto de mis días literarios.

Dedico este relato a Coetzee, por ayudarme a descender al infierno de las personas. Aún hoy me siento agraciado cada vez que acaricio con la punta de los dedos su "Desgracia".

Dedico este relato a Saramago, por cegarme con su literatura. Por amar a los nombres.

Dedico este relato a Tabucci, por sostener a Pereira.

Dedico este relato a Neruda, por inspirar a la mitad más unos de los que he citado hace unos segundos. Por prestarme sus frases. Por su literatura epistolar.

Dedico este relato a Andrés Suárez, por ser banda sonora y amigo a la vez. Por sus historias de piedras y charcos. Por su voz y su guitarra. Por posar para mis verbos.

Dedico este relato a Marwan, palabra por palabra.

Dedico este relato a Carlos Chaouen, por su intención de pintar el cielo. Por sus canciones que siembran mi camino.

Al anciano que encontré a las puertas de la Alhambra, por regalarme su historia, le dedico mi relato:

...

Amaba Japón.

Desde siempre había crecido con la ilusión de viajar algún día al país del sol naciente. Anhelaba recorrer sus calles y conocer sus gentes.
Conoció sus primeros dibujos animados antes que nadie gracias al padre de un amigo suyo que era capitán mercante y surcaba los mares y los océanos conocidos.
Y tuvo que callarse cuando apostó por Japón en la segunda guerra mundial, cuando no tuvo piedad de los otros que querían apagar ese sol con las primeras lluvias atómicas. Defendió a los nipones siempre. Voló, triunfó y murió con los camicaces que fenecían enterrándose entre el fuselaje de los acorazados enemigos. Y nunca dejó de amar ese país.

Cada vez que le preguntaban de dónde le venía ese amor patrio por las razones orientales no sabía qué contestar. A veces decía que la culpa la tenía Don Basilio, un maestro republicano que les mostró la bandera. Se enamoró de ese sol siempre rojo intenso. Y empezó a estudiar y a imitar sus costumbres. Cada día le preguntaba al profesor qué comían, cómo dormían, qué hábitos, en definitiva, conformaban su estilo de vida.

Poco a poco Japón se fue instalando en su vida.
Y poco a poco creció. No hubo remedio, así que Japón cedió su lugar a otros más exóticos portados de la mano de los escritores que fue conociendo. De vez en cuando volvía a acordarse del país adoptivo. Y sentía pena porque cada vez eran menos las veces que visitaba, que vivía, que cerraba los ojos para caer en manos de una geisha.

A los veinte años dejó el conservatorio aburrido de la doctrina musical. Quería ser autodidacta. Quería libertad para aprender en libertad. Quería sus ratos y sus silencios y quería comprender el mundo y sus habitantes.
Aprendió lo suficiente y se vio recompensado con una plaza de profesor de guitarra en una academia de flamenco en el Sacromonte granadino.

Cuando conoció a kasumi tenía veinticinco años. Estudiaba becada en la universidad. Y era alumna en la academia donde él enseñaba. Aprendía a bailar. Y entre clase y clase, espiaba las dotes para la docencia musical de Matías. Kasumi amaba el movimiento de sus manos. La calidez de sus notas. La elegancia de su mirada concentrada mientras la guitarra lloraba unas veces, se lamentaba otras y hablaba siempre. Decidió que aprendería a tocar. Solicitó al director del centro que le dejara instruirse junto al joven profesor.

Cuando la vio supo que era japonesa. Se cercioró en cuanto sus intenciones se exploraron. Cuando sus ojos fueron derramando la mirada por el atlas de su fisionomía. La cortedad de ella, la manera de darle la mano sin obsequiarle con la mirada. El temblor de sus labios. La opacidad de su acento. Y él, solícito, aceptó descubrirle los secretos de las seis cuerdas. Las clases serían particulares en el piso que compartía con algunos compañeros. Sellaron un pacto de reciprocidad: Ella le enseñaría el idioma nipón y él le descubriría los secretos de la guitarra.

Así que cada día, después de las clases en la Facultad, se dirigía al piso de Matías. Le gustaba ese lugar. Disfrutaba ese paseo que acompaña a la Alhambra junto al río Darro. Le gustaban los árboles centenarios, el sonido del agua, la luz del otoño casi infinito bañando la ciudad nazarí. Leía a Lorca, sentada en alguno de los puentes, cuando él se retrasaba. Era una procesión que acababa en el barrio del Albaicín.

Durante la primera hora tomaban café y tocaban la guitarra. Durante la segunda hora tomaban té y hablaban japonés. Docencia y aprendizaje. Cada vez con más soltura fluían los verbos y cada vez eran más los dedos que afinaban y construían notas yacentes sobre las palabras pronunciadas.

Durante un año aprendieron los dos lenguajes. Se defendían; él hablando japonés y ella acariciando las cuerdas para lograr una liturgia digna con el instrumento del que se prendó.

Ella se enamoró de la música y de la ciudad. Él se enamoró de ella y de su país. A menudo salieron juntos a contemplar el atardecer desde el mirador de San Nicolás. Y la noche los encontraba silentes, unidos por el cordón umbilical del deseo recién nacido.

Siguieron juntos hasta que el destino los separó. Pensaron que sería temporalmente. Erraron el pronóstico.
El director de la escuela de flamenco le anunció que les contrataban para realizar una gira por Japón y Corea. Les hacía falta un segundo guitarra. Aceptó sin pensárselo dos veces. Nunca pensaba dos veces las cosas en la vida. Nunca sometía a ningún tipo de estudio sus necesidades y sus preferencias. Nunca pedía ayuda ni consejo. Esta vez no hizo excepción alguna.
Le explicó a Kasumi lo de la gira. Y ella, en un español envidiable, le contestó que por fin su sueño se haría realidad. Conocería su país.

Dedicaron los tres meses que faltaban para el inicio de la gira a despedirse. A desacostumbrarse. Los paseos maratonianos dejaron paso a escuetas caminatas preceptivas. Las clases de guitarra fueron silenciándose. Y el idioma nipón se fue congelando en los labios de Matías cada vez que éste murmuraba algo tras besarla.

Ella lo acompañó al aeropuerto. Se despidieron en japonés y como japoneses. Dignos. Ni una sola lágrima, ni un abrazo candoroso. Un escueto beso silencioso y unas miradas anegadas que gritaban desesperadas.

La gira derivó en varias giras por países asiáticos.

Después de cada recital escribía una carta que depositaba en la entrada del hotel donde se hospedaba. Y cada tres semanas recibía respuesta. Así estuvieron hablándose con las misivas. Queriéndose con las letras impresas llenas de dibujos y símbolos. Así estuvieron hasta que la correspondencia cesó.
Nunca supo si fueron los cambios de hotel. Nunca supo qué fue realmente. Pero apremiaba al director a volver a Granada tras cada gira. Y tras cada gira, un éxito, tras cada éxito, otros contratos.

A los once meses volvió a Granada. La buscó en los sitios acordados. Paseó por la ciudad a todas las horas del día. La esperó en los bares donde conversaban y tocaban la guitarra. Montó guardia en la entrada de la Facultad. No dejaba de pensar en lo que le contaría de Japón en cuanto la viera. Sus experiencias, los éxitos cosechados y la promesa de nuevos recitales.

El otoño fue muriendo en los brazos impiadosos del invierno. Otras giras sin saber de ella.
Regresó a Japón y por las calles de Tokio la buscaba. En los bares, en los paseos tras el primer café del día. Tomaba té para mojar sus labios con el sabor de su recuerdo. Pensaba en Kasumi mientras ensayaba y la buscaba con la mirada entre los asistentes sentados en la platea.

Abandonó la compañía a principios de los años ochenta. Buscó refugio en la lectura y en las clases particulares que impartía a los extranjeros universitarios. Pero ella no era ninguna de las personas que requerían sus enseñanzas.

Con lo poco que ahorraba viajaba cada dos años a Japón. Practicaba el idioma y la melancolía practicaba con él.

Hizo caso omiso a la necesidad de opositar para acceder a una plaza de profesor en el conservatorio de la ciudad.
Cada vez los viajes a Japón se fueron espaciando más en el tiempo. Pocas veces no pensaba en ella cuando estaba en los brazos de otra mujer. Nunca le sedujo otro país ni le llamaron la atención otras costumbres que no fueran las niponas. Nunca iba al cine excepto cuando proyectaban alguna película donde tuviera como protagonista al pueblo japonés.

Miraba cada día el buzón. Facturas. Y cuando cambió de dirección, de vez en cuando volvía a su viejo piso del Albaicín. Se sentaba en algún bar a los pies de la Alhambra y se tomaba un café con leche muy caliente o un té muy caliente, mientras esperaba al cartero.
Lo asaltaba dejando la consumición a medio tomar y le preguntaba si tenía algo para él. Siempre fue negativa la respuesta. Ella nunca volvió por carta.

Dejó de frecuentar esa parte de la ciudad. Dejó de viajar a ese rincón donde la memoria guardaba su otrora vida naciente.

Como si le debiera algo al destino, acabó tocando por calles y plazas. Llegaron ofertas de festivales menores. Tocó cuanto supo y cuanto pudo. Y cuando empezó a cantar, supo que la locura se estaba apoderando de él. No sabía de dónde venía. No conocía los motivos por los que lloraba por las noches. Tampoco cómo había llegado a ese punto de no tener nada. Ignoraba lo mucho que duele el corazón cuando está vacío así como las muchas veces que estalla la cabeza cuando los recuerdos luchan por salir.

Un día se levantó temprano y recorrió el camino del Rey Chico. Subió la cuesta que llega hasta el patronato. Se quedó mirando los autobuses llenos de turistas. Rebosantes de gentes ávidas por conocer el país del agua, los palacios y jardines del reino nazarí.

Se sentó en el banco que quedaba libre. Y saludó a nadie en japonés. Habló en la lengua nipona a su recuerdo. Pensaba en ella. Musitó algo y las personas que bajaban del autocar se le quedaron mirando.

Le preguntaron y contestó a cuantas preguntas le formularon. Maravillados. Asombrado. Tenía voz, otra vez.
Cada vez que llegaba un autobús, el mismo proceder. Miraba cómo lo observaban. Y saludaba en japonés. Y fluía la conversación y el asombro se tornaba en admiración.

Los estudiantes universitarios que subían hasta los palacios para estudiar la cultura y la arquitectura del reino moro, se dirigían hasta donde descansaba. Hablaban con él. Le pedían consejo: qué entrada era la mejor, cómo decir en español esto o aquello, cómo solicitar ayuda a alguna azafata.

Y al final del día, cuando los turistas se retiraban a su merecido descanso, o cuando los estudiantes regresaban a sus campus; viejo, cansado y vacío emprendía el camino de regreso por el Paseo de los Tristes.

Arribaba a su piso, cenaba sin ganas y se tumbaba en la cama mientras la radio escupía las noticias recientes.
Sólo deseaba que las primeras luces del día no se demoraran mucho.

Pero no fue el sol quien lo despertó una de esas mañanas. Desde la calle atronó la voz:

- ¡Eh! ¡Matías!

La voz no le era familiar, pero se asomó al escuchar su nombre.
Un hombre de unos cuarenta años le preguntaba si podía bajar. Tenía algo para él.
Cuando abrió la puerta reconoció la figura de su antiguo cartero.

- Joder, hombre, llevo detrás de usted tres meses. He tenido que movilizar al cuerpo de correos de Granada para dar con usted. ¿Se acuerda de mí?

- Claro, claro que me acuerdo. Usted es el cartero del Albaicín. ¿Alguna multa, algún requerimiento de la alcaldía?

- Diría que no. Yo no hablo japonés. No sé usted.

Sostuvo el sobre en la mano. Apretaba con fuerza, como con miedo a que las letras se desvanecieran. Acariciaba los símbolos familiares que conformaban el membrete. Buscaba qué decir, cómo decir.
Sólo pudo esgrimir un lacónico agradecimiento dos veces:

- Gracias, gracias.

No sabía cómo despedirse del cartero. Cómo agradecerle la carta que sostenía en las manos y que sus ojos estaban a punto de devorar. Le ofreció café que el funcionario de correos rechazó con mirada cómplice.

Antes de irse le hizo prometer que otro día le acompañaría a comprar una guitarra para su hijo, justo ahora que empezaba a aprender. Aceptó. Claro.

Se quedó a solas con las letras que le retornaban a esos días de soles nacientes y futuro incierto. Y pronunció su nombre antes de volver a ella:

- Kasumi