martes, 14 de abril de 2009

MIENTRAS ESCRIBAS…


Y detrás de cada huida estabas tú. (I. Serrano)

Y porque nunca es poco, amaneció.
Y lo hizo con frío.
En la calle el frío azul azotaba su cuerpo. Un cuerpo sin ganas de nada. Y por dentro, la tristeza gélida azotaba su alma. No quería asistir a la promoción de su libro en aquel centro comercial. Tan lejos de su casa, tan lejos de su deseo. Mientras dilucidaba si buscar una excusa, si encontrar un motivo creíble que le exonerara de asistir al evento, tomó un café y leyó las noticias del día. Noticias en carne viva, en letra impresa. Más vivas y más impresas, con más fuerza, al menos… para más público, al más… que su último libro. Último libro que no acababa de llegar, que no convencía como había sucedido con los anteriores.

Pero la editorial manda. Y mandan los lectores que compran sus libros. Los que llaman preguntando cuándo será la siguiente presentación y dónde. Quieren sus letras y lo quieren a él. Así que no puede negarse. Vendió sus verbos al diablo. Al principio le hacía gracia. Al final, le hacía daño. Le provocaba náuseas, incluso, enfrentarse a esas colas ingentes de gente que querían saber más de lo que descubrían en esas páginas. Querían un avance de su próxima novela. Querían una primicia. Un algo de su vida no novelada. Querían su porción de verdad. Ya no les bastaba con la novela en curso. Habían fusilado sus personajes, los habían desterrado, los habían jubilado. Ya no estaban con ellos ni en ellos. Ahora querían saber quiénes serían los próximos. Y qué sería de él, ahora.
Y se enfrentaba, dentro y fuera de esa hilera a personas con apetito de curiosidad. Últimamente interesaban más sus escarceos por la vida que sus aventuras capituladas y literarias. Y aunque difícil digerir, sí eran más fáciles de dirigir las preguntas y encontrar las respuestas. Porque una respuesta valía por mil, y para mil.

El bar de siempre, vacío. El café, como siempre, cargado. La música, como nunca, estridente. Parecía la banda sonora de su desconcierto.
Siempre decía que nunca amanecía hasta que no desayunaba. Desayuno reducido, pues un par de cafés hacían las veces de almuerzo y relajante. No le ponía nervioso la ingesta de cafeína, y sí el no encontrar un momento para llevarse a los labios una taza.
Llamó al camarero de siempre, que siempre se sentaba al final de la barra, y que siempre le preguntaba qué iba a tomar. Siempre, desde el principio de los principios, había consumido lo mismo. Nunca una cerveza. Nunca un zumo. Nunca nada que no contuviera cafeína. Nunca. Le pidió si podía bajar un poco la música… siempre y cuando no molestase su petición a ningún cliente. Estaban solos. Así que cesó el ruido de los infiernos. Y amaneció, por fin.

El último sorbo de café le reportó el recuerdo. Su recuerdo.
De vez en cuando pensaba en ella. De vez en cuando era muy de cuando en cuando. Muy de cuando en cuando era siempre. Siempre la tenía en la cabeza. Cada vez que publicaba algo o leía sus artículos en prensa, se preguntaba si ella lo estaría leyendo al mismo tiempo, como cuando pasaban las páginas de los periódicos juntos, entre besos y caricias furtivas. Nunca la llamó. Nunca más volvieron a ser uno para compartir y departir al calor de las palabras. Durante un tiempo fueron amantes. Primero se amaron con deseo, después se quisieron. Y el sexo que los unió se tornó en una necesidad elemental. El quinto elemento, la sustancia, el pequeño milagro que obraba cada día que pasaban juntos. Cada día se convirtió en el afluente del río que los llevaba, que los arrastraba a una desembocadura salvaje y abierta.
Sabían, como reza la canción, que el amor es eterno mientras dura… Sí. Lo es. Cierto. Pero se habían buscado con hambre. Física y química. Llegó un momento en el que sus almas empezaron a dolerse y a quejarse. Querían más. Más necesitaban. Amén del lenguaje concupiscente de sus cuerpos, ansiaban la comunión de sus sentimientos.

Ella le instaba a escribir. A escribirle aunque fuera a ella. Quería sus correos cargados de historias imposibles. De ellos quería sus adjetivos dulces y amargos, dóciles e indómitos. Quería tenerlo, siempre, al final y al principio de unos puntos suspensivos.

Y entonces se quisieron. Y entonces, se alejaron.

Fue un sábado, hacía ya cinco años, cuando ahogaron en el café previo al amor en carne viva, su historia.
Ella lo miró, dulce, y le habló con el acento más amargo que había escuchado en mucho tiempo. Ninguno de sus exilios sentimentales había tenido ese tono:

- Me voy. Pero esta vez no volveré. Esta vez, mis puntos finales tendrán fin. No hay camino de regreso. No lo buscaré. No te buscaré. Te quiero demasiado. Y no es eso lo que nos unió.

La miró con los ojos tristes y el cuerpo mudo. Vencido. Consiguió hablarle lo justo, que no lo necesario:

- Echo de menos esos tiempos en los que nos deseábamos más y nos queríamos menos. Las conversaciones triviales. La necesidad de buscarnos para tenernos y para saciar nuestra hambre. El amor nos ha matado. El deseo se arrincona por las esquinas. Mira con envidia en lo que nos hemos convertido. Ahora, supongo, se alegrará.

La conversación siguió sin gloria y con pena. Y sus cuerpos volvieron a entenderse por última vez. Cuerpos vivos, almas muertas, como las de Gogol, pensó entre gemidos y agua de deseo. Tenía su cuerpo encima, y su mirada clavada en sus ojos. Le hizo prometer que intentaría escribir. Que mientras lo hiciera, seguirían, de alguna manera, juntos.

Ese día lloraron y follaron por igual. Follaron como siempre. Se quisieron como nunca. Y lloraron como se llora en los finales tristes y aciagos. Los besos encendieron sus naves, y las quemaron.

Y su recuerdo no lo abandonaba. Hipotecaba su felicidad, le administraba la tristeza y la alegría. Y regía su onanismo vespertino. Y sus noches de sexo catódico.

Y allí estaba, con ella, sin ella…

A las cuatro de la tarde estaba en el centro comercial Can Fabra, en uno de los distritos más conocidos y tranquilos de la ciudad Condal. Una mesa. Dos columnas corintias de lo que tendría que ser su último éxito literario. Él.
Preparaba sus respuestas, pues sabía qué le iban a preguntar. De vez en cuando los trabajadores le sonreían… Le hubiera gustado cambiarse por cualquiera de ellos. No tener que soportar a padres agradecidos de que les hubiera ayudado a hacer realidad uno de sus sueños… que sus hijos durmiesen. Faltaba menos para que la gente se le acercara, como si fuera el Cristo de las letras. El redentor de los problemas cotidianos. Faltaba poco para explicar, otra vez, como tantas otras veces, que el sueño, la conducta, la alimentación, los hábitos… y un cuantioso etcétera, iban de la mano. Y que ese ir de la mano conducía a la paz del sueño, con y sin sueños.

A las seis de la tarde seguía en el mismo sitio. Protegido por las mismas columnas de libros. La gente no hacía cola para comprar. Tampoco para saludarlo. Tampoco para preguntarle por sus personajes de antes, y las soluciones de ahora.
Empezó a sentirse cómodo cuando una señora le preguntó por la sección de textil. Era el hombre invisible de la cultura. Pasaba desapercibido. Era la solución. El anonimato del que siempre había querido disfrutar. Siempre es, ahora. Porque antes deseaba, y soñaba con el éxito. Pero el éxito se viste de negro y rojo, las más veces. El éxito le devoraba las entrañas y le aniquilaba los sueños. Los pocos sueños que tejía en el tapiz de sus noches en vela.

A las cuatro horas no había vendido ningún ejemplar. Ni siquiera los responsables del centro habían azuzado a sus trabajadores para que se le acercaran y le preguntaran y ejercieran de improvisados fans. Nada.

Cinco personas le preguntaron si sabía dónde estaba la sección de tal o cuál. Ninguno por su obra. Ni por su vida. Ni por nada que estuviera relacionado con su vida a través de las palabras. Los clientes, incluso, tenían que esquivarlo para pasar. Entorpecía el paso hacia el reino de las rebajas.
Su incursión en el mundo de los libros de autoayuda había fracasado. A nadie le interesaba una novela sin personajes malditos ni benditos. Querían carnaza. Querían disfrutar de su alter ego, el que bebía para dormir y el que vivía para beber. Querían pastillas para soñar y sexo para vivir. No querían un libro de autoayuda. No debería haber aprovechado su éxito mediático para escribir un libro así. La ciencia para los científicos. Las historias sucias y suicidas y las realidades cotidianas, para él.

Faltaba poco para la hora del cierre comercial. Se habían olvidado de él. Parapetado tras sus libros, sosteniendo un bolígrafo en la mano, combatiendo la desidia y recorriendo con la mirada los recovecos de su recuerdo, pensaba cómo escapar. Cómo salir de allí. Quería la paz que le daban los libros cuando los leía, y no los nervios ni la mala leche que le provocaba escribir.
Uno de los jefes de la tribu de la oferta y la demanda le ofreció un café. Café de máquina, al menos, que valía la pena, la alegría y la espera de estar allí. La comercial de productos lácteos le dio un par de vales para próximas promociones. Ya está. Nada más… Su agente literario lo había abandonado a las puertas. Seguro olió el fracaso. A quién se le ocurre rivalizar con un complejo comercial de semejante calibre y en época de rebajas.

Pensó, tras consultar la hora en su viejo reloj de bolsillo, que debía recoger, levantar el campamento. Llevarse los libros que no había vendido. Todos. Sacó el móvil de su chaqueta y marcó los números que conformaban el SOS que debía sacarlo de allí. Alguien de la editorial con quien celebrar su fracaso. Mientras escuchaba la monótona señal de llamada, levantó la cabeza y la vio.

Regresó.

Ella.

Estaba en la entrada del centro comercial. Era la primera de la fila. Y la última.

Sus miradas buscaron un punto intermedio. Se sostuvieron en el aire.

Ella se acercó y cogió un libro rompiendo la simetría de esas columnas literarias. Acarició su mano cuando le acercó el ejemplar para que se lo firmase. Y acarició su alma, y se la resucitó, aunque no se dio cuenta.

La voz de ella sonó suave, como las caricias primerizas de antaño:

- Mientras escribas…

6 comentarios:

  1. Esas manos las conozco...Son las que acarician la guitarra mientras cantan con una sensibilidad que no conozco en nadie más...Son las manos de un maestro de la música... Te quiero, Ismael.

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  2. Y entonces se quisieron. Y entonces, se alejaron.

    Hay momentos que tienen que ser pasajeros,para no olvidarlos jamás...

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  3. Qué maravilla de relato... tan dulce y triste a la vez... buen final..."mientras escribas..." nunca dejará de escribir así....
    Me gustó mucho...!!!

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  4. tremenda historia, apasionada, yo creo en este momento de mi vida, en ese detras de cada huida estabas tu....y es más no me veo en otra situación que no sea esa....deseo, cuerpos incandescentes amándose....con tequieros, pero no más allá...desconozco si es o no e sreal la historia, pero me quedo con lo que escribe el anónimo....un beso MMario

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  5. Quin relat nen !!!.
    Realitat o ficció ?. Aquesta és la gràcia i l'encant que envolten els espais propers a la biblioteca de Can Fabra. Apassionant. Trist.
    Punt i final. O no. ;-)

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  6. Qué bonito escribes... es maravilloso leerte.

    Te he dejado un comentario previo que se ha borrado, y que no sé si ha ido a algún lugar.

    Pero mientras yo escribía, pensaba en qué suerte he tenido de que dejaras unas letras escritas al pie de mi foto. Gracias.

    Te decía que te voy leyendo poco a poco, lo poco que mi vida me va permitiendo. Pero lo voy haciendo lento y ordenadamente.

    Gracias. Sigo.

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