martes, 23 de junio de 2009

ANDRÉS SUÁREZ


Te he dejado en la despensa lunas, si acaso es que oscurece.(Andrés Suárez)

Necesito una canción.

Siempre la necesito cuando mis sentimientos atisban en el horizonte narrado el desenlace de una novela. Cuando estoy en perfecta comunión con los hombres y las mujeres y los animales de la obra, me acerco al ordenador. Lo enciendo y en la pantalla fluctuante busco entre mis archivos.
Abro carpetas contenedoras con canciones de Sabina, de Serrano, de Aute, de Serrat, de muchos etcéteras y me empapo con sus historias. Descanso el libro sobre mis piernas o lo sujeto con la mano que me queda libre. Mis ojos están clavados en la biblioteca musical, mis sentidos se alinean, se hacen papilla primero y se diluyen cuando la fragilidad musical de Ismael llama la atención de mi alma ajada. Meso el libro. Cierro la puerta a la realidad. Vuelvo con mis personajes novelados y los acompaño hasta la estación final.

Hace unos meses tenía que repetir esta operación. Tenía que conseguir de Serrano una canción a modo de banda sonora para un epílogo. Pero empecé a navegar por la red. A buscar nuevos horizontes musicales.
Así que tras escribir no sé cuantas referencias sobre cantautores en la barra del buscador, me topé con los números cardinales de Andrés Suárez. Escuché la canción obviando la novela que tenía encima de mis piernas. Escuché la canción otra vez y muchas veces esa noche. Me dormí escuchándola. Me desperté recordándola. Caí en la cuenta, durante mi primer café, que el libro seguía en el suelo. Sacrilegio. Sí. Lo recogí. Grabé la canción en un CD y la seguí escuchando en el coche. Después tiré del hilo musical y aparecieron otras. Pero las Américas musicales sólo se descubren una vez. Y con Andrés no necesité seguir conquistando continentes de canciones.

Mi amante acababa de dejarme. Dejó de amarme y de desearme.
Me limité desde ese entonces a leer y a escuchar. A asistir a conciertos. A buscar otra media naranja. Me encaramaba a todos los árboles frutales buscando una pieza de fruta con la que saciar mi sed de deseo. Exprimía todo lo exprimible. Y la mujer, una vez descubría la quietud de mi vida, la sensorialidad de mis sentimientos, el vicio puro por la literatura y el cine, decía que era harto aburrido. Que volvía al árbol de la fruta prohibida.

Y me encontraba en mi apartamento de soltero. Con mi gato de soltero. Leyendo y escuchando. Paseando mi desazón por esos paisajes musicales recién descubiertos.
Surfeando por la red descubrí que Andrés actuaba en Barcelona. Y me decidí. Quería verlo en directo. Disfrutar de sus números cargados de amor y de abandono, de su marinero que naufragó en una isla sin mar. Y quería pasear a golpe de notas musicales por las calles de Santiago de Compostela.
Quería verme ahí, cerca de su voz y de su guitarra acompañado por la que había sido la última mujer de mi vida.
La llamé para invitarla una vez más. Me invitó a que me olvidara de ella. La conversación fue subiendo de tono y acabamos discutiendo como casi siempre que nuestras voces se estudiaban primero y se batían en duelo después. Y los dos resultamos los perdedores en ese duelo de vocablos altivos, de verbos envenenados, de palabras irreproducibles.
Ella no pensaba acompañarme ni por todas las canciones del mundo.

Paseaba a las cuatro por la ciudad Condal. Libro en mano, pensamientos en la cabeza. Estaba triste por el desconcierto con Anaïs. Había existido un tiempo en el que por teléfono éramos una pareja perfecta. Antes de que las dudas tergiversaran las verdades piadosas y las mentiras como puños. Y la realidad enviudó.
Me senté en una terraza. Me apetecía como siempre, un café con el que bautizar mis momentos de lectura. Quería olvidar tanto como recordar. Soy hijo adoptivo de una ambivalencia que empieza, también, a hartarse de mí. Y esos ratos en los bares me ayudaban a las dos cosas. Y, de paso, un paso lento y estúpido, me entretenía peregrinando por los ojos de la morena de este y ese bar. Anidando con mi mirada sus escotes. Y es que la pena con pan, es menos pena.

Levanté la cabeza y vi a un hombre joven sentado en la mesa de enfrente. No suelo fijarme en hombres jóvenes sentados en una mesa de enfrente si no tienen una guitarra en la que apoyar su cuerpo y sus cuerdas vocales.
Me levanté y con voz trémula le pregunté:

-Perdona, ¿eres Andrés Suárez?

Se me quedó mirando. Repasaba la situación, buscaba una respuesta ampliada. Y con voz de gallego universal, añadió a mis requerimientos:

-Sí, sí… soy Andrés.

Hablé de manera atropellada:

-Sé que actúas aquí. En Barcelona.

-Sí, en un local del barrio de Gracia. L’Astrolabi. –Añadió-

Él, supongo, pensaba de dónde habría salido yo…

Le comenté que era de Girona. Que había venido a su concierto. Que acababa de descubrir su universo de letras y sus lunas de Santiago. Quería descubrir a qué sabían sus canciones escuchadas de cerca. Quería su voz y el sonido de su guitarra rompiendo la barrera y el espacio existente entre el punto y final de mi novela y su realidad vestida de canción para morir y para resucitar.

Debí parecerle un fan atípico. O muy típico, como casi todos los fans. Pero me invitó a acercarme. Más. Hablamos mucho. Y de todo. De música, de literatura, del precio de las bebidas en Barcelona. Hablamos con pena de mujeres, y de hombres con la pena de no encontrar esa historia en la que mecerse. Obvié contarle mi separación.
Le dije que algún día le conseguiría un concierto en mi ciudad. Todo eso antes de escucharlo en vivo. Que me arriesgaba. Pero la fantasía es generosa y acertada, y la generosidad es un regalo de los dioses de la música, del arte. Y Andrés, por aquel entonces, y por este ahora, sigue sin estar endiosado, sigue apostando por la humanización en sus canciones y en su cotidianidad.
Ese día entramos juntos en la sala donde actuaba.

Mientras repasaba su trayectoria musical yo repasaba mi trayectoria sentimental.
Cantó la que me había llevado a él. Y todas las que conocía desde hacía tan poco.
Justo antes de acabar el concierto, recibí un mensaje de ella:

-Dedícame “aún te recuerdo”…

Le contesté de inmediato. Y no obtuve respuesta. Quería seguir respirando. La llamé y no me contestó. Quería seguir respirando. Marqué de nuevo su número. Silencio. Quería seguir respirando…

Finalizado el concierto me despedí de Andrés. Me abrí paso cual fan, otra vez, entregado y rendido a su música. Nos dimos un abrazo y quedamos en hablar y materializar la idea de una futura actuación en Girona.

Salí a la lluvia. Me sentía feliz por el descubrimiento. Por la emoción in crescendo del momento. Y triste por no poder compartir con ella todo lo que sentía en ese momento.

El móvil emitió un aviso. Mensaje:

-Quería regalarte el punto y final musical para nuestra historia. A partir de hoy nuestras vidas dejan de cruzarse. Se independizan. Hoy empieza una nueva vida sin nosotros. Cuídate.

No sé exactamente qué ruegos implorantes contenían los dos o tres mensajes que le envié para que reconsiderara su situación. Pero obtuve silencio.

Y me doy cuenta que el tiempo envejece cuando al despertar, muchos días, su recuerdo no me visita. Al darme cuenta, me cuesta respirar. Y me obligo a pensar en ella. A no curarme. Me lanzo a la calle, a recorrer el día, a leer los periódicos como lo hacíamos juntos. O a leer una película en versión original, compaginando séptimo arte y literatura censurada.
Recorro los sitios acordados. Busco por las calles restos de ella. Pero cada vez regreso antes a casa solo. Dejo su eco afuera. Y me entristezco, y me sacude el miedo a despertarme y no tenerla arrinconada en mi cabeza, sujeta a mis sueños rebeldes.

Y poco a poco vuelvo a respirar. Y mientras respiro me pregunto dónde está el error. Porque las mujeres, conmigo, son nómadas del amor pasional.

Y sin saber qué va a ser de mí, regreso a casa cada noche.
A día de hoy sigo sin encontrar mi media naranja. Extenuado, me exprimo los ojos para hacerle un zumo de lágrimas a mi soledad.

sábado, 20 de junio de 2009

RÉQUIEM


Los sábados de mi infancia eran sábados de misa.

Y aunque protestara no había nada que hacer. Ninguna excusa que me permitiera librarme de esas dos horas de preparación y oración. Nada.
Algún día no podía asistir porque tenía que ir con mis padres a visitar algún familiar enfermo. O sano, pero una visita al fin y al cabo que me exoneraba de mover la boca imitando los cánticos y los salmos de mis abuelos y de los demás parroquianos hijos de Dios.
Pero nada era lo que parecía. El viejo de la casa me emplazaba a la misa del domingo en el pueblo vecino. Y pocas veces, creo que ninguna, coincidía que tenía que visitar a alguien el sábado y a alguien el domingo. Así que profesaba esa fe tanto si quería yo como si quería mi abuelo.

Decía mi abuelo que ese día de la semana, era un día de oración. Santo. Así me lo hizo creer. Y así lo creí hasta que me revelé contra la iglesia y contra los propósitos cristianos de los católicos que iban y venían por ese camino que conducía a la salvación eterna.
Desde que me despertaba, sabía que al final del día me esperaba la iglesia. Nada me salvaba de las plegarias. De las oraciones recitadas en voz alta para que nos oyera el del más allá. Más allá, para mí, porque para el resto, o la gran mayoría, estaba tan cerca que sólo bastaba alzar la mirada para verlo. Yo lo busqué hasta los ocho años, creo. Y siempre que me lo encontraba estaba postrado en los brazos de una virgen quieta, pálida, de mirada tristísima y lágrimas indelebles.
Alzaba la mirada y ahí los veía, encima del cura, a lo suyo, que era la quietud sempiterna.
Para no aburrirme durante las misas, no les quitaba ojo de encima. Buscaba un movimiento, un abrir y cerrar de ojos, una caída del brazo virginal sobre el cuerpo yermo del Cristo redentor. Nunca se produjo el milagro. Y cuando compartía con alguien mis no descubrimientos, me contestaba que andaría obrando milagros a gente más necesitada. Seguro.

Los sábados de mi infancia eran sábados en los que los milagros tenían fecha de caducidad.

Descubrí que si me portaba mal, me castigaban sin ver mis dibujos favoritos, o sin acompañar a mi padre en sus sesiones de cine del oeste. Pero por muy mal que me portara, de Misa no me salvaba ni el espíritu santo. Otro que nunca vi. Aunque ése tenía excusa y un pasado oculto, sobretodo.
Un día me quedé dormido, apoyado en mi abuelo. Se dio cuenta y me sacudió por el hombro y, entonces, los milagros se cobraron una víctima más:

Con voz tosca me dijo:

-Sal fuera y refréscate. Es pecado quedarse dormido en la casa del Señor.

Le regalé una mirada cansada y tras un santo bostezo salí en procesión a disfrutar de mi recién adquirida libertad.

Bien.
A partir de ese día, mis sábados eran sábados de siesta y patio en la casa del Señor. Pero por poco tiempo. Porque se percataron de mis argucias y un día recién acabado el culto, mis padres me mandaron a dormir instados por mi abuelo que decía que necesitaba descansar. Volví, entonces, a estar sereno y aburrido todos los días seis de la semana, de siete a ocho de la tarde. Y volví a ver a la Virgen, con esos ojos otoñales y al hijo en su regazo. Nunca se movieron para mí. Nunca.

He contado que asistía a misa con mi abuelo. Sí. Cierto. Y me sentaba a su diestra cual personaje del Credo. Pero cuando tuve más edad me sentaba, como un niño mayor en los bancos cercanos al cura. Sacerdote que nos miraba con ojos inquisidores. Y si nuestro comportamiento no era digno de un buen cristiano nos abroncaba con esa voz terrible, seca, autoritaria.

Los sábados de mi infancia eran sábados de juegos, de vida, de duelo y de muerte.

Hace días paseaba por el barrio viejo de Girona. Buscaba, creo creer, una primavera en la que exiliarme. Me visitó el recuerdo de esos sábados de mi niñez. Pero uno en concreto. Y cuando un recuerdo invade tu espacio vital, no te abandona hasta que lo escribes, diría Miguel Delibes, o hasta que lo compartes con alguien, que diría un locutor de radio cuyo nombre no recuerdo.

Contaba con diez años y disfrutaba ya de esa especie de independencia eclesiástica: Me sentaba en el banco de los niños mayores.
Al acabar nuestra condena santa de ese par de horas dedicadas a los cánticos y a las oposiciones del alma a la salvación, salíamos a la calle en desbandada. Y a las puertas del cielo, volvía el fútbol. Cogíamos las armas que habíamos dejado en las trincheras de juegos abandonadas por una causa santa aunque injusta para nuestra edad. Y jugábamos hasta que la noche se cerraba y hacía imposible adivinar si había sido gol o el enemigo había sido abatido por nuestras balas imaginarias. Y las voces de las madres reclamaban a los hijos para cenar.

Mi hermano y yo iniciábamos el regreso. Recuerdo esa vuelta a casa siempre. Veo los chopos que guardaban el camino y nos acompañaban hasta cerca de nuestra vivienda. Otras veces veo el cielo iracundo cargado de nubes que descendían sobre la vega de la ciudad mora. Huelo la lluvia fina. Y la veo convertirse en un látigo con el que el cielo me fustigaba por mis pecados vírgenes.

Era una de esas noches. Una noche sin luna, fría como la muerte. Caminábamos juntos, casi pegados. Sosteníamos nuestras historias. Nos decíamos lo bien que jugaba él a fútbol y lo mal que se me daba el juego de la pelota a mí. Lo mío era soñar, y jugar con los sueños. Y escapar de castillos encantados tras matar a no sé cuántos dragones y salvar a doncellas.
Y así, entre discusiones, entre empujones y juegos, nos acercábamos al calor del hogar.

La voz de mi hermano tronó como el cielo:

-¡Eh!, mira, mira, es Duque.

Duque era el perro de mi mejor amigo. Un imponente pastor alemán. Imponente y bueno. De niño había cabalgado en sus lomos.
Pero Duque tenía el lomo encrestado. Gruñía y ladraba a la oscuridad. No sabía qué hacía ni por qué estaba así. Tapaba la entrada que daba al patio. Sólo se adivinaba su figura recortada en esa noche de sábado que empezaba a cambiar de registro.

Con mi voz trémula, con el miedo calado hasta los huesos lo llamé:

-¡Duque, Duque!
-¿Qué pasa? Ven con nosotros. Déjanos pasar. Vamos a jugar, ¡ven!

Pero Duque no estaba para juegos. No atendió mi llamada, ni la llamada colérica de mi hermano.
En ese momento, mi gata vieja apareció. Sus bufidos, sus maullidos me hicieron que mirara más adelante. Estaba postrada bajo los manzanos. El perro la vigilaba y los dos se estudiaban.
Ahora era mi voz quien la llamaba… Sólo quería que me oyese a mí. Que no escuchase los alaridos locos del perro.

Pero la noche ahogó mi grito de alarma.
La gata se zafó del cerco y corrió hasta la alambrada que comunicaba con la casa del vecino. Saltó. Vi su silueta dibujada en la negrura de ese sábado. Pero el peso de la vejez hizo que en su camino se cruzara la alambrada y cayera al suelo. Las fauces del otrora perro amigo, silenciaron su vida.

Yo seguía gritando. Me abandonó el miedo. Ahora sólo tenía rabia. Locura por haber sido testigo de ese ajuste de cuentas entre enemigos íntimos.
Me acerqué al asesino y le golpeé con fuerza. Soltó a la gata, me miró con ojos tristes y, vencido, se alejó de la escena del crimen con paso quedo.
Recogí a mi amiga inerte. Mis manos y mi boca buscaban su respiración. La acaricié hasta que mis lágrimas de lluvia y amargura certificaron su muerte.

Mi madre y mi abuela aparecieron en la puerta alertadas por mis gritos.
No dejaba de llorar. Mi hermano les contó lo que había pasado.
El resto de la noche me lo pasé en el sofá, triste y con la mirada perdida. Y pensando, quizás, que sólo había sido una pesadilla. Que cuando el sol se posara sobre los tejados, al amanecer, ahí estaría mi gata. Tumbada. Esperando que se abriera la puerta por donde asomaría mi abuelo para darle su desayuno y los primeros arrumacos. Y ahí estaría, esperando para acompañarme hasta la parada del autobús escolar, tres pasos detrás de mí, observándome, primero, y despidiéndome con la mirada después. Ahí estaría, si mi pesadilla se tornaba en un sueño vivo.

Hoy es sábado. Un sábado laico.

He paseado volviendo a mi antes imberbe por esta ciudad. Girona me acoge. Me permite pensar, me permite encontrarme con mi pasado. La amalgama de recuerdos lacerantes me hiere. Si son alegres, extraño el tiempo pretérito hasta el dolor. Si son dolorosos, mi alma se contrae, como mi corazón.

La iglesia más antigua de Girona tenía sus puertas abiertas. He recordado lo buen cristiano que era mi abuelo. De palabra y, claro, obra. Y mi abuela, por mi abuelo por su palabra y por su obra. Eran otros tiempos en los que las mujeres, como diría Sabina en sus principios, arrastraban maletas cargadas de lluvia. Mi abuela arrastraba esa maleta donde la mezcolanza de tristezas y alegrías compartían destino.
El destino de esa maleta era este sábado. Y todos esos días en los que me despierto escuchando el ronroneo cadencioso, los maullidos vivaces de mi gata. Ese despertar en el que creo que consiguió salvar su último obstáculo permitiendo que la pesadilla sólo fuera un sueño disfrazado.

Y sentado en uno de los primeros bancos de Sant Felix, he pensado, he recordado y he notado cómo este relato se posaba en mí.
Y la Virgen y el resto del séquito santo y eclesiástico, seguirán tristes, por los siglos de los siglos.