martes, 14 de abril de 2009

ÚLTIMA FUNCIÓN



¿Hay vida antes de la muerte? ANÓNIMO HÚNGARO

La muerte tiene un precio. Un precio elevadísimo. Elevado a los altares de la liturgia de vivir sin querer hacerlo. El precio que tenemos que pagar por una muerte digna, como si existiera tal dignidad a la hora de irnos del todo y de todos, es la vida. Así que hay que vivir si se quiere morir. No hay más. Una vez te han soltado sobre la faz de la tierra, una vez naces, una vez creces, una vez te reproduces o no, una vez mueres, entonces: Fin. Objetivo logrado.Pero el hecho de que hasta el día de hoy no creyera en el suicidio no quiere decir que no comprenda a los que se maldicen por estar sin querer copular con el verbo ser. A los que se sostienen por los pelos. A los que no echan raíces sobre la tierra que les vio nacer y, sin embargo, ahí están, inamovibles. Mortales sin muerte hasta que por la gracia de Dios, del atrevimiento, de la pena honda y que tizna a base de bien, obtienen el pasaporte para arribar a la otra orilla. (…)


A los dieciséis años conocí al primer suicida. Después vinieron películas y libros cargados de personajes enfrentados a la vida. Unos se tiraban desde un puente sin que nadie lo remediase. A otros, cuando a punto estaban de lograr su objetivo, se les aparecía alguien. Y les decía que la vida, amén de maravillosa, es necesaria: - Y tú, suicida de mi corazón, también lo eres para Ella.-

Otros se lanzaban en picado contra buques de guerra que asistían atónitos a la lluvia de escuadras Kamikazes. Pero ese tipo de suicidio, aunque loco también… generaba más admiración que desolación entre las mujeres que habían visto partir a sus maridos hacia una muerte segura. Como seguro era, que algún Kamikaze aguardaba su turno en el fondo del armario. El honor, a veces, apesta a engaño.

A los dieciséis años encontré mi primer trabajo. O él me encontró. Vagaba por la calle sin rumbo fijo. A día de hoy mi brújula sigue desorientada. Y bien. No me quejo. La primavera vestía de largo los días más cargados de sol, más cargados de somnolencia, más cargados de los exámenes finales y el curso encaraba la recta final. En mi caso, la recta se prolongaba los meses de verano. Pero eso después. Antes, mi primer trabajo.

Un hombre viejo, de facciones marcadas, de mirada dolorosa y de expresión agresiva colgaba carteles ofertando trabajo en el circo que acaba de acampar a las afueras de la ciudad. Querían gente joven con ganas de ganarse algo de dinero.

Le comenté a un amigo que podríamos probar. A ver qué tal. De hecho él quería dinero para una raqueta nueva y yo, claro, dinero para unas zapatillas deportivas. Nunca había tenido unas. Bueno, sí… había tenido, pero no había podido elegirlas a mi gusto. Las quería de marca, para mi disfrute.

A los dos días estábamos colgando carteles anunciando las funciones. Regalando descuentos en centros comerciales entre sus clientes. Ayudando en los espectáculos de la noche a colocar sillas y colocar gente en las sillas.
El primer día, los leones me dieron miedo. El segundo día, los leones me dieron pena.Nunca había visto un león de cerca. Nunca tan grande. Nunca tan famélico. Es difícil entenderme. Lo sé. Pero a esa edad casi todo lo que te supere en altura y en sorpresa, es magnánimo. Y esos leones que danzaban dibujando círculos el primer día y que rugían de hambre el segundo, me parecían fieras monstruosas.
Pocos días antes de que comenzara la primera sesión circense, mi amigo y yo habíamos hecho nuestro trabajo. Ya no teníamos más invitaciones para repartir. Ya estaba la ciudad engalanada con los carteles anunciadores de risas, de miedos, de sorpresas, de emociones. Promesas que no siempre se hacían realidad, como descubrí más tarde en las sucesivas funciones.

El gerente del anfiteatro ambulante, también domador de fieras indomables según él, nos invitó a ver los espectáculos a cambio de ayudar en las tareas de ubicación del querido público. A cambio de pintar sonrisas sobre las caras de niños asustados hasta la médula. Niños imberbes. Porque nosotros si no niños, sí jovenzuelos que habíamos dejado atrás la niñez de manera fulminante. Nuestra generación, por fin, se ponía manos a la obra.
Así que tras recibir a los asistentes y sentarlos y adornarlos con pinturas y agasajarlos con palomitas tras un módico precio, se atenuaban las luces, la orquesta nimia tocaba la pieza de presentación y el maestro de ceremonias daba la bienvenida al increíble y maravilloso mundo del circo.
Payasos, acróbatas, malabaristas, más payasos, caballos diestros y jinetes intrépidos, faquires que jugaban a los puñales sobre el tablero de su vida, perros adiestrados, obedientes, calculadores de saltos y acrobacias perrunas imposibles, gatos que maullaban como auténticos felinos y, por fin, el espectáculo estrella: leones que lanzaban zarpazos, que se enfrentaban y que cedían obedientes a las órdenes del domador diminuto. El domador, de cuerpo aniñado, los situaba sobre dos banquetas, casi en equilibrio, y les hacía rugir azuzándolos con una silla. El circo rugía. Los leones rugían. El héroe bizarro gritaba y provocaba a esas fieras hambrientas. Y por último se acercaba a Lena, la leona, y le abría las fauces. Colocaba su cabeza entres sus dientes afilados como lanzas, y se quedaba ahí, quieto… con los brazos en cruz, en una mano el látigo, en la otra, el miedo.
Después prendía un artilugio de alambre de forma circular. La lumbre escupía luz y calor y el público, estupefacto, esperaba que Limbo, el macho, atravesara el aro de fuego de un único salto. Una única vez. Después, tras acariciarlos, tras tumbarlos y tumbarse con ellos en el suelo de la jaula inmensa, los devolvía a sus aposentos.

Eso sucedió el primer día. El segundo, fue el día que descubrí que los leones son atacados por el virus de la gripe. El día que me dieron pena, por igual, fieras y domador.

Cuando todas las estrellas del circo habían sucumbido al espectáculo. Habían demostrado que sus aprendizajes eran de lo más docto bajo la carpa, le tocaba, entonces, el turno al domador-gerente y sus fieras arrancadas de esa cuna tapizada que conformaban las estepas del Serengueti.
La arena del circo quedó a oscuras. Un haz de luz cayó sobre el presentador. Micrófono en mano anunciaba que ese día los leones no pisarían el coso, pues estaban aquejados de gripe. Una cepa extraña que atacaba a los leones y algunas otras especies que provenían de las estepas africanas. Nos levantamos y buscamos la salida. Con el derecho que nos daba ser trabajadores del circo, nos dirigimos a la jaula de los reyes de la planicie africana.
En una esquina, cabizbajo, estaba el héroe y dueño de Lena y Limbo. Les hablaba. Les pedía perdón por no haber podido darles de comer. Estaba también el padre del domador, un hombre corpulento, curtido en mil batallas laborales. Le decía a su primogénito que si no podían conseguir comida para los animales, era el fin. El fin de una estirpe dedicada desde hacía dos siglos al mundo del espectáculo. El estado ya les había advertido con varias cartas y se habían personado en las dependencias del circo funcionarios del ministerio. Si la situación no cambiaba, el gobierno intervendría y requisaría los animales. El hombre viejo se alejó con paso firme. El otro se quedó apoyado en los barrotes, llorando como un niño sin cumpleaños. Los leones, desde el fondo, sanos aunque con un hambre voraz, dormitaban y soñaban, quizás, con esas estepas que los vieron nacer y los vieron morir en vida.

Mi amigo y yo nos fuimos. No hablamos nada durante el trayecto que nos devolvía a nuestras jaulas. Al espectáculo de nuestra vida.

Al día siguiente, último día en la ciudad de la carpa, sucedió lo mismo. Los leones seguían sin comida. Hambrientos cada vez más… No nos acercamos mucho a la jaula. Manteníamos la distancia… Supimos que no actuarían las estrellas, el reclamo por excelencia, la síntesis que daba nombre y engrandecía ese universo de risas y de pavores. Que el domador no utilizaría la silla para enfrentarse a sus fieras, ni el látigo, para conquistarlos. Ni el aro encendido. Nada. Los leones seguían con gripe, así que el público no podría despedirse de los reyes de la sabana.

Abandonamos nuestro abono de trabajadores y de invitados y nos dirigimos a despedirnos de Limbo y Lena. Y de las demás fieras. Y de los payasos, que casi nos conocían o que casi creíamos que nos conocían. Sus sonrisas de mentira me recordaban que nunca me había gustado ese mundo. Ese espectáculo fabulado, ese universo hermanado, muy unido, sí, pero que no me atraía. Me daba miedo. Y más tarde he sabido que a mucha gente el circo no le hace gracia. Y si un circo no te hace gracia es sinónimo de miedo.
Pasamos por la caravana que hacía las funciones de despacho y vivienda del dueño-domador. Estaba triste. Me pidió si le podía echar en algún buzón una carta dirigida a la prensa local. Sí. Claro que podía. Nos pagó el salario, mi primer salario.

Durante la hora siguiente vagamos con paso quedo por el resto de las instalaciones. Acariciamos a los gatos, a los perros, a los caballos les dimos el azucarillo que guardábamos en el bolsillo de la chaqueta. Y por fin, nos acercamos a despedirnos de nuestras bestias enfermas de hambruna.
El domador estaba hincado de rodillas, dentro de la jaula, los brazos en cruz. Sus lágrimas barrían la arena que servía de cuna. Un hontanar de pena formaba grumos. Un manantial de miedo nos heló.
Se ofrecía de comida. Quería morir por ellos. Quería salvarlos. Quería salvarse. El circo y él morirían juntos.
Mi amigo y yo huimos de aquella escena sin decirnos nada. Sin mirar hacia atrás. Llorando y gritando. Nuestros gritos se solapaban con los de la familia circense que había acudido atónita a la última función.

Días después, la prensa publicaba la carta que durante mi huida había depositado en el primer buzón que encontré:

“La muerte tiene un precio. Un precio elevadísimo. Elevado a los altares de la liturgia de vivir sin querer hacerlo…”

HABITANDO EL RECUERDO


Alguien me pidió que hablara de alguien.

Pensaba que estaba siendo sometido a un experimento social. Que ese alguien quería medir mi estatus anímico-social forzándome a contarle cosas de mi infancia dulce, o de mi juventud menos dulce, o de mi madurez anodina.
Acabé hablándole de la morena que sirve los cafés más imbebibles del mundo mundial en el bar más cutre. Pero cafés que sigo tomando con sumo placer visual.

Andaba solo por la calle, que no es una novedad, y disfrutaba de los primeros días de otoño. Lloraban las ramas de los árboles, azotadas por el viento. Pisaba las hojas húmedas que, amontonadas, conformaban los primeros lienzos de la melancolía. Lienzos de color ocre, del color de la tristeza más pura.
Mientras sorteaba las hojas que escupían los árboles, me acordé cuanto le gustaba la estación de las hojas vencidas a mi abuelo.
Joder, le podría haber hablado de él a mi amigo auto erigido investigador social.

Llegué tarde a casa. Quería escribir. Necesitaba escribir. A punto estaba de vomitar sobre el folio catódico, cuadriforme y apantallado un montón de frases. Tenía esa especie de musa caprichosa que son las ganas y las necesidades de cada uno. Y mi musa me susurraba al oído. Me incitaba. Me ofrecía el calor justo, también necesario que mis dedos y mi cabeza precisan para trabajar en equipo.

Pero la caja tonta, tontísima, llamó mi atención. También es cierto que me distraigo con facilidad y que a la tele no le soy infiel. Sostenía la taza de café en la mano y retenía las ideas en la cabeza, pues estaba a punto de plasmarlas en mi lienzo inmaculado.
Las notas del músico sabio, Bach, llamaron mi atención. Un documental me condujo tras la estela de un anciano. Lo seguí con la mirada. Observé a ese viejo decrépito que se acercaba a su infancia. Que quería volver a jugar a la pelota con su vecino, muerto hace mil años. Que quería crecer y estudiar y tener hijos. Que quería querer de nuevo.
He visto y he oído la enfermedad. La he visto asomarse a su mirada. La he oído en sus labios trémulos. Mi café se heló, como la sangre ante el miedo. Mis ideas desertaron y se fueron con la musa a otra parte. Volverán, lo sé.

Pero ahora es mi abuelo el que viene a mí. El que me visita mientras intento adentrarme en la noche. Mientras intento recordarlo y mientras intento que mi cabeza no vuelva a ese rato de locura tornadiza.

De mi abuelo no puedo hablar mal. Mi memoria es caprichosa. Y aunque tendamos a recordar lo muy bueno, también es verdad que muchas veces olvidamos, o desterramos de nuestra mente, lo muy malo. Hay abuelos que han muerto en guerras fratricidas, otros han sido segados por la vida antes, incluso, de saber que iban a ser abuelos. Otros, los menos a este lado de la literatura, que no han sabido conciliar su vida con la de sus nietos. No han sabido, no han querido, no han podido ser abuelos. Muchos amigos míos han sufrido, de alguna manera, la ausencia de los viejos de la casa. De los viejos entrañables contadores de cuentos. Transmisores del virus de las historias que sobreviven al espacio y al tiempo. Y a ellos. Historias que no mueren con ellos.

Un abuelo aporta sentido y sensibilidad a nuestra vida. Mucho más que otras figuras familiares que gravitan a nuestro alrededor. Porque nos peleamos con nuestro hermano y tenemos al abuelo que nos recuerda que entre hermanos no está bien pelearse. Su mirada autoritaria, aunque dulce, nos escrudiña y su voz suena cadenciosa:

-Los hermanos no se pelean. Si no os tuvierais, si fueseis hijos únicos, eso sí sería mala suerte. Mantiene la mirada fija en mí, en mi otro yo que es mi hermano y sentencia:

-Hay guerras que empiezan en la cuna. Y no quiero más contiendas. Todos los conflictos se pierden.

En aquel momento me quedé, y se quedó mi hermano igual. Entendimos la mitad. Con el paso de los años, la otra mitad no tardamos en descifrarla.

No tardamos en contestarle, nuestras palabras corren más que nuestros pensamientos… fruncimos nuestro ceño cándido, arrugamos la expresión y nos perdimos en un mar de dudas, en un océano agitado por los sentimientos hacia el otro. Pero fuimos tajantes y quemantes:

-Sí abuelo. De ser sólo uno no nos pelearíamos… Pero no tendríamos a este delante.

Y nos castigaba nuestro padre y buscábamos el apoyo incondicional de su padre. Entonces era él quien fruncía el ceño. Caminaba con paso quedo y decía que si nos riñe es por nuestro bien. Y por nuestro bien, se convertía en abogado deshaciendo sus pasos para hablar con el juez que nos condenó a una perpetuidad sin el Equipo A. Pidiendo el indulto, conseguía una rebaja de la pena… Así que nos citábamos en la emisión del siguiente capítulo.
Pero volvíamos a las andadas. Estábamos amparados por el defensor del nieto.

De pequeño, para combatir el frío de noviembre, ese frío y ese noviembre de los de antes, de cuando el cambio climático era una idea embrionaria en la cabeza de algún futurólogo loco, de algún advenedizo aprendiz de meteorólogo, nos sentaba delante de la lumbre. El calor de su voz, el fragor de sus historias a la orilla de la chimenea me transportaban a otra época. El frío azul de afuera era el mismo que él pasó en el frente en el que combatió. El mismo frente año tras año. Siempre emocionaban sus historias tristes. Siempre sabían distinto, aunque las contara, las mismas, también año tras año. Lo miraba impertérrito. Escuchaba cómo su voz bronca simulaba el sonido de las balas perdidas, de las trazadoras portadoras de una muerte segura. Historias de vidas que se iban sin vivir. Las emboscadas. El cigarro en la trinchera con el enemigo durante los pocos momentos de tregua. El llanto desesperado de los que mataban sin querer matar. De los que apuntaban al cielo y aterrizaban en el infierno. Y el vino y la comida extra en la cena de Navidad. La historia del soldado que murió sin saber que la de ayer, sin anunciarlo nada ni nadie, iba a ser su última cena. Murió con las botas puestas, con la comida en la mano y el villancico de feliz navidad aflorando en sus labios. La victoria de nadie, la derrota de todos. Crecí con esas historias. Y siguen volviendo a mí cada vez que miro la nada y veo como se filtra por mi ventana el silencio de ahora.

Y ahora cuando el Alzheimer se lo ha llevado. Cuando le impide ver cuántas batallas se siguen librando y cuántas guerras se siguen perdiendo. Cuando ya no disfruta de la meteorología. Ahora que no se levanta persiguiendo el amanecer. Ahora que no agudiza el oído para adivinar qué pájaro canta allá, en la estela del día recién nacido. Ahora que mira pero que no ve a nadie. Ahora que su vida se vacía por completo y hace que llene mis noches en blanco con su recuerdo. Es cuando he sentido la llamada salvaje de la escritura. Que se lleve estas letras donde vaya. Porque para él aquí no acaba todo. Aquí todo acaba de empezar.

Hay un antes y un después.

Mi abuelo vive el después intemporal. La sinrazón de la naturaleza. El secuestro de una vida dedicada al vicio de contagiar optimismo y superación. No habrá rescate. Tampoco recompensa.

Y hoy es un día gris. Como los que le gustan a Juan. Pero está postrado en su cama. Inmóvil. Me mira con ojos de niño. Ese brillo que denota alegría por el juego que tiene que empezar a la de tres. Pero no ve, atrincherado en su tiempo pretérito, el color otoñal. Ni lo huele como hacía antaño… No otea el horizonte y tampoco le pregunta a la luna si lloverá al día siguiente. Su cuerpo yermo, no le permite ninguna excelencia.

Su sonrisa es ahora perenne, no decae con estación severa que bautiza la vega granadina. Y lo hace porque es un niño. Y porque si fuera un adulto, nunca fue enemigo de sus enemigos, de quién no conocía. El siempre apuntó al cielo.

A la cabeza me vienen, una y otra vez, las imágenes del peregrinar de esos viejos jóvenes que han hecho las maletas para no regresar del país de Nunca Jamás.

Mi abuelo me mira. Una mira viva, inquieta, interrogante. Y con un chorro de voz atronadora, como las tormentas salvajes en agosto me dice:

-Que no se entere tu abuela que andas salvando gatos.

Y el silencio con sus tentáculos cavernosos lo arrastró hacia la oscuridad pétrea del olvido eterno.

MIENTRAS ESCRIBAS…


Y detrás de cada huida estabas tú. (I. Serrano)

Y porque nunca es poco, amaneció.
Y lo hizo con frío.
En la calle el frío azul azotaba su cuerpo. Un cuerpo sin ganas de nada. Y por dentro, la tristeza gélida azotaba su alma. No quería asistir a la promoción de su libro en aquel centro comercial. Tan lejos de su casa, tan lejos de su deseo. Mientras dilucidaba si buscar una excusa, si encontrar un motivo creíble que le exonerara de asistir al evento, tomó un café y leyó las noticias del día. Noticias en carne viva, en letra impresa. Más vivas y más impresas, con más fuerza, al menos… para más público, al más… que su último libro. Último libro que no acababa de llegar, que no convencía como había sucedido con los anteriores.

Pero la editorial manda. Y mandan los lectores que compran sus libros. Los que llaman preguntando cuándo será la siguiente presentación y dónde. Quieren sus letras y lo quieren a él. Así que no puede negarse. Vendió sus verbos al diablo. Al principio le hacía gracia. Al final, le hacía daño. Le provocaba náuseas, incluso, enfrentarse a esas colas ingentes de gente que querían saber más de lo que descubrían en esas páginas. Querían un avance de su próxima novela. Querían una primicia. Un algo de su vida no novelada. Querían su porción de verdad. Ya no les bastaba con la novela en curso. Habían fusilado sus personajes, los habían desterrado, los habían jubilado. Ya no estaban con ellos ni en ellos. Ahora querían saber quiénes serían los próximos. Y qué sería de él, ahora.
Y se enfrentaba, dentro y fuera de esa hilera a personas con apetito de curiosidad. Últimamente interesaban más sus escarceos por la vida que sus aventuras capituladas y literarias. Y aunque difícil digerir, sí eran más fáciles de dirigir las preguntas y encontrar las respuestas. Porque una respuesta valía por mil, y para mil.

El bar de siempre, vacío. El café, como siempre, cargado. La música, como nunca, estridente. Parecía la banda sonora de su desconcierto.
Siempre decía que nunca amanecía hasta que no desayunaba. Desayuno reducido, pues un par de cafés hacían las veces de almuerzo y relajante. No le ponía nervioso la ingesta de cafeína, y sí el no encontrar un momento para llevarse a los labios una taza.
Llamó al camarero de siempre, que siempre se sentaba al final de la barra, y que siempre le preguntaba qué iba a tomar. Siempre, desde el principio de los principios, había consumido lo mismo. Nunca una cerveza. Nunca un zumo. Nunca nada que no contuviera cafeína. Nunca. Le pidió si podía bajar un poco la música… siempre y cuando no molestase su petición a ningún cliente. Estaban solos. Así que cesó el ruido de los infiernos. Y amaneció, por fin.

El último sorbo de café le reportó el recuerdo. Su recuerdo.
De vez en cuando pensaba en ella. De vez en cuando era muy de cuando en cuando. Muy de cuando en cuando era siempre. Siempre la tenía en la cabeza. Cada vez que publicaba algo o leía sus artículos en prensa, se preguntaba si ella lo estaría leyendo al mismo tiempo, como cuando pasaban las páginas de los periódicos juntos, entre besos y caricias furtivas. Nunca la llamó. Nunca más volvieron a ser uno para compartir y departir al calor de las palabras. Durante un tiempo fueron amantes. Primero se amaron con deseo, después se quisieron. Y el sexo que los unió se tornó en una necesidad elemental. El quinto elemento, la sustancia, el pequeño milagro que obraba cada día que pasaban juntos. Cada día se convirtió en el afluente del río que los llevaba, que los arrastraba a una desembocadura salvaje y abierta.
Sabían, como reza la canción, que el amor es eterno mientras dura… Sí. Lo es. Cierto. Pero se habían buscado con hambre. Física y química. Llegó un momento en el que sus almas empezaron a dolerse y a quejarse. Querían más. Más necesitaban. Amén del lenguaje concupiscente de sus cuerpos, ansiaban la comunión de sus sentimientos.

Ella le instaba a escribir. A escribirle aunque fuera a ella. Quería sus correos cargados de historias imposibles. De ellos quería sus adjetivos dulces y amargos, dóciles e indómitos. Quería tenerlo, siempre, al final y al principio de unos puntos suspensivos.

Y entonces se quisieron. Y entonces, se alejaron.

Fue un sábado, hacía ya cinco años, cuando ahogaron en el café previo al amor en carne viva, su historia.
Ella lo miró, dulce, y le habló con el acento más amargo que había escuchado en mucho tiempo. Ninguno de sus exilios sentimentales había tenido ese tono:

- Me voy. Pero esta vez no volveré. Esta vez, mis puntos finales tendrán fin. No hay camino de regreso. No lo buscaré. No te buscaré. Te quiero demasiado. Y no es eso lo que nos unió.

La miró con los ojos tristes y el cuerpo mudo. Vencido. Consiguió hablarle lo justo, que no lo necesario:

- Echo de menos esos tiempos en los que nos deseábamos más y nos queríamos menos. Las conversaciones triviales. La necesidad de buscarnos para tenernos y para saciar nuestra hambre. El amor nos ha matado. El deseo se arrincona por las esquinas. Mira con envidia en lo que nos hemos convertido. Ahora, supongo, se alegrará.

La conversación siguió sin gloria y con pena. Y sus cuerpos volvieron a entenderse por última vez. Cuerpos vivos, almas muertas, como las de Gogol, pensó entre gemidos y agua de deseo. Tenía su cuerpo encima, y su mirada clavada en sus ojos. Le hizo prometer que intentaría escribir. Que mientras lo hiciera, seguirían, de alguna manera, juntos.

Ese día lloraron y follaron por igual. Follaron como siempre. Se quisieron como nunca. Y lloraron como se llora en los finales tristes y aciagos. Los besos encendieron sus naves, y las quemaron.

Y su recuerdo no lo abandonaba. Hipotecaba su felicidad, le administraba la tristeza y la alegría. Y regía su onanismo vespertino. Y sus noches de sexo catódico.

Y allí estaba, con ella, sin ella…

A las cuatro de la tarde estaba en el centro comercial Can Fabra, en uno de los distritos más conocidos y tranquilos de la ciudad Condal. Una mesa. Dos columnas corintias de lo que tendría que ser su último éxito literario. Él.
Preparaba sus respuestas, pues sabía qué le iban a preguntar. De vez en cuando los trabajadores le sonreían… Le hubiera gustado cambiarse por cualquiera de ellos. No tener que soportar a padres agradecidos de que les hubiera ayudado a hacer realidad uno de sus sueños… que sus hijos durmiesen. Faltaba menos para que la gente se le acercara, como si fuera el Cristo de las letras. El redentor de los problemas cotidianos. Faltaba poco para explicar, otra vez, como tantas otras veces, que el sueño, la conducta, la alimentación, los hábitos… y un cuantioso etcétera, iban de la mano. Y que ese ir de la mano conducía a la paz del sueño, con y sin sueños.

A las seis de la tarde seguía en el mismo sitio. Protegido por las mismas columnas de libros. La gente no hacía cola para comprar. Tampoco para saludarlo. Tampoco para preguntarle por sus personajes de antes, y las soluciones de ahora.
Empezó a sentirse cómodo cuando una señora le preguntó por la sección de textil. Era el hombre invisible de la cultura. Pasaba desapercibido. Era la solución. El anonimato del que siempre había querido disfrutar. Siempre es, ahora. Porque antes deseaba, y soñaba con el éxito. Pero el éxito se viste de negro y rojo, las más veces. El éxito le devoraba las entrañas y le aniquilaba los sueños. Los pocos sueños que tejía en el tapiz de sus noches en vela.

A las cuatro horas no había vendido ningún ejemplar. Ni siquiera los responsables del centro habían azuzado a sus trabajadores para que se le acercaran y le preguntaran y ejercieran de improvisados fans. Nada.

Cinco personas le preguntaron si sabía dónde estaba la sección de tal o cuál. Ninguno por su obra. Ni por su vida. Ni por nada que estuviera relacionado con su vida a través de las palabras. Los clientes, incluso, tenían que esquivarlo para pasar. Entorpecía el paso hacia el reino de las rebajas.
Su incursión en el mundo de los libros de autoayuda había fracasado. A nadie le interesaba una novela sin personajes malditos ni benditos. Querían carnaza. Querían disfrutar de su alter ego, el que bebía para dormir y el que vivía para beber. Querían pastillas para soñar y sexo para vivir. No querían un libro de autoayuda. No debería haber aprovechado su éxito mediático para escribir un libro así. La ciencia para los científicos. Las historias sucias y suicidas y las realidades cotidianas, para él.

Faltaba poco para la hora del cierre comercial. Se habían olvidado de él. Parapetado tras sus libros, sosteniendo un bolígrafo en la mano, combatiendo la desidia y recorriendo con la mirada los recovecos de su recuerdo, pensaba cómo escapar. Cómo salir de allí. Quería la paz que le daban los libros cuando los leía, y no los nervios ni la mala leche que le provocaba escribir.
Uno de los jefes de la tribu de la oferta y la demanda le ofreció un café. Café de máquina, al menos, que valía la pena, la alegría y la espera de estar allí. La comercial de productos lácteos le dio un par de vales para próximas promociones. Ya está. Nada más… Su agente literario lo había abandonado a las puertas. Seguro olió el fracaso. A quién se le ocurre rivalizar con un complejo comercial de semejante calibre y en época de rebajas.

Pensó, tras consultar la hora en su viejo reloj de bolsillo, que debía recoger, levantar el campamento. Llevarse los libros que no había vendido. Todos. Sacó el móvil de su chaqueta y marcó los números que conformaban el SOS que debía sacarlo de allí. Alguien de la editorial con quien celebrar su fracaso. Mientras escuchaba la monótona señal de llamada, levantó la cabeza y la vio.

Regresó.

Ella.

Estaba en la entrada del centro comercial. Era la primera de la fila. Y la última.

Sus miradas buscaron un punto intermedio. Se sostuvieron en el aire.

Ella se acercó y cogió un libro rompiendo la simetría de esas columnas literarias. Acarició su mano cuando le acercó el ejemplar para que se lo firmase. Y acarició su alma, y se la resucitó, aunque no se dio cuenta.

La voz de ella sonó suave, como las caricias primerizas de antaño:

- Mientras escribas…

FICCIÓN


Me senté junto a la ventana que pegaba al río. En literatura romántica, podría decir que me senté junto al ventanuco mal ajustado que daba al río. En literatura erótica, diría que me senté, o nos sentamos, junto a la ventana que daba al río caudaloso. En literatura de ficción diré que me senté, sin más, junto a la ventana desde la que divisaba el rio.

Es éste, un encuentro de ficción. Junto a un río de ficción que atraviesa una ciudad que no existe. Una conversación gestada en mi cabeza, que nace cuando concilié, por fin, y una única vez, que recuerde, sueño y sueños. Cuando desperté, mis personajes seguían dilucidando qué hacer. Cómo actuar.

En la mesa de enfrente un hombre de unos cuarenta años, abogado mediático, famoso por sus escarceos con la justicia, suficientemente famoso como para aparecer en la prensa local y en prensa local de las provincias limítrofes, habla con una mujer mucho más joven que él. Él habla de literatura, ella lo mira. Él busca un adjetivo que defina cuán grande es su colección de libros. Ella hace mucho, desde los inicios de su relación, o de su historia, como le gusta decir a nuestro letrado, que ha encontrado el adjetivo que lo defina a él. Ella aliada de su silencio, con sus ojos que hablan, nos dice cuán infinita es su biblioteca de sentimientos. Y de pasión.

Se miran, sin tocarse. Se tocan con la mirada.

Los verbos tardan en aparecer. El duda qué decir o cómo decirlo. Y no le faltan recursos, él, que se gana la vida con las palabras. Escupiéndolas, esculpiéndolas, cuidándolas y hasta mimándolas para hacerlas creíbles a oídos que no saben si creer porque es él, el letrado mediático, de gestos suaves y sonrisa generosa, o porque realmente acuñe las palabras portadoras de verdad definida. La mujer no deja de mirarlo. De buscarlo. De encontrarlo siempre. Y siempre que lo encuentra, está hablando. Quiere cambiar palabras por besos. Le regalaría todos sus libros a cambio de una vida en común.

La cafetería a esas horas, bulle. La gente entra con prisa y sale, tras beberse el café con noticias asesinas y críticas, con más prisa si cabe.
Pero desde mi rincón, la pareja, hombre y mujer, enamorados, ahítos de gestos, de miradas expectantes y caricias furtivas nos descubren los avatares de su pasión, aún terrenal. El camarero se acerca, sin paso firme, tímido… Pero es su paso tímido el que le permite ver la mano de la mujer surcar su cielo protector para alcanzar el séptimo cielo de su acompañante. Lo acaricia debajo de la mesa, primero. Encima de la mesa, luego. El camarero se retira. No necesitan nada que no sean ellos. No más zumo de naranja. No más café. No más leer la prensa juntos. Quieren beberse, quieren desayunarse.

Ella se levanta, de golpe y se sienta a su lado. Rompe la barrera. Atraviesa el peaje. No pregunta, sólo obedece al único ápice de atrevimiento. No está a la altura de sus palabras pero sí de sus gestos. Ella guarda las palabras que él le regala para cuando no estén juntos. Ya tendrá tiempo para crucigramas. Ahora necesita también su olor, su sabor, su textura.

-Déjame sentarme a tu lado. Y lo dice cuando ya está. Cuando ha llegado. Cuando sus cuerpos son uno sólo.

Él duda unos segundos. Y ella nota que ha tensado algo. Que quizás ha llegado demasiado lejos. Que no deberían salir del anonimato. Que no deberían permitir que la gente viera de más, y hablara de mucho más. Pero el celo de la vida es así. Recurrente. Desobediente. Inoportuno.

Ella lo mira asustada y excitada. Excitada por su aturdimiento. Asustada por su no reacción.

-Perdona, no ha sido una buena idea. Vuelvo a mi sitio. Te asusta la gente. La que posiblemente conozcas. Sales en la prensa… a veces se me olvida.

Intenta nuestro letrado hablar con la precisión con que acostumbra. Pero su corazón, de blindaje débil, no le responde. No brotan las palabras. ¿Dónde se esconden? Escuchamos como tartamudea. Ni en sus inicios en el mundo de la toga y la balanza lo ha pasado tan mal buscando una explicación.

-No, no… Balbucea. No pasa nada. De verdad. Sólo que no te esperaba.

Ella, desde su sitio, lo mira. Lo mira con la mirada triste de quien pierde el último sueño. De quien queda varado y sin posibilidad de redimirse tras su último naufragio sentimental. Le llegan, uno a uno los recuerdos de cómo empezaron. De por qué. Todo pasa en un minuto. O menos. Como cuando la vida se suicida ante nuestros ojos. En su último aliento nos rinde cuentas y nos muestra lo bien acontecido.

Él fue el abogado que la ayudó en su separación.
Él fue quien la devolvió a la vida, tras su separación.

-Lo peor es que siempre llego sin avisar. Soy una inoportuna. No me acostumbro al protocolo de nuestra vida novelada. Le dice ella.

La sigue con la mirada de luna llena. Sus ojos orbitan alrededor de ese comentario. No sabe cómo asaltarlo. Declina decir nada. Depone las palabras… Inquieto. Cabizbajo.Ella sigue alimentando el malestar de su acompañante.

-Siempre te pillo con la guardia baja. O nunca te sorprendo o te sorprendo en exceso, hasta atizar tus miedos, como ahora.

Él, que hace rato se ha olvidado de sus libros, de su particular biblioteca de Alejandría, la mira con dulzura. La acaricia por encima de la mesa sin surcar el aire, y apoyándose en sus ojos recién estrenados a la luz. Se acerca y le da un beso en la comisura de los labios. Ella sonríe por primera vez desde que se encontraran en esa céntrica cafetería. Se queda a vivir, durante un segundo infinito, en su boca. Después, el beso se torna sonrisa y agradecimientos. Y el mismo beso los devuelve a su sitio. Y a su realidad. Y a su cotidianidad.

El hombre, tras saludar a alguien que no conocemos, pero que él si conoce y sí le incomoda, busca un tema conciliador. Un tema que cierre su mañana. Que destile, al menos, más felicidad que la de los periódicos con los que comenzaron su desayuno, su desayunarse.

-La Navidad llama a las puertas.

Ella que se acomoda de nuevo en la silla, que le suelta la mano, que le sostiene la mirada, que lo quiere, que lo desea también durante ese periodo del año en el que los comercios hacen su agosto y los hombres y mujeres vuelven a amarse sobre la faz de la tierra porque el espíritu navideño así lo exige, le dice:

-Navidad es cuando estoy contigo. A partir de ahora, empieza mi Vía crucis. Ni estreno Nochebuena el veinticuatro de diciembre, ni estreno año el día uno, ni los reyes me visitan el día seis. No. Pero volverá a ser fiesta, cambiaré de año, cuando vuelva a ti. O mejor, cuando vuelvas a mí. Cuando llames a mi puerta.

El gesto serio de nuestro hombre curtido en mil batallas judiciales, se tuerce hasta convertirse en una mueca, una torcedura un esguince en el alma. Está perdiendo este juicio. El jurado popular se posiciona del lado de ella. Tarda en contestarle unos segundos…

-Pero volveré. Lo sabes. Vuelvo siempre.

Ella no quiere hablar de su vida. Porque ella sabe que siempre encuentra el camino de regreso. Ése no es el problema. Su GPS emocional funciona. Las coordenadas de su pasión siguen intactas. Y su relación sería lo más parecido a un cubo de Rubik bien alineado, en caso de formar equipo en el juego de la vida. Pero no puede evitar un atisbo de maldad. Ese asomo de arrogancia cuando le comunica:

-Ayer, paseando por el centro comercial me encontré con tu mujer y con tu suegra.

La duda sombrea su rostro. Las pupilas dilatadas juegan con la luz del sol que se filtra, leve y coloniza su espacio vital. Abre los ojos, ahuyenta la claridad, sólo quiere verla a ella. Quiere hablarle. Pero las malditas palabras no están. Y no lo están cuando más las necesita. Ellas están, como el jurado popular, con la mujer joven.
Consigue articular, por fin, unas palabras, interroga buscando un empate.

-¿Ah, sí? Y qué tal… qué hacían ellas… y qué hacías tú… en el mismo centro comercial.

Se recoge el pelo, muerde los nudillos que se mojan de saliva al contacto con sus labios. Ahora luce una sonrisa, parece que sincera. Le coge la mano… porque no quiere tirar su tiempo en común al cubo de la basura… Ni aportar más material para su semana santa particular que llama a las puertas.

-Ellas compraban tu Navidad, mientras yo esquivaba a la soledad.

EL TALLER DE ESCRITURA



Mi abuela odiaba los gatos. Pero tenía gatos en casa porque lo que más odiaba en la vida era ver pasar por delante de la chimenea un ratón. Un ratón de campo. Un ratón de ésos que ni muerden, ni se meriendan a las viejas que les temen. Un ratón de ésos grises, pequeños siempre, a los que los dibujantes retratan con carboncillo, pero elegantes. Ratones siempre sonrientes. Ratones siempre prestos a no hacer otra cosa que pasear, vivir y comer de todo menos queso. Animales diminutos, roedores de campo y de sueños.
Así que la familia de ese ratón se paseaba de día y de noche, al amanecer y cuando declinaba el día por delante de la chimenea. Daba igual el número de gente congregada al calor del hogar. El ratón uno, el ratón dos, y así sucesivamente… una familia entera de ratones, siempre por separado, se acercaban buscando el calor de la leña, los trocitos de madera que eran indultados por las llamas. Nunca supe qué hacían con esas ramitas, nunca. Porque si hubiera sido una paloma, o un pájaro, o cualquier ave, sí… pero un ratón no hace un nido como si se tratara de un pajarillo, decía también mi abuela. El calor aletarga. Más el calor de la madera que arde. Ese calor nos sumía en un duermevela infinito. Los sueños, incluso, nos visitaban sin quemarse y sin quemarnos. Eran sueños anodinos. Livianos. Era entonces, y así entonces lo creía cuando el ratón y la familia del ratón que empezó este relato se paseaba impune por delante de nuestras narices. Nuestros cuerpos no reaccionaban. Y mi abuela no acertaba a atizarle con la herramienta con la que removía los troncos que ardían, cuando abría los ojos y se encontraba a Pérez robándole la tranquilidad coronaria. Conocían nuestros duermevelas y los aprovechaban.

Mi abuela odiaba los gatos. Y mi abuela odiaba los ratones casi por igual. Casi. Porque al menos, el odio hacia los felinos domésticos no se tornaba en repugnancia. Así que se hizo con los favores gatunos de dos gatas. Dos gatas que no comían ratones, visto el resultado. Y dos gatas porque no quería una pareja. No quería descendencia. No mientras ellas fueran jóvenes y los ratones vulnerables a sus garras.
Pero el celo gatuno es el celo gatuno. Es el padre, la madre, la máxima expresión del celo animal. Y las gatas paseaban sus ardores por los tejados. Pasaban de los ratones. Pasaban del hogar y pasaban de mi abuela. Ella no las quería, ellas no la querían. Pero no pasaban de los machos que acechaban y esperaban la hora del paseo. La hora en la que el celo las encendía tanto o más que el fuego que crepitaba y daba calor a hombres y ratones.

Yo ni odiaba a los ratones, ni a los gatos, ni a ningún bicho viviente. Tampoco a personas vivientes. Qué va… Y me hice muy amigo de una de las gatas sin nombre. Decía mi abuela que no tenían nombre, sólo oficio. Y que no era el oficio de ver ni oír llover, ni de tomar el sol en los tejados. Su oficio era el de cazadoras a sueldo. Si cazaban, se comían el premio. Si no, dependían de mí para alimentarse. De mi piedad, que existía. Engordaban.
Montaba guardia frente a la chimenea. Y cuando notaba que mi abuela cabeceaba, cuando el sueño cargado de sueños sin roedores la visitaba… me levantaba y le daba de comer lo que fuera, lo que encontrara en la nevera, a las dos gatas blancas. Me miraban con camaradería. Y las trataba con familiaridad. Ellas comían todo tipo de embutidos, carnes pescados y cualquiera de los manjares que esperaban en la nevera de los humanos para ser devorados. Lo hacía con cuidado. Les restaba el apetito y ellas, a cambio, pasaban de los ratones. Cuando los veían asomar, que eran pocas las veces, los seguían con la mirada. Jugaban al gato y a al ratón. Sólo jugaban, sin más… No eran juegos sangrientos porque estaban ahítas de comida. No podían más… sólo les apetecía descansar y dar rienda suelta a sus ardores guerreros en compañía de unos machos altivos y elegantes, y tan guerreros también.
Así que las gatas sólo comían, dormían y comían y dormían. Y cuando crecieron aprendieron a amar como animales, que es como se ama de verdad. Nunca a cazar que es como no se ama nunca. Nunca. Jamás vi a ninguna de las dos con rabito diminuto, peludo y gris asomando por sus mandíbulas. Y sí las vi con una rodaja de mortadela, o bebiendo leche, o comiendo yogures, o dando buena cuenta de las sobras de un guiso. Con tanto alimento sólo les quedaba sucumbir al cansancio de saberse alimentadas a cambio da nada. Una nada tan cotidiana como la cotidianidad de los paseos de los ratones. Ellos siguieron con nosotros. Ellas, también.

Al cabo de algunos meses, cuando calentaba más el tiempo que la chimenea… y por lo tanto, el paseo ratonil bajó en asiduidad, una de las gatas engordó. Cada vez más gorda, decía yo. Cada vez más preñada, musitaba y musicaba y gruñía, mi abuela. Me enteré que iba a tener hijos. Hijos, según yo, gatos, coño más gatos, según mi abuela. Y así pasaron más semanas. Yo no dejaba de acariciarla, de desplegar sobre ella un concierto de lenguaje de signos, un concierto de manos y de palabras afables. Ronroneaba hasta quedarse sumida en el limbo de los sueños gatunos, que también existe. Sueños de familia y de futuro. Sí.

Punto.

Nunca escribo. O casi nunca. Porque siempre hay un casi. Un casi para cada ocasión. Una obra incompleta, un cuento inconcluso. Y hasta una historia sobre ratones y hombres que no termina quien debería terminarla: Yo. Quedará ahí, en el baúl de los recuerdos sin contar. Porque justo cuando estaba a punto de seguir con las idas y venidas de mis gatas y de mis ratones, ha venido mi mejor amigo.
Y cuando uno tiene un mejor amigo, le deja hacer, o le hace partícipe de lo que está escribiendo. Y así ha sucedido.
Ha estado un rato leyendo. Ha estado un rato dilucidando qué decirme para no herirme. Ha pensado, luego durante un rato, ha existido. Al menos…

- ¡Qué coño has escrito!
- ¿Qué coño has escrito?

Afirmación exclamación. Interrogación que quiere crecer y convertirse en una afirmación con todas las de la ley.

- Vamos a ver… tenía que contar una historia. Ella, sus amigos, ellos, los amigos de ella, quieren una historia. Quieren un cuento. Quieren una tarjeta de presentación.
- Joder, no entiendo nada… Y cuando digo nada, es na de na.

Al final, o al principio del final, le he contado que voy a participar en un taller literario. O similar. O literario, sin similación. Que nunca lo he hecho y que ya va siendo hora de ponerme manos a la obra, o verbo a la obra, o lo que sea. Pero que tengo que escribir de una vez por todas, o de todo, algo, alguna vez…
Así que quería llevar a mis gatas y a mis ratones a un taller literario.

- Y a tu abuela, y a tu abuelo, y a la chimenea, no te olvides… Me indicó cínico, mi amigo. Y siguió:
- Madre mía, con lo que has sido leyendo, con las historias que has vivido… y sólo se te ocurre escribir la seudo biografía de las gatas sobre el tejado y la del Ratatuille invisible. Si Fante levantara la cabeza, o el Bukowski ese. Madre mía… ¿te ha dado un aire o te has indigestado con palabras para no dormir?. O te has vuelto tonto… Por cierto… ¿un taller?
- Sí, un taller de literatura… Y amén de tu por cierto… no soy tonto. No a raíz de lo del taller, no.
Se quedó pensativo, otra vez. Miró en varias direcciones. Buscaba una respuesta a una pregunta no formulada. Nadaba en la duda… Y volvió a la carga:
- Hmmm, ¿desde cuándo tienen los cuentos que pasar la ITV?
- A veces, ya ves, hace falta cambiarle el aceite a los verbos. Darles un repaso y ponerlos a punto… Mis metáforas estaban oxidadas. Bueno, no estaban. Ahora están… y ya buscan el consuelo, el desconsuelo, el concierto o el desconcierto de otros verbos amigos, de otras palabras desnudas y cercanas, de otras ideas versadas.
- Madre mía, estás inspiradito… eh… En fin… ¿un café?

Al final, otra vez, porque siempre hay un final y siempre hay un casi, tomamos café. Porque siempre hay un café antes, durante y después.

Mi amigo se ha ido hace poco.

Ahora sólo se me ocurre escribir sobre no sé qué. Está claro que no voy a continuar ejerciendo de cuentero mayor, como diría Filisberto Hernández. Ahí quedan mis felinas y mis roedores. Y aquí, otro yo.

Siempre he llorado mucho. He llorado por nada. Y cuando no he tenido por qué llorar, he llorado por no tener un motivo.
Siempre he follado por nada. Y cuando no he podido follar, he llorado.
Siempre he leído por nada. Y cuando no he tenido qué leer, he follado . Y si no he podido follar, he llorado y he vuelto a leer, o peor, releer. Que es lo que ha ocurrido, lo que ocurre la mayor parte del tiempo presente. Porque el pasado se diluye, como el hielo en la bebida sabiniana. Y porque el futuro no acaba de llegar. Así que no cuento con él.

Me he pasado media vida leyendo y llorando. Y un poco de lo otro. Sólo un poco. Sólo espero ser la reencarnación de un tipo que en su vida, otrora, se haya hartado de reír y de follar. Y de leer, el periódico al menos. Ser la reencarnación penitente de un tipo que ha pecado por exceso, por defectos… Así que me ha tocado ser bueno, y sólo toco la bebida que me traen los literatos, usada para recargar el tambor de la pistola que escupe sus verbos envenenados y borrachos y felices.

Yo leo, luego existo. Y existo porque ni dejo de leer, ni dejo de vivir con verbos furtivos que me visitan, que me tocan el hombro… que me hacen olvidar el hambre carnal. Un buen verbo es como un buen cuerpo. Se deja tocar y toca. Luego todo existe. Luego, luego… después de luego… No sé si leo desde que tengo uso de razón, o tengo uso de razón desde que leo.
Me pasa más o menos lo mismo con lo del goce supremo, con el razonamiento erotizado y sus usos. Pero no sé si sexualizo desde que tengo uso de razón, o no uso la razón para otra cosa que no sea para perpetuarme en mis deseos y en mis fantasías. Porque al fin y al cabo, porque al principio y al cabo, cada libro es un orgasmo, un grito, una risa, un llanto, una canción, una película, una satisfacción en grado suma y sigue…

A veces me quedo dormido con el libro encima. Preferiría un cuerpo, encima. Pero suele ser un libro abierto de par en par. Preferiría otra apertura. Pero suele ser la de un prólogo que teje el tapiz de mis noches. Que nace, que crece, que se reproduce en mis sueños, y que muere cuando abro los ojos, cierro el libro, y enciendo mi día. Entonces es cuando vivo, y busco un lugar donde acomodarme. Donde pueda existir en paz. Pensando que un día, hace ya, me prometí escribir y que nunca he cumplido. Que ya lo hacen otros. Como otras cosas. Casi todos hacen de todo, menos yo. Que les leo con pasión y devoción, que es una forma de mirarles a los ojos y agradecerles sus principios y sus finales, y sus victorias sobre la palabra precisa, la metáfora educada, el número elegante, que lo hay…

Después de esto, la nada cotidiana de Z. Valdés. Y después de la literaria no existencia de Zoé Valdés, la no existencia literaria mía. Necesitaré conciliar el sueño, y los sueños, a golpe de capítulos, porque no encontraré la paz literaria ni rebuscando, ni andando, ni yéndome de cafés con los personajes que yo cree. No verán la luz. Y yo, sin embargo, seré el perfecto cicerone para los otros. Los que llamen a la puerta de mi necesidad lectora. Les acompañaré, les mostraré el camino que conduce a una paz eterna. Una paz que se sostiene en el final de cada historia novelada. Y cerraré los ojos, como ahora… Punto.


MARIO CASTILLO ROS