martes, 14 de abril de 2009

ÚLTIMA FUNCIÓN



¿Hay vida antes de la muerte? ANÓNIMO HÚNGARO

La muerte tiene un precio. Un precio elevadísimo. Elevado a los altares de la liturgia de vivir sin querer hacerlo. El precio que tenemos que pagar por una muerte digna, como si existiera tal dignidad a la hora de irnos del todo y de todos, es la vida. Así que hay que vivir si se quiere morir. No hay más. Una vez te han soltado sobre la faz de la tierra, una vez naces, una vez creces, una vez te reproduces o no, una vez mueres, entonces: Fin. Objetivo logrado.Pero el hecho de que hasta el día de hoy no creyera en el suicidio no quiere decir que no comprenda a los que se maldicen por estar sin querer copular con el verbo ser. A los que se sostienen por los pelos. A los que no echan raíces sobre la tierra que les vio nacer y, sin embargo, ahí están, inamovibles. Mortales sin muerte hasta que por la gracia de Dios, del atrevimiento, de la pena honda y que tizna a base de bien, obtienen el pasaporte para arribar a la otra orilla. (…)


A los dieciséis años conocí al primer suicida. Después vinieron películas y libros cargados de personajes enfrentados a la vida. Unos se tiraban desde un puente sin que nadie lo remediase. A otros, cuando a punto estaban de lograr su objetivo, se les aparecía alguien. Y les decía que la vida, amén de maravillosa, es necesaria: - Y tú, suicida de mi corazón, también lo eres para Ella.-

Otros se lanzaban en picado contra buques de guerra que asistían atónitos a la lluvia de escuadras Kamikazes. Pero ese tipo de suicidio, aunque loco también… generaba más admiración que desolación entre las mujeres que habían visto partir a sus maridos hacia una muerte segura. Como seguro era, que algún Kamikaze aguardaba su turno en el fondo del armario. El honor, a veces, apesta a engaño.

A los dieciséis años encontré mi primer trabajo. O él me encontró. Vagaba por la calle sin rumbo fijo. A día de hoy mi brújula sigue desorientada. Y bien. No me quejo. La primavera vestía de largo los días más cargados de sol, más cargados de somnolencia, más cargados de los exámenes finales y el curso encaraba la recta final. En mi caso, la recta se prolongaba los meses de verano. Pero eso después. Antes, mi primer trabajo.

Un hombre viejo, de facciones marcadas, de mirada dolorosa y de expresión agresiva colgaba carteles ofertando trabajo en el circo que acaba de acampar a las afueras de la ciudad. Querían gente joven con ganas de ganarse algo de dinero.

Le comenté a un amigo que podríamos probar. A ver qué tal. De hecho él quería dinero para una raqueta nueva y yo, claro, dinero para unas zapatillas deportivas. Nunca había tenido unas. Bueno, sí… había tenido, pero no había podido elegirlas a mi gusto. Las quería de marca, para mi disfrute.

A los dos días estábamos colgando carteles anunciando las funciones. Regalando descuentos en centros comerciales entre sus clientes. Ayudando en los espectáculos de la noche a colocar sillas y colocar gente en las sillas.
El primer día, los leones me dieron miedo. El segundo día, los leones me dieron pena.Nunca había visto un león de cerca. Nunca tan grande. Nunca tan famélico. Es difícil entenderme. Lo sé. Pero a esa edad casi todo lo que te supere en altura y en sorpresa, es magnánimo. Y esos leones que danzaban dibujando círculos el primer día y que rugían de hambre el segundo, me parecían fieras monstruosas.
Pocos días antes de que comenzara la primera sesión circense, mi amigo y yo habíamos hecho nuestro trabajo. Ya no teníamos más invitaciones para repartir. Ya estaba la ciudad engalanada con los carteles anunciadores de risas, de miedos, de sorpresas, de emociones. Promesas que no siempre se hacían realidad, como descubrí más tarde en las sucesivas funciones.

El gerente del anfiteatro ambulante, también domador de fieras indomables según él, nos invitó a ver los espectáculos a cambio de ayudar en las tareas de ubicación del querido público. A cambio de pintar sonrisas sobre las caras de niños asustados hasta la médula. Niños imberbes. Porque nosotros si no niños, sí jovenzuelos que habíamos dejado atrás la niñez de manera fulminante. Nuestra generación, por fin, se ponía manos a la obra.
Así que tras recibir a los asistentes y sentarlos y adornarlos con pinturas y agasajarlos con palomitas tras un módico precio, se atenuaban las luces, la orquesta nimia tocaba la pieza de presentación y el maestro de ceremonias daba la bienvenida al increíble y maravilloso mundo del circo.
Payasos, acróbatas, malabaristas, más payasos, caballos diestros y jinetes intrépidos, faquires que jugaban a los puñales sobre el tablero de su vida, perros adiestrados, obedientes, calculadores de saltos y acrobacias perrunas imposibles, gatos que maullaban como auténticos felinos y, por fin, el espectáculo estrella: leones que lanzaban zarpazos, que se enfrentaban y que cedían obedientes a las órdenes del domador diminuto. El domador, de cuerpo aniñado, los situaba sobre dos banquetas, casi en equilibrio, y les hacía rugir azuzándolos con una silla. El circo rugía. Los leones rugían. El héroe bizarro gritaba y provocaba a esas fieras hambrientas. Y por último se acercaba a Lena, la leona, y le abría las fauces. Colocaba su cabeza entres sus dientes afilados como lanzas, y se quedaba ahí, quieto… con los brazos en cruz, en una mano el látigo, en la otra, el miedo.
Después prendía un artilugio de alambre de forma circular. La lumbre escupía luz y calor y el público, estupefacto, esperaba que Limbo, el macho, atravesara el aro de fuego de un único salto. Una única vez. Después, tras acariciarlos, tras tumbarlos y tumbarse con ellos en el suelo de la jaula inmensa, los devolvía a sus aposentos.

Eso sucedió el primer día. El segundo, fue el día que descubrí que los leones son atacados por el virus de la gripe. El día que me dieron pena, por igual, fieras y domador.

Cuando todas las estrellas del circo habían sucumbido al espectáculo. Habían demostrado que sus aprendizajes eran de lo más docto bajo la carpa, le tocaba, entonces, el turno al domador-gerente y sus fieras arrancadas de esa cuna tapizada que conformaban las estepas del Serengueti.
La arena del circo quedó a oscuras. Un haz de luz cayó sobre el presentador. Micrófono en mano anunciaba que ese día los leones no pisarían el coso, pues estaban aquejados de gripe. Una cepa extraña que atacaba a los leones y algunas otras especies que provenían de las estepas africanas. Nos levantamos y buscamos la salida. Con el derecho que nos daba ser trabajadores del circo, nos dirigimos a la jaula de los reyes de la planicie africana.
En una esquina, cabizbajo, estaba el héroe y dueño de Lena y Limbo. Les hablaba. Les pedía perdón por no haber podido darles de comer. Estaba también el padre del domador, un hombre corpulento, curtido en mil batallas laborales. Le decía a su primogénito que si no podían conseguir comida para los animales, era el fin. El fin de una estirpe dedicada desde hacía dos siglos al mundo del espectáculo. El estado ya les había advertido con varias cartas y se habían personado en las dependencias del circo funcionarios del ministerio. Si la situación no cambiaba, el gobierno intervendría y requisaría los animales. El hombre viejo se alejó con paso firme. El otro se quedó apoyado en los barrotes, llorando como un niño sin cumpleaños. Los leones, desde el fondo, sanos aunque con un hambre voraz, dormitaban y soñaban, quizás, con esas estepas que los vieron nacer y los vieron morir en vida.

Mi amigo y yo nos fuimos. No hablamos nada durante el trayecto que nos devolvía a nuestras jaulas. Al espectáculo de nuestra vida.

Al día siguiente, último día en la ciudad de la carpa, sucedió lo mismo. Los leones seguían sin comida. Hambrientos cada vez más… No nos acercamos mucho a la jaula. Manteníamos la distancia… Supimos que no actuarían las estrellas, el reclamo por excelencia, la síntesis que daba nombre y engrandecía ese universo de risas y de pavores. Que el domador no utilizaría la silla para enfrentarse a sus fieras, ni el látigo, para conquistarlos. Ni el aro encendido. Nada. Los leones seguían con gripe, así que el público no podría despedirse de los reyes de la sabana.

Abandonamos nuestro abono de trabajadores y de invitados y nos dirigimos a despedirnos de Limbo y Lena. Y de las demás fieras. Y de los payasos, que casi nos conocían o que casi creíamos que nos conocían. Sus sonrisas de mentira me recordaban que nunca me había gustado ese mundo. Ese espectáculo fabulado, ese universo hermanado, muy unido, sí, pero que no me atraía. Me daba miedo. Y más tarde he sabido que a mucha gente el circo no le hace gracia. Y si un circo no te hace gracia es sinónimo de miedo.
Pasamos por la caravana que hacía las funciones de despacho y vivienda del dueño-domador. Estaba triste. Me pidió si le podía echar en algún buzón una carta dirigida a la prensa local. Sí. Claro que podía. Nos pagó el salario, mi primer salario.

Durante la hora siguiente vagamos con paso quedo por el resto de las instalaciones. Acariciamos a los gatos, a los perros, a los caballos les dimos el azucarillo que guardábamos en el bolsillo de la chaqueta. Y por fin, nos acercamos a despedirnos de nuestras bestias enfermas de hambruna.
El domador estaba hincado de rodillas, dentro de la jaula, los brazos en cruz. Sus lágrimas barrían la arena que servía de cuna. Un hontanar de pena formaba grumos. Un manantial de miedo nos heló.
Se ofrecía de comida. Quería morir por ellos. Quería salvarlos. Quería salvarse. El circo y él morirían juntos.
Mi amigo y yo huimos de aquella escena sin decirnos nada. Sin mirar hacia atrás. Llorando y gritando. Nuestros gritos se solapaban con los de la familia circense que había acudido atónita a la última función.

Días después, la prensa publicaba la carta que durante mi huida había depositado en el primer buzón que encontré:

“La muerte tiene un precio. Un precio elevadísimo. Elevado a los altares de la liturgia de vivir sin querer hacerlo…”

10 comentarios:

  1. esta muy bien ,me ha gustado mucho,sigue asi.no dejes de escribir

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  2. este Ángel Cristo era un cabrón de cuidao! Con una teta de la que por aquel entonces era su mujer, la Bárbara Rey, hubiese alimentado a media manada! Y con la otra hubiese salvado media manada de ñues en África!

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  3. "Tú no eres interesante, para mi" Qué razón tiene J.J.Millás...

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  4. Acabo de dedicar, un minitiempo que tenia esta tarde, en leerte y sentir contigo melancolías, recuerdos, sueños, sabores, olores ... en definitiva... en compartir mediante la palabra, parte de la belleza de la vida, o de los sinsabores de la vida, como en este relato circense, que, de triste y real (porque el circo ambulante que nosotros conocimos en la niñez, es historia), he deseado que los leones, fueran benignos y apagaran su hambre, sin dolor ni sangre...

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  5. "...paparrr, paparrr, llévame arl circorl!
    - Er que quiera verte que venga a casa! Te dá cuen fistro!"

    Chiquito De La Calzada

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  6. jajajajajajaajaajajajajajajajaja

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  7. Leo, luego sigo vivo. Sigue escribiendo y mi alma inmortal lo recordara eternamente, piensa que eres el responsable, en tus manos lo dejo.

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  8. Que bien escribe ud.

    Hasta pude ver la cara desolada del domador,y la resignacìón de Lena y Limbo.

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  9. Las entradas muy bien, muy largas, muy comentadas

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  10. El Circ. Igual que el circ de la vida. Històries d'amor, de desamor, de riquesa, de fam i misèria. El teatre de la vida està representat en un circ. La nostra funció comença el dia que naixem.

    Has aconseguit que passegés amb tu pels racons del circ que has relatat. Bo, molt bo.

    ;-)

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